Mercerreyas

Cottolengo

 Domingo, 24 de abril de 2016

Cottolengo

Cottolengo

Hermanas de San José Cottolengo.

Sin necesidad de volver a personalizar, otra vez GRACIAS a todos los que comprasteis alguna copia de “Trémula Pagoda, Corazón Esmeralda”. Faltaban cien euros por donar y ya comenté que India, país de necesidad e injusticias sociales labradas en generaciones por un absurdo sistema de castas, sería un lugar idóneo para ello. Esta mañana he podido donar esos últimos cien euros en un centro para el cuidado y educación de niños con discapacidad psíquica de Fort Kochi. Hasta el estado de Kerala ha llegado esta ilusión compartida. Gracias de corazón, no me canso de decirlo, por vuestra generosidad y solidaridad.

 

Por lo visto todos los indios de Fort Kochi lo pronuncian como Cutholingo, aunque su nombre correcto sea Hermanas de San José Cottolengo. Es un convento-colegio-hospicio que se halla a unas decenas de metros del antiguo cementerio holandés, y el hecho de que sea un centro especial para niños con discapacidad psíquica supuso un espaldarazo suficiente para dejarles los últimos cien euros que aún faltaban por donar.

 

Había sido la víspera, charlando con la familia a través de Internet, cuando mi padre me preguntó si había comprado más arroz para la gente. Pues que lo había olvidado, le respondí, enfrascado como estuve entre templos centenarios, baches de carreteras y, en los ratos que no, poniéndome a la sombra, alejándome de un calor capaz de derretir el tuétano. Así que me prometí que del día siguiente no pasaba.

 

Resulta que en Kochi existían hasta tres instituciones de caridad: un centro de la Madre Teresa, un orfanato y un centro para niños con discapacidad psíquica. Al menos eso me dijo el joven recepcionista del hotel donde me alojaba. En la fundación de la Madre Teresa ya dejamos un montonazo de ropa en Agra, en aquel primer viaje a India que databa de 2007. El resto de mi vida me acompañara, como te pasó a ti, madre, la visión de jóvenes leprosos, consumidos en guiñapos que no dejaban de supurar pus. ¿Orfanato? En un orfanato de Katmandú acababa de dejar otra montaña de ropa. Tras analizarlo brevemente, decidí que esta vez le tocaba al centro para discapacitados. Será mejor coger un rickshaw para llegar, ¿verdad?, le pregunté al chaval. Sí, un rickshaw mejor. Se quedó un segundo pensativo. Pero ya te acercó yo en un minuto, dijo de seguido. Así, en la grupa de una moto que sorteaba cabras junto a las famosas redes de pesca chinas, no tardamos ni un periquete en llegar.

 

No quiero esconder que el lugar me sorprendió de primeras. Con franqueza, aquello era como un centro de Siervas de Cristo en el que tres edificios se interconectaban: la escuela, la oficina y el convento. Bajó conmigo el tipo del hotel y, una vez franqueamos la cancela metálica que da acceso al recinto, llegamos a las oficinas. Sin cortarse un pelo, llamó a voz en grito a la que imaginé sería la madre superiora.

 

Se trataba de una señora que rondaría los sesenta años, imbuida en un hábito azul celeste que quedaba coronado por la clásica toca en el mismo color. A modo de embellecimiento solo lucía un hermoso por grande crucifijo que caía sobre el pecho. Se presentó amistosamente y me invitó a pasar. El chico, por su parte, se excusó porque debía volver al trabajo.

 

-Miré, el caso es que yo quería hacer una pequeña donación. En realidad mi idea era comprar arroz y dejarlo en alguna barriada de los suburbios, pero pienso que eso puede ser incluso peligroso. Lo cierto es que me da miedo no poder disponer de arroz suficiente para la gente y que eso pueda crear disturbios de algún tipo en la comunidad-. Le explico de primeras ante sus asentimientos constantes. -Es por eso que he decidido buscar alguna organización caritativa que quizás pueda emplear estos cien euros que tengo en algo provechoso. Ustedes tienen aquí un centro para el cuidado de niños con discapacidad psíquica, ¿verdad?-.
-Así es. Actualmente tratamos a cuarenta niños que, debido a su discapacidad, nos han sido entregados por sus familias o hemos recogido de las calles. Esperamos poder ampliar en treinta niños más nuestra labor-. Me comenta orgullosa. -Además es de agradecer que hayas venido sin rickshaw porque, las escasas veces en que algún turista viene con ellos, suelen pedirnos una comisión a la que siempre nos negamos. Esto es caridad, no un negocio-. Prosigue.
Enarco las cejas, aunque en el fondo no sé ni por qué me sorprende sabiendo lo pillos que son los conductores de rickshaw en las zonas turísticas de India. “Al menos el hecho de que sean monjas del puño cerrado tiene también su aspecto positivo”, me surge, divertido, el chiste fácil.
-¿No conocía al chico que me acompañaba?-. Le pregunto extrañado.
-No le había visto jamás-.
-Estos chicos que cuidan… imagino que serán hijos de dalits (intocables, la casta más baja en el sistema de castas indio), ¿no es así?-. Pregunto cambiando de tema, interesado por profundizar un poco más en peculiaridades de la sociedad india.
-Efectivamente. Son de familias intocables. De hecho solo tenemos dos niños acogidos cuyas familias disponen de recursos-.
-Ya lo imaginaba. Dígame, ¿cómo se financia este centro?, ¿aporta el gobierno de Kerala algo para costear sus gastos?-. Me interesa saber cómo obtienen recursos, aunque siendo esto India, y la pobreza rampante un manto que todo lo cubre, puedo imaginar la respuesta.
-Básicamente con donaciones anónimas de gente local. En realidad no hay muchos turistas que vengan a conocer nuestro centro. El estado solo paga un pequeño salario a algunos profesores que hemos conseguido que nos asignen. Pero al resto del profesorado les vamos pagando nosotras-. Hace una pausa para coger aire. -De hecho está bien lo que me dices del arroz ya que, gracias a Dios, hay dos familias locales que todos los meses nos aportan un dinero para cubrir la alimentación de los niños. Sin embargo, es debido a otras donaciones como podemos ir comprando pequeñas cantidades de ropa y artículos para la escuela-.
Como me deja un poco descolocado, la pregunta es obvia.
-Entonces, dígame, ¿qué podrían necesitar?, ¿en qué puedo emplear esos cien euros?-. Se percibe claramente el tono dubitativo de mis cuestiones.
-Puedes emplearlo comprando jabón. Tanto para el cuerpo como para la ropa. Es mucha la cantidad que usamos aquí para eso porque son grandes cantidades de ropa las que hay que limpiar. Ahora mismo estamos en escasez de productos de limpieza. O también medicinas. Los chicos, debido a su problemática, sufren de ocasionales ataques epilépticos. En ocasiones, cuando vienen los padres o algún familiar a visitarles, tratamos de educar a los padres para que sepan cómo deben comportarse en casos de ataque epiléptico o de ansiedad. Supone mucho estrés para los chicos y sufren de ataques repentinos. Aquí es caro conseguir esas medicinas. Lo que tú decidas, actualmente necesitamos ambas cosas, tanto jabón como medicinas-.
-Mire, en realidad ustedes saben qué es más necesario. Yo prefiero dejarle el dinero y ustedes sabrán en qué emplearlo-. Digo con rotundidad.
-Como tú prefieras. ¿Quieres que te enviemos las facturas? Déjame tu dirección y te las enviamos-. Me dice con total predisposición. Niego con la cabeza. Eso no es necesario.
Se ausenta para un instante para hacerse con la libreta de donaciones y, cuando regresa, me facilita un justificante. Aprovecho el momento en que ella escribe para indagar un poco más de esta sociedad que, no en vano, me interesa especialmente.
-Ustedes son cristianas. Indudablemente, pese a que eso no importe, mucho más que yo. Pero esto no deja de ser India, y aunque soy consciente de que Kerala es, posiblemente, el estado de mayor pluralidad confesional de toda la unión, ¿acaso no hay instituciones de caridad regidas por…?-. Trato de buscar las palabras precisas. -No sé, brahmanes o miembros de la casta superior-.
-En realidad apenas existen. En Kerala la mayoría de las asociaciones o centros de ayuda social son cristianos. No se puede decir que existan instituciones hinduistas que se dediquen a la caridad. Lamentablemente, no-. Hace una pausa y me dedica una sonrisa. -¿Le gustaría visitar a los niños?-.
Vuelvo a negar con la cabeza. Me excuso amablemente alegando que soy muy tímido, que no me gustaría importunarlos y tal. En realidad, como con el arroz de Nepal, ya he cumplido mi cometido. Hasta me parece un poco petulante y vanidoso dedicarme ahora a saludarles, exactamente igual a cuando decidí pirarme sin esperar a que la gente nepalí me agradeciera los sacos de arroz. Le digo que he de marcharme, que he de visitar el barrio judío.
Cuando me acompaña a la salida, sin embargo, me cose a preguntas. A veces pienso que las monjas serían unas periodistas de primera. Monja, y encima india, implica curiosidad elevada al grado mayúsculo. Que si de qué país vienes, que si en qué trabajas, que si llevas mucho por India,…
-¿Tienes padre y madre?-. Me pregunta en el umbral.
-Mi madre falleció. De hecho estuve aquí con ella las cuatro veces anteriores que visité este país. Ella adoraba India. De algún modo le recordaba a su pueblo cuando era pequeña-.
-¿Estaba enferma? ¿De qué murió?-.
Como estoy un poco aburrido de tanta pregunta personal, decido explayarme a gusto.
-Ella no tenía mucha salud, pero sí mucha ilusión. Viajar le daba mucha energía. Muchos nos fatigamos viajando, ella era lo contrario porque se nutría de cada paso que daba, de cada kilómetro que conseguía recorrer. Hasta que un día, en Ecuador, su cuerpo dijo basta. Por qué murió no es importante, no tanto en comparación a cómo lo hizo: persiguiendo sus sueños, insaciable de una vida que se le escurría poco a poco pero que, por su inmenso coraje, tenía que ser disfrutada al límite. Antes la recordaba con tristeza, ahora, en esta tierra y entre estas gentes, puedo recuperar su imagen nítida, prendida de esa alegría con la que siempre viajaba a mi lado por este país. No dejo de verla entre las vacas y las chivas, dormitando en buses o después de comer, acelerada en cualquier tienda o bazar que nunca era suficiente para su deseo, impetuosa por visitar otro santuario que, por supuesto, tampoco era nunca suficiente para sus ansias… De mil maneras, en mil situaciones-. Le confieso, confidente.
La monja me mira con atención. Se queda un segundo en silencio tras escucharme y vuelve a lo suyo, a preguntar.
-¿Cómo se llamaba?-.
-María. Se llamaba María Teresa-.
En ese punto, para mi sorpresa, se acabaron las preguntas.
-En la misa de esta tarde recordaremos a tu madre. Rezaremos por ella-. Me dice con sus ojos clavados en los míos. De seguido, pese a mi azoramiento, se despide agradeciéndome de corazón mi solidaridad, llevándose la mano al crucifijo. El agradecimiento, una vez me sobrepongo a la sorpresa, es mutuo.

 

Cuando salgo del centro y me mimetizo con las pocas tapias que ofertan unos centímetros de sombra en pleno mediodía, me vuelvo a notar vacío, consumido. La fatiga del espíritu es siempre más intensa que la física, no hay colchón o descanso que la mitiguen más allá de nuevos horizontes, sueños que ahora ni puedo concebir. Incluso por mínima que sea, por muy pocos centímetros cuadrados que cubra sobre el asfalto, hasta la sombra proyectada por los postigos de las ventanas es una invitación a la pausa, a recobrar el resuello y a recurrir al permanente trago de agua. Con esos simbólicos últimos cien euros se me escapaba un libro y una ilusión que había latido en mi pecho durante los últimos meses. Feliz por lo vivido, satisfecho mejor dicho, hasta creo que me he sonrojado cuando la monja me ha dicho lo de la misa. Y es que, madre, ¿alguna vez habrías imaginado que se escucharía un responso por tu eterno descanso en una iglesia de India? Solo de pensar la cara que pondrías e imaginar tu respuesta ya llevo fija la carcajada para el resto del día. O bien eso, o bien es que no quepo en mí de gozo tras comprobar que mereció la pena escribir el libro, vendérselo a quien tuvo interés en adquirirlo para echar un cable a estas gentes y, muy en especial, recorrer estos miles de kilómetros hasta dejar caer su beneficio entre almas, pobres de solemnidad en lo material, que ahora están solo un pelín menos necesitadas. ¿Verdad que sí, madre? Pero esta vez no me respondes, y casi que lo entiendo porque, seguro que allí, en el punto desde donde me observas, todavía debes estar estupefacta con lo del oficio religioso. Te aseguro por enésima vez que no menos que yo, y, tras una milésima de segundo de silencio cómplice, en ese punto rompemos los dos a reír con sonoridad.