Viernes, 30 de marzo de 2018
Mil gaviotas en Oporto
De un modo constante te devuelves a las calles deseoso de aroma a salitre, humedad, de demostrarnos que quizá esté equivocada, y a panorámicas fugaces los azulejos viran a colores más vivos pero en murales no menos quebrados. Todo, hasta el ánimo de sus habitantes, como beodos suicidas en espera de salir a la mar, está trazado por una infinita línea en zigzags. Los adoquines del suelo, las fachadas de azulejos partidos o directamente perdidos, las rampas y cruces de calles, la sierra que es la panorámica de la ciudad desde su adusta catedral, casas altas, hombres bajos, dobladas, herrumbrosos, desahuciadas, olvidados, melancólicas, melancólicos. Se concentra la imagen en la colada que tiende una anciana en plena reja demacrada y a la que un par de turistas se aprestan a fotografiar. Lo genuino contra lo esperpéntico. La añeja Oporto, de moño plateado y movimientos renqueantes, como metáfora de un turismo que todo lo enfoca y dispara.
Se dice en la Red que el Palacio de la Bolsa es de lo más potable para visitar por aquí. En realidad es un recordatorio cariñoso de aquellos tiempos en que te veías reflejado en los ojos de una madre, en ellos te consolabas, lamentando que el hecho de tener tanto mundo visto conllevara que casi nada os pudiera provocar admiración. Hay allí un salón árabe de pitiminí, de ese gris zigzag recto de pronto transformado en colorido curvo; pegando una iglesia notable llamada San Francisco con repujados altares en oro marchito; tres cuartos de lo mismo en El Carmen y Carmelitas, una catedral despojada de eso, desnuda piedra fría, y una torre famélica que domina la ciudad como un faro abandonado en la isla más insignificante del mar Austral, bien al sur de la Tierra de Fuego.
Batido entre natas esporádicas que, como piezas de tetris, cubren agujeros de la tripa, no poco suspiras por aquellos otros del alma que Sao Luis se bastaba para alicatar hasta el esófago. Lo hacía sin mil gaviotas pero con un clima tropical, caipirinhas y un mar turquesa que se fundía con unos azulejos más machacados y olvidados, solo por ello perdidamente más entrañables. Aquel rumor de añoranza destapa ahora el rincón propio de infantil alma viajera, patrimonio de éste que llevaba demasiado tiempo sin recrearse en el placer de escribir desde una habitación de hotel añejo, paredes desconchadas, lamparones de humedad en la rada moqueta, sábanas gélidas y, exacto, olor a casa de la abuela. Como en todo lo demás de un Oporto donde el rostro de sus hombres rezuma desolación y dichas mil gaviotas no dejan de graznar su desdicha.
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