Mercerreyas

Rio Madre 4

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Se respira a batalla en este enclave de pequeños santuarios inconexos. Todo se transforma en un decorado extraño en el que ya nada es ni siquiera lo que pudo parecer. Se perdió la gloria, se deslomaron los mampuestos, se resquebrajaron los caminos de piedra pulida por las pisadas que ahora son más un reto al equilibrio que otra cosa. La imaginación vuela y recorre todo el enclave ya que, no en vano, las más recientes investigaciones han certificado que Wat Phou no era sino el núcleo central de todo lo que el tiempo ha convertido en un entorno arqueológico disperso a lo largo y ancho de la llanura de Champasak. A estas alturas ya se tiene claro que, hacia finales del siglo XII, toda la extensión al pie del monte Lingaparvata (ahora Phu Kao) era un complejo entramado de campos de labranza, caminos, asentamientos, ciudades como Shrestapura o Lingapura y templos satélites, todos ellos alineados con el mencionado Wat Phou.

Y rememorar, soñando, cómo era la vida aquí es sin duda el mejor pasatiempo que oferta el lugar mientras la vista se posa primero en los barays, reservorios de agua, lucidez Khmer y parte principal del sistema de irrigación que parió el milagro de Angkor unos centenares de kilómetros al suroeste. Después los ojos se fijan en el santuario principal, acribillado de restos blanquecinos engendrados por la humedad y el calor sobre la roca, en el que sobresale, iluminado en la media penumbra por un halo que se cuela de luz natural, un Buda de rostro misterioso ofrendado con un radiante hábito gualda y unas varillas de incienso aún en ascuas con un finísimo hilo de humo. Y finalmente la vista busca acomodo en lo que debió ser la librería en que monjes novicios guardaban celosamente los escritos, ya reducidos a polvo, del canon budista, el Tripitaka, cincelado en idioma sánscrito sobre almidonadas hojas de palma.

Herrumbroso y tan místico como evocador no deja de suponer un aullido para el viajero quien, inevitablemente, tiende a compararlo con los bellamente restaurados templos Khmer de la cercana Isan. Porque Wat Phou parece que, como Laos, como prácticamente todo en este país, está pendiente de que alguien se apiade de él y le frote el rostro con un paño de ilusión envuelto en dólares que le devuelva parte de su añeja virtud.

Pierdo un par de horas, narcotizado por entre el soporífero calor y la vaga bruma de incienso que se filtra por todas las grietas del ajado complejo, admirando los dinteles que me retornan a la senda de la épica hindú: Indra sobre Airavata, el elefante de tres cabezas, Garuda, guardianes dvarapalas, dioses llamados devadas… un breve simposio reducido a piedra de la mítica religión hindú en este complejo conglomerado budista e hinduista que supone la historia de Wat Phou como adelanto del país que ya se aventuraba con insistencia en mi conciencia y tejería mi futuro caminar: Camboya.

Monto de nuevo en la motocicleta y relevo el templo por la visión de unas gentes aquí hundidas en el lodo hasta las rodillas, en un puro abrazo con el campo, allá enredadas en trueques o, en lontananza, alebradas sobre sus redes perdidas en la angostura a tramos de un Mekong que, omnipresente, sigue por momentos paralelo a mi camino y, cuando no, se funde a lo lejos con el mar celeste que representa el cielo. Se perdió Wat Phou a mis espaldas mientras, en ocasiones, se sigue cerniendo como un nubarrón sobre mi cabeza la duda de si no será mejor dejarlo así, sin restaurar, olvidado, perdido, reducto de cristal poderoso y mágico hasta en sus amontonados restos de cascotes. Incluso en este punto, de regreso en casa y hundido en la melancolía de lo que ya se me ha ido, sigo sin tenerlo claro.

En Pakse, agobiado por una multitud de turistas que convertían en mi retina la ciudad en un ente aún más feo e indeseable, salí un par de noches a la periferia, a tomar tragos. La primera aterricé, sin saber apenas cómo, en una especie de karaoke donde hice amistad con las mujeres que pueblan ese tipo de lugares. Mujeres de conciencia difusa a ojos occidentales pero con tesón y pundonor por bandera. Tanta amistad hice que me dieron las cuatro de la mañana bailando música Lao en un festival hermoso donde los haya con ellas. Yo no tenía ni idea de hacia dónde íbamos, sencillamente acomodé mi trasero en la parte posterior de una moto cuando cerraron el negocio a eso de la una y arrancamos. Era un gigante escenario, perdido en un descampado, donde preciosas mujeres ataviadas con trajes típicos Lao bailaban al son del khaen (una especie de órgano fabricado con tubos de bambú sobre los que se monta un añadido de madera en la parte central y que se toca soplando sobre este último elemento para conseguir un sonido, en mi opinión, cuando menos peculiar), la percusión, el bajo y las guitarras. La multitud, ebria y sobria a partes iguales, se arremolinaba descalza para dar rienda suelta a risas, bromas y movimientos rítmicos de brazos y piernas propios de estas danzas. Era como una imagen sacada de un sueño donde el reflejo de las lentejuelas de los exuberantes vestidos bajo los focos chisporroteaba al ritmo y cadencia de los sensuales movimientos femeninos. Cuando acababan un tema empezaba una especie de teatrillo en el que los bailarines ocasionales aprovechábamos para beber cerveza o whisky barato mientras buscábamos acomodo tirándonos sobre una estepa árida y anaranjada, requemada por el castigo diurno de un sol de justicia. Era increíble ver semejante sucesión de seres alegres y despreocupados bailando sin apenas un mínimo pensamiento hacia el mañana. Olvidando sus carencias económicas en el baldío terreno que hacía de alfombra. Felices, con esa felicidad que no admite comparación. “Si tenemos dinero, comemos, si no, esperamos a tenerlo” me decía una vez Phom. El mejor resumen a una gente que vive en una riqueza que nosotros jamás podremos ni siquiera intuir. Y así todo el rato, hasta que los párpados y el cuerpo fatigado dijeron basta. El actor principal me dedicó una canción de despedida, honrado por el hecho de ver como un farang se mezclaba en su fiesta, en sus costumbres, y yo, ruborizado, notaba como era el foco no deseado de atención de una concurrencia que depositaba sus ojos en este pobre extranjero sin entender muy bien qué demonios podía pintar yo allí. Pero jamás olvidaré que siempre que mis ojos cruzaban los suyos, los de todos, había una amplia sonrisa de regalo y una breve reverencia condescendiente al estilo que solo estas buenas gentes pueden dar para que uno, indefectiblemente, se sienta a su vera como el hijo recién regresado al hogar

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Otra noche me decidí a perderme en una de las discos de la ciudad (igual debería decir la única). Iba feliz en el tuk-tuk, lo imaginaba un sitio animado, pleno de gente y diversión, pero al llegar imaginé que solo un funeral repleto de plañideras de llanto fingido podría tener más ambiente que aquello. La penumbra que envolvía prácticamente todo no lo era suficiente para que no pudiera darme cuenta de que allí no había ni Dios. Apure mi cerveza de dos sorbos y salí, apesadumbrado, mientras añoraba la pasada noche, las chicas, el escenario… la pureza festiva Lao. Pero la suerte debió girar una ruleta que salió cara ya que, poco antes del desvío a la pensión a la que me arrimaba andando, una chica me agarró del brazo. Asustado, di un respingo mientras cerraba el puño para defenderme. Pero ella me sonrió, señaló una mesa medio infectada de mosquitos al calor de un farol de pocos watios en la que brillaban botellas de beerlao y me hizo un gesto para que la siguiera. Ella y sus amigas celebraban el cumpleaños de una de ellas… o de uno de ellos, porque eran todas khatoeys o lady-boys. Me pusieron una cerveza delante y empezaron, felices y emocionadas ante mi presencia, a atosigarme a preguntas. Yo, abrumado, a duras penas llegaba a contestar a la mitad de ellas. Al cabo de un rato el asunto se tranquilizó, la mayoría se centraron en banales conversaciones entre ellas y solo una se quedó conmigo dándome coba. No podía dejar de sentirme triste ante la pura realidad que reflejaba esta escena, no había amigos ni amigas, solo lady-boys que han de conjurarse y mezclarse entre ellas para no sentirse arrinconadas y olvidadas por el resto de la sociedad. La noche fue avanzando mientras caían pausadamente botellas de beerlao y la charla giraba hacía realidades propias de estas personas y sus terribles circunstancias. En un momento dado se me acercó otra chica, absolutamente preciosa, que me hablaba de sus sueños resumidos en un concepto: dinero. Dinero para viajar, dinero para una casa nueva, dinero para sus padres… solo quería, ansiaba poseer mucho dinero, conocer a un extranjero, alguien joven como yo, que cuidara de su familia. Pero mi alma, en realidad cincelada con una escala de valores occidental, nada más que podía mirarla cariacontecido, derrotado por el eufemismo que supone para su cultura palabras como cuidar de, amor o pasión que en realidad no son sino huecas palabras que disfrazan el vil metal. Todo, absolutamente todo en esta cultura gira en torno al dinero, en un deseo desbocado de billetes de toda clase y condición, en una espiral que se alimenta a sí misma y que, como muchos occidentales escaldados lloran ahora y por siempre, jamás encuentra su límite. Me piraba agradecido, dando tumbos también, a dormir cuando giré la cabeza solo para comprobar cómo la sonrisa amarga de un futuro que no pasaba ni por mi estación ni por mi cartera se reflejaba en el rostro de esta joven que, pese a las apariencias, no dejaba de ser un niño convertido en una mujer de deslumbrante belleza.

Después de esas dos noches y sus consiguientes resacas llegué a la conclusión de que esto, más que Laos, iba a ser rebautizado por mi espíritu como Líos si no era capaz de borrarme de las juergas nocturnas. Sin duda, me había llegado de nuevo la hora de partir, de buscar un poco de cultura y sociedad Khmer, de volver a atravesar Isan como un rayo camino de una joya que palpitaba con mucha intensidad en mi interior. Buscaba, próxima estación, el templo de Khao Phra Viharn (Preah Vihear en idioma Khmer).

En Pakse, esa última noche, la víspera de entrar en la senda Khmer vía Ubon, recuerdo que charlaba con un viajero británico de Dios y la vida, de nuestras anécdotas e impresiones de un país que ambos nos aprestábamos a abandonar con un nudo de tristeza en digestión puesto que ya éramos delirantes prisioneros de la pereza Lao que nos había gobernado como dogma de fe. Mientras caían las Beerlao, ninguno de los dos parecíamos con ganas de dar tregua en forma de recogimiento en sueños, así que llegamos a un punto en que charlábamos sobre el sentido de las camisetas ubicuas que mayoritariamente se ven por toda la zona de influencia turística con el nombre del mismo país impreso (en realidad esas y también las de Beerlao), y me hizo mucha gracia una descripción que hizo de una de estas típicas camisetas en la que se lee “Lao P.D.R.” lo cual, con un mínimo nivel de inglés o habiendo viajado por un país comunista sin ir más lejos se traduce en “People`s Democratic Republic”. Pues no. En ese caso no. Y todo porque la traducción real, según él, es “Please Don`t Rush” o, en nuestro idioma, por favor no te des prisa. Así de simple y conciso. El caso es que este viajero había encontrado la traducción exacta del acrónimo. Sencillamente el mejor resumen que él podía hacerse del país era una opinión que yo compartía y que, además, jamás se puede olvidar porque siempre lo leerás en el pecho de centenares de turistas. Ahora, previo a mi partida a Camboya, solo puedo desearte que le hagas justicia al sentido de la expresión y que, Inshallah, tengas la misma fortuna e intensidad de emociones que las que tuve yo conviviendo con adorables seres humanos en el, sin duda, más relajado país del sudeste asiático. Va a ser muy difícil encontrar en la biografía de la conciencia, cuando uno ya haya fallecido, una experiencia tan placentera y ensoñadora como la que proporciona Laos y su gente, créeme… Chokdi (suerte).

19. Hannah y la ruta a Camboya

La conocí en el bus que iba de Pakse a Ubon. Tímida y reservada, solo se centraba en completar un millón de sudokus en uno de esos cuadernos que venden en cualquier kiosko de prensa por un par de euros. De ruta solo intercambiamos tres o cuatro frases, ni ella ni yo parecíamos interesados en el otro, más bien estábamos inmersos ella en su cuaderno repleto de cuadrículas y números y yo en mis pensamientos de una ruta hacia Camboya que no tenía ni idea de por dónde debía pasar.

Al llegar, mientras arrastraba una maleta ardiente por su reposo pegada al motor, se plantó, para mi sorpresa, delante de mí, con una sonrisa de fábula:

-¿Quieres compartir un taxi?-. Preguntó. “Joder, pues me viene perfecto, la verdad”. Asentí y nos dirigimos al estacionamiento más cercano, con un calor tropical de penumbra que lo único que hacía era que suspirara por una prolongada ducha templada. -¿Conoces algún sitio por aquí?-. Dice en plan “tú mandas”. -En realidad no tengo ni idea. He leído algo acerca del hotel “Tokio” pero no es seguro. Podemos echar un vistazo-.

Una vez dentro dirigí unas palabras en Thai al conductor y Hannah no daba crédito.

-¿Hablas Thai?-.

-Un poco, he viajado varias veces por aquí-. Vi por el retrovisor como ella se arrellanaba en el asiento trasero, confiada, y no pude por menos que sonreírme internamente, enorgullecido por su gesto.

Cogimos un par de habitaciones porque por pudor ni le planteé compartir una, aunque en mi fuero interno lo estuviera deseando intensamente, y Hannah, igual apreciando mi recato y timidez, novata en el entorno, me pidió acompañarme a cenar y a tomar una cerveza esa noche. Encantado, acepté casi antes de que acabara la frase. Así supe mucho acerca de su realidad, de su vida en Colonia, de sus veintitrés años recién cumplidos en los que aspiraba a terminar su carrera y establecerse en Viena… y de su viaje a Bangladesh al día siguiente donde la esperaban cuatro semanas de trabajo en un banco de microcréditos. Pero ella no quería ir. Vivíamos, en cuerpos distintos, sensaciones similares. A ambos nos pedía el espíritu una tregua bañada por la cultura y el reposo Thai, pero ambos teníamos un futuro que llamaba a la puerta en forma de obligación: ella, un internado obligado, encaramada a un sueño de futuro como currículum enriquecido, yo, esto que ahora lees, esto que me cuesta horrores garabatear porque en realidad solo soy un viajero que escribe a violentos impulsos, como las arcadas del vómito, y ojala que nunca torne a un modo de escritura más cuadriculada y cíclica porque en ese momento habrá nacido acaso un pésimo escritor pero habrá muerto, seguro, un viajero de melancolía que es lo que yo añoro llegar a ser.

Y me desarmaba, con una dulzura infinita, con una pasión propia de una joven que hace gala de un gesto que va a conformar un viajero en mayúsculas: la curiosidad. Porque es la curiosidad la que define un espíritu viajero de otro que no concibe el viaje más que como puro deseo epicúreo. Ella es puro Don, puro impulso de curiosidad, puro viajero en ciernes, puro deseo de conocer un trecho más allá el cuándo, quién, cómo y por qué. Pedí una botella de Samsong y unas colas con hielo y allí, con el paso de las horas y los tragos, trataba de explicarla cien y un aspectos de la cultura Thai. Me consumía el alma, la adoraba no solo por su juventud sino sobre todo porque me recordaba a mí años atrás, en aquel momento de neófito en el sudeste asiático en que solo poseía preguntas que se agolpaban en mi cerebro deseosas de unas respuestas que, ahora, años y miles de kilómetros y vivencias después, son más numerosas que aquellas cuestiones rezagadas. Allí, acodado, me empecé a plantear la duda vital que siempre me ha rasgado el corazón, la duda acerca de si no habré comprendido demasiado de esta sociedad, si no habrá llegado la hora de girar mi brújula. Los tragos no me ayudaban a verlo con claridad, es algo que ahora solo el destino y el paso del tiempo pueden conocer pero, por momentos, respondiendo a la multitud de preguntas que Hannah deseaba entender, temblé como una hoja en fría ventisca porque, por primera vez, me planteé que quizás, solo quizás, ya había entendido lo necesario de esta adorada sociedad.

Nos despedimos, puerta con puerta, con un críptico “buenas noches”, tímidos y recatados, seguramente conscientes del veneno transformado en alcohol que corría por nuestras venas y que podría destrozarnos en un futuro en el que Bangladesh y este manuscrito sonarán a algo prendido en la hoguera del placer de ese aquí y ahora, descarnado y crudo que, justamente por ello, es más apetecible que cualquier horizonte.

Al día siguiente, legañoso, me veía en otro armatoste más propio de museo que de carreteras. Un bus de suelo de madera y bancos corridos, sacado con mayor probabilidad de la mente de un artesano que de un país como éste en pleno siglo veintiuno. Pero afortunadamente aquí había sustituido la jauría de animales que me picoteaban esporádicamente en la ruta Lao por piezas y accesorios de coche y motocicletas: un tubo de escape de acero lustroso, manillares, recambios de frenos y un largo etcétera sobre los que, al menos, podía echar una cabezada en mi corta ruta a Sisaket.

Al llegar me ha vencido la fatiga, me desperezo empapado de sudor, hundido y desanimado víctima de una segura deshidratación y un poco reparador sueño de días. Maldigo en un susurro mi torpeza porque tenía una botella de agua, tan precintada como olvidada, en la mochila desde hacía varios días y se me contrae el rostro en un gesto hosco. El bus a la frontera de Camboya espera contiguo, sale en unos minutos, pero yo no me veo haciendo millas del tirón. Así busco una pensión que, lisa y llanamente, se convierte en la querencia del conductor de samlor que me mueve. Y menos mal porque al llegar me encuentro en una especie de hotel boutique impecable, aún con un olor a pintura reciente que los avezados trabajadores no consiguen dispersar pese a mantener todas las ventanas de par en par. Lo adoro, justo lo que mi espíritu y mi necesidad de escribir en un entorno relajado necesitan. Y pienso que el bus a Camboya puede esperar, que si nadie habla de Sisaket como un reducto de interés y paz es porque, con seguridad, para mí lo va a ser en grado mayúsculo. Camino por la ciudad, más bien pueblo, y creo que para un alma que se consumía a grandes mordiscos en las últimas fechas, este enclave puede suponer un halo de resurrección. Algo que, por supuesto, voy a descubrir en los próximos días.

Aprovechaba, en la calmada mar que es Sisaket, para escribir unas líneas por las mañanas hasta que un día se me acercó, intrigado, el chico de recepción, un joven que apenas farfullaba unas palabras en inglés melódico:

-¿Qué escribes?, ¿trabajas periodista o así?-.

-En realidad escribo sobre Isan, Sisaket, Ubon,… un poco de todo y al mismo tiempo, de nada. Ando preparando un libro en español sobre la región-. Se me quedó mirando con aire desangelado, ladeaba la cabeza con la misma intención de aquel que desea hacer una observación pero no se atreve. Al final me miro fijamente, y disparó.

-Pero ¿realmente crees que a alguien le puede interesar esto?-. Y me abatió. Por completo. Dudé, carraspeé un poco, buscaba un poco de sentido y coherencia a mi respuesta. Pero la verdad, la cruda realidad, no entiende de matices y, como decía Epicteto, ésta siempre triunfa por sí misma, es solo la mentira la que necesita complicidad… una que yo no podía darle. Sencillamente tenía razón, a nadie le interesa ni le interesara saber si existe un festival llamado Loy Krathong, si Ho Chi Minh habitó en Nakhon Phanom o si Fa-Ngum existió. Esa era mi maldición, la misma que me hizo recular en Nong Khai, Mukdahan, por tierras de Laos o, recientemente, en el mismo Ubon donde un alma gemela se me había perdido camino a un desconocido Bangladesh. Pero también era mi elección, mi deseo íntimo pactado solo conmigo mismo. Era algo, pese a todo, innegociable. Ni podía ni debía darle más vueltas.

-Es algo que no aspira a ser leído. Es solo algo para mí-. Corté la conversación, huraño, tan confuso como derrotado. Y el chico, puro Thai, esbozó una sonrisa como quien se la dedica a un loco escapado del frenopático que pretende atrapar imaginarias palomas torpemente con las manos, hizo una reverencia y se piró.

Visite un templo, brotado con seguridad de una mente fuera de lo común, en los alrededores de Sisaket. Es conocido como Wat Ruang Rong y, sin duda, es algo sacado de toda lógica y estética clásica budista. Un sitio que abruma más por ecléctico que por hermoso. Me arrellané de paquete con un motorista que se prestó a acercarme y traerme de vuelta por apenas un par de centenares de bahts. El camino es bestial de hermoso, con arrozales que verdean hacia el amarillo o amarillean hacia el verde en función de la perspectiva. Multitud de serillos de arroz se arremolinaban en las cunetas dando un toque alegre a una carretera de brea de tonos pajizos por los restos de polvo que se levantaban de los campos de labranza no trabajados, dejados quizás en barbecho, con un aspecto socarrado que transmitía lástima entre tanto colorido. Una vez allí, en el templo, la sensación más duradera es la de estupor. Estupor por la visión de animales con rostro humano, estupor por la presencia de gorilas de aspecto amenazador, estupor por la presencia de una capilla con forma de carro tirado por una yunta de hermosos bueyes uncidos con un yugo de brillantes colores y que son la más feliz atracción para la recua de peques que los toquetean amistosos. Y dulzor, el dulzor emanado de su museo inconcreto, tan heterogéneo como el propio complejo, o el dulzor arrancado de esas hermosas figuras de ciudadanos de Isan bailando al son de tambores y khaen que me mueven en suaves movimientos de memoria reciente a un festival de pies descalzos, puro y salvaje, en la noche de Pakse. Todo en ese bello recinto es capaz de enternecer al alma en una amalgama de emociones que fluctúan en un arpegio brutal. Cuando regresaba a la ciudad con la vista perdida en el próximo arrozal, solo sabía que me invadía en mente y cuerpo el arrebatador sentimiento de felicidad absoluta por el mero hecho de haber podido pasar por algunos de los ejemplos menos ortodoxos y por ello con más alma de entre los templos que jalonan la superficie tailandesa. Y mi mente se paraba, regresando al pasado, por lugares como este Wat Ruang Rong aún parpadeante en la retina, Wat Khaek en Nong Khai o el, acaso más conocido y menos interesante de todos, Wat Rong Khun o templo blanco en las afueras de Chiang Rai, Todos ellos obras maestras propias de mentes privilegiadas, todos ellos patrimonio exclusivo de una cultura que jamás debe dejar de latir.

Partí a Camboya, destino Anlong Veng, escala previa a Prasat Preah Vihear, en un bus en el que percibía un océano de dudas que me agitaba ante la inseguridad de si hacía lo correcto o no, de si no sería mejor pausar todo este escrito y, ante la próxima ninfa, no dudar y perseverar, sin huidas ni ataques de lógica de un cerebro que pretendía descabalgar a un corazón loco y furioso por encontrar un poco de taquicardia en aromas de mujer por los campos adustos de Isan. Pese a todo, mi cerebro y mi instinto sabían que habría otra Hannah kilómetros más allá, presta a ser descubierta para generar otro chute de adrenalina que sirva para quemar otros miles de kilómetros, otra estación de cura a modo de las decenas de ruinas Khmer dispersas por Isan, otro ser angelical pleno de anhelo de descubrimiento cuyo trato supusiera otra explosión, otro empuje en mi convicción de que no estoy solo, de que no navego a la deriva arrastrando mi maleta y mis anécdotas, de que hay miles de seres que viajan con una profunda convicción transformada en deseo de fagocitar conocimiento de otras culturas, de otras gentes tal y como he pretendido hacerlo yo. Y ese es el mayor regalo para que un alma rota, con el depósito en reserva, puede aspirar para regenerarse. El más preciado sortilegio para refundarse desde las cenizas de un espíritu y un cuerpo marchitos. Tal y como lo había supuesto ella para mí. Así, entre estos pensamientos, cruzaban veloces los paisajes ante un hocico asomado en la ventanilla, feliz de poder captar la agradable brisa que rascaba el rostro, feliz de imaginar una nueva Camboya pocos kilómetros más allá.

Imaginaba esa localidad, Anlong Veng, como un reducto bucólico de galerías de polvo naranja pero, en realidad, esta idea previa se quedó corta. No llegaba ni a eso. Más bien, como descubriría después, eran dos calles del lejano oeste flanqueadas por decrépitos edificios que presumían de ruina y en los que los mosquitos franqueaban sus puertas y ventanas con absoluta impunidad. En el songthaew (furgoneta abierta de dos bancos laterales corridos, de ahí el nombre, porque songthaew significa dos bancos) que cogí en Khukan, aún en tierra Thai, me tocó arrinconarme en un momento dado entre una pléyade de monjes que con seguridad se dirigían a algún festival cercano y que conversaban animadamente entre ellos en idioma Khmer. Y no podía quejarme porque los menos afortunados tailandeses que subieron con posterioridad se conformaron con apretujarse en el piso oxidado del mismo monstruo metálico. Todo el paisaje se cerraba en maleza y decenas de acacias y lagunarias enterradas bajo centímetros de agua en la multitud de charcas, medio acequias que salpicaban el entorno hasta donde podía alcanzar la vista. Los búfalos de agua y las garzas ocasionales daban un toque que moteaba de tintes blancos y negros la estampa hasta lontananza mientras los isidros, enterrados entre telas que cubrían su cuerpo y un rostro del que apenas se adivinaban los ojos, preparaban haces con mieses de tierno arroz recién segado. ¿Cómo no caer rendido, hechizado, a los pies de la Tailandia rural, a los pies de Isan?, ¿cómo evitar echarla de menos?

20. Sa Em

Camboya. Kampuchea. El viejo reino de los hijos de Kambu. Un país que es la memoria del pasado vigente en todo su arco de emociones, mejores y peores, pero todas de un profundidad y durabilidad inquebrantable. Supongo que uno siempre asoma a Camboya con incertidumbre. Pero no una de esas que tilda en nervios o angustia pasajera. No, uno accede a una nación de historia tan convulsa como tonos que fluctúan del arrebatador al atroz. Uno sueña con Angkor, como era mi caso, y aún descubriendo Tailandia por primera vez siempre tenía ese eco permanente de Angkor en lo profundo, un saber ancestral que repicaba y martilleaba mi espíritu. De saber que unos kilómetros más allá de Siam se escondía, en lo profundo de la jungla, una ciudad inmortal, un maná de sabiduría y una lección cincelada en piedra de la capacidad del ser humano de creer en sus posibilidades. Otro paraíso de dimensión aún no medida. Y uno pasa, interesado en su decrépita historia, por inevitables guerras intestinas, necedades humanas, horrores en patria difusa por lo común a todas ellas… Hasta que llega a Pol Pot. Algo se estremece, gime, se revuelve y llora. Porque es tan humano como inconcebible. Porque “nada de lo humano nos es ajeno” como decía Terencio. Ni tan siquiera la locura de Pol Pot, esa que habita en cada uno, vigilante, alerta, esperando su momento, palpando una debilidad desconocida para la conciencia. Toda Camboya se lleva como un peregrinaje a la gloria y acto seguido al abismo que ni tan siquiera los siete círculos del infierno de Dante podrían imaginar, como si fuera una versión reducida de la magnitud supra sensorial de India. Y seguro que eso no es tan desatinado. La historia que nutre a la tierra Khmer tiene una reminiscencia, un poso y sello inconfundible de facturado en el centro del Índico, y por extensión, una cultura e impronta que saltó las actuales barreras políticas en un glorioso imperio Khmer que nunca conoció dueño que saciara su sed de conquista. Desde las montañas Annamitas, hasta cerca de la actual Yunnan, hasta Sangklaburi, muy cerca de la actual Myanmar. Inabarcable. Dejando un reguero de influencia política, social y, sobretodo, religiosa. Luego todo se reduce a la nada, al cerebro enfermo de un enaltecido semidios en su pobre imaginación, exterminando por doquier… A su propio pueblo. Hitler fue un genocida contra otro pueblo, otra raza cuya división surgía de un intoxicado cerebro. Pero Pol Pot reventó a su gente, su cultura y su sangre. Pretendió escarar y someter la gloria que había hecho de él quien era. Hizo trizas su pasado y legado para (pretender) crear una ilusión ficticia y vacía propia de su miseria y la de sus argonautas de espíritu extraviado transformados en el infame Khmer Rojo.

Llegué a la frontera, un sitio de indescriptible belleza en lo alto de la cordillera Dangrek, conformado por 4 cabañas de techumbre de paja tanto en el lado Thai como en el camboyano. Los oficiales Khmer, adormilados, dan un leve respingo y me regalan un gesto hosco ante lo que supone mi presencia y el papeleo consiguiente que las va a sacar de su vigilia narcótica. Nada más cruzar, la primera señal demoledora del nuevo futuro: “Pol Pot was sentenced here” (Pol Pot fue senteciado aquí) reza un lúgubre cartel en azul con letras impregnadas de chorretones en blanco. Un par de centenares más allá, en un solar frondoso, el remate: ”Pol Pot was cremated here” (Pol Pot fue incinerado aquí). Un leve deseo morboso se despierta en mi interior pero, finalmente, no hago ningún gesto al conductor de la motocicleta en la que voy atrincherado para que pare, sé que, en realidad, no hay prácticamente nada que ver. Después, unas vistas soberbias se abren frente a mí a lo largo de una carretera que serpentea vertiginosamente hasta Anlong Veng.

Anlong Veng es un cruce de caminos para almas errantes, unos se dirigen hacia la Tailandia turística, otros hacia Phnom Penh, otros regresan a Bangkok, algún osado arranca desde aquí su ruta hacia el sagrado That Phanom en Isan. Pero nadie intenta escudriñar, rascar un poco la superficie de ciudad gris e informe que sacude al visitante que desembarca en su flamante nueva estación de buses que no es sino una mesa y una silla al abrigo de una tejavana cochambrosa en mitad de la calle principal. Y es una pena, porque parte de la historia reciente, la desgarrada de este país, se encierra en los alrededores de este pueblo olvidado y de su sobrecogedor lago, ideado por Ta Mok (también conocido como El Carnicero, imagina la razón…), uno de los líderes del Khmer Rojo. En realidad es un lugar, este lago, por el que pasé como un rayo, un sitio que impresiona por la profusión de árboles quemados que el susodicho ni se planteó arrancar a la hora de crear el embalse. Carbonizarlos, igual que a los de su raza, sería bastante. Ahora, si te asomas, puedes captar el rumor de maldad que encierra e imaginar, como lo hacía yo desde la veloz motocicleta, que los troncos desnudos, tiznados, bruñidos de azabache y restos de humo, simbolizan un mar de brazos que se alzan al cielo turquesa camboyano, el mismo que se refleja sobre la superficie en la que temporales ondas rompen contra la orilla, brazos de desamparados e injustamente ejecutados seres que suplican un poso de paz y eterno descanso. Y uno, inevitablemente, siente como si una cenefa de clavos al rojo vivo se hundiera en el vientre, gira la vista y cierra los ojos todo lo fuerte que puede para no sucumbir en depresión que agote la ruta Khmer antes de lo imaginado. Algunos lo tachan de bucólico, otros de macabro, yo, simplemente, creo que es la viva imagen, cruda y rotunda, de lo que el ser humano jamás he de volver a repetir.

En la recepción de la pensión solo una hembra embarazada de gecko hace guardia y he de aguardar unos minutos a que salga el chaval de guardia que me indica con gesto de tristeza que están a tope. Vuelta a peregrinar hasta que, al fin, topo con algo que me agrada tanto en apariencia como, sobre todo, en precio. Pienso en reposar, pienso en Pol Pot, en su última morada que yace un tramo más allá, y ya me noto inquieto y revuelto solo de imaginar su espíritu rondando la ciudad, pienso en el lago y el infinito sufrimiento que se desparrama por sus guillotinados y ya inertes restos de árboles. Pero deseo hundirme en la cama, cerrar los ojos, regresar a la calma y que afloren en mi cerebro, casi en latencia etérea, muchos datos e impresiones de este deslumbrante país. Suspiro fatigado en la creencia de que Preah Vihear y la senda Khmer pueden esperar… pero el joven de recepción me revienta el plan: el bus a Sa Em, la localidad previa al templo Preah Vihear, parte en unos minutos. Y es el único diario. Todo se desvanece en mi memoria, en mi deseo fracturado. Me machaca la falta de un tiempo que, con la pausa de Savannakhet, se ha convertido en oro molido. Regreso a la estación de corcho y allí, invadido por la melancolía, apunto estas notas mientras espero la llegada de un bus, otro más, que me devore otro tramo de porvenir.

Parto al alba posterior con Krai, un joven de aspecto deslavazado que, bajo una gorra tres números mayor que la circunferencia de su cabeza, me arranca en la ruta a esta joya que cuesta penares atisbar. Dejé atrás un bus con la suspensión reventada, varios chichones y penares y, lo peor, se me planteaba por delante una áspera y maratoniana jornada para encontrar los restos de mi deseada ruta, tanto Kompong Thom como Siem Reap quedaban a varias horas por tormentosas carreteras montado en el único bus que debía partir al día siguiente desde Sa Em. De alcanzar desde aquí Sisophon o la zona al sur de Phnom Penh en una tacada mejor ni hablar… Pero estaba en Preah Vihear, realizaba un sueño que durante largo tiempo se aparecía en mis sueños como bruma voluptuosa que encerraba algo a lo que no sabría si podría alcanzar. Aún así, la tristeza también me embargaba en cierto nivel porque, como siempre que el viajero rompe otro mito, sabe que es un eslabón que se rompe, una ligadura menos en la cadena que le tiene atado con el concepto de viaje. Aunque se sueñe con que otros límites sustituirán a estos para hacer de la ruta algo perenne, inagotable e inmortal.

La ruta al templo traza recodos de factura original, ni bellos ni feos, solo distintos a los vislumbrados en la senda Thai-Lao. Aquí asoman los campos desnudos, sin preñez, faltos de unas espigas doradas vencidas por el peso de la simiente que las obligue a orientarse hacia la madre tierra, es solo vegetación pura emanada desde y trepanada hacia el risco permanente que supone el vergel de la cordillera Dangrek unos kilómetros más allá. Y la moto asciende, sufrida, por la senda que lleva a un templo que observa, vigilante desde hace centurias, la estupidez humana reflejada en el eterno conflicto entre Thais y Jemeres por su posesión.

Pasearse por el templo es como arrimarse, sediento, a un manantial del que se bebe con insaciable sed. Es una sucesión de santuarios, hasta cinco, unidos por una senda impoluta a ratos original y a ratos toscamente restaurada. Todo se nutre de un entorno de vértigo, posado como está sobre la cresta de la montaña: a un lado la cordillera de los 500 picos, a otro Camboya y su estepa fundida en la bruma y a otro Tailandia, sus bosque que arrancan hacia la provincia de Sisaket y sus puestos fronterizos flanqueados de enseñas y soldados espolvoreados por el entorno. La misma Tailandia que hace unos meses orientó varios obuses hacia el templo vencidos por su incapacidad política para asumir su derrota en la lucha por su dominio y saltándose a la torera la resolución de la ONU que otorga su propiedad a Camboya. Todavía ahora se ven los efectos de esquirlas sobre los pilares del templo y, a tramos, se pueden observar puntos esporádicos donde la arenisca se muestra resquebrajada. Pese a todo es un lugar que enamora a cada plano, que enciende el olfato y lo encamina a una senda Khmer que será mi faro en las próximas fechas. Inevitablemente uno recuerda el paso por Wat Phou, un sitio que sucumbiría sin remisión ante la gloria y magnificencia de este Preah Vihear.

En un momento dado se me arrima un soldado Khmer con ganas de ganarse una propina y se deshace en explicaciones hacia el lugar, rescatando en mi cerebro datos que ya pasaron por mi retina hacia meses. Su orientación exclusiva hinduista, su prolongada ejecución a cargo de varios reyes-dioses jemeres, el suave pulido por el tiempo de sus dinteles, lo bello de los mismos, la disputa latente con las tropas militares Thais por la posesión de sus dominios. Me dirijo con gesto de negación y unas expresiones en el idioma del viejo Siam a la gente que se apresta a ofrecerme un trago y el soldado oscila suavemente la cabeza a izquierda y derecha. “Aquí es mejor que no hables Thai, no es recomendable” dice en un susurro para que nadie le oiga, y yo, comprensivo, entiendo su encargo y cambio mi registro al inglés. Pasamos santuario tras santuario buscando un poco de respiro y abrigo entre la piedra perlada de restos de líquenes porque allí, en la cima, sopla una brisa norteña que corta de modo fino y casi apuraría a generar un ligero frío. El tiempo se desvanece, la brisa se pausa para retornar al asfixiante calor y yo, cabizbajo una vez solo, oteando el recinto enclaustrado del santuario principal, sé que me ha llegado la hora de regresar a Sa Em con la confianza de haber reventado otra meta que pronto encontrará otro sustituto en mis ensoñaciones.

Una vez camino de retorno me detengo, encaramado a un plinto pétreo, ante uno de los más maravillosos dinteles que haya contemplado jamás en arte Khmer. En él se destaca la famosa escena del batido del océano de leche en la que devas (dioses) y asuras (demonios) agitan una naga enroscada sobre un caparazón de tortuga que es el Dios Vishnú para conseguir de este modo el Amrita o néctar de la inmortalidad junto al que brotarán los miles de elementos que configuran el extenso universo místico hinduista. Y es que es un elemento que resalta especialmente, incluso desde la distancia, por la finura de los trazos, el dinamismo que transmite y un pálido aspecto de roca veteada en rojo que lo hace llamativo a más no poder, como rayos que lo atravesaran para imprimirlo, fundido, en la roca. Pienso que no alcanza al gigante bajorrelieve similar ubicado en la pared este de Angkor Wat pero lo cierto es que su visión ya había acelerado en mí el deseo de regresar a ver éste y, cómo no, de retornar una vez más a India. De esta guisa me pilló el guía-soldado, quien regresaba de vuelta de la entrada con un turista a quien daba la sensación de hacérsele la boca agua ante el conjunto monumental, y que apenas me saludó levantando las cejas obscenamente con gesto de penuria, con seguridad escocido por el escaso puñado de rieles (el riel es la moneda oficial de Camboya junto al dólar norteamericano) que le di como propina.

Me ataca la duda de cuánto le quedará al templo, de cuándo se producirá la breve escaramuza fronteriza que se acentúe y desemboque en su destrucción total. Porque no es solo un templo maravilloso y parte del legado de nuestros antepasados, es sobre todo un damero de juego donde dos países históricamente enemigos feroces van a desenterrar en un momento más próximo que dilatado su hacha de guerra. Y, por supuesto, eso es algo que al resto del mundo le resbala sobremanera ya que a la larga solo quedaremos unos pocos idealistas para sollozar acerca de la gloria que la insensatez humana nos ha robado impunemente, que, de facto y rememorando los boquetes de fragmentos de artillería, ya nos está siendo birlada ante la pasividad generalizada. Este templo, la segura secesión de un país como Myanmar en cuanto desaparezca el puño opresor que representa la junta militar en el poder, la situación desgarrada de la gente Hmong en Laos… son todos ellos productos con caducidad, productos que mostrarán al resto del mundo que la concordia presunta de hoy está cimentada sobre brotes imperialistas yanquis o colonialistas británicos y franceses débiles como la paja que, tiempo al tiempo, van a hacer de este rincón del planeta un sitio bastante turbulento en los próximos años a poco que los cambios sociales y políticos, generados por occidente como norma sin entender las particularidades de cada país, lleguen para imponerse. Suspiro escribiendo este fragmento después de comer en Sa Em, previo a marchar a Kompong Thom vía cualquiera sabe, oteo un trecho más allá en el planteamiento temporal y, únicamente, queda rezar al cielo para que, quiera Dios, me confunda en la previsión y tú puedas olvidar este texto en el baúl de los recuerdos.

21. Thong

Llegué a Tbeng Meanchey (conocido como Preah Vihear por los Khmer por ser la capital de la provincia homónima) azorado por la idea de alcanzar Kompong Thom cuanto antes. Cuando uno llega a un sitio como éste lo normal es desperezarse del incómodo asiento, colmarse de un poco de aire limpio y, mirando en derredor, cuestionarse constantemente en qué clase de lío ha debido meterse, cómo demonios encontrar una salida a tamaño dislate. Principalmente porque a primera vista es estéril, un lugar incapaz de generar ninguna emoción o empatía. Pero eso es solo al comienzo. Lo mismo que en lugares como el birmano Mandalay, Dehang en China o el remoto Guntakal en Andra Pradesh, India. Pero si uno escucha con franqueza lo que resuena en su cerebro se emociona porque sabe que su historia, su viaje a partir de ese instante, se va a escribir con certeza en letras mayúsculas. Aunque, francamente, ¿qué podría retenerme allí? Tbeng Meanchey es una ciudad-pueblo puro de sudeste asiático, vital y al mismo tiempo gris, informe, sucio, polvoriento, con pátina de cloaca imborrable… Delicioso. Un lugar que recuerda permanentemente dónde estás cuando bajas la vista a los pies. Porque uno siempre sabe que está en Asia cuando se ve caminando por las carreteras en vez de por las fragmentadas aceras, o cuando sabe que ese puesto callejero de comida va a ser su sustento ahora, luego y, sin duda, también mañana y en lo sucesivo. Uno se sabe fuera de toda influencia conocida, no hay “¿tuk-tuk, sir?”, “buy one, sir” que martilleen los tímpanos ni siquiera alguno de los carteles ubicuos en idioma anglosajón.

Afortunadamente Tbeng Meanchey, como Sa Em o Anlong Veng, pilla a desmano de eso, para lo bueno y lo malo. Aquí puedo estar en casa, lejos de ese carácter transformado como por máquinas de infinitos pistones a paso acelerado que podía parecer un buen cacho de Laos en una ruta que, más o menos, se definía turística. Y cuando uno llega a casa generalmente desea sentirse cómodo y a gusto, con una cerveza en la mano. Eso justo buscaba yo cuando aterricé en aquel tugurio disfrazado de única posibilidad local para ahogar el gaznate con una Angkor cuyo sabor, pese a todo y con seguridad, ya debía tener olvidado, disuelto entre el polvo tragado a lo largo de decenas de kilómetros.

Era, una vez más, un lugar que no pasaría de recio y rancio a partes iguales. “Acogedor, sin duda”. Una sucesión de sillas y mesas de madera corriente aparecían desordenadas y muchas de las segundas sostenían burdamente un hule de plástico que, de lo desgastado, asemejaba un aceitoso papel de estraza ajado. En el resto de mesas que no lo llevaban, sencillamente el tiempo había hecho su trabajo. No era difícil imaginar el suelo, ahora hundido, que debió brillar lustroso bajo una fina capa de linóleo en su día. Tomé asiento con mi trago dejándome caer sin disimulo sobre una silla y apoyé la mochila a mi vista, saqué mi cuaderno y garabatee. Pronto hube de parar.

-¿Vienes de Rattanakiri?-. Una voz femenina se acercó a mi espalda y, al girarme, unos preciosos ojos de color miel me chequeaban entre curiosos y cautelosos. Más que una camarera parecía una joven de vida fácil, aunque eso en esta parte del mundo y en estos locales es en ocasiones una línea difícil de definir.

-No. En realidad no vengo, más bien voy. Estoy de paso camino a Kompong Thom-.

-Ya, luego a Siem Reap ¿verdad?-. Pese a que me había vuelto a refugiar en mis apuntes la chica no cedía. Parecía demasiado interesada así que, aceptando el envite, cerré el libro y la invité a sentarse. Cautelosa pero receptiva, muy Khmer, se acomodó delante de mí. Preciosa. Ni me había fijado con anterioridad. El corto pelo acentuaba sus finos pómulos y su barbilla mientras que un mechón de pelo azabache caía sobre su frente dándole un toque de distinción, algo sofisticado, sacado de contexto.

Fuera empezaba llover, con fuerza, con el genio del monzón que descargaba sus últimos estertores sobre un río, el Stung (río en idioma jemer) Sen, un afluente de ese Mekong que se había convertido en mi sombra. Fácil imaginar la fuerza del Río Madre unos kilómetros más allá, poderoso, invencible, embravecido por las circunstancias. A ratos dulce y conciliador, a ratos despiadado y feroz. Un trecho más acá la escena era más íntima, bañada solo por la suave luz de una bombilla que variaba su intensidad. Y mi cuerpo agitanado, fundido en la ruta, que buscaba su momento de gloria, su renglón en un escrito que parecía por momentos difuminarse. Thong, la chica, asomaba un futuro goloso de raíz tan incierta y efímera como deseable. Un baño en sudor humano que prendiera prejuicios y batallas endiosadas en mi conciencia.

Tbeng Meanchey se asemejaba a un universo reducido a esa tasca, a Thong y a mí, buscando nuestro tiempo, sin prejuicios, ajenos a rutas. Las horas pasan hablando de Camboya, de la gente Khmer, chute de adrenalina de una sociedad que me ha de acoger, una vez más, después de 3 años desde mi última visita. Entra una persona amputada, apoyada sobre 2 muletas metálicas, que siempre dan fe de la historia trágica que acongoja al recién llegado. De minas, de muerte, de odio y sinsentido. Thong esconde la mirada mientras yo, atento pero ajeno, dejo pasar un tiempo.

-¿Le conoces?-. Pregunto interesado.

-Es mi padre-. Sentencia.

-¿Qué ocurrió?-.

-Eso tú ya lo sabes. Tú no debes venir de lejos, conoces nuestra cultura, nuestra sociedad. Nuestro destino… Una mina, camino del arrozal de la familia-. Trata de captar el aire que se le escapa, la vida y la ilusión, en una profunda bocanada que alarga su cuerpo y su difuminada sombra un poco más alto que su desesperanza.

Y mi mente rumia un pasado, otro pasado, otra vuelta de tuerca para unas sociedades yanquis o soviéticas que siempre sentenciaron antes de juzgar, abocando todo a la masacre y el repudio. Es algo visible y diario, un tullido, un alma cercenada, si el futuro es ocre aquí, una vez se pasa por un recuerdo del pasado atroz, ya se torna negro e infinito. Inabarcable. Vestigios de una guerra sufrida y odiada por quién sabe cuánto tiempo.

-¿Y ahora?-. Susurro frotando la fresca cerveza por mi frente.

-Ahora… Ahora tú-.

El viejo desaparece tras una especie de pérgola que quizás lleve a la cocina. Sin una mirada, un gesto a su sangre. Nada. Sigo sumergido en éteres alcohólicos, visionando la tragedia que se suma a mi fatiga. Aparece Pa, Jo en Chiang Rai, Brit en Chiang Mai… seres condenados por algo que quizás solo su Dios, nuestro Dios puede entender. Culturas asiáticas labradas en campos yermos con rejas de capitalismo, recias e insensibles, que nos dan un respiro momentáneo en un occidente condenado a la misma miseria. Seres fagocitados por el sistema. Y por debajo, entre surcos, siempre aparece la conciencia, poderoso adalid de nuestra existencia, bañada por un amor fraternal que aquí, irreductible, se nutre de valores que ya son solo un sueño olvidado para nosotros. Porque hay que tener coraje, lealtad, para prostituirse en nombre de una familia, por una miseria que no compra ni una cajetilla de tabaco en nuestro origen. Eso debe ser tesón, fuerza y, sobretodo, amor a un entorno ahogado por nuestro sinsentido y ansia consumista devoradora de paraísos que se desvanecen en la hoguera de la ilusión de otros pueblos. Acaso un mundo mejor sea posible. Sin prostituciones, sin vanidades, con conceptos tan poderosos como el disparo a bocajarro de una joven de belleza indescriptible para quien tú, triste turista, solo representas su comida de mañana. Me levanto y procuro buscar un respiro. Ajeno a ella, olvidada a mi espalda. “¿Qué coño pensaba?”, miro mis desnudas manos… “¿Qué coño me pensaba yo?”.

Me siento, enciendo un pitillo y una voluta de cremoso humo ejerce de frontera que, veo con claridad, nunca debo traspasar, seguramente ni podría. Siendo solo un funcionario afortunado que arrastra su presencia para comer de otras tragedias conocidas, estudiadas con pasión… Imposible de cambiar.

Azorado, me pegunta con su sonrisa permanente si deseo otra cerveza. Prosigue ante mis labios sellados, mi mirada fugitiva.

-Piensas demasiado-. Deja caer con desidia mientras se aleja a la barra.

-La historia de mi vida, cariño-.

-No deberías. Aquí somos felices… y tu escala de valores debería haber fallecido en tu primer viaje por aquí. Solo luchamos por un futuro, otra vida, mejor. Es nuestra cultura, nuestra fe. Algo debimos hacer mal en anteriores vidas-. Sonríe hechicera. –Y ahora purgamos nuestros errores… Sólo eso. No deberías atormentarte por eso-.

Y ya la he perdido. Temeroso, me rehago y reencuentro mi norte, la dirección que sigue marcando la brújula de mi interior. Recuerdo a Sommens, una joya que perdí en tierras perdidas de China el año anterior. Vuelo a aquella tarde por las calles de Zhenyuan, desamparado, barrido por poderes que no lograba definir en mi corazón ni en mi sinrazón…

“Me encontré en un puesto de comida rápida en Zhenyuan. Sommens (sabe Dios cómo se escribe) se fue a tirar unas fotos con unos niños al río. Tampoco tengo muy claro cómo acabé aquí con ella, supongo que ha sido el destino, el mismo que nos menea en una coctelera como quien prepara un potente combinado, sin tiempo para cicatrices, hundidos en emociones…

Pasamos unos días maravillosos en Xijiang, absolutamente increíbles, el último día, a la noche, al regreso de ver un festival Miao en uno de eso pueblos de la zona al que me llevó, ella regresaba a Kaili al día siguiente para tirar hacia Zhaoxing y yo, yo, para variar, dudaba de mi próximo destino:

-¿Conoces Langde?-. Le pregunto mientras busco en el portátil un poco de luz sobre el lugar a sabiendas de que mi tren a Kunming no partía hasta tres días después y tenía que hacer tiempo.

-No me han hablado bien de él-. Me mira curiosa desde la puerta de la cocina.

-Entonces quizás tiro hacia Shiqiao, parece que no está mal-.

Me sigue mirando, se acerca, sonríe…

-Si quieres puedes venir conmigo a Zhenyuan, está cerca de Kaili-. Me dice.

-¿Pero no vas a Zhaoxing mañana?-.

-No importa, tengo más días de vacaciones… Ven conmigo a Zhenyuan si quieres-.

-OK, yo voy a Zhenyuan si tú vienes conmigo a Lijiang-. Sabía que ella tenía idea de ir a Lijiang y a mi es una zona que me encantó hace 2 años, meditaba volver desde que aterricé en Shanghai.

Se ríe y yo me rasco la cabeza, un “maybe” condescendiente sale de sus labios. Zhenyuan. “¿Y eso donde coño está?” me pregunto mientras sigo navegando y en el fondo sonrío como un idiota. La noche me mece en su compañía, su pelo sedoso se enreda en mis entrañas, vemos videos que saqué de Zhaoxing, me quemo y me hielo por momentos, me despido aterido de frío y ella con cara de póker… Pues de nuevo llegamos a unos de esos sitios de letras de oro en la historia de este país que las guía de viaje ni conocen, un sitio de pura magia al ponerse el sol, un decorado de una película de Zhang Yimou con cientos de linternas rojas que se reflejan sobre el río y gabletes chispeantes a la luz de los focos, un sitio enclavado en parajes cársticos sacados de un bonito sueño. Y la historia se repite, pasamos un día increíble de risas, fotos y preciosos recuerdos, cenamos dumplings, una funcionaria me felicita por la hermosura de mi chica mientras ambos nos sonrojamos, le digo que es mi guía y profesora de chino y ambos nos partimos de risa… Al llegar la noche me comenta al oído que desde el balcón superior del hotel se ven mejor las luces sobre el agua, ahora solos… Las dudas, las emociones se mezclan, ella me habla a un palmo sobre una balaustrada del hotel, con el reflejo de la luces rojas sobre el rostro, medio sumidos en la penumbra, susurra, el corazón cabalga, su habitación queda a un metro, la noche se cierne en mi mente, el placer y la pasión aceleran mi pulso y dilatan mis venas, me veo nadando húmedo sobre sábanas mojadas… Y dudo, dudo mucho…

-Piensas demasiado-. Me susurra al oído, humillo la mirada, no quiero ver su precioso rostro que me desarma al sonreír, me deja sin habla, me hundo en un infierno de pensamientos… “Esto se me va a ir de las manos”… el corazón sediento, el pulso acelerado no me ayuda a pensar, pasamos un día maravilloso, 4 días increíbles… Estaba claro cómo iba a terminar el asunto. Me resisto, pienso en la ruta, me doy tiempo, busco una alternativa, necesito ganar tiempo… Ya no me parece tan hermosa, añoro ese futuro que desconozco en tierras del sur de Yunnan, en el fondo hay gestos suyos que no me atraen, pero quiero comerme sus labios, sentirme de regadío, mi billete de tren para Kunming se torna ocre, tiembla, palpita, viene y va, casi lo veo rasgado al fondo de una papelera. Pienso. Pienso.

-Eso ya me lo han dicho muchas veces, siempre pienso demasiado-. Me levanto, se sorprende, le deseo buenas noches, esta vez ella agacha la cabeza y humilla la mirada, se perdió mi estrella, reventé la partida, se cerró mi cielo y yo, yo a duras penas meto la llave en la cerradura, abro la habitación y me hundo entre las sábanas. El gato no entró en la talega esta vez.

Hoy vuelve la batalla, quizás volveré a dudar esta noche, volveré a dudar, pero el cerebro y el corazón me dicen que algo ya se ha quemado, su rostro esta mañana lo gritaba a los cuatro vientos, pasó mi tiempo con ella, perdí su tren, ya solo puedo sentirme como un bobo y, hundido, confiar en lo que hice por dejar de hacer, pasó varias noches esperándome, muchas horas a la luz de la luna, muchas horas de charla confidente, momentos de hacer pasta de arroz sobre una cubeta poco lustrosa, de embadurnarnos la cara con yema de huevo cocido, muchos tragos de licor con la gente Miao que decía que era buen bebedor tras apurar trago a trago, plomo a plomo vasos que se tornaban botellas mientras ella sonreía orgullosa al traducirme sus palabras… y el día X dudé. “Don´t play joke with me” dice… Y solo veo la realidad, la futura soledad, convencido de la jugada ganadora para mi corazón de cristal. Ganó el cerebro, paré el reloj, me ceñiré la destrozada maleta otra vez, me reinventaré, me subiré mañana a ese tren con ese ticket que hoy vuelve a resplandecer y así como estalló Lijiang en su compañía volverán a estallar en mi mente las palabras de aquel anciano indio que me leyó el futuro en la palma de la mano y me señalaba con manos temblorosas mientras su mantra se centraba en la sensibilidad de mi alma. Volveré a maldecir las palabras del gurú y a pensar que quizás sea cierto… Maybe… en ocasiones pienso demasiado. Y ella ya no me da más cartuchos… Sola, en su habitación, “estoy cansada, quiero estar sola” me dice sentada desde su cama hoy a media tarde, cerré la puerta, un respiro para el corazón, un dolor infinito.

Ahora, en noche cerrada, las huellas de mi esencia se quiebran y solo alumbran mis penurias las estrellas de Zhenyuan, un viejo que hace calceta en un puesto callejero destartalado y una cálida cerveza helada “Snow” de 3 kuais… Me hago colega del abuelo y su mujer, me da tabaco, le doy coba, le doy tabaco, me da coba… Vuelta a la rutina, la ruta se hizo más complicada de lo pensado. Otra vuelta de turca que asfixia un poco más a este espíritu marginal pleno de vergüenza, loco por resucitar. Vuelvo a ser yo pero sonrío y me muero, juro por Dios que me volvía loco, perdí como un idiota lo más bello que me regalaron este inmenso país y sus gentes, Yunnan me hace guiñar un ojo al destino que tanto me araña el corazón, tiemblo solo de pensar en el adiós a la chica de Guizhou, el echar de menos su compañía, ya no quiero ni despedidas grises… Me regenero a cada instante, pienso en Yunnan, Isan cada vez más cerca… Mi mochila y yo… La voy a echar de menos… Mucho… Solo raspaduras para un corazón a flor de piel.

Pronto llegaré a Yunnan, magullado en cuerpo y alma, bajaré a la tierra, un cacho de mi vida quedó en Guizhou, desangrado, en una chica de rostro precioso, en una gente Miao que me trató como a un hijo, en las calles desiertas, noctámbulas, de Zhaoxing. Si tuviera que definir este vaivén que me lleva cual tornado furioso solo podría llamarlo intensidad, aún más de lo esperado, me costó cogerle las vueltas, injertado en la zona de Shanghai, entre multitudes que me hacían dudar de qué palo iba. Llegó Hunan, me subí a ese tren que me arrastro hasta la raíz, todo se descontroló, volaba en Guizhou sobre rutas pedregosas, volaba… Me arrastró una bella flor, libaba aquí y allá… Me veo cabalgando en tren nocturno hacia Yunnan, la misma tierra que hará de gasa para taponar mis heridas, matará la sed de mi garganta y será sol que alumbrará y cegará mi demacrado rostro, mis hundidos, teñidos de rojo por momentos al recordar su presencia, ojos.”

Pasamos horas hablando de la vida, la muerte, la pasión, la inquebrantable fragilidad del la vida. Hasta que llegó la hora de marchar, yo debía buscar un lugar para dormir y ella… Ella, quién sabe, probablemente seguir arrastrando su fardo de futuro reventado por una mina que lisió el sustento de su familia.

-¿Ya te vas?-.

-Creo que sí, debo buscar una pensión y cenar algo-. Me mira con picardía y caigo como un tonto. -¿Conoces algún lugar para comer algo?… Te invito-.

-Deja aquí la maleta… puedes dormir aquí al lado si quieres, en mi casa. Te llevaré a un lugar que es el mejor restaurante del pueblo-.

-Eso en Tbeng Meanchey debe ser algo espectacular-. Se ríe con una amplitud que desprende un hechizo de proporciones bíblicas en forma de perfecta y clara dentadura que brilla aún más sobre su rostro parduzco. –Gracias, pero debería buscar aún así un lugar para dormir-.

-No te preocupes, en serio, ven-. Asomamos a la puerta de la taberna y señala a un edificio contiguo. -Hay allí arriba un pequeño cuarto. Son solo 10$-.

-¿Estas de broma?, ¿10$?-. Empiezo a hacer aspavientos divertido.

– OK, te lo dejo en 7$. ¿Te vale?-.

-Puede ser-.

Me guía por la calle hasta una puerta batiente que da a una escalera que promete romperse a cada escalón. Y se abre ante mí un cubículo de apenas unas esteras que recorren suelo paredes y techos y que dibujan, en un pequeño hueco a media altura, algo similar a un ventanuco con marco de bambú. Una colchoneta de apenas dos por uno luce desnuda apoyada en una pared. “Coño, no es el Hilton, pero tiene un pase”.

-De baño ni hablamos ¿verdad?-.

-Lo tienes bajando por la escalera, a la derecha-. Indica con la naturalidad y felicidad de quien sabe que se ha ganado algún dólar extra esa noche.

“O sea, la puta calle… Estaba cantado”. Pero la joven se lo ha currado, aguantó mi mecha, trató de vender su mercancía con honestidad y he aprendido un cacho largo de su vida. Me quedo. Aparco la maleta y salimos, con dos diminutos ponchos impermeables, a chapotear por los charcos de Tbeng Meanchey cuando la oscuridad da paso a pequeñas antorchas que pretenden hacer de fanales aunque eso no deje de ser una ensoñación.

El mejor restaurante del pueblo supuso un encontronazo, tan anhelado como soñado, con la comida en un puesto callejero, con 4 mesas y sillas de plástico que apenas levantaban treinta centímetros en un recodo al calor de un farol que debía estar atrayendo a todos los mosquitos del país. Juraría que era imposible imaginar más.

Mi mente empieza a vagar por las primeras veces que descubrí Asia, por una noche cerrada en la esquina del hotel Thamada de Yangon, donde hacía parada y fonda con mi madre para cenar unos deliciosos “rotis” de banana antes de, ya en soledad, hundirme en una contigua “beer station” mientras las ratas corrían aceleradas por ambos lados de mi banqueta. Degustaba la quietud de la sociedad Bamar, su incesante amabilidad, la emoción que abruma paseando por la pagoda Schwedagon… y caían cervezas “Myanmar” sin reloj ni normas, solo mi aguante, mis ideas y mi futuro deseo de recogerme al fresco del aire acondicionado de la habitación. Vuelo unos años más acá y me veo de nuevo, en el intenso ahora, con Thong que carraspea disimuladamente para devolverme a su lado.

Pollo con curry rojo. Delicioso, nutritivo y regado con chiles que aporten una permanentemente necesitada dosis de vitamina C. Algo inherente al viaje por estas lides. Saboreo el plato, charlamos, nos mojamos, reímos, miro constantemente su rostro… Vuelo por la historia de Thong y sus ascendentes. “¿Cómo demonios se puede ser tan feliz con nada?… ¿Cuánto me queda por aprender?” pienso… Pienso.

A la vuelta nos hundimos y salpicamos por los charcos como dos niños despreocupados y, por momentos, creo que ni en mi infancia fui tan dichoso. Las luces distantes y débiles casi se han fundido y el agua salpicada resbala por nuestro rostro. Perdemos el tiempo, quemamos el momento hasta que llegamos, empapados, a su casa. Me despido, le doy un beso en la mejilla. Satisfecho. Sonríe y agacha el rostro. Subo la trémula sucesión de escalones entre crujidos y me quito la ropa. “Joder, hasta los calzoncillos humedecidos”. Miro por la ventana y el reducto de ciudad está sumido en una gloriosa calma teñida de negro. Sin voces ni ruidos. La ciudad hiberna y es en esa hora cuando más feliz me siento, ajeno a un Laos que se difumina en la distancia, olvidadizo de un Kompong Thom que aparece muy, muy lejano. Prendo un pitillo, doy unas bocanadas profundas y lo apoyo en la repisa. Froto con el reverso del brazo para secar de la frente unas leves gotas de sudor, con la vista clavada en el hueco que hace de ventana y respiradero, humedecido hasta el tuétano. Tan feliz como confiado.

Y una mano, asiendo una toalla, frota suave mi espalda, con delicadeza y pausa. No quiero ni girarme. No quiero ni mirarla. Sus manos se refugian en mi torso desnudo y su cálida respiración vuelve a humedecer mi espalda por un fugaz instante. Pero estoy vendido y deseoso de un calor que no se nutre de la atmósfera que llena de humedad los poros. Me giro y Thong deja caer la toalla… su precioso cabello se pega a sus labios, su nariz, esconde sus vivaces ojos que lucen en un insondable abismo y no son sino la luz que ha de guiarme a mi ensenada esa noche. Su expiración forma volátiles gotas de vapor de agua en mis mejillas, mis párpados, mi nariz. Cierro los ojos y solo el sordo rumor del cercano río, amplificado en la quietud de la ciudad me acompaña en ese viaje íntimo. Me busca con los labios por la barbilla y ya sé que no soy nada, derretido, perdido…

El resto es historia. Una historia que rasga el alma solo con su recuerdo, su olor, su piel. Una noche encadenados a una diminuta esterilla, horas de sudor compartido, horas de jadeos y placer en común. En un momento dado la luz de la calle se apaga y nos hundimos, ciegos, en ese calor humano atemporal, intrínseco al ser vivo, que no conoce de razas ni desafíos mentales.

Con el alborear de la mañana siguiente el cerebro empieza a carburar. Me ducho bajo una manguera a duras penas amarrada en un rústico y oxidado soporte metálico y veo el agua perderse por un sumidero desembocado en un abierto albañal que muere junto a un cercano vivero de arroz. Un arco-iris de sensaciones que no llenan un corazón vacío, porque el corazón del nómada siempre late vacío. Camino sobre ascuas encendidas en mi cerebro, mi corazón, que no son sino una clara antítesis de mi transitar, mudo y apagado hacia la zona del bar donde me espera Thong cabizbaja, con un leve tic que procura disimular mesándose el cabello con suavidad. La amalgama de sensaciones me lleva en volandas por derroteros de dolor, angustia y pérdida. Pero el eterno caminar sabe que su raíz no se nutre de calores en cuerpo humano, sedentarios y anclados.

Salgo a la calle un segundo a respirar, y allí ya nada parece igual, un escenario maldito en el que los charcos se consumen al obsesivo calor tropical y las casas asemejan una colmena vacía de abejas, un trasfondo de un cadáver humano, sin vitalidad. Ya no queda nada de la magia que ahogaba risas y voces bajo el atronador repicar de la lluvia monzónica sobre tantas y tantas cubiertas metálicas que hacen de tejado en Tbeng Meanchey. Ahora la próxima estación de autobuses parece una liberación más que el sueño remoto que asemejaba hace unas horas.

-Te vas a Kompong Thom. ¿Volverás?-. Dice Thong como en un susurro ahogado.

-No tengo opción. Te lo dije ayer. Estoy de paso. Yo también busco en mi interior, yo también quiero conocer quién soy…-. Me interrumpe brevemente, con una letanía que ahoga mi conciencia.

-¿Volverás?-.

Me levanto y salgo a buscar un poco de paz en mi interior. Creo, derrotado, que jamás aprenderé a sacudirme el polvo de víspera. Ando desnudo de alma, cabizbajo y con el oído perdido en el suave arrullo del afluente que muere en el Río Madre. Abandono la calle principal y entro en un templo escondido, diminuto, cuyas “chofas”, formas estilizadas del mítico Garuda, repelen el fulgor dorado que invade toda la ciudad en esa primera hora. Otra jornada que el sol no da tregua. Solo un Buda sedente de apenas metro y medio me saluda a mi entrada. El negro lacado de las columnas ejerce una ilusión óptica que me obliga a dirigir la mirada al altar. De rodillas, confuso y confundido, retazos de la pasada noche, de otras mujeres, se mezclan con mis anhelos de inmensos arrozales inundados que reflejen las nubes, las palmeras, el búfalo de agua con su quedo caminar mientras arrastra una reja que un tenaz campesino no deja de clavar con la palma del pie y los niños juegan desnudos al pie de la carretera, ajenos a mí, enhebrados en su destino inmutable. Yo soy sólo un borrón en esa escena, una mancha. Más allá las montañas sueñan con extender su red hacia mí y atraparme en ese camino, a duras penas desbrozado, que se mezcla con el infinito paisaje, gentes, lugares que ya no estoy seguro si deseo conocer. La vulnerabilidad propia del viajero solitario se había transformado en un poderoso manantial del que brotaban dudas y razones de difícil encaje. Mi ruta se volvía áspera y quebradiza.

De la nada surgió un monje, joven y perfectamente rasurado, que me observaba en silencio desde detrás de un pedestal que yacía en un arrinconado supletorio. Se avino a sentarse a mi lado y, obviando todo contacto físico tal y como es su costumbre, habló desde la distancia mientras los pliegues de su amplia túnica azafrán caían pesadamente por sus costados dándole un aspecto de grotesco rostro que suplicaba socorro en un mar canela. No hubo ni un clásico “¿de dónde eres?” o “¿cómo te llamas?”. Disparó, en mediocre inglés, con la inocencia que daba su corta edad.

-¿Qué te ocurre?-. Dice. Le miré entre divertido y curioso, aunque solo fuera por el hecho de haberse convertido en una dársena de refugio pasajero para mis contradictorias tribulaciones.

-No estoy seguro de qué debo hacer. Si irme o no-.

-Olvídala. Sigue tu camino. Escucha tu corazón, si tu sentimiento es puro volverás-. Lo soltó con una naturalidad que si mi estado anímico no hubiera estado hundido hasta me hubiera hecho gracia. Prosiguió.

-No eres el primero, tampoco el último-.

-Me fallé a mí mismo. Fui débil y cometí un error-.

-El lamento no te va a ayudar. Venimos para equivocarnos, para aprender. Es tu destino, el mío-. Se levantó y apenas hizo un esbozo levantando la mano para despedirse.

Abandoné el lugar con una especie de nebulosa de paz que se había apoderado de mí. No tenía claro mi siguiente paso, pero en ese momento eso había dejado de ser importante. El joven novicio me observaba al pie de la estructura central del templo, hosco y serio. Ahora quizás no sé si me sirvió de algo su presencia. Si me animó o me hundió. Con franqueza, no lo sé y, con seguridad, ni deseo recordarlo. Pero solo ese detalle ya sirvió para saber que volvía a ser anónimo, solo un extraño que observa un cuadro, la vida pasar, ajeno, sin implicarse. El monje habrá olvidado ese instante, quién era, qué hacía yo allí. Y yo le olvidaré a él, es solo cuestión de tiempo. Volvía a ser anónimo, sin dejar huella. Pero antes de irme debía borrar otra huella duradera en mi abigarrado corazón, a apenas unos centenares de metros de ese monje, ese templo.

Regresé al bar. Nada había cambiado, solo el nómada apátrida que yo representaba. Para entonces Thong sabía que mi permanencia allí no era sino una batalla perdida.

-¿Volverás?-.

-Siempre regreso Thong. No me conoces, pero has de creer en mí. Mis pasos solo conocen el regreso. Lo hice una vez, dos, tres… y así habrá muchas más. Cuando crea que conozco a tu gente, tu cultura… A ti. Entonces igual despareceré, pero eso queda muy lejos ahora. Un año, quizás dos o tres… Pero volveré-.

-Ya había recogido tu habitación. Deberás coger tu maleta. El bus a Kompong Thom sale en unos minutos-.

Le doy un cálido beso en la mejilla y nos fundimos en un prolongado abrazo. Camino hacia la estación en el diminuto pueblo y me sigue una amalgama de fantasmas envueltos en emociones como un caleidoscopio que oscila tal que un péndulo que va de la alegría y convicción a la derrota y desesperanza. Fallé a mis principios, alguien me recordará, alguien sabrá que pasé por allí y dejé una huella que no cuadra con mi espíritu nómada independiente.

Parte el bus en una diminuta lengua de brea levantada por los costados, ruge con redondez el motor y parto en una metálica balsa de porvenir y grandeza. Una caterva de niños, ajenos a todo, felices y despreocupados, se dedica a volar un par de cometas a unos metros de mí hasta que se pierde su imagen en el horizonte. Regreso a Angkor con escala en Kompong Thom, a la gloria imperecedera del imperio. Pero algo me murió en Tbeng Meanchey, lo aprendí a sangre y fuego hace muchos años, una luz al final de tantos caminos, cierro los ojos y repito rítmicamente el verso de Miguel Hernández que arrastra el rebufo polvoriento que levanta el bus a su paso…

“Pero no moriremos. Fue tan cálidamente

consumada la vida como el sol, su mirada.

No es posible perdernos, somos plena simiente.

Y la muerte ha quedado, con los dos, fecundada.”

22. El imperio Chenla

Dormitaba en el bus, varias horas de viaje me esperaban. Más allá imaginaba que relucían las poderosas montañas Dangrek, las mismas que escondían mi pasado hogar. Soñaba con Thong, su desdicha, su porvenir, su juventud truncada por una explosión. Un anhelo de libertad, siempre batahola incesante, parida al unísono desde lo más profundo de la garganta por multitud de mujeres que algún día dejarán de ser hueso, porque aquí aún siguen siendo costilla. Una triste realidad que se desnuda, a conciencia del viajero, en un tema de a diario. Se entremezclaba en mi estado etéreo, inducido por el traqueteo de la máquina, la leyenda que una vez me contaba un anciano por las calles de Phnom Penh. Una historia que narra la dureza de nacer mujer en esta sociedad, un hecho con implicaciones similares en muchas culturas asiáticas. Soñaba a ratos dulcemente, ajeno al suave vaivén del bus, a ratos envuelto en sudores de pesadilla cuando Thong se aparecía en mi película difuminada en la figura de ese anciano jemer con el que paseaba por el boulevard ribereño de Phnom Penh, a orillas del Tonlé Sap, al tiempo que me dirigía, en ese sueño, a ponerle un loto al Buda de Wat Phnom.

Hubo un tiempo en que todo era distinto y, en un pueblo ya olvidado, habitaba un pobre pescador junto con su mujer. Mientras éste reparaba las redes y ponía en orden la embarcación era la mujer quien apañaba la pesca del bote del marido valiéndose para ello de un cesto lleno de agujeros por el que escapaban muchos peces. Era una mujer vaga y despreocupada, y no se preocupaba de reparar el cesto.

Un día un rico mercader y su mujer pasaron por el río y escucharon la agria disputa que mantenían el pescador con su esposa a cuenta del estropeado cesto. Gritaba y gritaba el pobre pescador exigiéndole a su mujer que, de una vez por todas, arreglara el cesto para no desperdiciar más pescado. El mercader, que había quedado instantáneamente prendado de la belleza de la esposa del pescador, sintió una profunda pena por ella y, tras charlar con el pescador, llegaron a un conveniente acuerdo para ambos: intercambiarían sus mujeres. La mujer del mercader accedió por su condición humilde y leal mientras que la mujer del pescador accedió inmediatamente ante la posibilidad de poder convertirse en la esposa de un hombre rico y poderoso.

La nueva mujer del pescador se puso manos a la obra y en poco tiempo consiguió arreglar la cesta y, con ello, la cantidad de pescado con que alimentarse creció de un modo tan significativo que incluso la misma mujer solicitó a su marido compartir el pescado con los vecinos. Ni que decir tiene que todo el mundo felicitaba al pescador por su generosa y servicial nueva mujer.

Pasado un tiempo llegó un día en que el pescador regresó del bosque con un tipo de madera cargada en un haz que fue reconocida por su esposa como muy valiosa. Ante la extrañeza del hombre, su mujer sugirió y casi suplicó que trajera más ya que de ese modo podrían venderla pues ella sabía el verdadero valor de la misma. Y no en vano, con el paso de los días, meses, años, llegó un momento en que se convirtieron en una pareja próspera y adinerada.

Por otra parte, la nueva mujer del mercader, con su desidia y falta de interés típica, tuvo un hijo al cual abandono en un río, a merced de la corriente, al poco de nacer debido a la terrible carga que suponía para ella. En poco tiempo consiguió derrochar toda la fortuna de su marido y la pareja, como punto final, se vio abocada a pedir limosna de casa en casa hasta que, por casualidad, un día llegaron a la casa del antaño pescador y su esposa. Ésta reconoció a su antiguo marido y le increpó duramente ya que por su avaricia lo había perdido todo mientras ella, a quien él había despreciado, había convertido a su marido, un humilde pescador, en un hombre rico. Así, la pareja de la limosna, humillada, hubo de retirarse cabizbaja a continuar buscando su sustento llamando a otras puertas.

Esta historia, con sus connotaciones, refleja claramente el papel de la mujer en la sociedad camboyana y en muchas otras asiáticas. Aunque más que su papel refleja en realidad todo ese mantra asociado al hecho de qué se espera de ella. Al nacer ya parte con un estigma de “virtuosismo” que, independientemente de su naturaleza, la obliga a partirse el alma por el bienestar de sus familiares, tanto ascendientes como descendientes. Es una ley no escrita, un concepto propio de estas culturas que choca sobremanera en una sociedad occidental, la nuestra, en la que el rol de la mujer ha sufrido un cambio vertiginoso en los últimos años. Y jamás, jamás encontré una mujer que renegara de esta pesada losa. Puede haber criterios, opiniones encontradas y válidas que justifiquen o renieguen de este concepto cultural, pero cuando encuentras a una persona, una mujer con esta creencia, comprometida con una esperanza familiar que arrastra en todo momento en una ficticia mochila que solo cabe en su inmenso corazón y pundonor… Créeme, en ese momento, uno solo puede llevarse las manos al enrojecido de vergüenza rostro y sollozar como un niño por la marea, tormenta perfecta de sensaciones que jamás tendrán cabida ni recompensa en su acomodado espíritu. El viajero del sudeste asiático solo carga una mochila de trapos, pero todos los que le rodean, todos sin excepción, forman parte de un decorado tan real como mísero y terrible en conversaciones, situaciones que tus dólares jamás te permitirán observar ni vivir. En Camboya, en su campo, la miseria habita solo un palmo más hacia allá o hacia acá, oriente u occidente, norte o sur, un palmo nada más… estás rodeado de ella. Y me retrotraigo, de forma inevitable, a rememorar la estampa de unos padres, los míos, quizás también los tuyos. Fácil imaginarlos en nuestro tiempo de postguerra, trasladados a la revelada panorámica que se abría ante mí, desde la ventanilla del bus, camino de Kompong Thom. Seres que derramaron sudor, con su frente perlada de esfuerzo, y que con su ahorro de porvenir seguro me permitieron perderme por esta senda asiática despreocupado. Su sudor tejió una telaraña, un seguro de vuelta, una red de funambulista que amortiguara mi posible caída sin daño. Lo vi, lo viví y lo sentí hacía tiempo en Zhaoxing, en la provincia china de Guizhou, quizás no el sitio más hermoso del gigante asiático, pero sí el más entrañable. Y Zhaoxing se abrió para mí como una experiencia rural de dimensiones desproporcionadas, como correr un telón de gasa fina que tapara Beijing, Guilin, Shanghai…, la ruta clásica turística y volver a encontrarme con el sudor cálido y fatigado, de a ras de suelo, de campo, de aperos de labranza, de madrugadas asomado a un palmo de la madre tierra buscando su fruto maduro en forma de grano, de mi padre, mi madre… Camboya, en su vertiente rural, ajena al fantasma de Siem Reap, me revivió una estampa china que estaba latente en Laos pero que explotó aquí en recuerdo de Thong y de su familia, en recuerdo de un escrito que dediqué, perdido por Zhaoxing, a mi padre y a todos los que viven alebrados al pálpito del sustento de la generosa y cobriza tierra…

“Te veo a menudo, padre. Te veo en el anciano reposado que fuma sentado a la puerta de casa, te veo en el otro que regresa con la azada de trabajar el campo, en los críos que corren con una raja en la parte trasera del pantalón y el culo al aire tal y como ibas tú por Requejo, en el que pedalea sobre una bici con cubiertas remachadas sin ese dibujo que pereció en caminos de barro y polvo, te veo en ese de chaquetilla índigo que echa de comer a las gallinas, en el que aventa el trigo, en el que lo vuelca y esparce con un rastrillo al sol, al fin el sol, en inabarcables telas, acaso en el que regresa con la red y los plomos al hombro o en el que, hundido el rostro hacia la madre tierra, recoge los haces de arroz. Incluso veo a tu madre en cientos de rostros arrugados y figuras de chepa prominente, porvenir doloroso e inevitable de multitud de horas escardando garbanzos, cardando el algodón, bordando, cosiendo y tejiendo.

Ojala cuando tú no estés sigan quedando, inmortales, retazos con semejante fuerza vital en pueblos de difícil recorrido, gentes y comunidades con el valor de solidaridad, colaboración y humildad por bandera, siempre con una sonrisa en el rostro hacia el extraño y una pieza de fruta o un cuenco de arroz como regalo, pueblos memorables como los que el viento y el tiempo borró de nuestra tierra y así, padre, siempre vendrás conmigo en cada viaje y quedará un pedazo todavía más grande de tu presencia y virtudes.

Yo tampoco sé que será de nosotros el día en que el fango y el lodo de comida basura y pulso acelerado inherente a nuestras ciudades haga que olvidemos el saber ancestral, el saber vivir la vida como viene, un día a día sin mirar un paso hacia delante, el saber como decía Delibes en una de sus maravillosas obras para qué sirve el caldo cocido y en ungüento de la flor del saúco. Saber eterno que no repara en clases, en pudientes o no, en mejores o peores. Saber universal, saber sin derechos privados, bien común labrado en generaciones. Así se percibe la estampa de Zhaoxing, así asoma Guizhou, ejemplos desdentados y encorvados vivientes, gentes de campo, maravillas derramadas en torres, puentes, casas, ménsulas… trabajadas con la dulzura que da el saber que son representación de un pueblo y su sociedad. Aquí aún es así, aún se puede respirar hondo por sus calles de adoquín y mirar la estela de polvo que se levanta a cada paso, aquí se puede mirar hacia dentro, cerrar los ojos y olvidar la cámara aunque a cada plano visual el encuadre sea perfecto. Iba a estar unas horas paseando y partir, pero aquí, como en Dehang, lo he visto claro y he apagado la cámara. Mi padre me ha recordado que quizás eche más de los 3 días de calma y reposo que su enseñanza exige al alma. Calma, humildad y reposo, tal y como es su ejemplo… ¿acaso no es lo que buscaba?”.

Tendría tiempo de analizar el también Khmer, pero actualmente en Vietnam, extinto reino de Funan en un par de semanas, pero antes llegaba tremendamente animado a Kompong Thom por una relativamente buena carretera y en apenas un puñado de horas desde Tbeng Meanchey. La fatiga acumulada empezaba a hacer mella en mi cuerpo y, tras la batalla habitual de un bus en harapos en el que no había lugar para recogerse al abrigaño del viento y el polvo que moteaba mi rostro y mis ropas, busqué una pensión en el pueblo donde descansar mientras trataba de darle salida al asunto clave: encontrar alguien que certificara mis conocimientos de esa legendaria ciudad que se escondía a apenas treinta kilómetros, llamada en origen Ishanapura (actualmente Sambor Prei Kuk), y pudiera hacerme de guía. Pero esa preocupación ligera, como comento, fue derrotada por el cansancio y pasaría a ser solucionada después de unas horas de sueño.

Ishanapura o Sambor como lo acortan los jemeres, el germen que parió la gloria de Angkor. Alquilo una moto con conductor poco parlanchín para mi deleite, vuelvo a cruzar un Stung Sen que también riega estas costas y se alza como un evocador y permanente recuerdo de que estos campos también son propiedad del Río Madre y reviento kilómetros por carreteras ante las que se abre el paisaje soñado de campos fértiles entretejidos de brotes de arroz, salpicados por palmeras altaneras. Aquí la tierra ya está limpia de minas, es seguro trabajarla a diferencia de los aledaños del templo Preah Vihear, último reducto de ese Khmer Rojo que empeñó sus últimas esquirlas mortíferas enterrándolas por toda la zona, algo que aún sigue segando vidas y cobrando lisiados. El polvo muerde y pica al mezclarse con el sudor del cuello, lo trago por bocanadas, me irrita los ojos y ahoga mis pulmones al ritmo que centenares de baches mal sorteados me machacan los riñones. A escasos kilómetros, ya nada importa porque pronto daré un poco de luz en este escrito a la gente que parió el mayor prodigio que jamás haya construido el ser humano: la ciudad de Angkor.

Tras llegar, me invade la sensación de desilusión, son apenas una decena de santuarios inconexos sobre la espesa vegetación de la jungla camboyana. Pero me da igual, estoy en la capital del precursor del Imperio Khmer, piso los restos de Ishanapura, la capital del desconocido imperio Chenla, y desde luego no estoy allí por la estética de vestigios arquitectónicos de mejor o peor factura sino que es la dilatada historia de sus primitivos moradores la que me ha arrastrado a su vera. Los escasos guías se arremolinan ante un par de buses con turistas que han hecho pie junto a mí y entiendo que ellos siempre son plato más apetitoso que un solitario y resudado turista con aspecto de andar bajo de fondos. Así que me lanzo a la espesura selvática donde luego, para mi sorpresa, una niña, una simple niña de 12 años, me va a aturullar de datos históricos envueltos en una pasión difícil de concebir en alguien con carnet de guía oficial oscilando sobre la pechera.

Chenla, el imperio de que hablo, sonaba a pura poesía en labios infantiles, sonaba a silencio sepulcral de un bosque que parecía querer reverenciar de ese modo, mudo, la legión magistral que impartía el ser más insospechado encarnado en una niña con la piel de un tizón, sonrisa calcárea, ropas ajadas y chancletas en pleno estado terminal de descomposición. Y yo escribía datos, me resumía de placer al albur de un cuaderno y un bolígrafo que ya suplicaba un recambio, esperaba ansioso cada nuevo dato, hipnotizado, mientras surcábamos veredas robadas a la jungla a golpe de machete. Aprendí de su boca lo que ya suponía, que Chenla, el imperio original, no era en realidad sino un poderoso vasallo del imperio Funan, asentado en el sur del actual Vietnam y que iba a descubrir en días. Que Funan fue uno de los primeros estados en constituirse en el sudeste de Asia. Que, que, que… tantísimos qué, los mismos que no hacían más que apuntalar muchos datos leídos en obras olvidadas que jamás encontrarán traducción al castellano.

Este imperio Chenla, por buscar un resumen y no aburrir… más que nada porque no pretendo darle razones al joven del hotel de Sisaket, fue con el tiempo comiendo terreno al imperio Funan hasta que se dio la circunstancia de que aquél llegó a fagocitar a éste. En aquella época, hablo de principios del siglo VII, Ishanapura ya era la capital de este poderoso imperio y era gobernada por un Rey conocido como Citrasena. Sin embargo, atendiendo a las inscripciones encontradas en la mayoría de templos, se deduce que el creador de éstos fue precisamente el hijo de aquel, de nombre Isanavarman I. Y fue tal el legado e importancia de sus obras que llegaron a dar nombre a un estilo de iconos artísticos conocidos actualmente como estilo Sambor en el que se distribuyen decenas de modelos de dinteles, santuarios confeccionados en ladrillo, motivos de decoración y un largo etcétera. Incluso la misma disposición de muchos de los templos, arracimados y enclaustrados por una muralla de decrépita, roída por tiempo y lluvia piedra laterita cual si fueran tacos de queso en la bocana de una ratonera, se cree que fue la estructura de raíz, la base sobre la que se edificaron posteriormente decenas de complejos religiosos en la absoluta maravilla que son en la actualidad los restos de la ciudad de Angkor. Todas, absolutamente todas las estructuras en Sambor, pese a que hoy el lugar asemeje a una sucesión de montoneras de parduzco ladrillo, desmoronadas o vacilantes, fueron preñadas y paridas en este mágico entorno sin otro influjo asiático que el originado en India. No solo eso, llegó a tal calibre su capacidad de liderazgo y su ansia de aglutinar tierras y estados vasallos que se considera a este estado Chenla, y a ésta su capital, como el primer concepto de una Camboya unificada en los orígenes de la historia. Incluso siglos después, cuando Ishanapura no era más que un borrón subrayado en la historia, decenas de monarcas del imperio Khmer con base en Angkor siguieron considerando a ésta su capital histórica y, en consecuencia, adicionando nuevas estructuras religiosas al complejo. Luego la historia se eclipsa ya que, a finales del siglo VII, con la muerte del Rey Jayavarman I, la ciudad se sumerge en una época de absoluto desconocimiento para los arqueólogos de hoy en día. En función de los únicos datos que se poseen, a cargo de manuscritos de origen y texto chinos, se considera que el imperio se dividió en un Chenla de agua y un Chenla de tierra, aunque tampoco se tenga claro a qué hacían referencia expresamente ambas definiciones. Una vez más, toca engranar la capacidad ensoñadora e imaginar cuándo, cómo y por qué.

Sin embargo la historia encuentra una nueva luz con la ascensión al trono de un tal Jayavarman II quien fundó, a principios del siglo IX y un poco más al norte, un nuevo modelo de organización social y política en torno a, seguramente lo habrás adivinado, la ciudad de Angkor (de hecho Angkor significa ciudad). Hay elementos decorativos aquí, en el conocido como Templo del León (Prasat Tao), que son muy similares a los mismos encontrados en los restos arqueológicos asociados a dicho monarca por lo que queda fuera de toda duda que todos ellos fueron coetáneos, trazados con seguridad por las mismas manos artesanas y, si viajas por la zona y observas con atención, podrás observar como las estatuas de león en el recién citado templo de Ishanapura son prácticamente idénticas a las encontradas en Phnom Kulen, uno de los focos principales de construcción de dicho regente en el área de Angkor.

Haciendo hincapié en el nexo constante entre Chenla y Angkor se observa como muchos templos hacen referencia a gobernantes de Angkor, como Rajendravarman II o Suryavarman I, al igual que muchos de los ornamentos encontrados en estos mismos templos y más propios de un estilo Angkor tardío que de un estilo Sambor. Queda claro, por ello, que Ishanapura jamás dejó de poseer una marcada importancia en el universo Angkor y se cree a día de hoy que, con mucha probabilidad y en todo caso, ejerció como importante ciudad dentro del citado reino. Se considera, a modo de resumen final, que todo este grupo de santuarios es de vital importancia no solo para comprender el arte Khmer sino, por extensión, todo el arte del sudeste asiático que derivó de aquel y de su marcada huella hinduista que tejería un influjo que perdura a día de hoy en centenares por no decir miles de restos arqueológicos de mayor o menor antigüedad.

La visita del recinto, por otra parte, se suele centrar en los 3 grupos principales y cercanos entre sí de santuarios pese a que estos, en número cercano a las tres centenas, se hallen dispersos por un área de veinticuatro kilómetros cuadrados. Y es aquí, en estos grupos centrales, donde se pueden hallar los mejores ejemplos de arquitectura Sambor como son los originales santuarios octogonales, el citado templo del león y, sobre todo, los restos de pasajes del Ramayana trabajados primorosamente sobre ladrillo aunque, iluso de mí que pensaba estarían bien conservados, una bomba de los yanquis caída aquí en el año 1972 ya se encargó de destruirlos en gran medida. Ahora solo quedan, rememorando su tragedia, apenas tres murales y cerca, ya tapado por la espesura, un gran boquete que generó el obús. Otro proyectil también dañó una puerta y dintel laterales del templo del león… y así, para variar, un suma y sigue que me trasladaba inexorablemente al recuerdo de las ruinas de My Son en Vietnam, o a la región de Phonsavan, o a cualquiera de los tantos sitios demacrados por un imperialismo voraz. Tantos que ya, aunque no lo desee, se me hunden en la memoria para desde allí atraparme ocasionalmente y sumirme en la más absoluta tristeza.

De vuelta, en noche cerrada, junto a duras penas unos dólares arrugados para pagar al motero ya somnoliento quien, ante mi apuro, me recomienda pasar por el cercano mercado a comprar algo de fruta, que es barata y mata el hambre. Doy media vuelta agradecido y avergonzado a partes iguales y pienso que, pese a todo, no es mala idea. Una vez al abrigo de la habitación, bajo un ruidoso ventilador (el presupuesto ya no alcanza al lujo del aire acondicionado) de cuatro revoluciones por minuto, agoto después de una ducha fría una cerveza que agencié de un supermercado cercano junto a unas medias piña y papaya y, cuidadosamente, aún con los riñones sollozando su escarnio, me hundo en el colchón con la mente divagando entre el pre recién visitado en Ishanapura y el post largamente estudiado, un post que ya huele e ilusiona a apenas un centenar y medio de kilómetros dirección norte, en Siem Reap, en los restos de Angkor. Y hasta creo, antes de cerrar los ojos y sucumbir, que puede esconderse allí otra chiquilla que me deslumbre en el conocimiento de un sitio que para mí es algo más que magnético, acaso la principal razón de tantos y tantos regresos.

23. Siem Reap (Angkor), el origen Khmer y Banteay Chmar

Supongo que llegar a Siem Reap es como soñar con la inmortal obra de Orwell, con “1984”. Amplias avenidas repletas de relucientes casas y fachadas adornadas de seres ajenos a lo que es Camboya y su intrínseca miseria. Gentes que caminan y respiran, y viven, e interaccionan entre ellos. Gente que acaso no sabe de qué color es la panorámica que se abre cinco kilómetros más allá, gente de renglón y seguido rítmico.

Rio Madre 5

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