Mercerreyas

Rio Madre 2

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Contaba el abuelo Lao que, en el origen de la vida, en el Reino Celestial, el perro solo tenía 3 patas por lo que vivía realmente afligido porque no podía correr tan rápido como otros animales ni podía tampoco saltar tan alto o tan largo como los que tenían 4 patas.

-Oh, gran Indra-. Suplicaba el atormentado can. -Dame por favor una cuarta pata como has hecho con el resto de animales-.

-Pero ya no me quedan patas para dar-. Replicó el Dios. –Se las he dado a todos los animales que vinieron antes. Llegas a demasiado tarde, perro-.

-Oh, por favor, venerado Indra-.Se lamentaba y repetía el perro, furibundo de su mala fortuna. Maldecía por lo bajo su destino temporalmente hasta que se decidió a jugar su última carta.-Si no me das mi cuarta pata, mi gran Dios Indra, no bajaré a la tierra-. Dijo con determinación.

-Te he dicho que no me quedan más patas para darte, las he dado todas. Solo me quedan las patas de mi silla así que, ya que insistes y parece que realmente lo deseas, puedes coger una de ellas-. Sugirió Indra

-Gracias, mi adorado Indra. Ahora podré saltar tan alto y tan lejos como los demás y además podré competir en velocidad con ellos-. Dijo el emocionado perro.

Indra quedó gozoso y aliviado pero al mismo tiempo, pensativo, recordó al can:

-Ahora tienes la pata de mi silla, perro, así pues debes prometer mantenerla limpia de cualquier manera y en cualquier situación posible-. Ordenó Indra

-Si, señor-. Confirmó el extasiado chucho, quien, en volandas por la emoción que le superaba, prometió. –Fíjate si la cuidaré que, incluso cuando mee, levantaré la pierna para mantenerla limpia y seca, y todo en honor y respeto por ti, mi venerado Dios Indra-.

Era desde luego un auténtico placer poder sumergirme en la calidez de esas sábanas celestiales mientras rumiaba la capacidad retentiva del abuelo de la pensión que cada noche me asombraba relatándome una historia diferente, la capacidad que tenía para hacer que uno pudiera sentirse confortable en su presencia era de una intensidad para la que no encuentro definición. Añoro muchas cosas de Laos pero, seguramente, estas puestas de sol en inmejorable compañía por encima de cualquier otra. Ahora, un tiempo después, quién sabe, igual ha fallecido el anciano, es ley de vida, tampoco tenía una gran motivación vital una vez que notaba cómo su camino llegaba a su fin solo y sin herencia, además su potente motivación religiosa también les prioriza el entender la muerte como un sencillo paso más en su eterna búsqueda de la iluminación. Seguro que, si ya no está, se fue sin sobresaltos y con el mismo saber estar que atesoró en vida, pero me aterra imaginarme que ya no pueda quedar nada más que historia y polvo de esa pensión y que el tiempo conjuntado con desidia a partes iguales pueda haber finiquitado la poca resistencia de una estructura añeja y colonial que, al igual que su dueño, veía próximo su deceso.

8. Unos pedazos de historia y de leyenda

Otro día me centré en el conocido museo real, hogar de la mítica figura que da nombre a la ciudad, el Buda Phra Bang, paseaba por sus jardines y admiraba el hermoso hogar futuro que han construido para la venerada estatua, el casi acabado Haw Phra Bang, un sim, pastiche de color y decoración que, siguiendo la tradición laboral Lao, tampoco es que haya avanzado mucho su construcción desde la última vez que pasé por aquí hace 3 años. “Bo pen nyang” resumo mientras avanzo perezoso al complejo residencial principal de la, hasta 1975, familia real Lao y que desde entonces, con el triunfo del comunismo y la abolición monárquica, quedó convertido en museo. Mentalmente, una vez me postro ante la radiante estatua, no dejo de relacionar las semejanzas y vicisitudes de ésta hermosa figura con el Buda Esmeralda de Bangkok. 2 pueblos hermanos, Lao y Thai, 2 figuras, paladines de soberanía y unidad nacional, de historia abigarrada y longeva.

Se cuenta en todo el país que hace mucho, mucho tiempo existía un reverenciado y santo monje, Chunlanaga, quien estaba en posesión de mágicos poderes. Deseando convertir su fe, el Budismo, en una religión duradera por milenios en el actual Laos viajó hasta la antigua Ceilán (hoy día Sri Lanka, considerada una de las cunas del Budismo Hinayana o Theravada) para persuadir a la gente de su idea de crear una imagen de Buda en una ceremonia que sería auspiciada por el Rey de Ceilán, el Dios Indra y su cohorte celestial y multitud de Brahmanes y ascetas.

Una vez su deseo se convirtió en realidad, Chunlanaga comenzó la recolección que en forma de donación entregaban los devotos. Plata, oro, cobre y latón así como otros elementos propios de la ceremonia tales como flores, velas e incienso fueron reunidos por el afán de dicho monje. Una vez llegó la hora de la ceremonia los responsables de la ceremonia depositaron todos los materiales metálicos en una vasija para fundirlos y trabajarlos de modo que se consiguió la actual estatua del Phra Bang (Phra significa imagen sagrada de Buda, es un término común en Lao y Thai, mientras que Bang significa delgado o pequeño). La celebración por la creación de la figura duró siete días y, finalmente, en la siguiente noche de luna llena se produjo el conocido como “Budaphisek” o ceremonia religiosa en la que se bendice la figura de Buda por parte de los monjes más ancianos y venerados.

Se cree que esta ceremonia de consagración dotó a la imagen de unos poderes sobrenaturales e incluso se cuenta que todos los seres vivos y espíritus se postraron en señal de respeto hacia la poderosa estatua. Chunlanaga, que había llevado con él en su periplo cinco piedras preciosas que procedían del santuario donde se guardaban celosamente las cenizas del Buda, se proponía engastarlas en el cuerpo de la figura pero, mientras los monjes, él incluido, rezaban y bendecían, la primera piedra salió volando de su zurrón y fue a hundirse en la frente del Buda. Lo mismo sucedió con las cuatro restantes, una fue a parar a la barbilla, otras dos una a cada mano y la última se engastó milagrosamente en el pecho de la imagen. Así concluyó la bendición de la imagen que ahora se mostraba ante mí y cuya leyenda y magia es una prueba de unión y soberanía para el pueblo Lao.

Independientemente de este relato los hechos históricos aseguran que es más probable que el origen de la imagen no sea Ceilán sino un lugar más cercano como Camboya ya que la efigie de apenas 83 centímetros muestra rasgos propios de la corriente artística de esa zona. Es además reseñable la casi segura certeza de que la imagen fue un regalo del monarca Khmer a Fa-Ngum en los albores del reino Lang Xang (año 1359), con lo que pretendía dar legitimidad y un nexo religioso común en forma de imagen sagrada a todos los súbditos de dicho reino. Exactamente igual a la imagen del Buda Esmeralda en Tailandia la cual se cree que ejerce de estandarte y talismán salvaguardando la soberanía del antiguo reino de Siam.

El Buda Esmeralda (Phra Kaew Morakot) es una imagen de 43 centímetros, de estilo Chiang Saen, cuyo origen se remonta a la noche de los tiempos en el acervo popular. Muchos conocen la peculiaridad de que en realidad no es de esmeralda sino de jade pero lo que no muchos desconocen es que su origen se remonta al año 43 antes de Cristo, cuando fue encargada por el monarca Nagasena en la actual Patna (India). Hay un sobrenombre que recibe dicha figura, con buen criterio, que es el de Buda viajero ya que pasó por Sri Lanka y Camboya antes de ser capturado por los Thais en la toma de Angkor en 1432 quienes lo llevaron a su, por aquel entonces capital, Ayutthaya. Vicisitudes, guerras y circunstancias posteriores dieron con el paso de la imagen por Kamphaeng Phet, Vientiane y finalmente Chiang Rai donde fue envuelta y escondida en estuco por el gobernante local. Y sobrenombre este de viajero que, curiosamente, también podría ser aplicado a la figura del Buda Phra Bang ya que si los Lao capturaron el Buda Esmeralda también los Thai invadieron la actual Laos y trajeron como recompensa a Siam la figura del Phra Bang en dos ocasiones aunque posteriormente fue devuelto a la ciudadanía Lao. Las peripecias del Buda Esmeralda no acaban aquí ya que se cree que un rayo destruyó la pagoda donde se hallaba escondida la imagen y en el derrumbe la capa de estuco se partió dejando la figura a la vista (algo similar a la historia del Buda Dorado de Wat Traimit en Bangkok). La imagen entonces pasó por Chiang Mai, Lampang, Luang Prabang,… hasta su actual ubicación en el Wat Phra Kaew de Bangkok.

La potente implicación de ambas imágenes en la psique e identidad colectiva de ambos subgrupos Tai da muestra de lo enraizado que está el aspecto religioso budista en el día a día de ambas sociedades. Son dos figuras de obligado conocimiento y respeto para todo aquel viajero que pretenda implicarse emocionalmente en mayor o menor con estas gentes. Y, si acaso en alguna ocasión compartís unas cervezas con viajeros impenitentes y habituales por estos lares y escucháis la expresión “Traveller Buda”, entonces ya sabréis a quién se está haciendo referencia.

Me levanté y abandoné la estancia para pasar a deambular sin mucho criterio por las salas del museo donde una ecléctica muestra de cachivaches diversos daba fe de las banalidades en forma de obsequios que habían regalado dirigentes de muchos países a los reyes Lao en su visita a estas tierras.

Aunque ya me hervía la sangre pidiendo quemar kilómetros hacia esa otra nueva frontera de nombre Phonsavan, aplaqué el empuje y decidí echar unos días más en Luang Prabang. Y, por supuesto respetando las palabras y deseo del abuelo de la pensión, una mañana subí (volví a subir como había hecho hacía 3 años) a Phusi, la cuasi montaña sagrada de la ciudad y desde cuya cumbre se divisa toda la confluencia de los ríos Kham y Mekong, la península generada por esta unión, la calle Sisavanvong que la atraviesa y hace de cuartel general de las hordas de turistas, los sims relucientes de Wat Xieng Thong allá y el nuevo que albergará la imagen del Phra Bang al pie de la montaña, también el histórico Wat Visoun, el pardo Mekong un poco más allá y toda la sucesión de montañas que se dibujaban sobre un intenso cielo azulado como fondo de la postal en ángulo de 360 grados. Allí, con la vista hundida en las montañas, trataba de localizar un hito que diera sentido a las palabras que resonaban en mi mente, palabras del anciano de la pensión que contaban la preciosa historia de Phu Phra y Phu Nang (el príncipe montaña y la princesa montaña), una leyenda propia de Luang Prabang y transmitida de padres a hijos para llegar a convertirse en uno de los símbolos de identidad de esta región. Al final, pese a estar tapadas, localizo y creo haber dado con la razón de la leyenda ya que, en la ribera derecha del Mekong, justo enfrente de Luang Prabang, pegando al pequeño poblado de Siangman, vislumbro las conocidas como montañas “príncipe” y “princesa” y que no son sino dos montañas que simulan formas humanas a su vez unidas por la espalda. Y mi mente empieza a rememorar su historia.

En un tiempo muy lejano vivía en la región un humilde leñador que vivía con su esposa y sus doce hijas a las que llegó un momento en que, debido a su extrema pobreza y su incapacidad para alimentarlas, se vio obligado a abandonar en el bosque. Éstas, desamparadas, vagaron unos días hasta que finalmente una mujer ogro las encontró y, piadosa, decidió criarlas junto a su propia hija llamada Kanghi.

Así transcurrieron los años, las jóvenes se hicieron adultas y, finalmente, llegó el día que tomaron la decisión de escaparse ya que su entorno era el de los humanos. Huyeron raudas y la mujer ogro corrió tras ellas para darles alcance y, justo cuando estaba a punto de ello, las mujeres alcanzaron y se escondieron en la sima conocida como “Rey de los toros” y en la que la mujer ogro no podía entrar por lo que ésta debió ceder en su empeño y regresar a su hogar. Las mujeres continuaron su jornada, anduvieron y anduvieron, hasta que finalmente llegaron a una ciudad en la que vivía un poderoso rey quien, nada más verlas, se enamoro de ellas y decidió casarse con todas.

Una vez que este hecho llegó a oídos de la mujer ogro, enfureció y llegó un momento en que solo deseaba venganza, por lo que se transformó a sí misma en una preciosa joven y fue a visitar al rey quien, al verla, decidió también casarse con ella y hacerla su reina. Para la transformación decidió dejar en su casa de origen su corazón, ya que así sería inmortal porque, como todo el mundo sabe, los ogros solo pueden fallecer si se atraviesa este vital músculo.

Trazó su plan y así, antes de que pasaran unos meses, la reina enfermó, no comía, adelgazo en extremo y su aspecto tornó a pálido por lo que ella misma solicitó al rey que consultara con un astrólogo para que determinara el motivo de su enfermedad y, una vez tuvo convencido al monarca y cuando ya se encontraba sola, volvió a convertirse en un astrólogo y huyo de palacio para esperar la llegada de los emisarios del rey que iban a ir a consultarle. Una vez éstos llegaron les explico que el motivo de la enfermedad de la reina no era otro que las doce concubinas por lo que, como sacrificio, el rey debía sacarles los ojos a las doce hermanas y llevárselos al astrólogo. De lo contrario, la reina moriría. El rey, enamorado sin remisión de su reina principal, accedió y, después de sacar los ojos a las hermanas, se los llevó al astrólogo quien, a su vez, se los envió a su hija Kanghi para que los cuidara.

En aquel momento, las doce hermanas estaban en estado y encerradas en una cueva sin comida por orden del rey. Sumidas en la desesperanza, llegó finalmente un momento en que debieron comerse a sus propios hijos a medida que daban a luz para no morir de inanición. Pero la hermana menor tuvo un poco más de fortuna ya que solo le fue arrancado un ojo y le resultaba imposible observar la carne humana antes de devorarla por lo que guardaba su ración y, tras nacer su hijo y esconderlo, después hacía entrega de esta despensa a sus hermanas diciéndoles que era carne de su propio hijo que había fallecido al nacer, Así, finalmente fue éste único vástago, el de la hija menor, el que sobrevivió.

Posteriormente un gallo salvaje se avino a vivir con ellos procurándoles arroz para subsistir y, cuando el hijo de la duodécima creció, su propia madre reveló el secreto a sus hermanas de que su hijo estaba todavía vivo y era quien les procuraba comida. Muchos días el chico abandonaba a su madre y tías e iba, con el gallo, a participar en varias peleas de gallos (la gente Lao es muy aficionada a este rito) en una cercana localidad en la que ganaba dinero que canjeaba por comida para regresar con la puesta de sol a compartir con sus familiares.

Un tiempo después el muchacho decidió participar en unos juegos que se celebraban en el palacio del rey en los cuales salió vencedor por lo que el rey le llamó a su presencia y cuando éste le pregunto por sus orígenes, el muchacho, humildemente, le relató cómo era hijo de la menor de doce hermanas. El rey, inmediatamente, comprendió que el joven era su hijo y le acomodó en su palacio dándole el nombre de Phuttasen, palacio desde el cual el chico conseguía escaparse todas las noches para llevar comida a su familia.

Cuando la mujer ogro supo en realidad quién era el joven, decidió matarlo, y para ello volvió a interpretar el papel de mujer enferma. Así, un día le dijo al rey, “la única medicina que puede curarme está en mi ciudad, lejos de aquí, en un lugar al que solo Phuttasen podría llegar para conseguirla”. Y el rey, decidido, ofreció un caballo mágico volador al joven y le envió a su misión no antes de que la propia mujer ogro le diera una carta mientras le susurraba al oído “lleva esta carta a Kanghi, mi hija, ella te dará todo lo que necesito”.

Phuttasen anudó la carta al cuello del caballo y partió deseoso a buscar su destino. Llevaba un tiempo recorriendo kilómetros cuando, por casualidad, llegó a la choza de un anciano asceta y se decidió a descansar. Profundamente dormidos tanto él como su caballo el asceta se acercó al animal y, observando la carta, decidió leerla. “Kanghi, hija mía, cuando este joven llegue a tus dominios, por favor, captúralo y dale muerte ya que es nuestro enemigo”.

El asceta entonces se apiadó del joven y resolvió reescribir la carta. “Este joven es el hijo del rey y debe convertirse en tu esposo. Por favor, dale la bienvenida y cuida de él”.

Finalmente el chico llegó al lugar donde habitaba Kanghi quien abrió la carta y le invadió una gran alegría ya que consideraba a Phuttasen extremadamente apuesto. Le paseó por sus dominios, indicándole las propiedades de cada objeto mágico que se cruzaba en su recorrido, como los limones sanadores, el corazón de la mujer ogro o el cajón en que guardaba los ojos de sus tías. Entonces Phuttasen, encantado y calculador, empezó a idear un plan de escape en el que poder llevar los ojos y limones sanadores a sus desventuradas tías.

Una vez desposados, vivieron felices y acaso el propio joven llegó a dudar de su tramado plan. Pero un día Phuttasen solicitó a su esposa que organizara un banquete para invitar y que disfrutaran todos los sirvientes. Él mismo se empeñó en servir un montón de copas que, con el paso de las horas, dieron con todos los sirvientes dormidos profundamente por un exceso de alcohol y cuando, llegado ese punto, Phuttasen vio la oportunidad, recogió los ojos, los limones mágicos, el corazón de la mujer ogro y otras cosas de interés y partió a lomos de su caballo volador. Cuando Kanghi y sus hombres despertaron y vieron que Phuttasen había desaparecido, decidieron organizar una búsqueda pero el joven había intuido ese factor por lo que fue abandonando elementos mágicos por diversos caminos para confundir a sus perseguidores e, incluso, derramó una poción mágica de la que brotó un frondoso e infranqueable bosque de bambú.

A duras penas, una Kanghi profundamente enamorada y sus hombres eran capaces de seguir a Phuttasen y, a poco de darle alcance, el chico dejó caer una pócima en un río que acababa de cruzar del que salieron altísimas y salvajes olas que hicieron imposible a Kanghi seguir sus pasos. Lloró desconsoladamente por él, suplicando, vanamente, que regresara. Pero Phuttasen ya nunca regresaría y, una vez Kanghi cedió en su empeño presa de la más profunda tristeza, decidió regresar con el corazón tan apenado por la pérdida de Phuttasen que, incapaz de comer y dormir, enfermó rápidamente. No tardó mucho en morir, pero antes de ese instante final, saco arrestos para dejarle escrito, como una premonición, a su amado:

“Muere por amor, tal y como yo lo he hecho”

Mientras tanto, Phuttasen había regresado al abrigo de sus tías y madre y, una vez colocados los ojos en sus cuencas y rociados con el zumo de los limones mágicos, todas recuperaron la vista en medio de una gran algarabía.

Poco después partió el joven hacia el palacio de su padre, el rey, al que llegó para sorpresa y tormento de la mujer ogro que había dado orden a su hija de matarle. ¿Cómo podía estar vivo Phuttasen?. Se enojó tanto que olvido mantener su apariencia de preciosa reina y se transformó en la mujer ogro que realmente era. Decidió atacar al muchacho, con la idea de asesinarle, pero éste fue más rápido y, al verla atacar, ensartó el corazón de la mujer ogro, que había traído del hogar de Kanghi, con su espada tras lo cual la mujer ogro cayó fulminada, muerta. Al cabo Phuttasen volvió a traer de vuelta a su madre y hermanas a palacio pero su felicidad no era completa y así se dirigió a casa de su amada Kanghi.

Para su infinito dolor, descubrió al llegar como su amada había fallecido, y de la profunda amargura que sintió se desvaneció allí mismo y falleció. Tal y como fue el último deseo de Kanghi, por si su amado regresaba un día, fueron enterrados juntos.

Pero los Dioses del cielo sabían que esto no es como debiera ser y Phuttasen debía pagar por el corazón roto que dejó tras de sí. Y, de este modo, todas las mujeres, sabedoras de la historia de Kanghi, jamás olvidarán que no se puede confiar en un hombre. Y por eso bajaron a la tierra y cambiaron la posición de Phuttasen en su tumba comunal para que su espalda recayera sobre la de su mujer en señal de penitencia, de respeto infinito… tal y como representan las montañas Phu Phra y Phru Nang visibles hoy en día y reverenciadas en esta bella historia que se reproduce de generación en generación.

Pasé unos hermosos y plácidos momentos observando estas cumbres, rememorando la añeja historia, imaginando los avatares de Kanghi y Phuttasen en su persecución, él de un sueño, ella de un amor. Y el tiempo se me fue volando. Quemaba mis últimas horas en la antigua capital con la ilusión de quien sabía que había forjado un vínculo inolvidable con una ciudad y sus tesoros arquitectónicos y humanos enmarcados en forma de mi casero y su sabiduría eterna. Fui bajando, casi arrastrando mis chanclas, por las escaleras de la montaña Phousi, soñando una nueva frontera, entristecido por los lloros y gemidos eternos de Kanghi y con la convicción de que todavía, tal y como aseguraba emocionado el abuelo mientras yo asentía con la dulce mirada de quien consuela a un niño, se pueden oír dichos sollozos y lamentos en la cima de Phousi en un día en que la ventisca los atraiga de su cercana morada montañosa. Si subes y los oyes, procura no olvidar su origen y su bella moraleja encerrada, contarla a los que te acompañan en tu peregrinar por Luang Prabang, y así las palabras del viejo tendrán un eco tan inmortal como su saber generacional.

9. La tierra del horror y el porqué

Me llegó la hora de partir, abandonar Luang Prabang. Aquí en Laos pensar en viajar es un concepto que define otra dimensión, viajar en avión, por ejemplo, es una ilusión de capitalista millonario teñida de perplejidad cuando ves las vacas pasear por la pista de aterrizaje antes o después del paso de un avión… Bo pen nyang. Pero por mi experiencia funciona, y viajar en avión, pese a todo, emana una seguridad que engaña al alma. Pero si te toca apretarte los machos y viajar por tierra entonces entiendes que viajar, el concepto puro y sin ambages, aquí adquiere su dimensión exacta.

Uno se monta en un bus de asientos duros y rocosos, un caballo de hierro que parece la maldición más ensañada de tu peor enemigo haciendo vudú y clavando alfileres a ese muñeco que representas tú, y hasta se llega a añorar el momento en que una especie de monosabio como salido de chiqueros en la Maestranza pasa con un cartel indicando la salida de un próximo vuelo y su número, tal y como lo vi la última vez en la sala de espera cuando yo, como un tonto, buscaba en las alturas un panel luminoso que me guiara a la puerta de embarque… y quizás eso y lo de las vacas pasa a ser algo no tan malo. “Si en el fondo soy un exagerado”, pienso, “total eran sólo un par de vacas despistadas”. Y se rememora, ahora con el bolsillo achicado, cómo la puerta de embarque es un quimera que solo puede concebir un alma petulante y acomodada y el avión es una bestia de ave fénix desgastado y un millón de veces regenerado en un pasado tan añorado como, repentinamente, llorado. Sobre todo cuando el bus o camión arranca, en la parte posterior de la nuca uno se ciñe con firmeza el krama (una especie de kufiyya multiuso de origen Khmer que llevo siempre al cuello) para no tragar demasiado del polvo que se filtre por cualquier cicatriz del chasis y parece que las fuerzas de la naturaleza descargaran en un terremoto de proporciones bíblicas. El sudor y un Parkinson tan involuntario como asintomático empiezan a aparecer con una fuerte implicación de un concepto: miedo, acaso olvidado en la aparente tranquilidad bañada por el influjo de esa calma y frecuencia respiratoria pausada permanentemente que parecía haberte abducido en las últimas fechas por Luang Prabang. Entonces uno se da cuenta que comparte un pasaje estéril con una remembranza del arca de Noé, empañado por una naturalidad que desarma. Puede montar un cerdo o incluso un rebaño de cabras, no te queda más remedio que hacerte a un lado y sonreír mientras el alma te recuerda que todos venimos del mismo lodo. Así aprendes a viajar y que el concepto “hotel boutique” es solo una vana ilusión para turistas acaudalados. Puedes conocer sitios haciendo turismo… o puedes viajar con ellos, charlar con ellos y compartir un almuerzo o unos pitillos con ellos. Yo lo prefiero así. Y no olvides sumar a la ecuación la realidad de que en Asia, en todo el continente, la línea que define la circulación por izquierda o derecha es tan difusa que la marca la presencia de baches, asfalto o, más románticamente, la presencia de animales, desde carros de bueyes a búfalos de agua, que también han decidido compartir un breve fragmento de tu porvenir de funambulista en el alambre. Afortunadamente en esta jungla también impera la ley de la otra, esa de que el más grande tiene preferencia, y el bus suele ser un buen seguro de prioridad ante cualquier cruce o encontronazo. Es entonces, cuando se ha percibido el todo y se han quemado horas y días durante años en ese medio de transporte, cuando te sonríes con el recuerdo de esos espabilados que me ofrecían una furgoneta VIP, a reventar de turistas como yo, transitando rápida y veloz por curva tras curva en esta peregrinación que es el transporte terrestre por Laos hoy en día, pretendiendo librarme de un martirio propio de sus compatriotas y que viniendo implícito en mi concepto de viaje solo representaba en realidad un clavo de ese féretro que nunca deseo ocupar. Si voy a Laos, viajo como los Lao… convivo con los Lao… y se he de despeñarme como los Lao… muero como los Lao. Coño, si no ya me hubiera despreocupado yo para fugarme a hacer “tubbing” en ese mal sueño ubicuo llamado Vang Vieng. Por supuesto, en furgoneta VIP.

Pero no, ese presumible accidente no pasó… Llegamos a Phonsavan, enclavado en Xiengkhouan, antiguo Muang Phuan rememorando la historia de Khun Bulom. Disfrutamos y sufrimos juntos en ese chasis de hierro que tras incontables paradas, algunas incluso en la nada solo para mear al abrigo de los juncos, seguía pareciendo, en el momento final, cuando uno se baja y observa aliviado el cacharro desde la distancia, una broma macabra en la que ese tipo con capucha negra y guadaña nos hubiera estado esperando en la siguiente curva. Ahora Phonsavan se mostraba y, a primera vista asemejaba, un enjambre disperso de fachadas difusas y tejavanas herrumbrosas apiladas al entorno de una sola calle central. Y sentía que el espíritu de paz e ingravidez podía volver a poseerme por otros pocos días.

Phonsavan es más una catarsis que otra cosa. Las lejanas montañas salpicadas de pinos y eucaliptos parecen una ilusión de otro planeta. Las gentes son puras y humildes, tímidamente acostumbradas al viajero, aunque en esencia siguen siendo seres hollados y tiernamente sumidos en sus bruñidas penurias lo que acentúa el hecho de que continúen desprendiendo un aura de inocencia que redunda en el paso a bajas revoluciones que todo viajero debe notar y asumir al llegar desde Luang Prabang. Phonsavan no se nutre de ti y este aspecto, fugado de la antigua y turística capital, asemeja un puñado de vital aliento que jamás se va a escapar por entre tus dedos cual si fuera fina arena. Invita al optimismo, es un reducto desgarbado de casas cochambrosas y ruidosas motos chinas, de pésima calidad, que constantemente suben y bajan por la calle principal dando un regalo a esos oídos que de otro modo podrían entender que has caído a un foso lúgubre y apagado, sumando un arpegio de dudosa calidad pero indudable virtuosidad transformada por la necesidad. Llevaba una recomendación de hostal por un viajero que conocí en Luang Prabang y allí me dirigí con la confianza que te dan este tipo de consejos, como si ya hubieras pasado por aquella pensión centenares de veces en previos años, con la convicción de que aunque luego sea una porquería probablemente te quedarás. El chaval que me lo apuntó con ilusión en un trozo de papel era simpático, hospedarse fijo allí será cosa de autosugestión pese a todo, imagino. El garito no estaba mal, turístico, regentado por un alemán simpático que debió encontrar su Shangri-La al estilo de James Hilton entre aquella sucesión de chapas de metal, baldíos campos infinitos, polvo anaranjado y señales de “Precaución, Minas” a cada paso. Baño privado, agua caliente, decoración espartana… Lo justo y necesario.

Hay un detalle terrorífico que asoma por doquier una vez en Phonsavan, un negro recordatorio al uso de esas tarjetas “In Memoriam” que se reparten en los funerales, una macabra llamada de atención que, paseando por sus calles, entre vainas de latón de obús y casquillos de calibres diversos que han acabado tanto como llaveros como maceteros, nos recuerda el absurdo, injusto y demoledor legado que dejaron los norteamericanos por aquí con su implicación en la guerra de Vietnam. Es la más clara definición del infierno hecha realidad.

Entrando en la historia de la región el primer aspecto que llama la atención es la presencia de la gente Phuan, una variante Lao y que, no en vano, dio nombre a esta región que originalmente era conocida como Muang Phuan. La historia de la región es una sucesión encordada de turbulentos episodios históricos, de guerras intestinas e influjos externos en los que sufrieron la dominación tanto del poder emanado del Reino de Lang Xang, como de los reinos annamitas del actual Vietnam e incluso del Reino de Siam, a los que tuvieron que pagar tributos.

Fue curiosamente durante el dominio de la región por parte de un reino annamita con base en Hué, en el siglo XV, cuando se vivió la época de mayor prosperidad ya que la zona fue parte de una importante ruta comercial que generó riquezas en una ya de por si plana y fértil llanura para el cultivo de arroz. La capital Xieng Khouan (la actualmente devastada Muang Koon) era una ciudad con importantes y suntuosas pagodas que resplandecían al sol.

Con el paso de los siglos la región se empezó a ver fuertemente influenciada por el poder que iba adquiriendo Vientiane y se fue progresivamente eliminando el influjo annamita. Así se pasó a decidir en Vientiane quién era el monarca de la región, se empezó a gravar con fuertes impuestos a una población que aún seguía nadando en la abundancia y subsecuentemente, bajo el mando de Chao Anou en el comienzo del siglo XIX, el reino de Xieng Khouan pasó a ser una mera provincia del poderoso reino de Vientiane, a su vez controlado por Siam que entendía que esta región era clave para poder mantener controlado al reino annamita con base en Hué.

Pero Chao Anou se reveló contra la influencia siamesa en 1828 con lo que las tropas de la actual Tailandia se vieron obligadas a intervenir y capturarle para, a continuación, proceder a una nefasta política de despoblación general ya que pretendían que, caso de ser la zona capturada por los reinos de la zona de Annam, al menos no dispusieran de recursos de hombres, comida o transporte.

La influencia siamesa, por el contrario, se desvaneció rápido y para mediados del siglo XIX la zona volvía a ser un “totum revolutum” debido al de nuevo poderoso influjo de Annam, Luang Prabang (que seguía siendo estado vasallo de Siam) y la llegada de los Haw, hordas de bandidos que procedían del sur de China y que eran conocidos como “Bandera Negra”. La llegada de estas hordas supuso la destrucción de bellos templos y milenarias ciudades que fueron calcinadas hasta los pilares y supuso un grave quebranto para el gobierno siamés que, en la creencia de que la gente Phuan estaba ayudando logísticamente a los invasores (lo cual era cierto, aunque se debía a la amenaza de muerte que recaía sobre estos ciudadanos por parte de los “Bandera Negra”) mandó tropas que expulsaron temporalmente a los Haw y regresaron a Siam con miles de personas Phuan que pasaron a ser esclavos de los Thai, entre ellos el último príncipe de Xieng Khouan, Kamti.

Y llegamos a los trágicos años de mediados del siglo XX, en plena guerra de Vietnam, cuando toda esta región fue duramente bombardeada por las tropas norteamericanas. Se considera que cerca de 450.000 personas perdieron la vida en Laos, cerca de un millón se vieron forzados a emigrar y, lo peor, el uso indiscriminado de agentes tóxicos defoliantes ha dejado un reguero de problemas de salud pública vigente aún en nuestros días. Pero empezar por el principio es la única manera de darle un sentido histórico y efectivo contexto a esta aproximación a una pesadilla inherente a los tres países que formaban mi ruta. Y, en mi opinión, hay una excelente recapitulación de datos históricos a cargo de Nicholas Lombardi, que considero clave para comprender el devenir turbulento y atroz en la región Lao.

Partiendo de las incursiones destructivas Haw, no exclusivas de Xieng Khouang sino generalizadas también en Luang Prabang, Francia, ya con un peso colonialista efectivo, se ofreció a combatir las mismas prestando para ello su apoyo al gobierno Lao que de este modo veía también, en cierto modo, una pequeña liberación del yugo siamés.

Francia había iniciado su colonialismo tomando Saigón con un ridículo argumento de defensa de la minoría católica de la zona, reprimida por Minh Mang, un emperador Nguyen, y de allí colonizó todo el actual Vietnam de sur a norte. Fue este apoyó a Luang Prabang una magnífica oportunidad de expandir su, hasta el momento, desbocado afán colonialista. Pero la diplomacia francesa cometió, entre sus muchos errores, el disparate de considerar a todas sus posesiones como un único ente, Indochina, lo que aceleró la creación de grupúsculos independentistas y comunistas como el Viet Minh en Vietnam o, su extensión Lao, el Phathet Lao, que pretendía expulsar a los franceses que controlaban en este país a los gobiernos títeres de los mini-estados derivados del antiguo Lang Xang: Champassak, Vientiane y Luang Prabang.

Toda esta ebullición dio como resultado la primera guerra de Indochina que se remató con el asedio y conquista de Dien Bien Phu por las tropas del Viet Minh lo que significó, de facto, la expulsión de las tropas francesas en 1954 y la organización de la llamada “Convención de Ginebra” en la que se estipulaba la partición e independencia de Vietnam en dos estados: Vietnam del Norte y Vietnam del Sur y la independencia de Laos y Camboya (técnicamente era ya un hecho desde 1953). Además, en lo que nos ocupa, estimaba la total prohibición de presencia militar foránea en Laos, incluyendo tropas de Vietnam, Estados Unidos, China o URSS. Pero, obviamente, esta normativa en un contexto de guerra fría como el que prevalecía entonces, difícilmente iba a ser cumplida y Estados Unidos se puso manos a la obra para tratar de limitar la amenaza que suponía en la zona un estado de corte comunista como Vietnam del Norte.

Así, en 1955, los norteamericanos se propusieron “comprar” Laos y para ello, entre otras medidas, compraron millones de moneda Lao, el Kip, que luego quemaban y facilitaron al gobierno Lao dólares americanos con un cambio tan beneficioso como hinchado artificialmente. Es decir, lisa y llanamente, les estaban comprando el país. El gobierno yanqui también se hizo cargo de la totalidad de salarios de los militares laosianos haciendo de este país el mayor destinatario de su programa de ayuda internacional. El Departamento de Estado, en lo que a vertiente militar se refiere, decidió la creación de un proyecto secreto (Proyecto 404) para mantener en Laos consejeros militares con identidad civil en un estado de latencia lo que, a todas luces, violaba los acuerdos de Ginebra. Así, con un poder fáctico occidental en el país, se convocan unas elecciones de las que se excluye al Phathet Lao lo que genera que los vietnamitas del norte, en respuesta, comiencen a infiltrar tropas en el este de Laos.

El periodo de 1956 a 1958 vivió la elección como Primer Ministro del neutral Príncipe Souvanna y la pretensión de éste de crear un gobierno de coalición entre seguidores monárquicos y seguidores del Phathet Lao, algo que por otra parte también derivaba de los acuerdos de Ginebra. Su plan consistía en integrar al Pathet Lao en la Armada Real Lao y la convocatoria de nuevas elecciones en las que estos últimos pudieran participar libremente. Souvanna, enquistado en su neutralidad, decide visitar Beijing y Hanoi lo que supone un serio revés a la política exterior norteamericana. Y el Secretario de Estado, John Foster, no duda en remarcar públicamente que un gobierno de coalición, se dijera lo que se dijera en Ginebra, no es admisible y, en consecuencia, se corta de inmediato todo suministro de ayuda a Laos. El resultado de las elecciones no puede ser más desolador para el imperio capitalista ya que revela una mayoría del Pathet Lao que empieza a ocupar cargos de responsabilidad en áreas civiles con la connivencia de Souvanna y, por supuesto, los yanquis empiezan a maquinar de nuevo para reventar esa situación. Tal y como translucía de las palabras de Eisenhower, si no se paraba el influjo comunista en Laos, el régimen político comunista se contagiaría por todo el Sudeste de Asia. En otras palabras, la CIA tenía carta blanca para trastear al margen de legalidades internacionales.

El primer empeño de la CIA consistió en promover una guerra de bloques, un choque de poderes, para lo que necesitaba alguien en Laos con peso específico y vulnerable a los caprichos que ellos dictaminaran, un títere. Y creyeron encontrarlo en la figura de Phoumi Nosovan, un general de la armada que se mostró en un principio proclive a reventar la situación que habían generado las urnas.

En 1960 la CIA se las apaña para trapichear en las elecciones y consigue colocar a Phoumi en el poder. El fraude electoral había sido flagrante ya que consagraba amplías mayorías en candidatos afines a los designios yanquis, algo difícilmente creíble. Aquí comenzó la deriva de la política norteamericana en Laos ya que, si por un lado el Departamento de Estado y el embajador en Laos seguían apoyando a Souvanna, el Departamento de Defensa y la CIA apoyaban claramente a Phoumi. Una vez más los trapos sucios y la absurda independencia de las distintas capas de poder en el entramado político yanqui se volvían en contra de sus propios intereses.

La situación todavía se degradó más en el entramado social y político Lao cuando un capitán de la Armada, Kong Le, aburrido y hastiado de esta deriva, decide dar un puñetazo en la mesa. Junto con la gente de su batallón arma un exitoso y pacífico golpe de estado en el que captura Vientiane y obliga a Phoumi a huir al sur, a Savannakhet. Kong Le anuncia de inmediato sus objetivos: el final de la lucha en Laos, erradicar la corrupción y establecer una política de paz y neutralidad. Sus fuerzas no son de derechas o de izquierdas, sino neutrales, tal y como sucedía en época de Souvanna, a quien el mismo Kong Le solicita que regrese como Primer Ministro para reeditar la primera coalición pacífica e integradora que el empuje yanqui se había empeñado en destruir.

Obviamente esta situación no iba a frenar la política exterior de los Estados Unidos quienes empezaron a apoyar financiera y militarmente a Phoumi para que recuperara el control y así, en 1960, éste consigue expulsar a Kong Le y Souvanna de Vientiane. Kong Le decide unirse al Phathet Lao, en ese momento ubicado con sus tropas en el norte, y juntos ejercen una ofensiva en la que consiguen rápidamente controlar toda la extensión de Xieng Khouan. Los vietnamitas del norte deciden apoyar al depuesto Kong Le y al Phathet Lao y envían consejeros militares y artillería pesada a la zona. Souvanna se acerca hasta Khang Khai, un pequeño pueblo en la meseta de la llanura de jarras, e insiste en su derecho vigente como Primer Ministro. Pero, paradójicamente, pese a que Gran Bretaña, Francia e incluso Estados Unidos reconocen su gobierno como el legítimo de Laos, éstos últimos siguen proporcionando ayuda y apoyo a la gente de Phoumi. En definitiva, otra de esas controvertidas y esperpénticas reacciones de la política yanqui de la época, resumidas como en un “a Dios rogando y con el mazo dando”. Y las cosas, por supuesto, iban a empeorar.

En este punto la CIA estaba ya ciertamente cansada de Phoumi, quien se estaba revelando en realidad más como un mafioso de bajo perfil que como un estadista brillante y, sopesando un negro panorama, deciden armar una guerrilla de gente Hmong (Miao), una sociedad tribal venida antiguamente de China y arrinconada históricamente en las montañas debido a la expansión de la gente Lao, que sería comandada por un tipo llamado Vang Pao. Gran negocio para los intereses norteamericanos que solo tenían que invertir dos dólares al día en la manutención y fidelidad de esta humilde gente. Incluso idearon una flotilla aérea que suministrara víveres y armas a la mencionada guerrilla. El nombre, tal y como habrás adivinado… ¡¡¡Air América!!! Los Hmong, muchos de ellos, engañados pero sin recursos, muestran un más que ferviente deseo de formar parte de esta guerrilla con la clara convicción de que los americanos les apoyarían y compensarían con la cesión de una parte del territorio Lao para la creación de su propio estado independiente. Los soviéticos, viendo la deriva de la situación, deciden no cruzarse de brazos y empiezan a suministrar por su parte material bélico y víveres a Khong Le y seguidores.

Hay que hacer un pequeño inciso en este punto para definir con claridad qué papel jugó la gente Hmong en todo este puzle. Efectivamente muchos de ellos habían tomado partido por el Pathet Lao, pero a Vang Pao, un oficial del ejército Lao que, como comento, estaba directamente a las órdenes de la CIA, no le resultó difícil convencer a otros muchos de ellos, hasta el momento neutrales, para su causa con la excusa de estar respaldados por el mejor ejército del mundo, los norteamericanos. Al igual que en su día habían hecho los franceses, los yanquis calcaron la táctica. En detalle, la gente Hmong, con recursos muy limitados, se valía de un incipiente cultivo de amapola del que extraían opio para fines medicinales y del que se valían como elemento de trueque para conseguir distintos víveres. Así los estadounidenses decidieron ayudarles a venderlo para conseguir ingresos que hicieran mella en la creencia Hmong de que los americanos solo querían ayudarles. La salida a este opio se haría por medio de la flotilla “Air América” que, en una parte considerable, se trasladaba a Saigon (Ciudad Ho Chi Minh) donde era cortada en heroína de gran pureza y vendida a reclutas americanos que se encontraban en ese momento en Vietnam del Sur con la intención teórica de protegerles del enemigo del norte. Esto redundó en una notable tasa de adictos que, de regreso a casa, no solo lidiaron con el estigma de veteranos derrotados de guerra sino también con una poderosa y tóxica adicción.

La gente Hmong de esta guerrilla, pese a su valerosa lucha, fue finalmente aniquilada en gran medida por el potencial armamentístico y estratégico del Phathet Lao, incluso al final se veían obligados a alistar a jóvenes de apenas quince años ante las derrotas que les inflingían los comunistas. En realidad eran carne de cañón. La guerrilla duró unos doce años, y en ese periodo su sueño de una nación Hmong se tornó en una pesadilla monumental.

Retornando a la historia general nos encontramos en 1962, con este caldo de cultivo, con un país dividido y sumido en luchas internas, un tablero de ajedrez en el que los potentes bandos comunista y capitalista juegan su peculiar partida. Se celebra una segunda convención en Ginebra para liberar tensiones en la zona y se alcanzan unos acuerdos muy similares a los de la primera en los que prima la necesidad de abandono total y absoluto de tropas extranjeras del territorio Lao. Una vez más, la CIA, sustentada en su “gloriosa” Air América y su guerrilla Hmong, no estaba dispuesta a respetarlo. Y menos aún iban a respetarlo los norvietnamitas que ya contaban con miles de soldados infiltrados en territorio Lao, apoyando al Phathet Lao y realizando claras labores logísticas en las difusas rutas de suministro en la guerra que ellos mismos libraban en su país contra el gobierno de Vietnam del Sur liderado por el proamericano Van Thieu.

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Es fácil entender en este punto la desazón disfrazada de incapacidad en el bando norteamericano, incapaz de perpetuar un régimen afín a su ideología en toda la península de Indochina, hecho que derivó en esa especie de huida hacia delante que marcó el triste devenir de Laos en general y Xieng Khouan en particular. Así, la escalada de violencia fue en aumento hasta que, como recuerdo, nos queda la estampa de la derrota. El hecho flagrante de todos los pueblos de la hasta entonces bella provincia de Xieng Khouag bombardeados y aniquilados. La más absoluta vergüenza del lado oscuro de la sinrazón humana. La necesidad de miles de personas de recogerse en cuevas porque sus casas, su tierra, su sustento está perdido y envuelto en llamas. Y, sobretodo, nos deja la imperiosa necesidad de no olvidar aunque de esto, tristemente, se encargan los millares de bombas aún dispersas por los campos de la meseta de jarras.

Todo esto se resume en el trágico periodo de 1964 a 1973 (especialmente el quinquenio de 1969 a 1973), la “Guerra Secreta”, en el que los bombardeos yanquis, al albur del caos por la guerra civil en Laos entre monárquicos y comunistas del Phathet Lao, dejaron toda la zona de Xieng Khouan devastada y masacrada bajo el pretexto de reventar las vías de suministro que utilizaban los norvietnamitas en su afán por conquistar el sur. Sea como fuere, dejando unos datos, se estima que Estados Unidos lanzó más bombas en Laos, principalmente en la región en que yo me encontraba, en este periodo que todo el volumen de las que lanzó en la segunda guerra mundial. Lo peor es que se considera que de los 260 millones de bombas que se lanzaron aproximadamente 80 millones quedaron sin estallar, suponiendo todavía a día de hoy una grave amenaza en la región. Si se dice que Laos es el país más bombardeado en la historia de la humanidad solo podemos creerlo porque es la realidad. Y si no, no hay más que darse una vuelta por las cercanías de Phonsavan y abrumarse ante el sobrecogedor reguero de cráteres que jalonan todo el campo de visión independientemente de la dirección en que uno mire. Que el Apocalipsis debió parir aquí es lo primero que a uno se le viene a la mente. Y es que, aunque parezca la luna, sigue siendo Laos.

El 21 de Febrero de 1973 se firmó un acuerdo en Vientiane que daría un alto definitivo a esta escalada de violencia y sería la antesala de la definitiva victoria de los comunistas en 1975. Desde entonces hasta nuestros días, Laos sigue siendo un país, en teoría, comunista. Y, por supuesto, Estados Unidos, pese a su enorme gasto económico, militar y civil, no consiguió ni uno solo de sus objetivos…

La desconocida y nunca declarada contienda bélica dejó más de 580.000 misiones de bombardeo en 9 años que ahora se convierten en muchas decenas de años para poder limpiar el rastro de aquel sinsentido de bombas que aflora constantemente en forma de ciudadanos Lao mutilados o, directamente, muertos por el mero hecho de topar con algo que jamás debería haber estado allí. Las bombas de racimo (“bombi” en la jerga local) suponen la mayor de estas amenazas por su naturaleza fraccionaria. Afortunadamente la comunidad internacional se ha puesto manos a la obra y actualmente operan en la zona 2 principales grupos de desactivación de restos de guerra (UXO en inglés): el MAG y UXO Lao.

MAG fue contactado en 1993 para sumarse a la tarea de limpieza en Laos principalmente por sus buenos resultados en Afganistán, Camboya o Nicaragua. El proceso que siguen se basa en el adiestramiento en el uso de detectores de metales por parte de la población local para luego ellos, una vez detectado el UXO, trasladarlo a un lugar seguro y explosionarlo con una pequeña carga de TNT.

UXO Lao es una organización local, respaldada por la ONU, con un propósito casi idéntico al de MAG. En un principio la organización trabajo mano a mano con otras extranjeras pero en la actualidad, con la experiencia adquirida, es capaz de valerse de su propio personal para limpiar zonas y solo cuenta con el esporádico apoyo extranjero en caso de necesidad.

Ambas organizaciones disponen de grupos de concienciación rural que representan un papel muy importante en el proceso de limpieza y borrado de esta triste realidad ya que suelen visitar aldeas con pósters en los que muestran los diferentes tipos de explosivos, montan teatros con marionetas para enseñar a los niños el peligro de la artillería sin explosionar, etc.

10. La realidad de Phonsavan y la gente Lao

Decidí contratar un tour para acercarme a la llanura de jarras, el principal motivo de mi visita y de paso acercarme a esta realidad de muerte y destrucción aún vigente.

Y el resultado no pudo ser más contradictorio. Extasiado por la amplia sucesión de monolitos con forma de jarra, de distintas medidas y estado, pero al mismo tiempo hundido por la decrepitud que empaña todo el campo de visión. Los millares de cráteres alternados con jarras de origen aún incierto (se estima que tienen unos 1500-2000 años de antigüedad) daban un toque de desconcierto a esta mente fatigada. Los unos son restos de una gente aún desconocida, los otros herencia de otras personas demasiado bien conocidas. Las urnas invitan a saltar por todas ellas, a auparse a las mismas y chequear qué contienen, qué debieron encerrar sus entrañas y, sobretodo, a soñar con otra época, otros pueblos, otras historias aferradas a su naturaleza pétrea. Pero, una vez más, la realidad se impone al ansia de volar porque incontables letreros advierten sobre la prohibición, la absoluta imposibilidad de alejarse de la ruta marcada por la presencia de material bélico aún deseoso de cobrarse su recompensa de daño. Y uno solo puede suspirar de pena y continuar su andar bajo un sol implacable, como un rebaño de ovejas bajo el control de la antigua mesta hispana. Hay muchas leyendas acerca del origen de estas jarras, acaso demasiadas. La más clásica, la que también más me atrae en el plano personal, es la que narra las vicisitudes de un rey gigante olvidado en los anales del tiempo, Khun Cheung, en su batalla contra poderosos enemigos y quien, tras una sufrida y dura batalla de la que sale vencedor, ordena la creación de la mismas para guardar el clásico whisky de arroz Lao (lao lao) para celebrar la victoria. Una victoria en fiesta que, a juzgar por las dimensiones y proliferación de jarras, debió durar no sé si determinados días pero sí incontables borracheras. Sin embargo seguramente la realidad sea un poco menos artificiosa y mágica y estas jarras no sean sino el empeño de mercaderes nómadas en su deseo de recolectar el agua de lluvia monzónica para posteriormente hervirla y darle potabilidad, una tradición bien conocida por los mercaderes de Asia Central.

Al atardecer regreso a Phonsavan aún con ese sentimiento de derrota en el alma, alicaído, tejiendo unas preguntas para las que no hay respuesta. Con las retina aún hundida en cualquier cráter del camino. Pero en un segundo todo cambia, rememoro a Khun Cheung, le imagino blandiendo su arma, poderoso e indestructible, y apuro en compañía pero soledad mental unos tragos de lao lao que imagino fermentados en cualquiera de los miles de jarras que pueblan las llanuras a escasos kilómetros de donde yo soñaré plácidamente esa noche. Charlo con unos lugareños sobre la vida, el fútbol (¡cómo no!), tratamos de entendernos, ellos en su Lao y yo en mi Thai y así acabamos creando un idioma propio de esa noche, de ese momento que, con el regadío incesante de licor, mañana al alborear ya será solo una breve reminiscencia agitada por una potente resaca.

En Laos, con sus gentes, su deliciosamente pausada actividad ante la vida, aprendí a dar valor a ese concepto que resonaba en mi cerebro desde la época en que era un estudiante de magisterio, siempre con una especie de aura de insignificancia pero marcada redundancia, y que se resumía con claridad, por primera vez, en forma de las palabras policrónico y monocrónico. Para resumirlo brevemente vamos a concebir y partir de la base de que el concepto policrónico hace referencia a la posibilidad de llevar a cabo múltiples tareas en un orden cronológico indeterminado, es decir, en un espacio de tiempo ilimitado que es, en cierto modo, una vuelta de tuerca al concepto de multitarea ahora tan de moda ya que parece que si no tienes una impresora que a la vez planche y friegue en 5 minutos es como si no tuvieras nada. Por el contrario, el concepto monocrómico hace referencia a la capacidad de ejercer una única tarea en un tiempo limitado (eso que siempre dicen las mujeres que es el talón de Aquiles de los hombres). Hay otra breve aproximación al estilo de vida laosiano, sacado de la red, que me resisto a dejar de incluir ya que no solo genera una empatía máxima hacia este pueblo sino que además refleja, tercamente, esa indefinición y falta de sentido que en ocasiones parece que gobierna nuestras vidas en occidente y es, justamente en mi opinión, otro de esos eslabones imprescindibles para cualquiera que desee profundizar en las gentes y cultura de este maravilloso país.

Todos los que hemos invertido un tiempo más o menos prolongado viajando por esta zona conocemos aquello que se dice a modo de proverbio de que los vietnamitas plantan el arroz, los camboyanos lo ven crecer y los tailandeses son los que recogen… pero son los laosianos los que, adormecidos, pretenden oírlo crecer. Tanto en Isan como en Laos no es distinto, aquí todo fluye a otro ritmo ajeno a playas, fiestas de luna llena y trekkings multitudinarios en pueblos supuestamente étnicos que encierran chozas de cartón-piedra y seres ubicuos. Aquí el ritmo es genuino, mucho más apagado y placentero. Y ahí empieza parte del saber ancestral de convivir con gentes en este rincón del planeta, su ritmo, su habla, sus gestos, todo en ellos denota una calma que podría enervar a cualquier espíritu acelerado occidental pero no deja de ser una lección de reposo, humildad y saber vivir. La vida no se escapa por sus poros y mientras que nosotros nos aferramos a ella hasta el último y doloroso hálito existencial, ellos son capaces de convivir tanto con la vida como con la muerte con la misma idéntica naturalidad emanada de sus genes.

La gente Lao, en concreto, siempre ha sido considerada como soñadora y pasiva, se les ha definido como que “nunca son peleones o pertinaces, la mayoría son amables, dóciles y pacíficos, grandes amantes del reposo y la paz”, el contrapunto lo marca Oden Meeker, en su obra “El pequeño mundo de Laos”, editada en 1959, quien definía a su población como “poco ambiciosa, variable y poco menos que rozando el milagro cuando han de ejercer organizarse para alguna tarea”.

Parte de la causa que genera esas últimas características mencionadas radica en que la gente Lao vive en una sociedad, volviendo al hilo, policrónica. Esto significa que ellos le dan una prioridad mayor a las relaciones sociales que a los horarios o tiempo de ocio, incluso los tiempos para ocio son generalmente variables e incluso cambiables en el último minuto. La gente Lao tiende a ver el tiempo como algo flexible y fluido más que como “moneda de cambio” que pueda ser usada provechosamente o malgastada. El tiempo de trabajo, las obligaciones, no son vistas como algo separado del ocio y, en consecuencia, el cumplimiento del trabajo individual depende del progreso para lograr el objetivo del trabajo en común. La gente policrónica a menudo trabaja para una red más amplia, entendida como resto de la sociedad en la que todo está relacionado, y así se ven como miembros de un grupo más numeroso de gente del que pueden recibir información y/o ayuda. El resultado de este modelo de sociedad es que puede desembocar en un sistema de burocracia agobiante que tiene la mayor iniciativa para ayudar pero puede no estar preparada para acometer la mayoría de trabajos. Junto con esto se da la circunstancia de que la orientación Lao hacia una continuada delegación de tareas a subordinados supone la creación de una elaborada red jerárquica en la que un supervisor toma nota de quién está haciendo qué, pero permitiendo a los subordinados decidir cuándo y cómo completarán sus tareas.

La sociedad occidental, por su parte, se caracteriza por una visión monocrónica del tiempo lo que se traduce en que los ciudadanos priorizan su deberes e interacciones con otros en función de horario rígido establecido. Prevalece la preferencia para finalizar una obra incluso aunque las condiciones no sean las idóneas. El tiempo de trabajo nunca está relacionado con el tiempo de ocio y jamás se mezclan aunque se tenga que dejar de lado las relaciones de amistad. Sin embargo, está tendencia a esquematizar y separar puede aislar a la gente monocrónica de la mayoría reduciendo a su mínima expresión las relaciones sociales al mismo tiempo que intensifica las relaciones muy intensas entre dos o tres miembros nada más en grupos muy reducidos. El tiempo se ve como algo tangible que puede ser “guardado, gastado, desperdiciado, perdido, muerto o finiquitado”. Ahondando un poco más, el cumplimiento de las tareas es generalmente medido en una escala puramente personal en vez de ser enfocado como una parte mínima en un contexto global de organización a mayor medida.

Resumiendo de un modo muy sencillo para no perderse, las culturas policrónicas como la Lao están más preocupadas en obtener el trabajo “a la larga”, sin valorar el tiempo que puede llevar finalizarlo. Es decir, la idea básica no se basa en el tiempo sino en finalizar la tarea, sin que ello penalice o cree perjuicio en tu relación con amigos o familia, por el contrario, en las sociedades monocrónicas, como muchas del primer mundo, prima más la consecución de un trabajo en un tiempo determinado al coste que sea, independientemente del perjuicio que pueda crear en tu relación con amigos o familia. Así, frases como “el tiempo es oro”, propias de culturas monocrónicas, contrastan con frases como “aquellos que corren llegan antes a la tumba”, “el hombre no inventó el reloj” o “si sabes esperar lo suficiente, incluso un huevo puede andar” escuchadas en culturas propiamente policrónicas.

La impaciencia propia occidental por conseguir los trabajos hechos a la mayor brevedad resulta paradójica una vez que uno llega a Laos y las 2 primeras frases que aprende son bo mi (no hay nada) y bo pen nyang (que significa comúnmente “no pasa nada” pero también puede significar “da igual”, “muy malo”, “no tiene importancia”, “a quien le importa” y otro montón de significados más peyorativos en nuestra conciencia que otra cosa, lo que jamás va a significar es “perdona, llego tarde”, “es solo un minuto” o, la más divertida, “gracias por tu paciencia”). Francamente, la frase bo pen nyang puede hacer ridículo nuestro concepto vital temporal de “ya lo haré mañana”.

Con estos básicos conceptos creo que quedan bastante matizadas muchas de estas situaciones cotidianas que se afrontan en el día a día y que más suelen chocar al viajero por Laos. Partir de la base de la absolutamente sobredimensionada concepción del tiempo en esta sociedad se torna algo fundamental de cara a conseguir disfrutar plenamente de nuestro viaje y, como anécdota, suelo poder argumentar con franqueza que soy de los que se relajan en los templos, es algo inherente al lugar imagino procurando no buscarle un tono metafísico, además no soy el único, pero da la sensación de que si fuera por relax, ¡la gente Lao debe vivir permanentemente recluida en un templo! Y no deja de ser increíble poder compartir unos días con una sociedad en la que la palabra estrés o ansiedad están prohibidas, un lugar donde el candidato a suicida con el dogal en ristre supone más una absurda representación en la ficción propia de los Monty Python en su más lúcido momento que de una sangrante realidad en, sin ir más lejos, nuestras sociedades. Acaso Norman Lewis lo describía con exactitud cuando hablaba de los expatriados franceses por estas tierras, en tiempos de la colonia, como “el resultado de exitosas operaciones de lobotomía: despreocupados y ligeramente libidinosos”. Y eso se puede aplicar a cualquier viajero de hoy o a otro montón de expatriados de larga duración que han encontrado su paraíso terrenal aquí o en la vecina Tailandia. En mi opinión Lewis acertaba no porque los franceses hubieran modificado de manera drástica sus hábitos sino porque, lisa y llanamente, se habían contagiado y girado sus acciones hacía un puro propósito epicúreo y hedonista como el que se aprecia en el día a día de los amistosos habitantes de este país. Este relax magnético les invadió a ellos, a mí, y también te invadirá a ti.

Así, procura prepararte para vivir situaciones en las que, por ejemplo, se dé que un maestro, en algún pueblo innombrable en el que has aparcado la mochila por unos días, ha suspendido las clases por ir a visitar a la familia, tu bus al aeropuerto en un camino olvidado llega una hora tarde y sufres porque no cogerás tu vuelo… pero éste ha sido retrasado 3 horas a su vez, esa carretera que iba a estar finalizada hace 3 años está más bacheada que nunca, tu ropa de la lavandería estará lista en un día que se convierte en una semana, y un largo etcétera. Porque con este concepto grabado a sangre y fuego en la mente, un viajero por Laos jamás pensará que Dios está demasiado ocupado como para no atenderle, sencillamente se dejará llevar viendo la vida pasar, como debe hacer el mencionado inquilino celestial en su vertiente Lao, y disfrutará con calma las maravillas de la creación mientras piensa que puede y debe sentirse el más afortunado del mundo por vivir esos momentos ya infinitos en su memoria … relax, relax, si te tomas tu tiempo hasta llegarás a oír la hierba crecer, no en vano estás en Laos, forastero … Bo Pen Nyang.

11. La ciudad del sándalo

Una coctelera de huesos y articulaciones doloridos. No hay otro calificativo para definir la ruta nocturna de 10 horas que me trasladó de Phonsavan a Vientiane. Llegué a primera hora a la capital, maldiciendo mis magulladuras y golpes ganados entre la estructura metálica de los asientos del desvencijado bus y los numerosos baches y curvas del camino. Busqué rápidamente en la reluciente nueva estación de buses un garito para llenar el estómago con un poco de arroz caliente y frotarme los golpes. La camarera sonreía disimuladamente mientras yo esperaba mi ración y palpaba con gesto de notable dolor mis codos, rodillas, trasero… Casi me dolían hasta las pestañas de unos ojos que se cerraban furtivamente buscando las horas de sueño que la ruta me había privado.

Volvía a pisar Vientiane, la añorada Viang Chan, la ciudad del sándalo en su origen sánscrito. Y no había pasado ni un año desde que la había pisado por última vez. Los orígenes de la actual capital laosiana se funden en el Phra Lak Phra Lam (la épica hindú conocida como Ramayana, Ramakien en Tailandia o Reamker en Camboya) pero, leyendas al margen, está más que extendido y afirmado que en realidad sus orígenes se remontan a un antiguo asentamiento Khmer cuyo templo principal se situaba en el actual Wat Phra That Luang. No fue hasta 1563 cuando Setthathirat trasladó la capital del reino Lang Xang de Luang Prabang a Vientiane. Para dotar a la nueva capital de un aura de respeto y fe se llevó con él la venerada imagen del Buda Esmeralda, actualmente en Bangkok, y dejó en Xieng Dong Xieng Thong el otro paladín de la soberanía Lao, el Buda Phra Bang que desde ese momento pasó a dar nombre a la localidad, tal y como ya sabemos, Luang Prabang.

Desde la caída del Reino de Lang Xang fueron varias las invasiones y saqueos siameses que sumieron a la urbe en periodos de decadencia que, curiosamente con la llegada del colonialismo francés, dejaron paso a otra época de florecimiento con la reparación de una ciudad que ya se encontraba prácticamente abandonada. Y no solo la restauraron con bellas avenidas y edificios coloniales sino que devolvieron un lustre ya olvidado a los que iban a ser mi tres principales puntos de interés: el ahora museo Wat Sisaket, el museo de Haw Phra Kaew, antigua morada del Buda Esmeralda y, sobretodo, el símbolo nacional Wat Phra That Luang que en esas fechas debía vivir el famoso festival de Bun That Luang.

Recordaba que habían supuesto casi un disparo en la sien los días que había pasado hacía unos meses con Pa por allí. En 2008 me pareció una ciudad luminosa, amigable y barata, con un halo más de pueblo que de capital. Recorría las avenidas sin destino conocido, solo por el placer de pasear saltando de una sombra de Frangipani a otra. Pero en 2010 las sensaciones se habían esfumado, la zona del Namphu, mi hogaño reducto de calma y paz se había convertido en una amalgama de falangs en busca de priva fácil que consumían amplias zonas del cercano paseo fluvial del Mekong. Algo ubicuo, una especie de Khao San de Bangkok trasladado como por arte de magia a este pequeño reducto que podría haber pasado por la Provenza francesa. Los precios se habían disparado, la gente Lao parecía distante y huidiza. El refugio y la ilusión de Pa por conocer un lugar nuevo y mítico en sus orígenes Lao de Isan fue lo único que me llenó de pasión y alegría en una ciudad que probablemente hubiera abandonado a la mínima de no haber sido por ella. ¿Qué me esperaba ahora? Miraba al horizonte, con rostro contrariado y un notable tic nervioso en la pierna derecha fruto de mi ansiedad, hasta que decidí volver a la zona de Mixai, volver a empezar, poner mi cuenta revoluciones emocional a cero y chequear qué le reservaba Vientiane a mi creciente incertidumbre.

Asomé al Mekong con esa cadencia proverbial que resuena en alma habitada tal que si fuera un foco de calor en crudo invierno. Y no había nada. Los turistas, mochileros en su gran parte, se habían esfumado en gran medida. Solo una leve reminiscencia de ese Vientiane del que hablaba Theroux en su genial “El gran bazar del ferrocarril” y de aire irreverente, tan poligámico como politóxico y soez flotaba en el aire, pero no era algo que no hubiera percibido en mis anteriores visitas. Los Lao que pueblan las calles de esta pequeña amalgama te observan con indisimulada indiferencia, sabedores de su derrota de antemano si pretenden ofrecerte un transporte o un poco de diversión en esos lugares a los que el céfiro que desprenden tus poros, largamente batallados en el sudeste asiático, ya han renunciado incluso antes de que tu conciencia lo perciba. Caminaba sin rumbo, ajeno como comento al entorno, con un lugar en mente, una pensión que deseaba no hubiera tirado al alza su ganadora relación calidad-precio.

Me alojé cansado y deseoso de horas de sueño, tiré la maleta a un lado y antes de que dejara de rodar ya me había derrumbado boca abajo en una mullida cama mientras resoplaba mi último aliento antes de cerrar los ojos por unas horas. Fuera, lo último que recuerdo era el ruido de las aspas del ventilador de techo a veces amortiguado con el tronar de los Songthaew que se difuminaban entre algún esporádico ruido de pitos y voces. Irremediablemente soñé con esa tela de araña que me enamoró, tejida entre otros por Theroux, en la que se mezclaban seres de diversa e indolente condición revestidas de penurias propias de la época de guerra, de sinsentido, de soledad que les tocó sufrir.

Bajo un montón de horas después al vestíbulo aunque solo sea para disipar las dudas crecientes de aquellos que empezaban a pensar que había un cadáver en mi habitación. Bien pensado, tras observar con detenimiento el aspecto lúgubre y frío del interior de la pensión incluso yo pensaría que algún fiambre se esconde debajo de la cama de mi habitación contigua, sin ir más lejos. Pero sale por unos 10 dólares, que en una capital del sudeste asiático, aunque rezume a villa de poca monta como Vientiane, siempre es un triunfo y un estímulo irrechazable para mi quebradizo presupuesto.

El joven, somnoliento como es norma, se despereza y responde a mi llamada con la calma propia de un cirineo en procesión en Semana Santa sevillana.

– Hay un festival aquí, en That Luang-. Le pregunto mientras chequeo mis pertenencias: dinero, pasaporte, tarjetas,… El joven me mira con inusitada sorpresa y se sonríe mientras piensa con seguridad “estúpido farang”.

– En realidad el festival comienza en unos días, pero puedes acercarte a la feria previa al mismo. Ya está montada. Es en el mismo recinto del That Luang-. “Seré imbécil” pienso. Creía que el festival Bun That Luang, el más colorido y famoso del país tenía lugar justo esas fechas, pero tampoco lo chequeé, sabía que era en fechas previas al Loy Krathong y, sencillamente, me confié. “Quizás mañana me acerque” resumo mentalmente mientras esbozo una sonrisa taciturna. Regresé a la cueva después de llenar un poco la tripa con una sensación de tristeza y cabreo conmigo mismo, era hora de garabatear un rato y recuperar fuerzas para un presumiblemente agotador día después.

Abandoné al día siguiente la pensión sin destino fijo, a lo que saliera, pero el punto fuerte de esta ciudad reside, al igual que sucede en Luang Prabang, en que si te descuidas te sales de la misma. Así pues al cabo de unos minutos de batalla, al rebufo de la multitud de caobas que pueblan la calle Setthathirat y contra el sol creciente, me di de bruces con el archiconocido Wat Sisaket. Y lo mejor, como por arte de magia se dibujaba ante mí el sim del adyacente Haw Phra Kaew. Sin saber cómo ni por qué me hallaba frente a algunos de los principales motivos de mi visita en la capital Lao. Y tenía tiempo de navegar unas decenas de minutos por sus interiores, por sus historias.

Wat Sisaket es un templo recogido, reconvertido a museo, como encajonado en unas paredes que pereciera imposible pudieran albergar tal sucesión de hornacinas tachonadas de diminutas figuras de Buda. Decenas, centenares y millares de ellas. Su historia es relativamente reciente pues data de la época de Chou Anou, último rey de Viang Chan, quien lo construyó entre 1819 y 1824. Posteriormente, entre 1827 y 1828, la ciudad sufrió el acoso thai, fue literalmente borrada del mapa pero, aún y todo, este templo no sucumbió y fue, de hecho, el único en superar el bestial envite siamés. Se abandonó a su suerte, intacto, cesó su magia y su pléyade de deidades ganaron un silencio demoledor del que todavía hoy, con su quieta delicadeza, no se han recuperado. Es un dato este de marcada importancia ya que la obra arquitectónica que se presenta es, sin discusión, la única que uno puede encontrar en esta bella ciudad que aún conserva su plano y estructuras originales (como el kuti) centurias después. Uno entra, se posterga ante el sublime y decrépito dintel de madera del sim principal y le embarga la sensación de acongojo, de sentirse borrado de cualquier anonimato. Observado por centenares de Budas que parecen ejercer un influjo de desasosiego sobre cualquiera que ose mirarles directamente a los ojos. El conjunto es bestial, abrumador más por esta especial circunstancia que por su belleza intrínseca. Hay otro aspecto que destaca en este lugar y no es otro sino los preciosos murales, corruptos y puros a partes iguales sobre un estuco que se desintegra, que alumbran al viajero una vez dentro de la capilla. Esconden más de lo que enseñan pero, si se presta atención, uno puede rescatar de entre ellos las bellas historias del Balasankhya Jataka y la aún más maravillosa de Kalaket y su caballo mágico.

Cuando uno sale solo puede respirar profundo, sacudirse la sensación de inquietud y, como un tonto, sonreírse por la sensación de haber sido presa de un templo, un lugar fuera de lo común. Rememora figuras, Budas de diversa condición: hermosos, grises, demacrados, exuberantes, hilarantes, grotescos… figuras que son todas la misma, figuras que fueron generadas por la heterodoxia de una nación y su manera de entender su religión. Figuras que, designios del destino, perviven afortunadamente en nuestros días como recordatorio de algo que se debe aprender y jamás olvidar.

Haw Phra Kaw es un sitio que, por exclusividad y atemporalidad, define por sí solo la historia de esta ciudad. Construido por el insigne Setthathirat en 1565, antigua morada del Buda Phra Kaew antes mencionado y del que conserva el nombre, es actualmente un diminuto museo que ofrece una sucesión de hermosas figuras de Buda. El sim es ejemplo magnífico de arquitectura religiosa Lao. Abruma su visión con sus ocres columnas sobre las que se sustenta un tejado, de color parduzco y a dos aguas, que cae delicadamente sobre los laterales y todo ello enclaustrado en un hermoso jardín en el que sobresalen buganvillas, pensamientos y frangipanis por decenas. Altero mi ritmo vagando por su diminuto salón, enfrascado en mis pensamientos, atónito ante la falta de un breve letrero que alumbre los datos históricos de las figuras que observo. Pero, no en vano, esto no deja de ser Laos, un país de recursos muy limitados para el que conceptos como “brillante museo” aún dista años luz. Suspiro, me reflejo en el bronce de los a ratos delicados y hermosos, a ratos difusos y deteriorados Budas que brotan por los aledaños del museo, medito sobre la profundidad que ya alcanzan las ojeras de la fatiga en un demacrado rostro que a duras penas reconozco y salgo a buscar mi último hito en la ciudad, el famoso That Luang.

Avenida Lang Xang. De sur a norte una avenida de varios carriles por el que transitan a ritmo cada vez más raudo decenas de coches, motos, bicis… paseo por la avenida, brotada a partes iguales de ministerios públicos y frangipanis que alzan sus escuálidos brazos desnudos en su mayor parte hacia un cielo del que esperan el milagro de un agua que no se producirá hasta dentro de unos meses. Muestran sus miserias con humildad, adornados de unas escasas flores orgullosas que se niegan a caer y ser pisoteadas. Llego a Patuxai, un deforme intento colonialista francés de construir aquí algo similar a su Arco del Triunfo parisino. Asemeja un ogro que, aparte de horroroso, se haya echado a perder con un pésimo envejecimiento. De dimensiones absurdas, de simetría nula, gordo por abajo, estrecho por arriba. Apenas unas decenas de turistas se arremolinan a sus pies y tiran unas fotos de rigor. Les imagino, al pasar a su lado, tan decepcionados como se resumía mi estado al ver semejante adefesio. Y es entonces, un trecho más allá, cuando la figura dorada del That Luang se dibuja sobre el fondo celeste.

That Luang es el icono del país y, a modo de Angkor Wat en la enseña Khmer, también este templo acompaña la bandera del país Lao en ocasiones. Fue el mismo Setthathirat tan mencionado quien dotó al templo de la forma actual. Al aproximarse, uno parece verse sumido en una ilusión propia de otro planeta porque That Luang asemeja a un conglomerado de That (estupas Lao) pero perfectamente proporcionadas y hermosas. El pálido tono dorado le otorga un poso de historia bien ganado y sufrido. Uno podría emplear horas y horas con la sola observación de semejante belleza. Son sentimientos semejantes, aunque un poco más atenuados, a los que invaden al viajero en la percepción de la mágica estupa Schwedagon en Yangon. Ensimismado, próximo a sus pies, apenas me fijo en la amalgama de puestos de comida, mercados de ropa y escenarios de música que ya aventuran un más que cercano Boun That Luang, festival definitivo en el acervo religioso Lao. Ahora en soledad, franqueada la puerta, me siento en el verde que arropa a la estupa central y, cegado por el resplandor del sol sobre su pintura púrpura, rememoro, acompañado por la música que surge de los puestos festivos, la razón de ser de dicho festival.

Boun That Luang o festival de la estupa sagrada es un festival que se demora por espacio de tres días en este simbólico templo. La estupa, de por sí, es el elemento simbólico budista por antonomasia y es una estructura que se divide en 3 partes: la base, el cuerpo y el remate en conjunción con el cosmos tal y como lo entiende esta religión. Generalmente la cultura popular conlleva un elemento más prosaico como es el relativo a que su construcción se ejecuta para guardar partes del cuerpo del Buda Sakyamuni y, de hecho, aquí en esta sagrada estupa de Vientiane, se cree que están guardados un pelo y un hueso de aquél. El festival, de fechas flexibles como tuve el infortunio de comprobar y que reúne a gentes de Laos pero también de Tailandia, Camboya o Vietnam, suele comenzar el primer día con una procesión de castillos de cera en el cercano Wat Simuong en el que se rinden respetos tanto al pilar fundacional de la ciudad como a Nya Mae Simuong. Nya Mae Simuong era una mujer en cinta que, se cree, llevada por los espíritus se arrojó al lugar donde se iba a colocar el pilar fundacional de la ciudad por lo que fue terriblemente aplastada por éste. Cree el acervo popular que lo hizo en un acto de fe y compasión por lo que se la considera deidad protectora de la ciudad y la gente la honra con sentida devoción. La procesión consiste en acercar multitud de castillos de cera (en realidad ofrendas hechas con un tronco de banano sobre el que se colocan multitud de flores confeccionadas en cera, de ahí el nombre) a la estupa del That Luang, recorrer su perímetro tres veces mientras se ora y, finalmente, depositar las ofrendas o castillos de cera al pie del mismo That. Este primer día suele finalizar con un colorido espectáculo de fuegos artificiales.

En un segundo día una aún más numerosa y multitudinaria procesión repite el proceso y deposita las ofrendas a través de la puerta este del complejo. Finalmente, el tercer y último día, a eso de las cinco de la mañana, una multitud de fieles se reúne para el Takbat o acto de ofrenda de alimentos a los monjes y posteriormente las familias se reúnen para degustar platos típicos como Khao Poun (fideos de arroz en sopa) o Tom Kai (sopa de pollo) en los puestos aledaños que se montan alrededor del templo para la ocasión. Por la noche, como colofón al festival y es éste acaso el aspecto más famoso del mismo, monjes y devotos ejecutan una procesión con velas alrededor de la gran estupa y una espectacular colección de fuegos artificiales cierra el festival hasta la siguiente edición.

De regreso a la zona de Mixai me veo con los pies, las chanclas ennegrecidas del polvo del camino. Engullido de nuevo por una masa bestial de turistas quinceañeros para los que Vientiane es solo un episodio exótico más en su constante búsqueda de la felicidad ahogada en alcohol. Podría salir a tomar un trago, vacilar un poco… pero su sola presencia, demasiado constante y abrumadora para mi espíritu en los últimos días, ya hace que suspire por adelantar mi marcha hacia nuevos horizontes en los que el contacto con la realidad Lao se hará más estrecho. Me ducho, rehago el hatillo antes de envolverme en unas sábanas ardientes y mi alma ya vuela en la ruta a la que mañana acompañará mi cuerpo dirección a Thakhek. Sin embargo, como un idiota, sueño con Pa… y, al despertar bañado en cálido sudor, sé que mi ruta acaso debe volver a Nong Khai, donde ella habita. Thakhek puede esperar.

12. Pa (II)

Perdí a Pa en una sórdida tarde-noche de encanto embrujado. La quería y la deseaba, tanto era lo que la echaba de menos. Pero la partida tornó a clásica, mi cerebro triunfó y mi bolsillo generó muros que por momentos agitaron mi corazón ante el suyo, anhelante, rebosante de ansias de necesitados billetes… y por ello nuestra suerte estaba echada. El bombeo de sangre en sexo acompaña calambres para los que no hay masa, ladrillo u hormigón posible… excepto una mente que sabe más por vivida que por anciana. Así que, visto lo visto, después de la breve charla a la vera del Mekong donde se finiquitó temporalmente esta historia, el regreso al lugar de la tragedia, a la escena del crimen era cuestión de tiempo. Crucé el Río Madre desde Laos en sentido inverso a mi última ocasión. Estanqué mis pertenencias en una anónima casa de huéspedes porque solo pretendía ser un fantasma, un ente anónimo y volador. Sin Mathieu, sin su novia, sin gente, compañeros de trabajo, que pudieran delatar mi presencia y crear un innecesario problema a Pa con su novio. Le mandé un mensaje, me ayudé de Phom, una amiga mutua, era algo así como que nadie me ha visto, que estoy en e-san guesthouse, habitación sin número, la del fondo nada más entrar… lo que quieras, cuando quieras. Pasaron minutos que fueron horas, pero la respuesta no llegó. Y algo, más bien todo, empezó a escurrírseme de las manos. Barruntaba qué ocurría. Nos vimos por medio de Phom, la llamé, la dije que no había respuesta para mi corazón desamparado. Phom lo entendió, ella lo sabía todo, no sabía qué había hablado con Pa al subir del cauce del río pero sabía que algo había. Quedé con ella, la invité a comer, el tiempo se me estaba evaporando con una velocidad asombrosa.

-Pa no me responde, la mandé un mensaje y nada. Ella ahora está sola, sin novio. Yo tengo dinero. Ahora bien, si solo quiere amistad de ella dePa pende-. Le digo apurando un trago de cerveza mientras olisqueo un plato de pollo con curry rojo. Me mira fijamente con sus ojos marrones.

-No es fácil, ella necesita dinero, pero tiene novio y nadie debe verla por ahí contigo-. Le respondo que estoy en una guesthouse alejada, que entiendo su situación, que nadie me ha visto y, sobretodo, que fue ella la que me dijo que regresara una vez el novio se hubiera pirado. Phom alucina, suspira, medita.

-Hablo con ella y le pido que venga a verte, pero va a ser difícil. Regresa a la habitación, espera mi llamada… o su presencia-. Dice en un susurro.

-Phom, no me digas eso. Tú, yo, todo Dios que entiende la cultura excepto todo ese montón de extranjeros idealistas idiotas que pululan por Nong Khai o el resto del país pretendiendo travestir a una mujer Thai en una mujer occidental sabemos que esto es todo, absolutamente todo, una cuestión de dinero. ¿Por qué me dijo que volviera si no?-.

-No lo sé, David, créeme. Yo no sé qué piensa Pa. No sé qué te dijo. Puedes estar por aquí, por Nong Khai, como amigo si quieres-. Pongo rostro contrariado y ella ya sabe que algo no funciona en mi interior. Juego mi última carta.

-Su novio le da muy poca pasta, ella es estúpida. Sabe que yo podría darle más-. Mathieu me dijo que su novio apenas le daba seis mil baht al mes. Enarca las cejas, toqué el punto G de su cerebro. “Dinero, clin, clin, hummmm… ¿de qué estábamos hablando? Bienvenido a la conversación, Mister Marshall” pienso entre divertido y apesadumbrado.

Phom piensa, se lo repiensa. Todo empieza a fluir. No hables de sentimientos, de recuerdos o de emociones. No. Dinero. Solo hay que llamar a la puerta, pronunciar esa palabra con la naturalidad de quien se ata los zapatos. Llama a Pa y ésta, al rato, aparece. Lisa y llanamente, hablamos. Todo, absolutamente todo lo relacionado con una chica de bar en Tailandia está relacionado con la pasta. Mejor dicho, la pasta… y la mentira. Cuando viene Pa le digo al oído que es idiota, que tengo pasta, que su novio le da poco, que yo podría darle más. “Seis mil baht, tú te mereces mucho más”, yo con mi papel y ella, por supuesto, con el suyo. Me dice que está contenta con su novio, que es un buen tipo… que le da todos los meses quince mil baht.

Y como un idiota redomado despierto de mi sueño, regreso a la lección aprendida tiempo atrás. Una vez más me veo envuelto en ese definitivo juego en el que unos, los extranjeros liados con mujeres Thai, mienten a la baja sobre dinero por orgullo y las mujeres Thai, esas mismas que hacen de media naranja interesada, mienten al alza sobre lo mismo por necesidad. Me sonrío, reculo, la miro entre divertido y melancólico. Cuando la conocí ella no tenía ni idea de cómo funcionaba esto. Era, en cierto modo, pura, no moldeada aún al deseo de dinero por encima de todo. Exhalo mi desesperanza entre podrido y aliviado porque se me abre una puerta de salida de emergencia. Ahora sí, sin duda alguna, Pa se me ha perdido en una cultura Thai emborronada de extranjeros idiotas, corazones de bolsillos engordados, desguazados en origen, que buscan, medio borrachos, un gramo de polen en flores ya marchitas. Ella pilló su cacho, lo tenía bien amarrado y, por supuesto, yo y mi recuerdo, ahora felices por salir indemnes, nos habíamos convertido en poco menos que algo similar a un cadáver abandonado en la cuneta de un país en plena guerra intestina. Sin identidad ni alma, un pedazo de carne desechada. Solo le deseo que no lo exprima. Mathieu me decía que el llevaba gastado más de diez mil euros con su chica… y ella quería más. Que estaba harto, que tenían problemas. Jon, un canadiense que conocimos el año anterior, gastó más de sesenta mil dólares en una casa para la familia de su chica y cuando dijo “no más” ella le abandonó. Él siempre decía que no le daba dinero a su chica por dormir con él como hacía yo con Pa, que ella estaba con él por amor. Yo me descojonaba entonces y, un año después, conociendo su devenir, aún un poco más.

A Pa me la perdió esa absurda necedad de extranjeros que pretenden cambiar la realidad social de éste, un país tan maravilloso. Los mismos tontos que salen escaldados y desplumados por meterse en realidades de las que desconocen todo. Por pensar que se puede jugar de tú a tú con una mujer Thai en políticas relativas al corazón en la ilusión ficticia de que aquí debe gobernar una escala de valores similar a la nuestra. Y el reverso de la moneda, mujeres Thai de bar: siempre devorando las sobras restantes del amor extinguido en carteras farang. El extranjero claro que puede amar a una chica Thai (una chica de bar quiero decir) pero ella siempre, absolutamente siempre, lo único que ama es su familia porque, y yo me felicito por ello tal y como lo hacía por Pa, esa es la única luz que enciende su corazón. Así que vista la situación, cuando miraba desesperanzado a Pa, solo podía alegrarme por ella y los suyos. Es su cultura, la mujer aquí es dinero, para thais y extranjeros por igual. No hay nada que reprochar, el marido Thai no aporta líquido, pues fuera, el novio farang deja de aportar, pues fuera. El límite no se hizo para la mujer Thai, ella adora su familia: hijos, padres, tíos y demás pero siempre hay una vuelta de tuerca más, un problema nuevo… more money Thairak (más dinero cariño). El extranjero resabiado lo sabe y decide, como era mi caso, si lo toma o lo deja. Una noche, dos, tres… veintiuna como yo. Entonces olvida y, si acaso quiere jugar al regreso como hice yo, ya sabe cómo se parte la pana por estos lares. Aquí siempre se pena más un regreso que un polvo de novedad… siempre, y de una relación prolongada ni te cuento. Ahora lo sabía en llaga propia, el cuándo, quién y cómo. Cuadré el círculo de la noche tailandesa.

Se pira dejándome apesadumbrado aún por la sensación de que se me perdieron una o varias noches de batalla en la trinchera del sudor de mujer. Lo medito un rato. No me quejo porque a cambió gané un pronto me estoy yendo. Seguía la ruta, regresé a hacer noche en Vientiane, pagué mi peaje en un nuevo visado Lao por el que solté los treinta y cinco dólares más dulces que creo que haya pagado jamás. Tocaba llevarse la cartera aliviada, el corazón que pierde, el cerebro que gana y un hasta quién sabe cuándo.

13. Loy Krathong en recuerdo de Brit

Pronto llegaría Loy Krathong y para ello, además de sumergirme en un viejo torbellino llamado Sakon Nakhon donde tenía a una amiga en standby, me había reservado una docena de días anclado en varios pueblos a la orilla del Mekong tanto por el lado laosiano como tailandés, lejos de la senda marcada, lejos de los pancakes de banana, lejos de tanta mezcla racial y cultural… cerca de Laos, cerca de Isan, cerca de mí. Llegué a Thakhek a mediodía, esa hora que el sol tropical raspa y golpea con inusitada fiereza. La estación que me acogió no es sino una desvencijada galería de polvo que grita a los cuatro vientos su desesperanza por una mano de pintura y un poco de orgullo transformado en decencia e higiene. Revivía del brazo de Brit en mi memoria la fiesta calmada e interior de Loy Krathong, tal y como la había conocido hacía un año por Chiang Mai, sumido entre riadas de turistas. Conocí a Brit en un bar de tragos, un garito cercano a otro donde solía quedar con unos chavales españoles para contarnos las vicisitudes del día. Y es muy especial, muy especial… Brit es un khatoey, un travesti tal y como lo conocemos aquí, me enseñó muchas cosas de la difícil vida de los que son como
ella. Siempre con una dulzura y una sensibilidad que desarmaba, se sabía hacer querer con sus gestos femeninos que cuadraban perfectamente porque es realmente hermosa. Creo que supe encontrar mi tiempo y ritmo con ella y en un Chiang Mai que para alguien salido de Isan se estaba convirtiendo en una pendiente elevada insuperable cuando, por tradición, para mí siempre había supuesto una balsa de aceite, su presencia a mi lado fue una bendición caída del cielo. Y uno no entendía muy bien cómo no era capaz de encontrarle las vueltas a la ciudad que casi me había parido en lo que a pasión por este país se refiere. Pero con ella todo fue más cómodo y así cayeron noche tras noche de tragos, risas, revelaciones asombrosas,… que parecían flotar, tal y como lo hacen ahora en mi recuerdo, como los miles de Krathong que arrastraba el río Ping a su paso por la luminosa y sonora ciudad aquellos días. Todo el mundo habla de Songkran, la fiesta, el agua, la juerga… pero lo mío es Loy Krathong, es la calma y el recogimiento, la cercanía, amabilidad y el, una vez más, saberte anónimo entre unas personas a los que no debes importarles mucho pero a las que inspiras esa típica confianza de forastero advenedizo que debe desprender mi aspecto u olor corporal. O quizás, independientemente de esto, es que la confianza es inherente a su cultura y fe. Bien pensado, echando la vista atrás, casi seguro que es esto último.

Las calles diminutas de Thakhek parecían recogerse sobre mí mientras buscaba una habitación y un bocado con café que me diera un respiro, que me diera la vida. Porches abiertos en una sucesión continua de casas de 2 alturas, con un aspecto de cafetería añeja del Monmartre de París llamaban mi atención. Ellas y sus colores, cremas muy pálidos que viajaban del amarillo al gris mate en una sucesión de escenarios sacados de algo que, aunque no pareciera Laos, seguía transmitiendo un mínimo de corriente eléctrica que quizás ni necesitaba ya que la cercanía, al otro lado del Mekong, de Nakhon Phanom y Loy Krathong o Sakon Nakhon ya me tenía suficientemente encendido y animado.

Hay veces en que uno duda de por qué ha acabado en ese hostal, en ese restaurante, por qué ha decidido subir a ese bus de destino incierto… Éste fue uno de esos momentos y, francamente, creo que como tantas veces fue la pensión quien me eligió a mí en Thakhek. Supongo que me entiendes, no es algo que parta de la racionalidad explicable con palabras. Es algo que parte del entorno, como si cuadrara tu presencia en esa casa como un rodamiento o una pieza de Lego, te sientes parte de un inquebrantable conjunto armónico. Entras, la pisas y la hueles. Y ya has decidido quedarte antes de desear ver una habitación. Como una tormenta monzónica que te estropea el plan de visita, te arrastra a un bar en el que el humo, el olor a rancio, a humedad, el aroma a cafés o té, la lectura despreocupada de una hoja de periódico de hace un mes… te lleva a respirar hondo, encender otro pitillo, y comprender que si no hubiera sido por la tormenta ese momento de gloria nunca hubiera existido… y nunca sabrás si fue la tormenta la que te llevó allí o, acaso, fue la necesidad de encontrar un momento así en tu fatigada ruta la que frotó el rostro a la suerte y ésta, agradecida, arranco una borrasca camuflada entre próximas montañas para descargar y sellar tu destino. Tú, el local y la magia del momento estabais hechos para convivir en un triángulo temporal de sensaciones especiales. Como el hostal y tú. No podía ser uno más próximo o alejado. Debía ser ése.

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