Mercerreyas

Rio Madre 3

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Y a partir de ese momento decides que tu plan para algunos futuros días va a ser la lluvia que, caiga o no, te hará quemar horas y vivencias en cafeterías, restaurantes a los que no hubieras entrado de otra manera. Y aprendes a viajar y a entender que el viaje, el concepto genérico, no es tanto vivir lo más insospechado como hacerlo en el sitio menos imaginado.

Sin remedio, sabiéndome hechizado por la casa en la que dormiría las próximas noches en Thakhek, de nombre regalado con cariño al olvido (ojala nunca la encuentres en una guía de viaje), decidí dejar al tiempo hacer y me dediqué a ojear, a la vera del Mekong, el fulgor solar que arrancaba dentelladas de futuro a esa mi próxima estación llamada Nakhon Phanom al otro lado del río. En mi mente se solapaban unos apuntes de la conocida tradición de los krathongs sabiendo que se me iba a escapar, con seguridad, la caprichosa mente al centenar de anécdotas vividas, aún vívidas, con Brit en la ahora lejana Chiang Mai. Y la suave melodía del dialecto Isan acariciaba mis oídos, me derrotaba la emoción al oír un ensoñador “Kop Kun Lai Lai” en vez del típico “Kop Chai” Lao. Mi corazón me gritaba que había llegado a casa, a la suave brisa del Mekong, cerquita de That Phanom, cerquita de la magia nocturna de Sakon Nakhon, cerquita de Nong Khai… también, por qué no, cerquita de Pa. Y todavía no me había acomodado en la mesa ribereña y ya sabía que no me quería ir, que mi sitio estaba allí. Pero sería sólo un sortilegio de unos pocos días este año. Apuré el resto de la Beerlao y pedí una Chang, porque en mi parnaso, en la frontera, puedes tener lo mejor de ambos mundos. Solo el rumor de los longtails cruzando el Mekong me daba coba y amortiguaba los preciosos temas ya memorizados de Da Endorphine que sonaban, se mezclaban con otros propios de Isan como los que me susurraba Pa al oído, animando a un tan feliz como aburrido joven camarero Lao.

Y con el paso del tiempo el sol arrastra los últimos tonos pálidos que darán paso a un iluminado por miles de krathongs río que no me deja de acompañar en mi ruta. Paseo mi vista por las luces que poco a poco se van encendiendo en Isan, en Tailandia, en mi hogar. Mágicamente empiezan a sonar los acordes de Yah Tum Hai Far Pid Wung (No Defraudes al Cielo), un tema que me ha acompañado noches y noches en vela, jornadas de buses, momentos de delicada soledad y que refleja en su letra, en la versión que yo le doy, la importancia de llegar a un hogar, el Mekong, Isan, que permite palpitar y cabalgar desbocado al corazón de este impenitente viajero por el sudeste asiático:

“El cielo debe tener ojos

Ellos son los que te guían a acompañarme en este camino

Durante muchos días, cuando viajo anímica y físicamente hundido

Tú me das la fuerza para perseverar, no ceder y pelear

Incluso si desfallezco sé que todavía tengo tu apoyo

Incluso si me equivoco, no me encuentro o cometo un error

Todavía te tengo a ti como meta y destino final

Y cada vez que pierdo algo

Siempre considero que gano algo a cambio

Y descubro que afortunado soy… solo por haberte conocido

Permanezcamos así, como este momento, por toda la eternidad

El momento en que nos separemos, el cielo seguro se sentirá defraudado

Permanezcamos juntos, como ahora, ya que mi corazón encuentra refugio en ti

En tus orillas, por tus pueblos y gentes, eternos e inmortales

No te vayas, no te vayas, no te vayas…”

Hay una paz increíble, rotunda y absoluta, el tiempo parece haber decidido ceder ante el empuje de una estampa carmesí que gira hacia la penumbra. Y los primeros krathongs, en ambas orillas, buscan su hogar sobre las aguas y son solo una pequeña llama titilante y una breve y difusa sombra de vaho de incienso que arrastran las vanidades y rencores de gentes de buena fe.

“Cuando abro mis ojos

Solo deseo volver a estar en tu orilla

El camino se puede fundir en el horizonte, pero yo no sentiré miedo

Porque siempre te tengo como mi meta

Incluso si me equivoco, no me encuentro o cometo un error

Todavía te tengo a ti como meta y destino final

Y cada vez que pierdo algo

Siempre considero que gano algo a cambio

Y descubro que afortunado soy… solo por haberte conocido

Permanezcamos así, como este momento, por toda la eternidad

El momento en que nos separemos, el cielo seguro se sentirá defraudado

Permanezcamos juntos, como ahora, ya que mi corazón encuentra refugio en ti

En tus orillas, por tus pueblos y gentes, eternos e inmortales

No te vayas, no te vayas, no te vayas…

Desafiaremos al cielo, al destino…”

La música se desvanece y, a cambio, surgen del río, que se va nevando de gentes, voces entonadas que anticipan la fiesta de luna llena que está por llegar en un par de días.”Hacer méritos nos traerá la felicidad, hacer méritos nos traerá la felicidad” cantan regalando su ofrenda al agua. Y yo, sin darme apenas cuenta, noto que una lágrima resbala por mi mejilla y cae sobre mi escrito para recordarme lo inútil de la pelea, que el tiempo podrá robarme ese momento, pero jamás podrá robarme el soñar con el regreso, el soñar con volver a vivir Loy Krathong…

Loy Krathong o Festival de la Luz es un rito que se celebra especialmente en Tailandia, Laos y, aunque con menor raigambre, también en Camboya en la luna llena del duodécimo mes lunar (generalmente cae en Noviembre) aunque en días previos o posteriores también se celebra en menor medida tal y como sucedía en Thakhek. Se cree que su principal razón de existencia en origen era (y en cierto modo lo sigue siendo) la de presentar una ofrenda a la Diosa del agua aunque ha derivado en un, más profundo, sentido de deseo de liberarse de todos los defectos que uno pueda acusar. Para mí, independientemente de su motivación, es el espectáculo más hermoso que se puede ver en el país y además una ocasión perfecta de socializar.

“-¿Conoces Loy Krathong?-. Me pregunta ansiosa Brit mientras un tuk-tuk nos lleva al río Ping en Chiang Mai.

-Estoy aquí por él-.

-Aquí hay mucho farang, deberías conocer los de Tak o los de la ribera del Mekong-. Sonríe con la picardía de quien te descubre un secreto oculto por años.

-En realidad en mi guía de viaje pone que éste, junto a Sukhothai, es uno de los mejores sitios-. Respondo con incertidumbre. Me sonríe y me da un beso en la mejilla mientras el calor se funde con los humos espesos que dejan de rastro unos tuk-tuk que nos preceden.

-Por eso es una guía de viaje. Farang thing thong (algo así como extranjero tonto)-.”

Loy significa flotar y Krathong hace referencia al recipiente, hecho de tronco de banano (o también una especie de plástico similar al poliespan, incluso los hay de un producto comestible similar a nuestro pan) de unos 15 centímetros de diámetro, adornado con flores del mismo banano, que suele ser adornado con velas, flores, incienso y en ocasiones se adjunta betel, una moneda o lo que uno simbólicamente crea. El ritual suele ser tan simple y místico como intenso (las cosas más simbólicas, las mas rememoradas, generalmente no necesitan de artificio y pompa) y consiste en acercarse a la orilla del río, rezar y pedir un deseo y…

“Llegamos a la vera del río Mekong en una noche tan cerrada como luminosa por la potente luz de esa luna lunera que redobla su poderío con el deslumbrante reflejo sobre el río. Todo el cauce, abarrotado de thais y extranjeros por igual, se cubre del aroma de incienso, olor a pólvora de los constantes petardos y cohetes y embriaga hasta tal punto que la escena, con los barcos iluminados en un artificio de color, los krathongs amarillos, verdes, añiles, decenas, centenas, miles adornados con exuberantes orquídeas, palmeras de artificio y variables tonos y la vitalidad general se asemeja a un mural en tonos pastel de Diego Rivera.

Brit compra un krathong, enciende la vela, me sonríe y guiña un ojo, se arrodilla ante la tibia agua, alza el krathong hasta su frente, cierra los ojos, recita su mantra acompañado de un anónimo deseo y posa con la suavidad de quien acaricia un bebe el krathong. Sigue con los ojos cerrados y el resto somos historia, vuela y fluye con la vitalidad del objeto que ya arrastra la corriente y solo desea, con seguridad, ser mejor persona si es posible, que el krathong arrastre y la libre de prejuicios y vanidades intrínsecamente humanas… Que la Diosa del agua se apiade de ella. Quizás desea ser amada. Quizás haber nacido diferente… Y tras unos eternos instantes, se levanta y vuelve a sonreír con una dulzura que robaría el alma más aguerrida. Yo, confuso, no me atrevo a decir ni media palabra, solo un mueca que disfrace el torrente de emociones que explotan en mi corazón y confunden mi mente. Me abraza con suavidad, me besa el cuello, la abrazo y, quién sabe, quizás hasta la luna se alía con nosotros y se esconde en una pasajera nube que deja nuestro metro cuadrado al pie del río sumido en una deliciosa penumbra, ajenos al río, a la fiesta… en otro mundo, otra dimensión.”

Porque esa es la esencia del festival, la humildad de comprender la limitación del ser humano. El saber que los malos deseos nos son intrínsecos, inevitables, que son una batalla perenne por lograr llegar a ser mejores personas. Y el krathong nos recuerda, con su eterno flotar y fluir, que nuestra pelea es permanente, necesaria de múltiples naceres y renaceres, es nuestro fin y nuestro deseo. Nuestra razón de ser.

Es abrumador contemplar como miles de personas observan el marchar caprichoso de las breves corrientes del río, de ese krathong que con su llama simboliza la eterna longevidad, el deseo de realización de deseos y la liberación de pecados. Además, por supuesto, es una fiesta aún más especial si cabe para parejas que depositan en un mismo krathong deseos y sueños compartidos que generalmente desembocan en un futuro de permanencia eterna juntos. Es un pastiche de simbología que resume en un breve acto gran parte de la cultura, religión e identidad de esta sociedad.

Es inevitable en este punto reseñar la profunda implicación en la tradición festiva budista Theravada o Hinayana del agua como elemento vital en sus 2 festivales más conocidos ya que en año nuevo budista, en Songkran (Thyngyan en Myanmar, Bun Pi Mai en Laos o Chaul Chnam Thmey en Camboya), la celebración básica consiste en, aparte de honrar a los mayores, rociar de agua a las estatuas de Buda y rociarse agua unos a otros para limpiar las “impurezas” y malos deseos y empezar limpios (se entiende que de espíritu) otro nuevo año. Y por otro lado, en Loy Krathong, como vemos, es el agua del río o lago o mar el que simboliza algo semejante. Es con franqueza imposible enumerar aquí la variedad de leyendas y orígenes de dicha tradición de Loy Krathong aunque es muy probable que, tal y como yo creo, el origen se funda en una tradición hinduista muy similar y ancestral aunque dentro de la sociedad Thai, pese a lo confuso de determinar su origen real, muchos creen que la raíz está en Sukhothai, en la persona de Nang Noppamas, una consorte real de Phra Ruang, Rey de Sukhothai (precursor de Siam, luego Tailandia) que fue quien ideó la forma del actual krathong para luego dejarla flotar en las aguas de los estanques de la antigua capital tal y como se sigue haciendo hoy en día entre espectaculares (y también turísticos) representaciones de juegos de luz y sonido, bailes culturales y fuegos de artificio.

Otra ligera variante al festival lo constituye la secundaria presencia de los conocidos como Khom Loy, se cree que precursores del actual krathong en los desconocidos orígenes del festival, y que son una especie de linternas hechas de papel de arroz sobre un marco de bambú y en cuyo interior se coloca un pequeño candil de cera que al prender calienta todo el aire del interior de la linterna y hace que, por un cambio de densidad de dicho aire, y en contraste con la del aire exterior, esta linterna ascienda hacia el cielo. Es algo sobrecogedor observar todo el cielo abarrotado con múltiples Khom Loy que en su punto álgido se confunden con el cielo estrellado, lo perlan aún más, haciendo una delicia sin igual la contemplación de este firmamento tachonado de miles de puntos brillantes que parecen querer ascender hasta el infinito. En Chiang Mai es muy común este fenómeno, pero no es algo exclusivo ya que en zonas como Chiang Rai o Sukhothai también son visibles por millares.

Y una última variante famosa se da en Tak, tal y como me recomendaba Brit, en la que se usan los llamados Krathong Sai, hechos de corteza de coco (es ciertamente curioso el origen de este tipo de krathong ya que en esta localidad se suele degustar mucho un pequeño bocado llamado Miang, delicioso por cierto, y hecho de pulpa de coco lo que les deja un excedente de cortezas notable) que suelen pulir, rellenar de un líquido inflamable con un pequeña mecha prendida y se unen para darle forma como de serpientes incandescentes que lucen espléndidas por todo lo largo y ancho de río Ping (el mismo que pasa por Chiang Mai).

El tiempo se me fue de las manos en Thakhek, relajado, visitando templos como el precioso Wat Phra That Sikkothabong. Solo escribía y escribía y, cuando me aburrí de ello, cuando ya la luna rallaba a llena, monté en una barca y volví a surcar las aguas del Río Madre buscando un poco de luz sobre el festival Lai Rua Fai y una celebración de Loy Krathong más íntima en entorno Thai, en Nakhon Phanom. Tenía una larga semana por la ribera occidental del Mekong para seguir aprendiendo.

14. Lai Rua Fai y That Phanom

Respiraba de vuelta tras unos fugaces trámites fronterizos en la orilla del Río Madre, en Nakhon Phanom. La urbe, ciudad de montañas como refleja su nombre en sánscrito, es en realidad poco más que cuatro aplanadas calles flanqueadas por un tan clásico como enano mercado fronterizo y que basa su más o menos aceptación viajera en su relativa cercanía al sagrado That Phanom y sus esplendidas vistas sobre la margen oriental del Mekong, en Laos, donde el paisaje kárstico de montañas que asemejan grumos de mantequilla es francamente bello. En realidad, al cabo de unas horas, pensaba que se me haría tremendamente difícil imaginar un lugar mejor en todo el viejo reino de Siam para abandonarse en un necesario letargo viajero durante varios días. Pero yo estaba allí por un festival, por pretender conocer un poco más esa Tailandia de verdad, para profundizar en uno de esos espectáculos perdidos y olvidados para la mayoría de viajeros ocasionales pero que supone una explosión de color y un acercamiento de raíz a la cultura Thai. Un festival que, en su vertiente Lao, guarda algunas semejanzas con Loy Krathong que se celebraba en plenitud esa misma noche y que me permite dar un repaso aún más completo a los ritos religiosas budistas en esta parte del mundo. Me refiero al celebrado hacía un mes Lai Rua Fai, aunque es justo, antes de centrarme en su descripción y significado, que destaque que este festival tiene lugar en uno de los momentos clave en la cultura religiosa budista que, no en vano, impregna de significado el día a día tanto de la gente Thai como de la gente Lao. Hablo de Boun Ok Phansa o fin de la cuaresma budista.

En la cultura budista Hinayana (o Theravada) de estos países es conocido como los monjes, ante la cercanía de la estación monzónica lluviosa, se recluyen en sus monasterios durante el tiempo que dure ésta, aproximadamente tres meses. El Boun Ok Phansa comienza cuando acaba dicho retiro con la ceremonia del Paravana, un rito exclusivo para monjes y que asemeja más a una confesión que a otra cosa. El decimoquinto día del undécimo mes del calendario lunar, al amanecer, todos los monjes de los monasterios se reúnen en el sim, la capilla principal del templo. Dentro, cada uno de los monjes solicita a sus compañeros que le recriminen las faltas que pudiera haber cometido dentro de las 227 normas que rigen la Sangha (el monacato budista) durante el periodo de cuaresma y solicita, asimismo, perdón por ello. Este acto se reproduce durante tres veces y, en cada una de ellas, el monje ha de escuchar con atención y humildad las observaciones que otros hagan sobre él prometiendo, a su vez, corregirlas para el futuro.

La comunidad laica participa en este rito acudiendo a los templos para rezar, aceptar y asumir los cinco preceptos básicos de la religión budista (no matar, no robar, no cometer adulterio, no mentir y no beber alcohol), comprometerse a participar del Takbat o ofrendas diarias a los monjes, escuchar la lectura de las sagradas escrituras por alguno de los abades más venerados en el complejo y ejecutar abluciones como respeto y ofrenda a los fallecidos. Por la noche, tanto la comunidad monástica como la laica participan en unión en una procesión con velas en la que rodean tres veces el sim del templo y es, esta misma noche, el momento en que se iluminan bellamente todos los edificios del templo con velas hecho que es compartido por la comunidad laica que, asimismo, coloca velas alrededor de sus casas para dotarlas de un aura especial. Es entonces cuando tiene lugar el festival Lai Rua Fai.

Hablaba con Phom, en Nong Khai, de este mismo festival ya que se reproduce por todo Laos y, consecuentemente, por algunas localidades del Isan adjunto al Mekong aunque, como digo, pueda parecer un poco desconocido para el viajero de ruta clásica por Tailandia. De hecho en Nong Khai también es muy colorido y famoso, aunque no tanto como el de Nakhon Phanom. Era una delicia escuchar a Phom hablando sobre este festival, ver sus gigantes ojos envueltos en chispitas por la hermosura del mismo. Me enseñaba fotos, con manos temblorosas que a duras penas sostenían su móvil, y se le atropellaban las palabras en su boca por las ansias de descubrirme esta fiesta especial. Allí, en Nong Khai, como en la mayor parte de los sitios, la fiesta dura dos noches: la primera, la propia de la noche del Boun Ok Phansa, y también la siguiente. Es una amalgama de gente en la ribera si bien no es menos cierto que sería más multitudinaria si no coincidiera con el Bun Fai Phaya Nark para el que muchos se desplazan a la cercana localidad de Phon Phisai. El barco, porque en Nong Khai solo luce un barco a diferencia de lo que sucede en las localidades Lao o en Nakhon Phanom, envuelto en luces, surca el Rio Madre con quietud ya que, de hecho, Lai Rua Fai significa “barcas de luz que flotan río abajo”. En Laos la celebración es similar, está absolutamente generalizada en el país, y si bien en Vientiane atrae a miles de Lao y extranjeros por la belleza de las barcas iluminadas, es en Luang Prabang donde más intensamente se vive por lo que resulta aún más espectacular. Aquí, en Luang Prabang, las familias suelen fabricar objetos similares a los krathongs y los dejan flotar en un rito clavado al clásico Loy Krathong de Tailandia. También suelen colocar flores, incienso y velas en esos cuencos que suelen ser, asimismo, de tronco de banano. Incluso el propósito de desprenderse de la negatividad entendida como enfermedades o mala suerte y, por otra parte, presentar respetos a los muertos, a Buda y a las divinidades que puedan habitar en el río se calca al festival de Loy Krathong. Pero también presenta varias singularidades como, por ejemplo, la presencia de dos tipos de barcos con luces: el normal Hua Fai que es botado al cauce del río y otro conocido como Hua Fai Khowk que es guardado en el recinto monástico. Ambos están hechos de bambú y papeles de colores y pueden llegar a medir decenas de metros. En Luang Prabang, de hecho, cada templo y cada barriada de las que conforman la ciudad crea su propio Hua Fai para pasearlos en conjunción a través de la calle Sisavanbong hasta llegar al mítico Wat Xieng Thong. Una vez allí, son todos expuestos y un jurado selecciona los más destacados. Después, uno a uno, los barcos son descendidos a través de la escalinata que une el templo con el Mekong y allí son posados sobre el agua con suavidad, acompañados por miles de krathongs individuales, generando un sobrecogedor espectáculo de luz y color, un mar de luces sobre el Río Madre.

Pero es aquí, en Nakhon Phanom, donde este festival tiene una bien ganada fama a nivel nacional por lo magnífico de sus barcos y su ornamentación. Los lugareños se tendían, amistosos, a comentarme detalles del mismo y a duras penas nos entendíamos entre mi escaso Thai y su lenguaje mezclado y revirado hacia el Lao. Me revelaban datos acerca de los orígenes del mismo, el hecho de que aquí solo dura una noche, hablaban orgullosos de la multitud de turistas que se dejan caer por aquí con la excusa del festival, de la artesanal confección de los barcos en base a bambú y latas rellenas de combustible que son unidas y sumadas para conformar los hermosos y luminosos barcos, de las figuras de Nagas, castillos, personas, etc. que resaltan sobre la forma esquelética de las naves, de la pugna entre los distintos barrios de la ciudad por conseguir que su bote sea el más hermoso,…. Yo, encandilado, les escuchaba mientras apuraba unas cervezas y, al mismo tiempo, ojeaba fugazmente el río para ver como éste se llenaba de familias con distintos krathongs que dejaban caer sobre un agua que se los llevaba raudo hasta conseguir fundirlos con la espesura del horizonte mientras decenas de khom loys y fuegos artificiales surcaban la luminosa noche de luna llena.

De noche tomaba unos tragos en la zona aledaña a la torre del reloj, un regalo de la comunidad vietnamita a la Thai, donde disfrutaba de su más que comedido ambiente nocturno compuesto por apenas media docena de bares. De día solía pasear por el malecón de Nakhon Phanom a la deriva, descuidado, sin rumbo fijo, solo por el placer de percibir la brisa cálida sobre mi rostro mientras escudriñaba la ribera del recién abandonado Laos. Observaba con interés desmedido la mezcla racial de que hace gala este lugar: chinos, laosianos, thais y, curiosamente, un buen puñado de vietnamitas que pareciera hubieran hallado aquí una segunda patria alejada del gran dragón. Todo converge en una sucesión de ritos y costumbres atávicas de distinta procedencia, todo suena a mezcla aquí, desde las ropas a los gestos de viandantes, camareros y comerciantes por igual. Cada uno asomaba un deje de identidad que hacía de estos paseos algo arrebatador. Aquí, sin extranjeros occidentales cirenaicos, todavía se percibe esa sensación de sorpresa que mana del fondo de la cuenca de los ojos de muchos habitantes al percibir tu presencia. Y, movido por el deseo de profundizar un poco más en la razón de dicha comunidad vietnamita en la ciudad, un día me acerqué a visitar la que fue casa de Ho Chi Minh quien vivió en esta localidad durante un par de años mientras preparaba su ofensiva anti-colonialista que desembocaría con su figura al frente del Vietminh.

Así supe de sus vicisitudes, de su media vida en el éxodo cuando, proscrito, abandonó su añorado país para peregrinar por varias regiones entre las cuales residía esta zona tailandesa. Aquí habitó en Ban Na Chok, una barriada anexa a Nakhon Phanom y conformada por una población eminentemente de origen vietnamita en la que le resultó muy sencillo encontrar acomodo. Al llegar topo con una preciosa casa de madera y apenas un par de referencias en inglés, en forma de recortes de periódicos amplificados y plastificados, de lo que fue el día a día de Ho Chi Minh en su periplo Thai. No hay más información que yo pueda entender. Pero no me importa ni lo más mínimo porque todo el vergel que rodea la casa hace que por sí solo ya hubiera merecido la pena venirse aquí: flores de mimosa, gigantes hibiscos que lucen sus rosas de China del tamaño de dos puños en un universo multicolor, calas que puntean en blanco todo el entorno y, lo mejor, unas espectaculares flores de jengibre en las que los pétalos rojizos de sus bulbos parecieran pugnar entre ellos por ostentar el título de belleza más arrebatadora. Flores estas últimas conocidas aquí como daalaa y consideradas entre las más preciadas del rico mundo botánico Thai. Genial, en una palabra.

Esta gente Viet de la región, conocida tradicionalmente como “Yuan” por los Thais, halló tradicionalmente un gran acomodo en esta zona agreste de la provincia de Nakhon Phanom por su facilidad de inmersión a la cultura que les acogía. Emigrantes de guerras intestinas, en su mayoría son divididos en “Yuan Old” (aquellos que ingresaron en Tailandia antes de 1945) y “Yuan New” (emigrantes posteriores a 1945). La casa del tío Ho sin ir más lejos es un sencillo ejemplo de vivienda Thai, bañada en humildad tal y como era la preferencia de vida del insigne inquilino, en la que apenas destaca un escritorio y un par de camastros desvencijados, todo ello rodeado de fotos en las que se observa a un joven Ho Chi Minh en poses varias. Ho, quien falleció en 1969 sin llegar a ver su sueño de un Vietnam unificado, vivió por un periodo de dos años, de 1928 a 1929, en Tailandia. En principio se cree que envió a un grupo de 5 camaradas a chequear esta zona, por aquel entonces rural y olvidada, para que prepararan su llegada. Uno de ellos fue, de hecho, el padre del actual propietario de la vivienda ya que aquí se casó con una emigrante Viet y fruto del matrimonio nació este hijo actual titular de la hacienda. Ho Chi Minh llegó en 1928 y, tal y como era su ascético estilo de vida, se dedicó a cultivar hortalizas y árboles frutales, un par de los cuales aún hoy pueden ser vistos en los alrededores de su casa. Ésta era la fachada porque, en la sombra, Ho se dedicaba a perfeccionar su conocimiento de tácticas de guerra al abrigo de su profunda convicción comunista con el cada vez más creciente deseo de conseguir la expulsión del colonialista francés de suelo Viet. Cuando partió dirección China antes de ingresar de nuevo en Vietnam su casa quedó relegada a un olvido que duró decenas de años. La gente del lugar, por respeto al tío Ho, dejó tal cual estaba la casa de éste y, en un contexto de frías relaciones entre un Vietnam comunista y un Thai capitalista, la casa finalmente sucumbió ante un enemigo que no entiende de disquisiciones políticas: las termitas. Cuando, muchos años después, los gobiernos Thai y Viet restablecieron las negociaciones y acuerdos, se decidió como medida excepcional para recuperar la memoria del padre de la patria Viet la reconstrucción de la casa que éste ocupó en Ban Na Chok y ése es, exactamente, el ejemplo que se nos muestra hoy.

Empleé un par de horas paseando por un jardín que me tenía hechizado, envuelto entre flores de las que no podía ni quería despegar mi mirada, respirando un olor a teca revenida, que impregnaba todos los huecos de la diminuta casa, cada vez que entraba en ella y observando por doquier evocadoras fotos de un Ho Chi Minh sonriente y hosco por momentos. Rememoraba de esta feliz forma la figura clave, la más emblemática en lo que iba a ser mi paso de futuro por el dragón vietnamita, murmurando en voz baja que algo intenso debió quedar en el alma de este personaje de su paso por Tailandia al igual que me iba a suceder a mí con el jardín de su casa. Y me fui, haciendo memoria, convencido de que sí, de que algo quedó prendado en él de la tierra Thai que le acogió, aunque solo sea el hecho de que, sin ir más lejos, la casa que se puede admirar actualmente cercana a su mausoleo en Hanoi y en la que pasó sus últimos años es de un purísimo estilo Thai, similar a ésa que entonces dejaba a mi espalda recorriendo un tramo de polvo cobrizo flanqueado de bananos y gigantes cocoteros.

En otro momento volví a visitar That Phanom. Es otro de esos reductos de paz inmanente en esta tierra. Luce un espléndido That de estilo Lao bellamente encalado sobre el cual adornan decenas de kilos de puro oro que representan el árbol de la vida. Es especial llegar a su recinto y observar como el That sobresale entre un breve mar de tecas, palmeras y cocoteros. Una vez dentro, justo debajo, uno abre la boca como un tonto mientras alza progresivamente la vista hasta llegar el momento en que el poderoso reflejo del permanente sol sobre el oro te obliga a humillar de nuevo la mirada. En ese momento ya sabes que te ha atrapado sin remisión. Decenas de fieles oran en sepulcral silencio, otros admiran una piedra tosca y erguida, algo similar al símbolo fálico de Shiva, conocido aquí como Lak Muang (en realidad es una marca de un lugar de interés geomántico o místico) y otros pocos adquieren unos pajaritos encarcelados en cajas toscas de fino bambú para, posteriormente, rezar y regalarles a estos su libertad. Todo funciona en armonía, bajo la sombra imantada de un lugar aún, afortunadamente aún, muy lejos del mundanal ruido y los grupos de turistas. La procesión constante de monjes, Thais y Laos por igual, no para de fotografiarse y alabar en voz baja este hermoso elemento que recoge, aquí más intensamente que en ningún otro lugar, el infinito fervor religioso a ambos márgenes del Mekong.

De origen incierto por lo profundo de su raíz histórica hay quienes otorgan su creación a Setthathirat o algún otro rey regente Lao entre los siglos XV o XVI. Pero el acervo popular, siempre deseoso de una fantasía que los reyes de carne y hueso no pueden ofertar, funda su convicción en la presencia del mismo Buda histórico, quien habría hecho un viaje por todo el sudeste asiático para expandir su mensaje y, llegando a este concreto enclave, en la cima de una pequeña colina llamada Phu Kamphra, habría ordenado a un discípulo la creación de un templo en el que honrar y venerar su propio esternón una vez él hubiera fallecido. Obviamente de este viaje de Buda no hay ningún registro o dato histórico que lo sustente por lo que, una vez más, uno ha de dudar de si la leyenda parió el lugar o, acaso y tal y como suele ser, fue al revés. El hecho indiscutible, la potente magnitud que emana, se debe a que actualmente está considerado uno de los pilares básicos de la religión budista tanto en Laos como en Tailandia, país en el que es venerado como uno de los 4 lugares más sagrados por los fieles junto con otros 3 enclaves en Chiang Mai, Nakhon Si Thammarat y cerca de Lopburi.

-Hermoso, ¿verdad?-. Me susurra un monje emocionado del efecto turbador que causa un lugar tan simbólico para él en mi ánimo. Asiento mirándole con firmeza sus vivarachos ojillos marrones y prosigue su deambular circular alrededor de la estupa mientras acaricia con cariño, al igual que otros novicios, la jaula con el pajarito que porta entre las manos. Sigo sus pasos, con vista fija en el suelo, medito, hago cábalas, calculo mi presupuesto, mis posibilidades de futuro, observo otros pajaritos liberados, portando raudos las plegarias hacia un cielo de un azul abrumador, pienso que con seguridad mis pensamientos son más banales y vacíos que los de la gente de túnica azafrán… divago. Y acabo perdiendo la noción de un tiempo que parece haber sucumbido ante la estampa sagrada del, probablemente, lugar más evocador de todo Isan. Ni siquiera el rumor, el olor tenue casi apagado del cercano gran río, consiguen despertarme de mi momento de intimidad.

Me refugio luego en un puesto callejero mientras degusto con íntima conmoción una escasa ración de Som Tam, la ensalada picante de papaya que junto con el arroz glutinoso (Khao Niaw) son parte protagonista indiscutible de la cocina Isan. Observo ahora el templo desde la distancia y, sin poder evitarlo, regreso a meses atrás, regreso a Pa, a la ribera del Rio Madre en Viantiane, regreso a la vez que Pa me enseñó a disfrutar de esta delicia, a captar la indescriptible explosión que provoca en las papilas gustativas, a soportar con humildad su chile envenenado mezclándolo con diminutos pedazos de tomate o pepino. Así, por el estómago, también aprendí a enamorarme de esta tierra y sus gentes. Una profunda sensación de entre agotamiento físico y abatimiento moral se cernió sobre mí al acabarlo. Era hora de volver a Nakhon Phanom en un breve tramo que apenas demoró una hora. Allí tomé un descanso, recompuse el equipaje y partí a primera hora del día siguiente. La ruta, pese a mi corazón arañado y mi espíritu fatigado, no podía esperar.

15. Sakon Nakhon

Mediados de Noviembre de 2010

“Es la paz. Adoro esta ciudad o, más bien, pueblo grande. Este es mi tercer día por aquí y me quedo otros 2 más. Francamente, si esto es Tailandia, no sé por donde he pasado en mis anteriores visitas a este país. Son como dos polos opuestos, independientes, que funcionan de manera sincronizada para, como estoy comprobando por el rural y relajado Isan y como ya tenía visto por la senda turística del país, hacer de Tailandia una joya de dimensiones mayúsculas. Isan me tiene embrujado, hay sitios con tufillo a prostitución barata y zafia para thais y turistas por igual como Udon Thani o Khorat. Pero lugares como Nang Rong, That Phanom o, especialmente Sakon Nakhon, dan una verdadera medida de qué potencial tiene esta zona para espíritus errantes deseosos de vivir Tailandia con gente tailandesa. Hay zonas que me recuerdan y hacen revivir en mí muchas de las emociones que me regaló China. Cambié mi billete de regreso para el 16 de Diciembre, así haré casi 3 meses por esta tierra asiática que se ha convertido en mi segundo hogar. Tampoco tengo muy claro qué hacer, dónde ir esos días extras pero ahora no quiero ni pensarlo… donde me lleve el primer bus…

Ayer visité That Phanom, resplandecía encalado al fuego de un sol despiadado. Echo unos tragos al caer el sol en la zona de marcha, es genial, 5 bares haciendo una especie de U. Claro, muchas chicas, muchas risas… como siempre una que despierta mi atención. Como siempre no la puedo tener. Esta vez os ahorro los gemidos emborronados de madrugada en una servilleta por un extranjero despechado, pero me divierto con la gente local, ya me han dado las 4 de la mañana un par de noche. Sin embargo hoy quiero algo distinto. Así pues un par de días más por aquí, la gente del hotel me deja dormir 2 noches más por 10 euritos, creo que ya me hacen precio amistad. Aprovecharé para recuperar un poco mi maltrecho estómago. Me piro a ver un par de templos del lugar. Hoy no tengo ganas de escribir, solo quiero callejear y echar una siesta.”

Y callejee. Recordaba en el bus que me llevaba de Nakhon Phanom a Sakhon Nakon que por aquel entonces, meses atrás, me perdí por esa estrella de pura pasión que es Sakon Nakhon. Visité entonces uno de esos lugares que jamás debería necesitar un mínimo aliento de publicidad. Abrí mi alma a un templo indescriptible, otro imán de magia como en su día lo había supuesto That Phanom. Porque Wat Phra That Choeng Chum es un sitio inmune a definiciones, es sentimiento encalado al igual que su sublime That. Puede parecer absurda la capacidad de abstracción de un templo Thai… pero es real. Y dejé volar mi imaginación, dejé escapar un poso de calma que se multiplicó desde la raíz de mis pies desnudos en losas recalentadas, recuperé un aliento que parecía por momentos partir mi alma. Recordaba, agazapado en un bus que ya cubría sus últimos kilómetros, que en aquella pretérita ocasión sentía, olía, escuchaba… percibía la magia del lugar como mucho antes me la transmitió una joven que conocí en Krabi. Hablaba de un lugar puro, un sitio virgen ajeno a aglomeraciones de extranjeros y Pad Thai (uno de los platos clásicos de los turistas). Hablaba de la paz en su más íntima definición. Hablaba de esa Tailandia real para la que hay que rascar, aprender a viajar y percibir con deseos de sufrir. Hablaba de su origen, hablaba de Sakon Nakhon y de su emblema: el templo sobre el que una vez arrastraba mis pies desnudos. El bus paró el motor y yo, en ese punto, cerré mi memoria.

Ahora me volvía a encontrar, no tan perdido, en la diminuta estación de buses de Sakon Nakhon. Adoro esta localidad, aunque afectada de una especie de progeria galopante (entiéndase como adorada progeria) me regaló muchos de los momentos más intensos y perdurables en la memoria en mi anterior paso. Perro viejo en la localidad, no me costó situarme y arrancar andando al hotel Dusit. Dejé allí a una persona, una camarera de la cafetería del local, que recogía en esencia todo los bueno del clásico tópico de la gente Thai. Sonriente, atenta, educada y con esa voz melosa y solícita que araña el alma haciéndote pensar en qué punto de barbarie debes habitar tú en tu entorno habitual occidental, bronco, áspero y rugoso a más no poder embadurnado de obligaciones pero, comparado con ella, excesivos derechos. Camina con la frente hundida al suelo, humillada, con calma y sigilo, me vuelve a servir un potente café y al elevar la mirada su contagiosa sonrisa me revela que ya sabe quién soy. Pero no es una sonrisa convencional Thai, amplia y generosa. Que va. Lo suyo va un trecho más allá. Es algo capaz de apaciguar el alma del más abigarrado viajero. Algo que, por el calor que desprende, ya haría merecer la pena el viajar miles de kilómetros solo por vivirlo una efímera décima de segundo. Me enseñó muchas cosas de la gente Thai, de lo lejos que queda nuestra cultura occidental, de religión, de promiscuidad, de sabores y olores que ya jamás despegarán de tu alma. Y yo, viviendo en la deriva constante, siempre unido a la melancolía y al recuerdo cuando llevo la mochila al hombro, solo podía regresar a verla. Es algo que no se puede decidir.

Curiosamente, mis ojos mirando en derredor y mi mente rebuscando en el pasado, recupero una curiosa anécdota que viví en esa misma mesa, sentado en esa misma bancada, charlando con un abuelo suizo. Era un occidental caduco y trasnochado, con una absurda corbata a cuadros sobre una camisa decolorada en la que claros lamparones de sudor regaban la zona de sus axilas. Con poco pelo cano, cejijunto y obeso sin llegar al extremo. Ya imaginarás, el típico europeo de ancha cartera y estrecha moral « casado » con una joven Thai que le soporta por dinero. Le recuerdo como si todavía siguiera allí sentado a mi lado, momificado. Con franqueza, creo que su aspecto no hubiera empeorado mucho más aunque no se hubiera meneado de la mesa casi un año después, bastante batallado se le veía ya. El hombre, por resumirlo, no se cansaba de aconsejarme que me pirara, que ése no era lugar para mí… Yo me descojonaba mientras le miraba, pusilánime, con acentuado pasotismo e irreverencia. Irónicamente he de reconocer que me pensé brevemente su consejo… y no en vano me quedé tres noches más de las que pensaba. Imagino que el espíritu de la negación a cualquier insinuación fuera de lugar va conmigo. De hecho creo que me hubiera quedado aunque solo fuera por putearle cada mañana al bajar a desayunar e imaginarle rabioso al comprobar que su consejo no iba conmigo. Pero pronto regresé a la realidad, la pila de emociones que me habían traído de vuelta al pueblo, una de ellas personificada en Sunisa, la camarera que me miraba desde corta distancia, pegada a la mesa tras acercarme el azúcar.

-Sabía que regresarías-. Dice en un susurro que acaricia mis oídos mientras abro el portátil y disfruto del momento.

-No era difícil. Me gusta el pueblo, la gente… Tú. Pero solo me quedo dos noches, he de regresar a Laos-.

-Sí, eso dijiste el año pasado. Jamás he topado con un farang que le dieran las cinco de la mañana tomando tragos y se fuera a las 8, con una sonrisa, a visitar That Phanom-.

-Supongo que soy un tipo raro. De hecho vengo de allí. He pasado 2 días en Nakhon Phanom, y de allí hay un paso a That Phanom-.

-¿Te gustó That Phanom?… De nuevo, quiero decir-. Se lleva el azúcar al interior pero con la cabeza girada para captar mi réplica.

-Es mágico. Ni más ni menos, algo único-.

Empecé a emborronar alegremente unas letras, con suavidad, como quien se mesa el cabello recién duchado, borracho de calma y hedonismo.

-¿La chica del bar?-. Me dice de modo casi imperceptible, como solo saben hacer las mujeres para que te rechinen los dientes y parezca que su comentario es apenas una coincidente casualidad en relación a ello.

Recuerdo que quemé muchas horas fondeado en una mesa de un tugurio, un “after” de esos tradicionales en tierras del viejo Siam. Había una chica preciosa, una camarera que no hablaba ni un ápice de inglés. A mí, por supuesto, me volvía loco, viajaba sin cargas, con mochila poco poblada, solo, al son que determinara cualquier circunstancia volátil del momento. Y pasé varias noches en ese bar, observando a la bella camarera. Pero ahora era historia. Niego con la cabeza y refugio mi mirada en un horizonte que se vuelve oscuro por momentos.

-¿Volverás a aquel bar esta noche?-. Sentencia para sacarme de mi embrujo momentáneo.

-Puede, quién sabe…-.

Vuelve a regalarme una sonrisa cautivadora, agitanada. Puro nácar. Y al instante ya no sé qué será de mí, ni de estos párrafos ni de su futuro. Una cuesta arriba mortal e imposible que le arroja a uno a un foso de despojos donde todo se convierte en dudas. Procuro no dejar que la memoria me engañe, pero es el presente, similar a un ácido corrosivo, el que parece gobernar mis pensamientos. Un ácido como una marea en pleamar que parece anegará toda la orilla que representan mis ganas de volar lejos. Sin torbellino que me levante y devuelva a mi forma de ser ajena a flores nocturnas que pueblen la vereda que transito, tan húmedas como bañadas al rocío, no sé qué será de mí. Deseo volar desde lo más profundo de mi ser. Sin embargo recupero la imagen de Pa sonriendo y me corto las venas, su imagen late en mi cerebro y juro por Dios que sería capaz de roer el corazón gris que alberga su perfecto cuerpo. Me hundo en mis pensamientos, contaminado, presa del delirio de tragos a insospechadas horas, me observo las palmas sudorosas y temblorosas. Busco un poco de luz a mi derrota en cuerpo ajeno. Aspiro, miro el horizonte, “coño, un paso más” y pese a ello sé que esa noche me piraré, derrotado, a buscar un nido en forma de bar que estará tan helado como de costumbre en estas últimas fechas. No consigo quemar mi sed de cuerpo de mujer, de solo esa mujer. Por momentos se me hace imposible y me deshago en recuerdos que ya debieran estar fundidos en el fondo de la más tórrida caldera. Mañana, otro paso más. Joder, mujeres, si es que para una vez que voy al pajar, ¡¡me clavo la aguja!! La madre de Dios… Pero luego solo, con Sunisa de telón de fondo, echando la quién sabe cuántas llevo ya, en calma de borrasca pasada, pienso que ojala hubiera podido volver a errar otra vez acostándome con Pa. Volver a perder con ella, con una chica de bar tailandesa. Soñar y soñar… todo es seguir soñando. Sin alegría ni llanto real… solo soñar. Ni el licor más potente podría borrar mis recuerdos, solo el tiempo pausado que me observa divertido mientras espero, sentado en la playa de una isla desierta, algo que vuelva a hacer “tic-tac” en mi corazón. Y hasta creo que el dichoso tiempo se ríe de mi infortunio.

Cuando pasa la tormenta, aún cocido, en un segundo recupero mi idea original, desecho la fibrilación amorosa como quien se sacude con el envés de la mano un grano de arena del lloroso ojo. Con la coraza intacta. Algo he debido ir ganando entre tantos pétalos marchitos que arrojé furioso a mi paso por muchos lugares aún no mencionados pese a que me sea más cómodo pensar, con la distancia del tiempo, que cayeron de manera natural.

Ni que decir tiene que como un idiota regresé al centro de marcha de Sakon Nakhon. Lo hice pronto, rememorando la vieja rutina, a eso de las siete de la tarde, porque había adorado antaño observar como el sitio se travestía y generaba de la nada y el vacío toda una amalgama simbiótica de lugareños de toda clase y chicas de vocación aligerada al abrigo de un poco de charla o de tragos de Samsong (un clásico ron local) o whisky Mekhong.

He de reconocer, medio avergonzado, que me costó entender lo de tomar licores a lo largo y ancho del antiguo reino de Siam. En una localidad relegada al olvido, hace no tantos años, cuando Sakon Nakhon parecía más cualquier cosa que una posibilidad de futuro, pedí un cubata arengado por un cuerpo goloso que me llamaba a respirar el ambiente brujo propio de la noche Thai. El joven camarero se rascaba la cabeza, no entendía nada, y yo, con pausa, le intentaba transmitir que tranquilo, que no pasaba nada, que con calma, que “cha cha noi kap” (despacito), que solo quería tomar un trago de licor con cola… Al final hizo un ademán de entender. Son 200 baht. “Joder, éste está borracho al menos, ¡¡¡un cubata casi 5 euros!!! En fin, si no queda más remedio”. Asiento y pago aún con el gesto hosco de quien no entiende muy bien la jugada. El chaval desaparece para reaparecer con una botella de 350 mililitros de un licor entre ocre y pajizo, de aspecto y sabor como el brandy barato ese que suele usar mi padre para edulcorar y dar consistencia a su vaso de potente café posterior a comidas y cenas. “Vamos bien, chaval” piensa uno, “ahora solo falta el hielo y la coca-cola”. Raudo y veloz, contagiado de mi repentino buen rollo, acerca una cubitera con, vamos a ver, digamos que algo así como 70 hielos (juraría que el Titanic necesitó chocar contra algo menos voluminoso para hundirse) y una botella de las clásicas de tercio de coca-cola. Y una nota. Una nota que pone 20 baht coca, 20 baht ice (hielo), total 40 baht. Y en ese momento se encendió una luz que generaba orden en esa mesa donde apilaba unos hielos bien regados de licor con una coca-cola que seguía respirando el clásico vapor húmedo. Tú pagas el trago potente de primeras y lo accesorio (hielo, cola,…) se paga al finalizar. Tan alejado de nuestra costumbre como perfectamente cuadrado en la sociedad Thai.

Pero a estas alturas ya sabía cómo funcionaba la historia y en un pispás tenía todo el líquido elemento a mi merced mientras volutas de cremoso humo se perdían ajenas por encima de mi coronilla. Volvía a sentir fluir en mí la quietud de la noche de Sakon Nakhon con esa multitud de brindis, bromas, conversaciones confidentes en forma de cosas que pasan inevitables al compás del tiempo. Y, por supuesto, gente que un año después aún no me había olvidado.

La guapa camarera no salía de su asombro. Seguía allí pese a todo. Y yo había regresado para resucitar una escena del pasado que ambos creíamos enterrada por el paso y el peso del tiempo transcurrido. Por allí andaba libando, incluso, la única persona que más que hablar, petardeaba unas pocas palabras en inglés. Un travesti de nombre juro que olvidado. Era la gerente del único bar coyote de la ciudad. Es curioso como una sociedad, a ojos occidentales, tan centrada en la prostitución y sugerencia sexual barata como la thai puede adolecer en apariencia de este tipo de bares. El caso es que antaño chicas voluptuosas bailaban y se ondulaban en una especie de escenario al abrigo de los últimos hits de la música internacional. Dudo que puedas encontrar algo de este calibre en la senda turística menos convencional. Y visto el trajín de entrada y salida del personal a y desde el bar, el negocio debía seguir floreciendo. Tiempo no me iba a faltar para ingerir unas Leo en su interior y seguir mi procesión particular.

Una vez dentro me arrellané con el trago en uno de esos sofás ocultos por la penumbra, más susceptibles de dispensario de manos que palpan, precursoras de horizontales fuegos de artificio trucados por dinero, que de otra cosa más concreta. Mientras, un poco nervioso, no dejaba de observar disimuladamente a una joven que había fijado sus ojos en mí para no despegarlos. Aún yerto, no cejaba de procurar repantingarme gustoso de entumecimiento.

-¿Me recuerdas?-. Se sentó junto a mí y procuró levantar la voz por encima del caótico retumbar musical para hacerse oír.

-Claro que sí, pero he olvidado tu nombre-. Sonrío tímido y en buena parte avergonzado.

-Nunca te lo dije-.

Antaño el travestí y yo habíamos hecho buenas migas, tanto que me presentó a esta chica que ahora volvía a mi regazo. Joven, preciosa y virginal. Recién llegada, no hablaba ni una palabra de inglés (algo que había mejorado aunque no de modo ostensible). Me decía el lady-boy que ella era para mí, lo mejor de lo mejor. Pero, por entonces, una vez más mi dichoso espíritu de la contradicción salió a relucir y yo plegué velas para resumir la noche e irme a dormir. Y tampoco puedo compartir contigo ahora unas motivaciones que no busqué entonces. Salió así.

Pero el regreso, pisar de nuevo la olvidada huella, no suele entender de tiempo u otras escalas racionales. ¿Acaso fue un beso? Debió ser un beso, uno cálido que le di antes de irme a dormir, pasional pero ajeno a humedades. Tan raro, inconcreto y absurdo que, por ser quizás de los primeros para ella si el travestí no mentía, tuvo un deje de permanencia inolvidable. Y ahora, cuadrando todo el resto del día, me veía bastante pasado de tragos con una chica que me susurraba lo mismo que hacía un año, como en una secuencia estática pese al tiempo transcurrido, mientras mi voladiza mente carburaba hacia el recuerdo de otra. Estaba perdido, no había nada que hacer. Me excusé con ir al baño y, sigilosamente, me perdí por la parte trasera de la zona de copas para regresar al hotel y dormir la mona. Sabía que Sakon Nakhon, por esta vez, era historia. El vigente recuerdo de Pa seguía supurando desde una cicatriz infecta y me debía entregar a un necesario duelo. Solo el tiempo y el olvido podrían volver a regalarme noches de tragos en esta localidad que tanto adoro.

16. Mukdahan y Savannakhet

Amilanado en un bus local, con ventiladores anclados al techo y una maraña de cables oscilando peligrosamente sobre mi coronilla, arranca mi tramo hasta Mukdahan, siempre paralelo a campos estériles, agrietados de pura aridez, hundidos de tal modo que parecen susurrar su ansia de simiente arrocera. Es la estampa permanente del viajero por Isan: a mi lado solloza un bebé, es una niña desconsolada que luce un hermoso aro tobillero adornado con cascabeles plateados, hay también un monje que arrastra su túnica azafrán y al pasar a mi lado su roce delata un intenso aroma a incienso ganado con seguridad en multitud de horas recogido en oraciones dentro de una capilla oreada y fuera, al margen, una perra erguida observa como su camada de cachorros se amamanta, un niño desnudo hace sus necesidades y un campesino, que se seca el sudor al paso del bus, observa divertido el cuadro del animal y el crío.

Al llegar arrastro mi alma, por momentos tan insensible como inservible, por calles tejidas en un damero inconexo e irregular más propio de una mente perversa que de algo con resonancia a lógica. Sueño ahora con ausentes eróticas caricias en esa hora en que antaño, meses atrás, besaba muy de mañana la boca de una mujer. El sol amenaza con evaporarme al mínimo descuido y el aire cálido mantiene en una pira incendiaria lo poco que pueda quedar de mis pulmones. Me refugio un poco por aquí, otro poco más allá. Una pensión ocre, un bar no más luminoso, un trago… hago tiempo, busco mi lugar en el nuevo entorno, en mi cerebro, ruta y vivencias.

Cuando llega el borde del mediodía, una inesperada tregua de canícula arroja a mis ojos un Mukdahan que es como la radiografía perfecta, descarnada, de lo que implica el ansia de progreso a este lado del Mekong. Un esqueleto, una ciudad aún sin membrete, de esas típicas para las que se invento el por nunca jamás. De pupila dilatada, es fea, y gris, y tan desparramada como desgarrada y casi hasta grotesca, como una gárgola, un yak guardián de los templos o un perro de Fu. Sus calles se amontonan y parecen brotar de la nada, desnudas o desiertas, salpicadas de cuarteadas casonas e imperfectas aceras, e incluso pueden parecer arrogarse una petulancia que no les corresponde y que puede llegar a confundir al viajero. Pero la gente bulle en todas las direcciones, es un reducto vivo, seres hospitalarios y terriblemente amistosos. Sueñan con un futuro de prosperidad, alaban el reciente y vistoso puente sobre el Mekong en la infinita esperanza de ser partida o meta de una teórica ruta comercial que lleve hasta Hué, la capital del Vietnam central. También lucen por centenas los seguidores del partido rojo, con sus camisetas bermejas, como en todo Isan, paseando y trasegando en otro de los múltiples mercados fronterizos que dan sentido al pueblo.

El Río Madre luce aquí esplendoroso, crecido y amplificado como no lo había visto hasta ahora. Camino por el paseo marítimo, muy similar al de Vientiane y observo como la suave brisa agita la superficie del cauce y genera un efecto que simula en el río como si fuera un papel de fina lija. Es cautivador observar el fluir silencioso del río, saber que estas mismas aguas me observarán en mi paso por Camboya y Vietnam, saber que en la misma calma en la que escribo esto ahora escribiré nuevas vivencias en el futuro sobre el mismo panorama. Familias Thais, turistas como yo, me arropan luego en un restaurante suspendido sobre el río. Ríen y aplauden, beben y gastan chanzas. Los niños sacan fotos a un Savannakhet que se puebla de lucecitas y a una luna que ya torna a menguante, aparecida sobre Laos, y que asemeja cogida de un hilo transparente. Una vez cae la noche cerrada, recojo mis bártulos y decido irme a dormitar unas horas.

Pero al caer la noche, aquí como en Nong Khai, la vida se embruja, se esconde y difumina y todo parece aún más oscuro y misterioso, aún menos acogedor, excepto en la sucesión de garitos que resucitan, revierten su quietud matutina en una polifagia de alcohol y sexo, y adoptan una especie de ojo único en este cíclope no llamado Polifemo sino Mukdahan. Inevitablemente me giró el cuerpo hacia un poco de diversión y, tras entender que quizás era un poco pronto para gastar las sábanas, aparqué los bártulos en la habitación de la pensión y salí a tomar tragos, a ver qué escondía Mukdahan para mí en esta vertiente.

No sé ni sus nombres. Di unas vueltas la primera noche por la zona de la torre de Mukdahan que es donde se concentran la mayoría de prostíbulos disfrazados de bares de karaoke. Es una zona decrépita, absolutamente depresiva, de un perfil tan tosco y bajo que casa a la perfección con el resto de la ciudad. Entré en un uno, tomé dos cervezas, pero allí no había nada para mí. Pasé al siguiente y en apenas media hora estaba de vuelta en la habitación del hotel durmiendo con ella. Necesitaba recuperar mi fe, poner a Pa en un lugar alejado que no interfiriera en mi ruta. No podía arrastrar más mis penas quemando etapas grises de madrugada tal y como me sucedió en Sakon Nakhon. Era más bien una necesidad de futuro, de olvido, y no un ansia de cuerpo aquí y ahora. Solo sexo y ducha hasta caer rendidos. A eso de las cuatro la di un beso y se despertó, no quería que se fuera pero ella no lo entendió, recogió sus bártulos, me dio un beso en la mejilla y se piró. Yo, como un ente esterilizado, inmune, volví mi cuerpo y cerré los ojos. Aún horas después, de mañana, seguía sintiendo el aroma desprendido de su pelo sobre mi cuerpo, me venía en dulces oleadas que me envolvían juguetonas, pero ya era asintomático, un alma errante, más pétalos marchitos que se desprendían de mis entrañas, en unas horas esa esencia sería historia. Era una necesidad de futuro menos doloroso, ni más ni menos, una venda para una herida que no dejaba de sangrar. Ahora, un poco menos. En el futuro, nada. Una mujer de un párrafo… y me sentía medio podrido de nuevo, abatido, hundí mi cabeza entre las manos con los párpados echados como un telón de fin de función con la confianza de que al abrirlos mi corazón hubiera retornado a su esencia viajera. Era solo una necesidad de futuro, un sortilegio que dio sus frutos porque cuando volví a abrir los ojos ya solo sabía que, costara lo que costara, completaría la ruta sin nuevas distracciones en forma de mujer. O eso pensaba entonces, iluso de mí… porque esa misma noche regresé al escenario perverso. Al día siguiente la luz del alba me descubrió amando a otra mujer, convertido en un espectro de pura pasión. Pero ahí cerré definitivamente el capítulo, pagué, entré en el juego un par de noches como quien entra en la farmacia a trocar una receta por un remedio. Sucumbí dos noches, amé a dos mujeres distintas de las que desconocía todo pero, la segunda noche, en plena batalla del amor, ya supe que se cerraba el capítulo, que debía cerrar una historia, que ya había quemado mis etapas por una temporada en ese ámbito de cultura Thai, que ese ya no era mi entorno ni mi necesidad. Que Pa y estas últimas anónimas debían quedar relegadas, con cariño y profundo agradecimiento, al olvido.

Al despertar al mediodía recuperé mi cabeza en agua templada y, cuando recobré la calle, mi cuerpo no cejaba en su humedad porque me atrapó una tromba de agua racheada de proporciones bíblicas. Observaba al Mekong agitarse como dolorido del salpicar constante de agua por cada uno de sus centímetros cuadrados. Los viejos me observaban divertidos, al seco abrigaño, mientras me chillaban “namfon, namfon” (lluvia, lluvia) y al acercarme a su recogimiento uno de ellos me tendió una diminuta toalla con la que secar mi chorreante cabello. Adoro Isan, por mil aspectos, incluso mucho más diversos que éste, pero, en el fondo, son estas situaciones, propias del alma y no del color de un billete, las que me llevan a vagar perennemente por sus recodos. El calor de sus gentes no admite comparación.

Otro día visité la torre de Mukdahan pero esta vez en su vertiente cultural, jamás regresaré allí a tomar copas. Dentro, un museo desperdigado e inconexo pretende lucir algo semejante a aperos de las distintas minorías que pueblan la región. Pero no lo consigue, al menos claramente. Aquí cuatro descripciones en inglés, allí ausentes, un telar, unos utensilios propios de mahout, de la doma de elefantes. Nada cuadra con lo siguiente, son como isletas de recuerdos independientes, como un cementerio donde todos descansan juntitos pero cada uno es completamente distinto, ajeno a los que le rodean. Al salir, después de visitar la parte superior desde donde se divisan unas vistas potentes de toda la cuenca del Mekong en este área, lo único que pasaba por mi mente es que, al menos, poco se perdió en el trance ya que la entrada apenas sale por veinte baht y, como añadido, con su visita había tenido excusa para un tranquilo paseo desde el hotel que me había abierto el apetito.

La siguiente mañana, cuando ya empezaba a ser reconocido por los comerciantes del mercado de Indochina, otee el horizonte, Laos en mayúscula, Savannakhet en letra pequeña, y supe que era momento de regresar a la senda sur del Mekong, de abandonar Isan. Así, en unas horas tenía estampado mi tercer y definitivo sello de entrada en Laos en apenas unas semanas purgando, de nuevo, los treinta y cinco dólares de rigor.

Villas señoriales arracimadas aquí y desbalagadas allá, jalonadas de buganvillas de colores que se confunden entre el malva y el lila, al rebufo de plumerías de flores tan blancas tal que hubieran sido bañadas en lejía pura. Algo, este sitio, como para resucitar, algo que estalla en el irrefrenable deseo de trotar por nuevos horizontes, nuevos futuros, de calles perpendiculares que invitan a descubrir, a asomar el hocico un trecho más allá sin debilidad ni desfallecimiento anímico posible. Eso es Savannakhet. Caminar así, con los ojos como platos, calle tras calle. Una delicia de tonos pastel. Lo primero es pensar que quizás ha sido un recuerdo guardado celosamente por esta sociedad. Un vestigio de algo que murió pero cuya gloria nunca ha de desaparecer. Algo tan cercano, algo de estilo europeo, francés. Y su gloria asombra por inédita, por encantamiento como refresco, chapuzón helado, a un cuerpo y un alma adormecidos.

Acaso en Laos llueve sobre mojado en lo que se refiere a arquitectura colonial, pero Savannakhet es punto y aparte. Es capaz de degollar cualquier bella fachada o cornisa afrancesada anterior que cruzó por mis ojos con una suficiencia que desarma. Ni Luang Prabang, ni Vientiane o Hanoi, ni las localidades ribereñas del Mekong, ni Phnom Penh… Nada. Esto es un punto más allá, una sexta marcha, un crisol madurado y de acabado perfecto. Hasta la alargada sombra del viajero parece conjugarse con su figura para no romper ningún encuadre a ojos vista, regalando a la vista un plano panorámico irreprochable.

Fue cruzando el Mekong desde Mukdahan cuando conocí a Harry. Era un eterno viajero, otro apátrida ajeno a metas, taimado y desaliñado, que escondía con su buen porte su ya dilatada experiencia vital. Daba clases de inglés en una escuela de Savannakhet y no le iba mal, según él mismo reconocía.

-No me quejo, no gano como para ganarme un retiro dorado, pero aquí todo fluye despacio, la vida es barata y la ilusión que brilla en los ojos de mis alumnos es capaz de borrar cualquier asomo de melancolía de mi tierra, de Swindon-. Se colocaba la mano sobre la frente a modo de visera para refugiarse del sol que ya amenazaba con devorar el espíritu de quienes osaran desafiarle plantándole cara. Porque, aun siendo veterano, aún no había aprendido a elegir el lugar del bote donde cubre la sombra. “Siempre hay un perro más viejo. Ya aprenderá.” pienso divertido, “al igual que lo hicimos nosotros, los veteranos del sudeste asiático, siempre observando dónde se colocan los perros o los ancianos para acomodarnos en su vereda. Ellos siempre saben dónde está el lugar más fresco. Ningún entorno les es ajeno a diferencia del viajero”. Le hablé de mis circunstancias, de mi necesidad de navegar errante por Indochina una vez más, al mismo tiempo que garabateaba notas en un cuaderno reconfortado por el leve vaivén del barco, algo mucho más plácido para la escritura que el balaceo constante de los autobuses.

-Hablas un inglés correcto y además tienes nociones de Lao-. Se secaba las sudorosas palmas sobre la camiseta deshilachada una vez que el sol dio un respiro. –Si tienes tiempo, ¿por qué no te quedas a dar clases? La gente de esta zona realmente lo necesita-. Sonaba francamente interesante. Le dije que no era la primera vez que me lo proponían, antes me pasó en Siem Reap y en un pueblo de Isan. Pero esa vez era distinto, viajaba con calma, solo, la mochila parecía supurar, agotada, heridas del diario trajín y además siempre había suspirado por poder ejercer una profesión para la que había invertido varios años en la universidad… me apetecía devolver a esta gente un poco de lo mucho que había recibido. Suspiré e hice un gesto ladeando la cabeza que significaba duda. Harry, que no perdía ripio, lo captó al instante y, perseverante como digo, no dudó en perseguir su meta.

-Me han pedido varias veces que les enseñé a los novicios de un templo local, pero nunca saco tiempo. Tú podrías pasar unos días con ellos y enseñarles unas nociones básicas-.

Al día siguiente, a eso de las ocho, me veía rodeado de un enjambre de niños, engastados en túnicas azafrán, vociferantes y nerviosos ante la novedad que yo suponía. Harry me había proporcionado la tarde anterior un fardo de cuadernos y unos bolígrafos. El abad, que me dio la bienvenida en su discreto inglés, no dejaba de regalarme wais (saludo respetuoso típico que consiste en juntar las palmas de las manos a la altura de la barbilla) y auspiciarme buenos deseos por mi afán de integrarme unos días en su comunidad. Habían ordenado, barrido y fregado una de sus estancias con unos taburetes de madera tropical, hinchada por la humedad, y toda la decoración se resumía en un descolorido mapamundi que lucía torcido en una pared lateral. Repartí los cuadernos y unos bolígrafos entre los ligeramente temerosos alumnos y pasé unas horas, unos días maravillosos mientras desgranaba conceptos básicos de la lengua de Shakespeare mezclados con mi escaso Thai-Lao. En realidad no tengo muy claro si enseñé o fui yo el que acabó aprendiendo conceptos de la lengua vernácula Lao. Sea como fuere solo puedo resumir esos días con la palabra felicidad, aunque esto solo sea un eufemismo de los madrugones, el calor acumulado que llegaba a emborronar la vista, el hedor del incienso que se colaba del cercano sim, el sordo y melódico cántico de rezos que hacía de banda sonora por momentos… Y la ilusión, esa de la que hablaba Harry, el abrumador silencio que me hipnotizaba mientras con la tiza sumaba letras en frases sobre una pizarra áspera como el esparto. La pasión de unos jóvenes, generación de futuro ambiguo, que peleaban por no ser menos que el resto de humanos. El inolvidable océano de ojos brillantes que seguían cada uno de mis pasos, cada movimiento de mi diestra en el desgastado encerado, cada susurro que salía de mis labios con la misma disciplina espartana que da el tesón y el respeto, esos valores que ya se pudrieron en occidente.

Cada día se me acercaba un joven, de apenas una docena de años, rasurado como sus compañeros, pero apasionado y trabajador como ninguno y por ello con un conocimiento superior. Se llamaba Ang y yo le tenía por uno de los alumnos más brillantes del grupo.

-Cuando yo viejo, yo viajar como tú. Yo conocer mundo. Yo dinero para familia. Yo viajar como tú-. Decía señalando el mapa que a duras penas se sostenía en la pared. Y así repetía decenas de veces. Yo doblaba mis rodillas y, a su altura, le miraba sus vivarachos ojos bañados en avellana, su sonrisa pícara, su fe inquebrantable de niño soñador. Y le juraba que sí, que trabajando duro lo conseguiría, que en este planeta todos somos iguales y tenemos las mismas oportunidades. Mas luego, escondido, refugiado entre cervezas Beerlao, se me humedecían los ojos y un temblor se apoderaba de mí por el peso de la responsabilidad, por haber mentido, porque ni yo tenía fe en que este miserable mundo pudiera recompensar su dedicación y esfuerzo. Le vendía mentiras al ser más inocente sobre la faz de la tierra: un niño. Condenado a ser pobre como yo condenado a padecer mi desdicha por implicarme en su ilusión. Pero como el oasis en el desierto, al menos un pequeño pozo de alegría surgía de mi interior sabedor de que estaba poniendo un cimiento de fe y compromiso conmigo mismo para subsanar este anatema de raza humana. O acaso solo era un antídoto que me permitiera seguir soñando entre tanta desazón y miseria que me aturullaba a diario. Acaso.

Los cuadernos se fueron gastando, emborronados, la tinta se fue secando. Me llegó la hora de partir, compré un fardo de cuadernos nuevos, impecables, un buen puñado de bolígrafos. Repuse lo que mi ilusión había diezmado. Se los entregué al abad que supo de inmediato que mi lección había finalizado. Lo arrinconó todo en el vértice de una estancia y lo cubrió con una gasa de fino lino grisáceo. Otro llegará y tomará mi relevo, otro sumará nuevo impulso en la educación de estos jóvenes de recursos ciegos. Otro ser volverá a tomar la senda de la cooperación desinteresada, la que hace crecer y creer en uno mismo y en la capacidad de generar un pedazo de igualdad y solidaridad en este mundo desalmado.

Aprendí a nombrar los árboles en Lao, los platos típicos, las calles, a asumir la desdicha de los perros abandonados que se postraban por los rincones sombríos del lugar, las lecciones de Buda y los rezos y humildes gestos conmovedores que suponen las ofrendas y deprecaciones de a diario para recolectar méritos ante su Dios… a comprender el fluir del regalo más maravilloso de todos: la vida. Me diluí en Savannakhet de forma y en un pequeño y olvidado templo de fondo. Me planteé arrinconar mi vida, encasillarme en ese rincón olvidado por una temporada. Seguir con la docencia, seguir aprendiendo, conocer a una chica, entender las labores del campo, la siembra de arroz, formar un algo que no resonara a nómada. Esa es la condena de todo viajero, pasar por ese punto es el precio a pagar cuando viajas intensivamente, cuando tienes la suerte de disponer de todo a cambio de nada. Pero yo no formaba parte de Laos, era una sombra veloz a lo largo y ancho de sus campos fértiles, un espectro, un anónimo ser del averno que devoraba todo a su paso, un ente de aprendizaje anclado, para bien o para mal, a una decena de miles de kilómetros hacia el oeste. Admiraba a Harry por su labor, por su trabajo apasionado y, finalmente, cuando volvía a rehacer mi hatillo, cuando creí entendida la lección y me sentía presto a partir, supe que sobretodo le admiraba porque yo jamás lograría ser como él.

17. La revolución de Ong Kaew

Abandono el templo, a los críos y a Harry, huyo de las tierras del pretérito reino de Sikhottabong para adentrarme en esa reminiscencia de sueño duradero llamada reino de Champasak, tan evocadora como efímera, en la que busco enfrentarme a la historia de un monje peculiar cuyo espíritu acaso habite la vigente gloria de un templo gigante y rotundo.

Muchos opinan que a partir de aquí empieza el verdadero encanto rural de Laos, que es en este confín donde uno llega a tiempo de renegar de la cárcava en la que ha de descansar la ruta turística del entorno Lao. Yo, agazapado en un bus ordinario, cargado a reventar de fardos y gallinas que picotean a todo lo que asemeja comida, me abandono a mi suerte y pienso que ojala ese momento fuera eterno. Que ojala esa fuera mi meta y fin de mi existencia. El polvo del camino tapona mis poros con rabiosa ansiedad formando una masa rojiza y viscosa al mezclarse con mi sudor y yo sonrío ante el hueco hostigador de una ventana que quizás nunca existió. Habito en un cacharro de suspensión ambigua, imaginada, cargado casi hasta las cartolas, que hace de montaña rusa mientras lamento mis chichones contra el techo al paso de, uno tras otro, baches de proporciones bíblicas en una ruta en que los metros salpicados de saltos, con cadencia regular, se transforman en minutos y horas por espacio de hasta seis. De mientras, recuerdo entre sorprendido y agradado por el “deja vu” disfrazado de recuerdo volátil, que ya nos tocó padecer lo mismo a mi madre y a mí en rutas infernales por la provincia de Karnataka, en el sur de India, un día que la mala suerte nos dejó tirados a horas brujas en un Gadag al que llegamos en un bus similar a éste que bajaba de Badami cuando íbamos camino de la deslumbrante Hampi. En realidad, pensándolo bien, aquello era peor porque aquel bus sí podría haber pasado por éste, sin puerta, sin cristales en las ventanas, con una caja de cambio que maullaba como un gato en celo, con cuatro jirones de chapa que disimulaban un hilarante chasis, con bielas a punto de reventar los remache de la parte trasera… pero allí el conductor indio, además, estaba inflado de betel, drogado, y con unos ojos que parecía que se iban a salir de sus órbitas y no disimulaban el cansancio y colocón estimulante que le otorgaba mínima fuerza y convicción para mover el volante. Mientras, el Lao al menos hacía más llevadera y menos temible la historia, con su pose de Bo Pen Nyang que, sin embargo, daba toda la sensación de poder inducirle al sueño en cualquier instante de infernal porvenir imaginado panza arriba en cualquier cuneta. Uno u otro, a cada cual más peligroso, y aún así yo solo deseaba hacer de cada uno de esos instantes algo eterno. No sé, quizás no estaba tan mal el bus de Laos después de todo, puesto a elegir….

Era otro más de esos momentos que te sabes perdido, lejos de todo conocimiento adquirido por vía paterna o escolar, lejos de esa tu patria y cultura que a duras penas logras sostener en tu corazón antes de dejarte volar. Momento éste del bus, como muchos instantes aferrados al concepto transporte en Asia, que reluce y profundamente emana al albur de aquellas historias casi de preguerra que contaba tu abuela a tu madre y ésta a ti en pueblos helados de Castilla al calor de una gloria que es tan remota para nuevas generaciones como, antes de lo que pienso, lo seré yo y mis historias. Pronto Laos o India y sus costumbres junto con las europeas o norteamericanas será un todo uniforme y monocromo. Supongo, apesadumbrado, que es inevitable. Ya nada será igual en mi tierra, y ya nada será igual aquí cuando en unos años estas estampas de buses impregnados de humanidad y animalidad a partes iguales sean algo anacrónico, y ya no quedemos ni uno solo de los que compartimos aquella emoción para rememorarlo. Entonces habrá muerto nuestro Laos tal y como lo conocimos y podremos solo revivirlo de un lamentado, inconsolable y profundo “yo estuve allí, lo viví y lo perdí”. Y el miedo aún más insondable e infinito que me supone imaginarme Myanmar en la misma tesitura. Mi añorada gente Shan y Bamar.

Pienso que larga, de mañana completa, es la ruta que me ha de llevar a Pakse desde donde asomaré a Champasak para llegar a Wat Phou. Un adelanto, un vestigio Khmer que abra el libro que forjará y dará razón a mis pasos en las próximas semanas de tinte casi deseado de paisajes camboyanos edulcorados de palmeras y profundos y esmeralda arrozales hasta donde llega la vista, tachonados de palafitos dispersos donde habitan los herederos de Kambu. Siempre los he considerado los más exquisitos de Asia aunque solo sea porque no son exuberantes ni plenos, solo desnudos y humildes con, como digo, palmeras, chozas y arrozales pero en su proporción y posición exacta para hacer de cualquier encuadre un retazo imborrable que puede erizar el vello con su sola evocación. Ahora Champasak, redondo y rotundo, Champasak, el mismo que ya pasó por mi imaginación en inmortal leyenda oída en labios de un humilde Lao que descontaba los minutos para su epitafio mientras regaba de sabiduría a una ínfima audiencia que solo podía ser yo en el marco de la siempre majestuosa y silenciosa noche de Luang Prabang.

Érase una vez, hace muchos años, tantos que el tiempo ha logrado fundir en polvo su recuerdo, que vivía en un reino llamado Champanakhon un rey y su preciosa hija llamada Malong. Cerca de su inmensa ciudad habitaban 2 tribus: unos los Lao Thoeng, que vivían en las montañas, y otros los Lao Loum, quienes poblaban las tierras bajas.

Cuando la hija del Rey llegó a una edad casadera, 2 hombres se enamoraron de ella. Bachieng era el heredero de los Lao Thoeng, poseía innumerables riquezas, pero era desafortunadamente feo y poco agraciado. Champasak no era sino uno de los Lao Loum, pobre pero hermoso y tremendamente valeroso y valiente. Pero aún hay más con relación a Champasak, no solo era acreedor de estas virtudes sino que además el amor que sentía por Bachieng le era correspondido. Sin embargo, los planes de la reina y madre de Bachieng no llegaban a las costas de Champasak, más bien al contrario, ella deseaba desposarla con el hombre rico, Bachieng, y para ello comenzó los preparativos de boda. Pero Champasak estaba profundamente enamorado de Malong, así que sintió que su corazón estalló cuando supo de los preparativos de boda y comprendió que su único destino consistía en olvidar. Despechado, hizo su equipaje y se envolvió en su dolorosa pena para partir dirección sur mientras trataba de alejar a Malong de sus pensamientos. Pero Malong, a medida que se acercaba el día de la boda, se sentía más y más triste por no poder acallar a su corazón y finalmente ideó un plan de huida para así evitar al hombre a quien ella no deseaba.

La casa de Bachieng distaba casi un día y una noche de trayecto del palacio donde habitaba Malong porque estaba en la orilla opuesta del Mekong y así, cuando partió, todo era dicha entre su gente porque entendían lo importante de ver a su futuro regente desposado con una poderosa y rica princesa. “Debo sentirme afortunado porque después de casarme algún día llegaré a ser Rey” pensaba Bachieng.

Horas antes de la boda, todo era alegría en el palacio de Malong donde se preparaba la magnífica fiesta de boda. En realidad, todo no. A primeras horas del mismo día del enlace, cuando todavía reinaba la penumbra, una puerta de la zona trasera del palacio se abrió silenciosamente y una figura femenina se recortó entre las sombras. Era Malong, decidida a montar al galope, dirección sur, para recuperar a su amado Champasak y escapar juntos de la amenaza de Bachieng.

Una vez llegó Bachieng a palacio, Malong no aparecía y, una vez se descubrió que ésta había huido al sur para buscar a Champasak, el joven Bachieng decidió huir deshonrado hasta llegar al pie de una montaña donde, desolado, se quitó la vida. Hoy día esa montaña se conoce como Bachieng en honor al hombre que amó a Malong pero perdió a su amada a favor del hermoso Champasak.

Días más tarde, charlando con lugareños, descubriría otras variantes de esta historia en las que se mezclaban más personajes y elementos pero que, al final, no venían a cambiar el sentido de la historia en gran medida. De mientras, me aproximaba a la localidad de Pakse aún con la emoción a flor de piel después de los momentos vividos en las márgenes del Mekong. El bus había conseguido sortear las peores curvas del recorrido y, con la calma que da un asiento rocoso pero estable, la mirada hipnótica hacia ese zoo ambulante de gallinas, gansos, pájaros de raza confusa y laosianos de voz en susurro me había trasladado a un sueño en el que imaginaba qué habría deparado el destino a Champasak y Malong, y al reino de Champanakhon por ende, de haber imperado unos valores occidentales más liberales que se hubieran impuesto a la rígida jerarquía patriarcal que aún sigue vigente en tantos y tantos sitios del continente asiático. Y cuando el bus apagó su motor, yo, como un idiota, desperté en Pakse con una amplia sonrisa dibujada en el rostro.

Hay algo inherente a toda esta región de Bolaven (o Bolavens, tierra de Lavens, una tribu más en el actual Laos), periférica de Pakse, que despierta algo semejante a anhelos de libertad en irrefrenable ebullición. Es algo que invita a perderse por los recovecos, a quemar kilómetros, a conocer. Quizás porque Pakse no tiene el encanto de Savannakhet, es gris y resuda comercialidad, o acaso porque las referencias del circundante bello campo salpicado de cataratas, plantaciones de café o pequeñas aldeas, tan pintorescas como entrañables y ajenas a la mayoría Lao, solo empujan a ello. De hecho toda esta región está poblada principalmente por etnias de origen Mon-Khmer como los propios Laven, los Alak, los Suay o los Taoy que habitan en aldeas diseminadas por un terreno que, al igual que Xieng Khouan, fue duramente castigado por los bombarderos norteamericanos en el apogeo de la segunda guerra de Indochina. Mucho antes de que llegaran los Lao ellos ya poblaban esta zona. Siempre fue un quebradero de cabeza para los colonialistas franceses el control de esta zona indómita, pero su fértil tierra hizo que redoblaran sus esfuerzos en la introducción de, especialmente, cardamomo y café que comenzaron a producir ingentes beneficios. Sin embargo, los problemas no tardaron en llegar en forma de un revolucionario Alak llamado Ong Kaew quien pretendió levantar a las gentes contra el poder del opresor francés.

Era una historia, la de este hombre, que me había llamado tremendamente la atención cuando, en origen, sentado en el sillón de mi casa en Donosti, esta ruta no era sino un futuro sueño de realización poco clara. Hasta ese momento solo había podido encontrar la referencia que hace a la misma Martin Stuart-Fox en su tan completo como difuso “A history of Laos” y poco más. Me refiero a la revolución de Ong Kaew, también conocido como Phu Mi Bun. Un hombre que marcó un hito en la primera guerra de Indochina y cuya figura sería rescatada y rememorada como referente por el Pathet Lao en su batalla particular contra cualquier forma de imperialismo. Ahora me aprestaba a rememorar parte de su existencia y sus vivencias y quién sabe si rescatar algún dato nuevo charlando con la gente u ojeando algún libro perdido.

Si nos retrotraemos unos años atrás, en perspectiva, vemos cómo se había creado un caldo de cultivo propicio para que saltara el resorte, la chispa que daría lugar al incendio. En aquella época, finales del siglo XIX, los franceses dominaban completamente esta zona del país creando un presión intensa sobre los habitantes del lugar en forma de impuestos elevados, realización de trabajos forzosos o la confrontación de unos grupos tribales con otros, rompiendo sus tradicionales lazos comerciales, lo que generó en suma un creciente sentimiento anti-francés. Este claro descontento se veía agravado, además, por la imposibilidad de emigrar a las cercanas tierras de Siam ya que el mismo gobierno Thai presionaba fuertemente entonces para contrarrestar la influencia y empuje francés hacia el oeste del Mekong. La situación, poco a poco, fue empeorando con la creciente sensación por parte de la población Lao de ser meros títeres bajo el control de las autoridades francesas.

Así, las primeras muestras de descontento se materializaron, de un modo pasivo, en la renuncia de muchos ciudadanos para cooperar con los dirigentes colonialistas o, sencillamente, dejando de pagar impuestos lo que, inevitablemente, implicaba una presión colonialista mayor. Y en 1895 surgió, como de la nada, la revolución de Ong Kaew o Phu Mi Bun (revolución del hombre sagrado, literalmente “aquel que tiene mérito”). Ong Kaew, un miembro de la tribu Alak que se creía portador de súper poderes, comenzó a pregonar “un fin del mundo tal y como había sido conocido por sus gentes hasta ese momento” y, entre su audiencia de furiosos locales, principalmente Lao Theung de tierras medias, surgió un claro deseo de resistencia e insumisión que se expandió por tierras no solo de Laos sino limítrofes de la cercana Tailandia. Si bien en Tailandia fue, hasta cierto punto, hábilmente frenado, no sucedió lo mismo en Laos, donde el torpe comisionado francés de la cercana provincia de Salavan, viendo la escalada en popularidad de Ong Kaew, tuvo la “feliz” idea de incendiar y reducir a cenizas una pagoda que había sido erigida en honor de dicho hombre quien, por supuesto y a raíz de este incidente, pasó a contar con una masa de seguidores aún mayor. Fue en 1901, año clave, cuando le llegó el desquite a Ong Kaew ya que, junto a sus hombres, atacó con fiereza al comisionado y sus guardias lo que encrespó los ánimos en el bando francés por un lado y sirvió como símbolo de levantamiento popular por otro. Poco después, toda la meseta de Bolaven era un foco inmenso de ansias revolucionarias que no serían socavadas hasta 1910, casi una década después.

Ong Kaew, que en su juventud había sido monje y que se creía dotado de poderes sobrenaturales, para principios de 1902 ya contaba con una potente legión de seguidores insurrectos entre los que comenzaban a contarse incluso miembros de las clases pudientes de la gente Lao Loum que veían corromperse su status de poder por la presión francesa. En unos meses se acumularon decenas de muertos junto a casas y cosechas destrozadas en una región de Bolaven que residía enteramente en manos revolucionarias.

Ong Kaew se arrogó el título de Chau Sadet o Gran Rey, un título asociado a la figura de Buda Maitreya, o Buda futuro en la tradición religiosa Mahayana, en la que esta figura aparece como un futuro Dios que libere a la humanidad de todo dolor y pecado. Y se veía a sí mismo (y le veían sus seguidores) como la divinidad que habría de librarles del yugo francés. En todo caso, representaba un futuro de paz y armonía ante el difícil panorama actual de sumisión a los colonialistas para las mentes desesperadas de los bajos estratos sociales laosianos.

Pronto se vio Ong Kaew rodeado de serviciales seguidores entre los que destacaban Ong Man, que lideró la revuelta en el lado siamés del Mekong, y Ong Kommadam, un hombre de la tribu Nya Heun que contaba con sus propios seguidores. En marzo de 1902 Ong Man sitió y saqueó el pueblo de Khemmarat, situado en una zona desmilitarizada de común acuerdo entre Francia y Siam a la vera del Mekong, y marchaba hacia Ubon Ratchathani cuando fue interceptado por una reforzada fuerza armada siamesa que acabó con la vida de 300 de sus seguidores, capturó a unos 400 y obligó a Ong Man a huir para reintegrarse bajo las órdenes de Ong Kaew.

El punto culminante de esta revolución, hecho que se ha convertido con el paso del tiempo en una metáfora tan ascética como romántica de la misma, lo supuso el asedio de 2 puestos de guardia franceses en las cercanías de Savannakhet, en abril de 1902, por parte de las tropas, unos 2000 hombres, de Ong Kaew. Bajo la firme convicción de que siguiendo las órdenes de su jefe religioso serían invencibles y las balas francesas se convertirían en flores de Frangipani, atacaron hasta en 3 ocasiones los puestos franceses con un resultado desolador y resumido en una importante sangría. Los hombres de Ong Kaew fueron irremediablemente aniquilados y las bajas, entre muertos y heridos, sumaron varios centenares. Por lo visto el factor divino no les acompañó en esa ocasión.

A raíz de este suceso los franceses enviaron más tropas a la zona y los líderes implicados en el intento de asalto a los puestos cercanos a Savannakhet fueron asesinados junto a muchas aldeas que cayeron envueltas en llamas. Para Agosto de ese 1902 parecía que la revolución iba a ser cosa del pasado y los hombres de Ong Kaew, arrinconados y diezmados, debieron refugiarse en las montañas del este de Bolaven, en las estribaciones de la cordillera Annamita. Fueron perseguidos durante dos años pero, aún así, seguían contando con el apoyo popular y, por ejemplo, tres de los cuatro jefes de la tribu Nya Heun formaban entre la legión de insurgentes.

En noviembre de 1905, una banda bajo las órdenes de Ong Kommadam masacró a 39 miembros de la tribu Laven por su presunta colaboración con el régimen colonial y, de algún modo obligado por este hecho pero también hastiado, el nuevo comisionado francés en Salavan, Jean Dauplay, decidió finiquitar estos vestigios revolucionarios de una vez por todas. Pero los insurgentes seguían contando con el apoyo popular y el conocimiento del terreno lo que influyó en que, pese a los esfuerzos franceses, no fuera hasta 1907 cuando Ong Kaew y sus secuaces fueron obligados a rendirse y deponer las armas aunque no fueron arrestados. Solo Ong Kommadam (cuyo hijo posteriormente sería un destacado dirigente del Pathet Lao) y su banda permanecían libres, como forajidos en su escondite de las montañas de Attapeu, desde donde lanzaron un órdago a los dirigentes franceses en forma de demanda, luego desestimada, para deponer sus armas. Para ello proponían, a saber: sustitución del chau meuang (una especie de gobernador local indígena) de la región de Bolaven, actualmente Lao Loum, por uno Lao Theung, el Plateau (meseta) de Bolaven estará reservado exclusivamente a gente Lao Theung y, además, una reducción de impuestos (curiosamente no su supresión).

Dauplay confiaba en que la rendición de Ong Kaew supondría un estigma moral y un descrédito de éste ante sus seguidores pero, lejos de eso, la popularidad del supuesto hombre santo aumentó hasta niveles aún superiores a los de la época violenta y el comisionado, ante la inevitable certeza de que la existencia de este hombre suponía en realidad una afrenta para él y su gobierno, decidió arrestarlo 11 de noviembre de 1910 para ser ejecutado (disparado por un guardia) al día siguiente bajo el pretexto de que pretendía huir. 2 días después, Dauplay asistió a una reunión con Ong Kommadam para negociar los términos de la rendición de éste. Teóricamente ambos iban desarmados pero Dauplay, sabiendo que su cabeza no sería tocada (la cabeza es la zona más sagrada del cuerpo, en contraposición a los pies, para las culturas budistas Theravada, esto es algo de dominio público incluso para cualquier viajero esporádico al sudeste asiático continental… al menos debería serlo), escondía un revólver bajo su sombrero con el que disparó e hirió a Ong Kommadam. Pese a su herida de bala, Khommadam y su hermano lograron huir del lugar lo que enfureció a un Dauplay que incendió el poblado de los rebeldes y mostró públicamente la cabeza de Ong Kaew a ojos de todo el mundo como escarnio y aviso sobre futuros sabotajes insurrectos. Tres de los destacados dirigentes de la guerrilla de Ong Kommadam fueron guillotinados y otros enviados a prisión en una remota isla del actual Vietnam.

Pese al fracaso en la eliminación de este último reducto revolucionario, el gobierno francés declaró la zona pacificada con la caída del principal líder Ong Kaew aunque, eso sí, temerosos de un rebrote de violencia fueron lo suficientemente listos como para incrementar los impuestos en 1914 de un modo más abusivo a los Lao Loum que a los Lao Theung, principales intérpretes de la abolida revuelta popular. Francia seguía gobernando con puño de hierro su reducto colonial en el sudeste asiático y Ong Kommadam, el eterno forajido, desaparecería hasta los años treinta en que su reducto revolucionario se integraría en un movimiento de más amplia base social a nivel general en una nación que, finalmente, sería capaz de derribar el muro colonialista francés.

Esta historia de Ong Kaew y sus seguidores es otra de las claves para conocer la historia reciente de este país ya que, como comentaba anteriormente, éste sería el germen del que se aprovecharía el Phathet Lao, clave básica en este Laos contemporáneo, para armar ideológicamente su revolución comunista que ha llegado hasta nuestros días. Obviamente la gente Lao es suave, despreocupada, risueña y pacífica pero, cuando llega un punto difícil de soportar, también es capaz de sacar un aspecto más feroz, violento y descarnado.

18. Wat Phou

Otro foco de atención a mi ruta era la vital visita de Wat Phou, un templo jemer de desarrollo y dilatada importancia en el paso de los siglos, cerca del cual resiste a duras penas el paso del tiempo otro de esos enigmas de estas olvidadas civilizaciones en la región, la ciudad de Shrestapura. Así, alquilé una moto para recorrer los cerca de 50 kilómetros que separan Pakse del templo. Estos iban solapándose mientras todo el manto que conformaba el terreno se volvía más adusto y yermo a cada segundo, ondulándose aquí y allá en agostadas colinas desnudas que lucían en tonos entre siena y ámbar su desvergüenza resaltada en la ausencia de una vegetación que parecía haber sido fagocitada por algún ente incomprensible y que, a su vez, contrastaban con el verdor infinito de bosques sobre montañas que salpicaban el horizonte.

Wat Phou es un lugar que hunde sus raíces en la controversia, en este caso no de su fecha de creación, en la que todos coinciden en situarla alrededor del siglo V, sino de sus creadores, con dudas razonables entre los que le dan un origen Chenla y los que confían en situarlo en la periferia del reino Champa. Sea como fuere, hoy en día uno se adentra en una sucesión de rocas, por momentos arrinconadas en montoneras informes y lúgubres, al pie del legendario monte Lingaparvata.

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