Mercerreyas

Rio Madre 6

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Solo obedece, si lo piensas bien, a que en realidad es la única alternativa a la depresión más feroz que te arrastre al llanto. Y jamás se aprende a convivir con ello. Podrías regresar en una semana a Camboya o cualquier otro destino, pero el sentimiento de vacío pertenece a estas cabañas de múltiples formas que pueblan las fronteras del sudeste asiático en su versión “emigración” y, el penar con paso decaído por ellas, no deja de ser otro factor propio, doloroso e inevitable, que araña la sensibilidad.

Me adentré por la puerta trasera de este alargado país, la tierra de los Viet, esta reminiscencia de India u otros lugares en lo que se refiere a capacidad de matar la fe del turista desangelado o desinformado (generalmente el que adolece de un factor también es víctima del otro). El paso al puesto vietnamita se hace, extrañamente, a través de una especie de cancela enrejada más propia del sur de España que de un lugar como Vietnam. Un paso fantasmal en el que la levedad al andar se ve remarcada en la sensación de vástago desubicado que se apodera de uno. Porque uno ya se sabe presa enamorada del destino precedente, y este espíritu vacío que cruza la frontera debe ser solo un esqueje de lo que ya quedó plantado en este caso en Camboya, y antes de éste en Laos, y antes de aquél en Tailandia. En la tierra de nadie inter-fronteriza siempre se es un brote a nivel emocional de lo vivido en el país que se abandona. Y siempre se parte con la única aspiración de crecer en fondo y forma tal y como lo tuviste que hacer allí, crecer conviviendo, crecer viajando, crecer sintiendo, para acabar siendo idéntico, en este caso, a ese original camboyano que queda a tu espalda en forma de imborrables e imperecederos recuerdos, a su vez nacido en su día de los árboles de raíces profundas, trenzadas alrededor del corazón, plantados en anteriores años por Tailandia, Laos, Myanmar y otro puñado de destinos asiáticos. Porque en este rincón del mundo, en Asia, todo está maravillosamente relacionado para quienes nos dejamos el aliento por sus recodos día a día, mes a mes, año tras año y porque Vietnam, como Laos y Camboya en este caso, tiene unos parajes con grandes dosis de miseria, soledad y desahucio. Dosis que se inyectan a través de los pulmones, de los tímpanos y que cristalizan en unas pupilas anchas, dilatadas y vidriadas, vigilantes y observadoras que mostramos los viajeros por sus tierras y que generan un mundo ilusionante y nunca marchito que siempre nos empuja a disolvernos por sus, en este caso, veredas recogidas entre arroyos y acequias del delta del Mekong, cerca del piélago.

Como siempre, pagué mi momento melancólico e, inesperadamente, volví a recuperar el brioso ánimo de pisar Vietnam una vez me emborronaron cinco páginas del pasaporte con un sello de entrada que chorreaba tinta hasta por la empuñadura. Estaba tan feliz que ni me importó que siguiera pingando en el bolsillo del chaleco. Finalmente, afrontaba la parte definitiva de mi ruta que me arrastraría por vestigios de Funan, Champa y un apartado que esperaba dedicar en Hanoi a su devastada ciudadela.

Por encima de todo queda la certeza de que aquí, como en buena parte del resto del mundo, las fronteras políticas también tienen un poco de farsa y broma. Mi mapa, acartonado y doblado en el bolsillo posterior del pantalón, hablaba de Vietnam, hablada de otro país, pero mi cerebro, el conocimiento histórico de esta inmensa región, el haberla recorrido en anteriores ocasiones, me recordaba que, pese al sello vietnamita ya en el pasaporte, estaba pisando un histórico reducto de Camboya, un reflejo de esos tiempos en que Camboya se llamaba Kampuchea y todo este fértil delta del río Mekong que se abría ante mí, toda la vasta región de centenares de kilómetros hasta Ciudad Ho Chi Minh, de miles de vegas salpicadas por innumerables brazos del gran río, era en realidad conocida como Kampuchea Krom (Kampuchea Baja), la región más preciada del pueblo jemer, perdida a favor del pueblo Viet por vicisitudes bélicas históricas, pero zona en la que actualmente queda, como reducto de su antiguo vínculo con Camboya, una amplia población jemer conocida como Khmer Krom (Camboyano Bajo). Yo me aprestaba a convivir unos días con ellos escarbando en el entretiempo en ese remoto sueño llamado Funan.

Cerquita de la frontera, cuando asomé en Ha Tien, dudaba de si no sería yo víctima de una paradoja, una broma del destino. Porque daba la sensación que hubiera salido de Kampot para volver a regresar a él. Tal era la sensación de similitud entre ésta y aquella población con la multitud de fachadas afrancesadas y coloridas, también pares de resquebrajas y deslucidas en sus tonos antiguos alegres, que ahora mostraban islotes enteros de desconchados. Como haberme transportado en el espacio de vuelta a Savannakhet, otra deliciosa ciudad que guarda muchas similitudes con estas dos. Incluso pareciera que las centenas de golondrinas y carabaos que daban un tono de sonido inconfundible a las mañanas de Kampot se hubieran trasladado, como encerradas en mi mochila, para ahora seguir dándome la vida con sus trinos o su inquieta presencia, en el caso de los últimos, picoteando todo con su pico de intenso color gualda. Inesperadamente conseguí un hostal a un precio más que decente para lo que esperaba de esa zona e invertí un par de días chequeando el mercado, mar pajizo de sombreros Non y hedores vomitivos, y viendo ir y venir a las hordas de turistas que se apoyan en esta localidad y su descacharrado embarcadero pegado a mi hogar para saltar a la vecina y, según dicen, paradisiaca isla de Phu Quoc. Yo, de mientras, purgaba mis varias opciones como rutas alternativas para visitar Oc-Eo, la cuna del imperio Funan, en una ruta que me marcaba como límite el diez de Diciembre en que debía subirme a un avión destino Danang.

Allí, en Ha Tien, a las puertas del país Viet, pude empaparme hasta más profundo del córtex de la sociedad vietnamita, de sus vicisitudes y su aguerrido espíritu batallador. Porque casi se puede decir que no ha habido un periodo de más de cincuenta años en que esta gente haya podido disfrutar de la paz. Constantemente asediados, ahora uno solo puede maravillarse ante la veraz sonrisa que te es regalada a cada palmo de terreno, como un cálido augurio de que nada puede sucederte entre sus márgenes. Y eso, oteando y brevemente analizando lo devenido, solo puede ser propio de unas gentes de corazón puro porque, seguro, cualquier otra sociedad, ante la historia de muerte y destrucción generada por chinos, franceses o norteamericanos, seguramente solo sería capaz de recibirte con un gesto hosco que denotase inquietud y desconfianza. Pero eso no pasa en Vietnam, de eso puedo dar fe.

No dudaba, en muchas ocasiones, en acomodarme al abrigo de una sombrilla descolorida que hacía por toda decoración en un puesto que regentaba una viejilla desdentada frente por frente al mercado. Quizás porque casi todos lo desconocen pero visitar y perderse por un mercado, de los de toda la vida, de los anquilosados en la misma parcela decenas de años ha, es la mejor manera de coger el pulso a la sociedad que te ha de acoger por una temporada. Muchos preguntan qué tal el Taj Mahal, Machu Pichu o Angkor, pero los curtidos en Asia lo solemos reducir, cuando nos cruzamos, con la frase “¿visitaste el mercado?”. Y seguido divagamos por conversaciones que se alimentan de productos insospechados, de vivencias por sus puestos o de anécdotas divertidas. Jamás encontrarás, en ningún restaurante de dichosas guías de viaje, fruta o entremeses tan sabrosos como los que encierran estas sucesiones de toldos, tejavanas y, por encima de todo, vitalidad. Por ello, porque son la esencia y pura identidad de unas gentes y, especialmente, de este continente, nunca está de más reivindicarlos.

Total, que allí con la anciana tomaba cerveza tras cerveza con la vista clavada entre las gentes que acudían a hacer sus compras y las cucarachas que correteaban por mis chanclas, consecuencia de la dichosa costumbre que tengo de sentarme en las aceras, no lejos de las camufladas bocas de las cloacas (cuando las descubro siempre es tarde). La película de los mercados en Indochina es similar, pero distinta en cada territorio. En Laos es como un película con la pausa fija de por vida, igual que un fotograma suspendido donde todo el mundo retoza en una hamaca, inmóvil, apoyando la cabeza sobre las palmas, sumidos en ensoñaciones, inmóviles, o, caso sumo, limpiando una piña con la pausa de un caballete sin artista o descamando peces de tal modo y lentitud que pareciera les estuvieran dando un masaje sensual mientras estos abren y cierran las agallas, imagino que en señal de agradecimiento, no tan inmóviles como la que les sujeta con el cuchillo pero casi. En Camboya el ritmo es más vivo, de mayor semejanza a lo que estamos acostumbrados, y la multitud que vende o compra se retuerce y agita presa de una necesidad de otorgar un valor a un tiempo que, seguramente, no les sobra. Pero en Vietnam esta imagen de Camboya se aceleraba por incontables veces y era, en consecuencia, casi cómico observar como las gentes, instigadas por la mercancía escondida una doblez más allá, corrían y se trompicaban entre ellos pretendiendo ser los primeros en conseguir una fruta, carne o pescado que, una vez en el morral, les impulsaba hacia otro puesto o hacia fuera del mercado con una velocidad inusitada. Tres cuartos de lo mismo sucedía con unos vendedores que se plegaban, igual que destajistas o enanos de circo, en mil formas para conseguir una bolsa en la diestra en la que metían un racimo de bananas, con la siniestra humedecían, gracias a rústicas regaderas de plástico en las que se colaba el agua por cualquier boquete excepto por el difusor, una fruta que amenazaba perecer en el bochorno infernal y, con la cabeza girada, no dejaban de atender las explicaciones de una joven que preguntaba a cómo estaba el kilo de mangostán al unísono de otra que quería saber la procedencia de los mangos. En todo caso siempre ostentaban una expresión en el rostro que presagiaba que un tipo de negro, ornamentado con una guadaña, les fuera rascando el rebufo. Era genial poder emplear muchos minutos, horas en semejante espectáculo de humanidad enfrascada en sus necesidades. Mientras, la abuela, formando parte de la función que es este apartado mercantil en Vietnam, casi ni me daba tiempo a tomar tragos ya que, nada más acercarme una cerveza, ya estaba volviendo a meter el hocico en la nevera de la que sacaba otra nueva birra que sujetaba en una mano mientras agarraba el abrebotellas con la otra y se ponía como los atletas de cien metros, clavada en unos imaginarios tacos, sin separar los ojos de mi y con una sonrisa negra como el carbón y los ojos fijos en pleno esfuerzo de concentración, a la espera de una mínima señal mía que la hiciera ponerse a funcionar. Y mira que yo la repetía decenas de veces que me la iba a calentar, pero ella como si nada, se le acababa de olvidar su tan incomprensible como ínfimo inglés no fuera a ser que perdiera mi cartera. Toda la vibrante escena era recuperar ese anhelado Vietnam, tal y como lo recordaba, en estado puro.

28. La leyenda y el imperio Funan

A mi parecer hay algo demencial en todo el asunto del transporte público en Vietnam. No lo digo por el mero hecho de que los buses paran donde y cuando les apetece, sino que me fijo en el hecho de que, normalmente, cuatro destinos salen de aquí, para otros cuatro has de ir allá y, si deseas algo especial como era mi caso partiendo de Ha Tien y camino a Long Xuyen, entonces es imprescindible hacer una llamada desde la recepción del hotel porque, sencillamente, nadie tiene la más mínima idea de sí existe un bus y, caso afirmativo, de dónde puede partir. Así que a eso de las siete de la mañana, abriendo la boca en un ciclo de tres bostezos por minuto y con la frente apoyada en el asiento anterior, ojeaba unos fragmentos de escritura trazada a vuela pluma en Ha Tien acerca de la gente que me rodeaba, de su origen mítico, de su razón de ser. Aunque solo fuera porque cerca de cuatro horas de ruta me esperaban y en algo debía matar el tiempo.

La gente Viet, la misma que conforma casi el noventa por ciento de la población total vietnamita, históricamente fundamenta su origen en la conocida leyenda de Lac Long Quan y Au Co. Se puede decir que la sociedad Viet, rasgo común con la china, es una sociedad profundamente moralista en la que historias y mitos con base en la enseñanza de valores están muy difundidos. Hay decenas, centenas de ellas, maravillosas en su mayor parte. Pero creo que esta historia que sigue no solo es la raíz de todas sino que, probablemente, encierra un concepto muy vigente que cualquiera que visite este precioso país percibirá desde casi nada más pisar su tierra: la hermandad y el sentimiento nacional. Procura leer con atención porque ésta no es una leyenda cualquiera, éste es, sin duda, el mito vietnamita con mayúsculas.

Narra esta leyenda, de soporte científico inverosímil (si no, no sería leyenda) como hace miles de años, durante el reinado del rey Kinh Duong Vuong, el reino de Xich Quy era una franja de terreno desconocido enclavada en el vasto territorio del lejano oriente, flanqueada por una serie de altas montañas, con toda su extensión mirando hacia los océanos a partir de una larga línea de costa. Este soberano se casó con la princesa Long Nu, la hija de Dong Dinh Vuong, a su vez regente del Lago Dong Dinh. Fueron bendecidos, posteriormente, con un hijo, un niño a quien llamaron Sung Lam y que fue conocido popularmente en el reino como Lac Long Quan o el «Señor Dragon de Lac». Éste, debido al origen de Long Nu, se creía que era un descendiente del linaje directo de los dragones y, por ello, Lac Long Quan atesoraba una extraordinaria fuerza y ​​una inteligencia suprema. Sin embargo, el origen propio del mundo submarino de su madre desarrolló en él una fuerte fascinación por el mar, y es por ello que el joven desarrolló una profunda fascinación por el océano y empleaba a menudo largas temporadas a lo largo de las costas disfrutando de las olas y explorando la infinidad de criaturas que habitan este submundo.

Al cabo de unos años heredó el reino de sus progenitores y se vio, en consecuencia, al mando de las tribus Lac-Viet. Mientras tanto, en otro reino próximo que acaparaba todas las tierras altas al oeste del de Lac Long Quan, su rey, De Lai, disfrutaba con la virtud y belleza inherentes a su esposa, un hada, y a su propia hija heredera del reino, de nombre Au Co. Éste soberano, deseoso de unir sus tierras con las de Lac Long Quan, no dudó en ofrecer la mano de su hija a dicho gobernante. Así, Au Co contrajo matrimonio con Lac Long Quan y un festivo y multitudinario banquete fue organizado para celebrar la unión de ambos reinos.

El tiempo pasó y Au Co dio a luz a una bolsa llena con un centenar de huevos, que pronto se tradujo en un centenar de hermosos vástagos. Los niños crecieron fuertes e inteligentes como su padre pero de tan buen corazón y habilidosos como su madre. Fueron educados en el cultivo y cuidado de la tierra y en la nobleza, la principal de las virtudes. Pero poco después, la pareja comenzó a experimentar problemas, convivían plenos de infelicidad. El anhelo en el corazón de Lac Long Quan eran las costas, mientras que Au Co echaba muchísimo de menos las tierras altas, serranas, en que se había criado.

No había otra alternativa: la pareja decidió dividirse y con ellos a sus criaturas de las cuales cincuenta irían con Au Co a las montañas y cincuenta partirían a las tierras costeras con Lac Long Quan. Sin embargo, antes de partir, se prometieron educar a sus hijos en la necesidad de cuidar, pese a la distancia, los unos de los otros y estar siempre dispuestos a ayudarse mutuamente caso de apuro.

Así, el paso del tiempo vio como Lac Long Quan repartió su territorio costero equitativamente para cada uno de sus descendientes. Les enseñó las artes de la pesca y el vasto conocimiento que tenía en la creación de tatuajes que asustaran a las bestias submarinas cuando estos decidieran pescar practicando buceo así como el noble oficio de la caza. También les enseñó a plantar y cultivar el arroz y a cocinarlo, una vez maduro, en cañas de bambú. Por su parte Au Co, que había llevado a la mitad de su descendencia a las tierras altas, también les partió sus dominios para que cada uno de ellos pudiera gobernar su parcela. No solo eso, también les enseñó a sobrevivir en las selvas y escarpadas montañas, a alimentar y cuidar de los dóciles animales que serían su sustento junto con la fruta de unos árboles en cuyo cultivo también fueron adiestrados. Por último, Au Co les enseñó a construir hogares en base a esqueletos de bambú en los que poder refugiarse de los rigores climáticos y de las fauces de los animales salvajes que eran su principal amenaza.

Esta centena de hermanos, tal y como está narrado, se cree que son la base y los progenitores de la actual etnia Viet, los ancestros del Vietnam que hoy conocemos, en resumen. Ellos mismos, la gente Viet, se definen a sí mismos como “hijos del dragón y del hada” en clara referencia al linaje emparentado con el dragón de Lac Long Quan y al linaje, propio de las hadas de las altas montañas, de su madre Au Co. Incluso unos a otros se definen como dong-bao o, traducido, nacidos del mismo huevo. Sea cual sea su origen dentro de la nación, montaña o costa, son todos hermanos en virtud de esta bella historia y, tal y como se prometieron mutuamente esposo y esposa, todos los vietnamitas aman, honran y protegen a sus semejantes. Y esta leyenda, con su aspecto matriarcal, su peso social y su ahondamiento en la histórica importancia igualitaria de hombres y mujeres, se ha convertido en el principal orgullo y lazo social de la gente vietnamita.

Se me iba la mente al pasado, hubiera deseado que los imperialistas de ojos rasgados chinos, los aburguesados franceses y su ilimitado deseo de horizontes o los del águila enfermiza en su visión intolerante y enloquecida por derribar los muros rojos hubieran conocido y respetado esta leyenda junto a su connotación implícita. Y deseaba creer que, entonces, todo hubiera sido distinto. Cuánta sangre no se hubiera derramado a cambio de nada, cuántas vidas no se hubieran visto truncadas, abocadas a la desdicha. Cuántos seres y sus consecuentes historias, de alegría o miseria, perecieron en lo fútil de pretender gobernar a una gente ingobernable.

Los kilómetros sucumbían al paso veloz de la bestia de hierro que, piso y paso firme, parecía no tener límite en su ansia devoradora. Al rato se sube un joven vietnamita dicharachero que me muestra, con orgullo, su compra de unos exuberantes bueyes de mar. Los acomoda debajo de su asiento y empezamos a pegar la hebra hasta que, en un momento dado… ¡zas!, “la puta que lo echó” pienso mientras me echo la mano al muslo. Uno de los mariscos se le había escapado y había decidido afilar su cortante pinza contra mi peluda pierna. Ambos nos partimos con la anécdota, cortó la ligera hemorragia con un clínex y dos minutos de espera y seguimos, al paso fugaz frente a centenares de chozas deslavazadas, dándonos coba mutuamente. Allí, en ese tramo, cambié los paisajes. Abandoné apesadumbrado los últimos cartuchos de la rural Camboya resumidos en arrozales, polvo anaranjado y salinas que empequeñecían la retina en las que jemeres, difuminados por su distancia en el horizonte junto al fulgor de un sol reflejado en las húmedas parcelas, blandían rastrillo en mano para robar un pedazo de sabor al mar. Ahora todo el vergel que anunciaba el delta del Río Madre se abría en lontananza con un mar de canales pardos y un verdor que podía hacer de venda a añejas leyendas, a historias del pasado, y anunciaba con ello un futuro tan desconocido y próspero como deseado en Long Xuyen, al pie de Oc Eo, a ras de los vestigios del imperio Funan.

Cuando llego a la citada ciudad me veo francamente agobiado, todo es horroroso, todo parece querer engullirte. No es un lugar cómodo, incluso ni después de contar hasta tres millones, de frente al adefesio que hace de iglesia de la ciudad, consigo un poco de emoción o hospitalidad en el alma. Tanteó un hotel, no pinta mal, no me gusta el precio de casi ocho euros pero decido darle una oportunidad. Cruzo un vestíbulo rosáceo, una habitación con absurdos corazoncitos, otra más y otra. Y llego a la supuestamente mía, “me lo temía: un puticlub” pienso descorazonado. Todo huele a un desinfectante que chorrea por las paredes, uno de esos tipo zotal enriquecido al cien por cien, y la vestimenta de la cama luce, ladeada, unos lamparones de humedad que prefiero obviar aquí su descripción para ahorrar vómitos. Al bajar la chica me ofrece una sonrisa absurda, poco suspicaz con mi rostro, si me ha gustado me pregunta, sin decir nada la lanzo una mirada asesina y huyo antes de que se me pegue algo acaso descendido reptando por las paredes que dejaba a mi espalda. Después todo tornó a mejor, mejor precio, habitación oscura pero limpia, lo justo para una noche. Entonces Oc Eo.

Aquí, en Long Xuyen, los vietnamitas son como en el resto de localidades visitadas previamente, de tez pálida y rasgos perfilados, pero no consiguen reír a mandíbula batiente tal y como había visto con anterioridad. Ni sé la causa, ni concibo el porqué. Solo aprecio que son más ásperos cuando su mirada se cruza con la mía. Por ejemplo la del motero que habría de llevarme a las ruinas de la ciudad citada. Pactamos un precio justo, bueno para ambos según mi experiencia, pero el tipo seguía con una cara de sumisión a una maldición que le pudiera perseguir desde que abrió los ojos en este jodido planeta. Como si se hubiera metido en un marrón y sintiera que, money is money, no le quedaba ningún un comodín que jugar para librarse de él y no acercarme hasta Oc Eo. Pero cuando partimos y vi la carretera, todo cobró significado, supe que ni maldiciones ni marrones: aquello era un camino que haría trastabillarse a las cabras. Otra vez en la boca del lobo. Hasta a mí se me había dibujado un gesto arisco entre la nube de polvo que se me pegaba al rostro y lo transformaba grotescamente, tal y como lo haría si se me hubiera hundido en un saco de harina.

Oc Eo. O la nada. Porque allí no hay nada, dos horas en la grupa de la motocicleta, escacharrándome los riñones, tragando el polvo de media jornada de producción en una cementera… todo para nada. Porque Oc Eo, los restos arqueológicos quiero decir, son apenas dos naves cubiertas de chapa hundidas en una mar de arrozales casi hasta el por siempre jamás. Incluso los serillos de arroz se amontonan, a la querencia de sequedad, junto a las montañas de ladrillos desperdigadas que simulan el plano de lo que debió ser el centro neurálgico de la ciudad, visible en la segunda nave. La primera, aún más breve, refleja lo que probablemente sería un centro religioso ya que se aprecia un estanque, flanqueado por otra escasa muralla de ladrillo, en el centro del cual lucirían, trataba de adivinar yo, un yoni y un lingam en el que ejecutar las abluciones propias del rito hinduista que se importó aquí desde India. Y eso es todo… o casi. Porque todo huele a imperio aquí, solo retrotraernos en el tiempo es suficiente para entender que esta ciudad, de la que hoy no queda nada, fue en su día la capital del imperio que pariría la sucesión de reinos que gobernaron por milenios el sudeste asiático y nos legaron el invalorable patrimonio en forma de restos arqueológicas con que hoy cuentan tanto estas naciones como nosotros, gozosos turistas.

El imperio Funan, sin duda el más desconocido por antiguo de todos los propios del sudeste asiático, se estableció en esta vega del Mekong con mucha probabilidad en el siglo I de nuestra era (pese a que hay indicios de actividad humana en la zona desde el siglo IV antes de Cristo). Era, simétricamente a lo visto con anterioridad, una sucesión de mini estados (antes mencionados, en el apartado del reino Lang Xang, bajo el nombre genérico m(e)uangs) con una especie de vinculo político que los unía a todos. Su origen divide a los estudiosos entre los que le dan un origen Cham del norte vietnamita y otros, los más entre los que me incluyo, que les conferimos un origen austroasiático, concretamente Khmer, y que creemos firmemente que fueron la base de la que descienden los actuales jemeres krom o jemeres bajos que habitan toda esta zona conocida, como ya se comentó anteriormente, como Kampuchea Krom por los jemeres autóctonos de Camboya. Y hasta aquí las hipótesis, pero vamos con las certezas…

De lo que no cabe duda, a tenor de las excavaciones realizadas en la zona de Oc Eo, es que se trataba de un imperio basado eminentemente en el comercio marítimo y en el tráfico de productos, con la agricultura como un bien secundario. No solo la multitud de monedas y artefactos rescatados tanto en Oc Eo, como en el próximo Angkor Borei (otra zona propia de este imperio extinto enclavada en el sur de Camboya y con la que estaba conectada por una red de canales acuáticos), y relacionados con imperios como los coetáneos que existían en India, China o incluso Roma (sí, hasta monedas romanas se han encontrado aquí) demuestran la existencia de dichos trueques mercantiles, sino que, además, se cree con firmeza que la red de canales que alimentaban y fertilizaban esta región eran usados para expandir sus riquezas y dominio político por una vasta extensión que comprendía buena parte sur del sudeste asiático continental. Esta red de canales y asentamientos inter relacionados constituía, en definitiva, el corazón del vasto imperio funanés.

Aquí, en este imperio Funan, se puede empezar a hablar del último reducto imperial, propio de la actual Vietnam, que queda por descubrir: el imperio Cham. Se saben, no en vano, multitud de datos de Funan gracias a muchas inscripciones, talladas en sánscrito sobre calizas estelas, encontradas a lo largo y ancho del probablemente principal centro religioso de dicho reino Cham, de nombre My Son, y que pronto me vería volver a pasear por entre sus sombras y espectro inmortales. ¿Y qué era lo que ejercía de nexo común entre ambos reinos pese a ser el Cham posterior en siglos a Funan? Pues, una vez más, la religión hinduista que ejercían los súbditos de ambos imperios con fervor era la clave. De nuevo, la respuesta venía del subcontinente indio.

Acerca de la creación de Funan hay más sombras que luces. Otra vez más, al igual que con el imperio Chenla, son los escasos datos recogidos por ocasionales emisarios chinos los que nos dan un poco de luz al respecto. Se cree, en función de estos escritos chinos, que fue un tal Huntian quien, narra la historia, viniendo de lejos decidió lanzar una flecha y crear un reino allí donde ésta cayera. Casualidad había allí una fiera guerrera con la que él se desposo… Y ya no sigo… ¿Te suena? Si no te ha vencido el sueño después de perderte en mis correrías seguro que recuerdas el mito de Kaundiya, del que hablaba en el apartado de Angkor. Similar ¿verdad? Y tanto porque de hecho muchos creen que se trata de la misma persona. Esta dualidad de versiones del mito, faltaría más, no lo convierten en verídico pero, como se suele decir, apuntalan la magnitud de su importancia histórica. Y de nuevo sigo abonando el terreno de futuro porque esta historia de Kaundiya aparece perfectamente relatada en otra estela encontrada en My Son y datada en lo que sería un domingo de febrero de 658 después de Cristo, obviamente muchos después de la decadencia del imperio Funan. Una historia que coincide, clavada, con la que narré en el apartado histórico del pueblo jemer cuando arribaba al funesto Siem Reap.

Funan, para ir concluyendo, fue un imperio que alcanzó su cénit allá por el siglo III después de Cristo, cuando se cree que englobaba una población que se regía bajo un patrón burocrático similar al feudalismo europeo de muchos siglos después. Este punto álgido supuso la expansión de ideas y formas de gobernar que, por decirlo toscamente, intoxicaron a un imperio Chenla que se hallaba en eclosión y que, como expliqué, con el tiempo creció para acabar devorando y asumiendo como territorio suyo a este imperio funanes en el siglo VI. Este recurso literario puro de “fagocitar”, quede claro, jamás debe suponer un concepto (probablemente propio ese pensamiento de corte único occidental que nos gobierna) de ruptura y sumisión entre conquistador y conquistado. Esto jamás ha ocurrido así en el sudeste asiático y, en todo caso, lo que sí se producía era una absorción de ideas, estructuras jerárquicas y formas de organización social y política de unos para otros. Por ello, exclusivamente por esta virtud propia de las antiguas gentes que habitaban estas regiones, es por lo que el hinduismo, y después su íntimamente relacionado budismo, junto con formas arquitectónicas únicas, paridas en India pero modificadas tan maravillosamente como se aprecia por todos estos países, pasaron a influenciar y regir toda forma de arte religioso en estos confines, incluso hasta nuestros días.

De esa guisa, desolado y con el cuerpo dolorido y pulido en polvo, abandoné Oc Eo. Pero lo que para nada podía imaginar es que, en el resumen a luz de candil previo a dormir, acabaría entendiendo que ese día todo había salido del revés, donde mucho nada y donde nada mucho. Quiero decir que lo esperaba todo de unas ruinas de Oc Eo que finalmente se quedaron en migajas como escombros y, sin embargo, en la moto de regreso, cuando me dirigía al Museo de An Giang (nombre de la provincia cuya capital es Long Xuyen) con la certeza de que allí habría casi nada de interés, toparía de bruces con un increíble muestrario de iconos y figuras rescatadas de las ruinas que dejaba tras de mí, una colección que me dejaría sin habla y hecho que, faltaría más, animó un hasta entonces gris sábado de Diciembre. Todo un rosario de lingams, yonis, sellos, monedas y demás lucían hermosos, atrapados en burdas vitrinas, susurrando su origen mundial pero por siempre anclados al sudeste de Asia, para deleite de este agotado y empolvado viajero que los miraba absorto mientras se convencía a sí mismo de que sí, de que efectivamente había merecido la pena navegar por la ruta más insospechada para caer en un Oc Eo y un Long Xuyen enterrados entre el follaje brotado gracias al limo ofrendado por el Mekong, el Río Madre al que pronto habría de decir “hasta pronto”.

29. “Hasta pronto, Madre” o el recuerdo de Vinh Long y Tra Vinh

Un paseo por el delta del Mekong que se transformó más en indiferencia y brujo recuerdo que apetencia. Lo digo porque, una vez en Vinh Long, alquilé una barquichuela para dar una vuelta por su delta. Todo respiraba mi mal fario traducido en la añoranza de los maravillosos backwaters de Kerala. Porque aquí es parecido, pero en feo y nauseabundo por un pestilente olor que embadurna todo. Y no deseaba tener ese recuerdo del Río Madre, así que pedí al patrón, uno con cigarro perenne, cejas canas y visera oscura calada como a rosca, que pusiera proa a donde no habite casi nadie, donde el agua fuera líquido con limo y no restos de petróleo y donde la vega respire a humanidad vietnamita y no a decorados de cartón. El tipo, pasta de por medio, no dudo ni un ápice: rumbo a lo profundo.

Allí, con un sol que se acostaba, convertido en absoluta bola de fuego, se filtraban los rayos finales del astro como tenebrosos brazos a través de la espesura para postergarse sobre el lecho arrancándole de ese modo brillantes zafiros dorados por doquier. Un baile, un crepitar de destellos, un lujo solo para mis ojos y los de una pareja de niños sobre una chalupa descubierta que también observaban, embelesados, la escena mientras desatendían las indicaciones de un padre que pretendía enseñarles cómo lanzar las redes de pesca y que, a su vez, habría visto miles de atardeceres como aquél. Así quería recordar al Mekong, arrastrando miles de jacintos de agua entre destellos, de ese modo lo guardaría en mi corazón, congelado bajo un candado de siete llaves hasta mi regreso. Porque como el agua que desemboca y que muere, se evapora y vuelve a caer en lluvia o nieves tibetanas para regresar a su cauce, yo también retornaré. Como he hecho y haré siempre. Y todo porque sentía que me había llegado la hora del adiós. La hora de separar mi camino del de la que se había convertido mi sombra y razón de esta aventura. Lo veía multiplicarse, en lontananza, en pequeños regueros que se abrían como diminutas arterias en un mundo esmeralda de helechos, bananos y cocoteros. Pronto habría de desangrarse, de morir en el mar del sur de China. Pero su viaje, como el mío, ya había regado las vegas de pescado, de nutrientes para la tierra,… todo para las gentes que lo poblaban en barcas, en arrozales acodados en su tramo menguante. Todo a cambio de nada, solo los ruegos y ofrendas en algunos de los templos más cercanos o incluso como aquél otro, hundido en su lecho a su paso por Nong Khai. Él llegaba a su fin con el trabajo hecho, la simiente derramada en su camino. Y yo me sentía, en cierto modo, como ese río. Con un escrito a punto del remate que pretendía llamar a quien lo lea a recorrer sus recodos y conocer a sus gentes. Dicen que el turista lo es porque viaja deseando conocer sitios reseñados, pero el viajero, el que curte su armadura de saberes, ése solo viaja para conocer a gentes que ni tan siquiera se llega a imaginar en origen. Y en ese viaje mutuo se nos habían juntado a la vera gentes inolvidables, gentes que siempre vivirán alebradas al río, a éstas páginas. Su curso pronto moriría y mi viaje, como él, pronto se apagaría. Lo recordaba tal y como las emociones de mi ruta, como las personas que nutrieron mi curso y que quedan desgranadas en muchas decenas de páginas: tenue, pausado en Luang Prabang, vigoroso y turbulento entre Nong Khai y Vientiane, a ratos festivo y a ratos melancólico entre Nakhon Phanom y Pakse, vigorizante en forma de afluentes por Tbeng Meanchey y Komphong Thom, depresivo en Phnom Penh y, como adiós, mientras mi figura se postra y palpa cariñosamente su superficie en agradecimiento por su hálito que no me permitió cejar en el empeño, engrandecido y poderoso surcando su delta de nueve dragones, tal y como es conocido en este su tramo final vietnamita: el río Cuu Long, el río de los nueve dragones. Me puede la emoción, el peso de tantas personas, tantas historias turbulentas como la marea que me devuelve, con ojos llorosos y espíritu satisfecho pero quebrado, al embarcadero de Vinh Long.

La ciudad fue solo un trampolín para decir adiós al río. Vinh Long no pasa de estéril, con toneladas de turistas de todo a cien que llegan, surcan las aguas subidos a monstruos gigantes de hojalata, visitan un mercado al que me quería llevar el patrón (“no, gracias, tira hacia donde la barca más grande albergue a tres personas”) y vuelven a montar en su bus camino de cualquiera sabe dónde. Pero algo tiene muy bueno, especialmente después de salir de la congestionada Long Xuyen, tres horas hacia el norte: todo el griterío se reduce a la calle del embarcadero y su poderoso mercado. Hacia los costados reinaba la calma y era enriquecedor el poder sacar una silla a la acera, frente a la pensión, para tomar un trago a la fresca mientras esporádicos vietnamitas gastaban el asfalto en motos o bicicletas limitadas, por algún extraño designio, a veinte kilómetros por hora. Allí pasaba horas muertas que sin embargo salían muy vivas por la pasión por el diálogo de buena parte de sus vecinos. Y después me recogía, con calma, al gélido torrente de una habitación cuyo termostato del aire acondicionado debía llevar un lustro estropeado y era imposible de regular. No sé, cuando lo recuerdo, si acabé prendado de Vinh Long o no, solo tengo claro que, después de Long Xuyen, algo como aquello, con reminiscencia a pueblo mediano, era un golpe de fortuna para este viajero molido por la ruta. Y por ello seguro que no me importaría volver a escudriñar la levemente pegajosa noche, apoltronado en otra silla de plástico mientras la gente ordena su vida a ras de acera, porque si por algo destaca este país es por la pasión de sus habitantes por hacer la vida en la calle, con pijama y todo, sin pudor alguno. Eso, a ojos vista, es toda una garantía de entretenimiento y una certeza de que, cuando menos lo esperes, algo impactante va a suceder. Y, si acaso no por eso, sí que regresaré para volver a compartir otro delicioso café en compañía de los dueños de la pensión donde me alojaba, mi otra costumbre nocturna en la ciudad. Tal que así recuerdo que fue Vinh Long para mí.

Una mañana allí, nada más que arrancó la alborada, me dirigí a un templo cercano, más por la añoranza que me carcomía tras muchos días sin impregnarme del abrumador olor a incienso y el poso de calma que por el marcado interés que pudiera tener el sitio. Alquilé una bici y me centré en pedalear los escasos tres kilómetros que distan desde Vinh Long hasta esta pagoda conocida como Van Than Mieu. Una vez allí no había mucho de interés, pero lo poco que se levantaba aparecía encerrado entre una maraña de frangipanis y magnolias cuyas flores desprendidas salpicaban todo los recodos del lugar. Eran no más de 2 santuarios adornados con dragones, un estanque famélico y otro par de pabellones que aparecían desperdigados por todo el recinto enclaustrado que marcaba el perímetro. Allí, en la calma del lugar, entendí que, por mucho que me empeñe, Vietnam jamás va a ser un destino para visitar templos o lugares de culto, y no entendía sí, con seguridad, no tendría mucho que ver en ello su ostentación comunista. Probablemente así sea, aunque lo mismo sucede en el norte, en China, y aquel país, sin embargo, alberga complejos religiosos que empequeñecen el alma.

Después de un par de días de asueto y relax me dejé caer a plomo en un mullido asiento de furgoneta para compartir con otros vietnamitas, cargados hasta arriba de bolsas con víveres (entre otros unos patos que parpaban sin cesar y unas apetitosas, por jugosas y rojas como la pasión, sandías en rodajas) los apenas sesenta kilómetros que nos separaban de Tra Vinh, donde esperaba rascar un poco de sentimiento budista embutido entre la comunidad jemer que habita la zona y que, desde luego, es algo que no se respira en Vinh Long. Pero no llegamos muy lejos, de facto ni salimos de la estación: el cacharro no tenía frenos. El conductor se desgañitaba llamando por teléfono, pidiendo auxilio imagino… pero nada. Total que al final toda la tropa tuvimos que cambiarnos a un bus desvencijado y abollado que pasaba y era, encima, como el camarote de los hermanos Marx. Quiero decir que allí sumamos al zoo otra plétora de ciudadanos de viene y va al mercado, pollitos que no dejaban de piar y hasta un perro azabache que me miraba con las orejas caídas y una expresión de pena que rasgaba el alma. Pero, como siempre, todo lo susceptible de empeorar lo acaba haciendo y, por ello, allí topé con un recaudador de la pasta (en el sudeste asiático generalmente hay uno que conduce y otro que recauda) que iba de espabilado. El susodicho se me acercó con la intención de que pagara un billete más porque mi maleta abultaba demasiado, así que monté en cólera, le convencí a medias diciendo que mi ticket de varios miles de dongs era por la maleta y mi espacio y le obligué a callarse. La realidad es que era mentira porque había tenido el cuidado de esconder la maleta al sacar el ticket porque ya me olía que me podían hacer una jugada así. El caso es que el tío, pese a mi rapapolvo, no cejaba (vietnamita puro él) y me pidió un billete que pasó a comprobar mientras yo me veía con una patada en el culo y apeándome en marcha por haberme pasado de listo. Pero no, el tío chequeo la cantidad de treinta mil dongs, me miró mientras yo, acojonado, esperaba sus gritos y humilló la mirada, hizo un ademán de conforme y se volvió a la parte delantera del bus. “La puta que la parió a la de la oficina de tickets” pensaba, porque mi cabreo había alternado de protagonista, ahora mis iras iban dirigidas hacia la tipeja de la oficina de tickets que, pese a todo, me la había enchufado. Y en eso estaba, en el cabreo monumental, cuando un patito, escapado de una de las decenas de cestas en que los llevan mal recogidos con bridas, se puso a retozar, para alborozo y risas generales, sobre mi maleta. “Lo que me faltaba, que ahora el jodido pato se cague en mi maleta” pensaba yo macilento. Al llegar a Tra Vinh, me apeo y el tipo de la recaudación me tira la maleta mientras yo me acuerdo de su madre, momento preciso en que el tipo arrea una patada al pobre patito que se le había colocado a huevo ya que seguía por allí dando vueltas y que viene a caer, dolorido, gimoteando y medio cojo a mi lado. Vuelta a dedicarle recuerdos a la madre que lo echó. Me quedo mirando el pobre animal desamparado mientras éste, que a su vez me observa imagino que compungido, se me arrima sin parar de parpar y gemir su desdicha. “A ver dónde encontramos un buen acomodo para ambos, socio. A ver si encontramos alguien que nos quiera un poco” le digo en voz baja y, tras cogerlo suavemente y acunarlo un poco, lo acabo dejando una centena de metros carretera arriba, en la poza de una casa en la que otros dos congéneres suyos parecen aceptarle con disimulada indiferencia. Y así se escribe otra de las historias de a pelo en los buses de Vietnam, que pueden agradar más o menos, pero desde luego no aburren nunca.

Tra Vinh, una localidad de intensa mezcla racial gracias a la mencionada y poderosa en número población jemer, era el lugar en el que me habría de refugiar los próximos días. Era paradójico cómo había pasado por alto bellos ejemplos de arquitectura budista más o menos contemporánea en Camboya, absorto como estaba en la histórica razón de ser jemer y, por el contrario, éstos se habían convertido aquí en mi razón principal de visita. Porque tenía claro que estos ejemplos no serían de mayor interés que los propios de Camboya, pero el hecho de estar ubicados en la antigua Kampuchea Krom ya les daba un sutil toque de interés, aunque solo fuera por ver cómo se conservaban en un ambiente, aparentemente hostil, reflejado en el sentimiento comunista (y por ello básicamente ateo) que gobierna Vietnam.

Bajo esta perspectiva me encaminé primero a las dos pagodas jemer del centro de la ciudad, andando por romper la costumbre ya que este pueblo, revestido de ciudad, no deja de ser un plano cuadriculado de dimensiones minúsculas. La pagoda Ong Met fue una sorpresa mayúscula, no solo por su santuario principal tremendamente fotogénico, sino por la calma y la sensación de enterrarme entre su comunidad monástica. Caminaba entre túnicas, de olor especial, colgadas al sol mientras mis pies trataban de no pisar unas telas en las que aparecían esparcidos diversos tipos de hierbas y flores puestas a secar y que, de seguro, eran las que impregnaban los ropajes de ese olor tan particular. Los monjes, mientras tanto, alzaban el rostro y se me dirigían con una leve sonrisa a la que yo correspondía con un “suasday” (hola en jemer) y que hacía que su rostro se iluminara aún más y se pusieran a cuchichear entre ellos. No tarde en alcanzar la pagoda, china en este caso, de Ong para encontrarme sumido en la más absoluta soledad. Allí no había nadie y solo podía imaginar el fantasmal rastro humano por unas varillas de incienso que aún emanaban su característico olor. Dos formas de entender la religión, imagino, una, la china, que entiende la ofrenda como algo circunstancial en la vida y la otra, la jemer, que entiende más la vida como algo circunstancial en el credo religioso. Echaba en falta, allí perdido en la pagoda Ong, la plenitud de emociones que envuelven al viajero visitando alguna puja (ofrenda) en los templos hinduistas del sur de la India. Porque, como me decía una vez un viajero británico, lo especial de los lugares religiosos no lo determina su arquitectura o riqueza escultórica, ni tan siquiera su histórica importancia, es el fervor religioso, el chispazo pasional transmitido y contagiado de la multitud de tus semejantes, el que realmente te pone los pelos de punta y se convierte en algo adictivo que no se llega a olvidar jamás. Y yo solo asentía, dándole la razón, plenamente convencido.

Aún con tiempo me encaminé a la pagoda Chua An, otro foco de religión budista theravada en las cercanías de Tra Vinh y que, más que por sí mismo, me atraía por la presencia colindante de un museo de cultura de la minoría jemer. El templo estaba hermoso por decadente, tanto que unos operarios se afanaban en montar un andamiaje para, con seguridad, devolverle el esplendor que el tiempo le había robado. Por el contrario, el museo lucía en un vanguardista edificio de hormigón, casi una visión etérea comparada con el recinto monástico. Por dentro era una sucesión de salas, hasta cuatro: la primera con fotos de los múltiples templos jemeres que salpican la provincia seguidos de hastiales junto a una diminuta colección de Budas sacados, a buen seguro, de los mismos, la segunda era de ropajes, aperos de labranza y artilugios incomprensibles a mi mente y que, además, seguirían así en mi memoria porque ni existía una triste indicación en inglés que pudiera encender un poco de luz sobre su origen o razón de ser, la tercera mostraba el aspecto folclórico de la minoría jemer y allí se sumaban artilugios musicales junto a máscaras ceremoniales. Pero la cuarta y última era la mejor siendo la viva imagen del concepto de sociedad comunista. Se trataba un muestrario inconcluso de fotos de personajes recibiendo parabienes, medallas y demás sobre uno lustrosos trajes militares. “Ya decía yo que aquí faltaba la maquinaria de propaganda tan característica a estos regímenes” pensaba dejándome caer de foto en foto mientras sentía una tenaza apretando fuerte mi estómago, consecuencia obvia de verme rodeado de tanta referencia propia de batallas y burocracia. Apesadumbrado, decidí que, con el sol bajando a un ritmo tan veloz como el respiro que empezaban a dar sus rayos, era hora de volver a Tra Vinh, cenar algo y disfrutar de la localidad.

Y es que era un auténtico deleite amanecer en Tra Vinh. A un lado tenía rambutanes, mangostanes, durián… toda clase de fruta por cuatro pelas en el mercado local, a otro tenía cerveza y tabaco barato en un puestillo en el que siempre aparecía la adolescente hija de los dueños que, por lo visto, se encariñó de mí y un poco más allá tenía el mejor Pho (la clásica sopa de fideos vietnamita que ellos engullen a todas horas) de todo Vietnam. Y todo esto después de roncar a pierna suelta en un refulgente hotel de nuevo cuño cuya habitación me salía, robada, por media docena de euros la noche. Solo vi en esos días a una pareja de viajeros, veinteañeros perdidos con sus inevitables mochilas de dimensiones insospechadas, que suspiraban por encontrar un bus a una especie de eco-resort en un pueblo perdido. Con sencillez les dije que esto estaba muy lejos de buses y rutas de punto a punto, que la ruta más o menos turística, como cerca, solo hacía escala en Vinh Long y que, en consecuencia, les convendría alquilar unos moto-taxis, disfrutar de la campiña hermosa que se abre en esta región y cubrir de ese modo los apenas treinta kilómetros que les separaban de su destino. No sé si siguieron mi mensaje o no, allí les dejé negociando con dos moteros que se relamían de su buena dicha transformada en unas decenas de miles de dongs como caídos del cielo. Si digo que tres días me supieron a bien poco en Tra Vinh, con estos datos y alejado como estaba de la muchedumbre turística, es solo la pura verdad porque jamás olvidaré la sensación de ahogo y abatimiento cuando subí, por enésima vez, al bus que habría de llevarme a la distante en cuatro horas Ciudad Ho Chi Minh dejando detrás, de nuevo, un poderoso imán en el que resaltaban las caras de personas recién descubiertas, por nunca olvidadas. Lo último que puedo evocar es que, mientras enfilaba las escaleras de acceso al bus, surgió la imagen de un joven ciego, acompañado de otro que juraría era hermano por el parecido físico, que intentaba insistentemente venderme lotería de a treinta céntimos de euro el billete mientras yo no podía despegar mi mirada de la pupila de sus ojos, completamente cubierta como de una fina gasa blanquecina, mientras pensaba, acaso egoístamente, acaso insolentemente, que tal y como están las cosas dentro de poco serán ellos los que viajen por nuestro país y nosotros seremos quienes, lágrima en rostro, acabaremos vendiéndoles lotería a ellos. Eso es algo de lo que cada vez estoy más convencido viendo su espíritu de sacrificio, su natural y maravillosa manera de buscarse la vida mientras nuestro devenir de espíritu perezoso, a la sombra de un capitalismo voraz, nos avocará, si Dios o Buda no lo remedian, a sucumbir estrepitosamente a no tardar mucho. Todo oscila en este mundo, nada deja de girar, de subir y bajar… es solo cuestión de tiempo. Y en ese pensamiento me abandoné a los sueños.

30. Ciudad Ho Chi Minh (Saigón)

Anatema permanente. Ciudad Ho Chi Minh, resumido en Ho Chi Minh y también conocido por los occidentales como Saigón, se me asemeja a un renacimiento fallido. Carente de alegrías parece seguir sumido en una batalla que ya debiera estar olvidada. Uno aquí, tan lejos de su casa o el deseado entorno rural, se siente un poco como un amante despechado. Solo y hundido, entre la marejada de motos, con la percepción de imposibilidad de alzar un ánimo y alegría que gasté generosamente en seres de Laos y Camboya. Todo ello es un suma y sigue imparable para alguien perdido y acorralado en el clásico distrito de Pham Ngu Lao. Irreverente en un obstinado deseo de resurrección que, pese a todo, sé que me poseerá en Hoi An o Danang. En resumen: 2 noches y 2 ligeras borracheras en la destartalada Saigón. Para mi descargo repito que la apabullante atmósfera casi obligaba a ello. Pese a que entre trago y trago, y aunque parezca mentira, me lució el tiempo. Con seguridad lo mejor de este estertor de gran urbe es la certeza de que aquí es imposible morir aburrido de cordura, porque todo resuena, leve o intensamente, a manicomio. De día o de noche, en sesión continua.

Arribar a Saigón no puede ser más descorazonador, una amalgama desordenada de casas de hormigón y una especie de desbandada constante de motos cual si fueran las tropas de caballería del difunto general Custer en su derrota más humillante y definitiva de Little Bighorn. Incluso llegando a la raíz nos da para sumar en este campo de batalla cuadriculado de Ho Chi Minh a las tropas de la coalición india con “Caballo Loco” a la cabeza que repartieron estopa a aquellos. Y aún nos sobran vietnamitas, jinetes alocados, cabalgando sus scooters de múltiple condición, calidad y potencia sonora. Hasta, según las malas lenguas, unos siete millones de jinetes motorizados al día. Así tenía claro por qué no podía presumir de regresar a Ho Chi Minh. En realidad, viendo esa estampa, debería reconocer que, por el contrario, estaba orgulloso de haber pasado antaño por allí única y exclusivamente para dormir. Pero ahora debía hurgar en la renombrada como Ciudad Ho Chi Minh, rascar un poquito la superficie. Ahora me tocaba cambiar las balas de fogueo por las de plomo macizo y enterrarme unas horas por sus atracciones y museos siguiendo algún rastro de imperios olvidados.

Un primer día de ruta salió embadurnado de atroz canícula, como desprendida de esa bruma harinosa suspendida de hilos invisibles de pita que parece tónica común en todas las urbes de tamaño medio o grande en este rincón del mundo, generando al viajero esa misma sensación que sabe hará flaquear las piernas mientras augura un día no precisamente cómodo o feliz. Pese a todo, la vegetación que disfrazaba las avenidas y numerosos parques del distrito uno, enjaezada de flores de múltiples colores, parecía pugnar por dotar de un gramo de alegría el paso ya cansino hacia no sabía muy bien si un museo, la catedral, el mercado… o mandar todo al diablo y preparar el terreno para la noche ahogado en tragos largos en penumbra.

Finalmente, como un inconsciente, me decanté por acercarme (arrastrarme casaría mejor) al Museo de Historia (también llamado Museo de la Ciudad Ho Chi Minh), seguramente deseando restañar en mi conciencia la mala experiencia de Phnom Penh. Centenares de motoristas, conductores de cyclo y de otros artilugios que no llegan a la definición de ninguno de los anteriores se apuestan estratégicamente en las esquinas para atraparte en sus redes por lo que al final, un breve paseo que esperaba al cobijo de la sombra, se convirtió en una carrera de obstáculos tratando de sortear, de lado a lado de la calle, a dichos plastas que no entienden ni entenderán en la vida que si uno realmente necesita sus servicios ya se acercará a pedírselo sin necesidad de estar atosigándole constantemente.

El museo refleja en su exterior, inevitablemente, el peso que tuvieron los franceses en su época colonial ya que todo el edificio rezuma con orgullo un sentimiento patrio gabacho imposible de disimular junto con toques, curiosamente, chinos. Casi mejor que sea así porque, desde fuera, el sitio luce espléndido con su fachada encalada y rematada en columnas. Una vez dentro uno solo puede, de primeras, felicitarse por la idea de haber acudido, aunque solo sea por la sensación de frescura del interior. “Desde luego los franceses harían muchas cosas de pena, pero sabían cómo combatir el calor. Eso seguro”. Y uno recuerda las calles y avenidas de Savannakhet, Vientiane o Kampot en las que centenares de árboles, plantados cuando los franceses creaban los planos en que se articularían las calles de estas mismas ciudades, suponían un regalo caído del cielo en su sombra de mediodía, cuando el sol apretaba con mayor fiereza. Dentro el sitio no pasa de interesante en mi escala, en el apartado de su colección artística quiero decir, y eso que las muestras de esculturas tanto de cultura Funan como Cham impresionan sobremanera por lo excepcionalmente bien presentadas que están (¡y con rótulos en inglés!). Vamos, que uno se pira con sensación desaborida. Y eso es rasgo común a muchos museos vietnamitas, como ya había notado anteriormente, por la absurda necesidad que parece tener esta gente de convertir todo lo cultural en un apéndice de su pasado bélico. Éste es el de historia, nada que alegar, pero es que puedes visitar cualquier museo aquí o en Hanoi que en todos vas a encontrar una galería (aquí de hecho son unos cañones de un par de siglos atrás que manchan el jardín) en la que se muestren objetos propios de las guerras de guerrillas que les sacaron victoriosos ante franceses primero y yanquis después. Un tanque, una colección de armas, medallas al mérito (demerito de tener que matar a tus semejantes más bien) y así un popurrí de artilugios que a uno le paran en seco, le hacen mirar hacia atrás, volver a mirar hacia delante y pensar “¿qué coño pintan los cañones junto a los restos del imperio Funan o una barcas de madera del siglo VII?”. Pero es que, como ya había aprendido anteriormente, el unitario aspecto ultranacionalista de los ciudadanos de los distintos países del sudeste asiático es especialmente exacerbado en la gente Viet. “Además, como para no estar orgullosos después de sacudir a dos grandes imperios como el europeo y el norteamericano” pienso comprensivo… aunque eso no justifique, ni de lejos, su manía de mezclar churras con merinas en el ámbito cultural. Pese a todo ello también invertí un tiempo en pasear por el verde y admirar los cachivaches bélicos porque, al fin y a la postre, lo que me esperaba fuera personificado en barullos, buscavidas y timadores sin escrúpulos me atraía bastante menos.

Volviendo a las noches de tragos he de reconocer que no me lo pasé mal. Ya el mero hecho de sacar el hocico por la puerta y que no hubiera nadie con la vista clavada en el primer paso que pudieras dar hacia fuera para darte la tabarra era todo un triunfo. Un hecho estaba claro: el horario de trabajo de la jauría de Pham Ngu Lao no iba más allá de las diez de la noche. Por si fuera poco la temperatura había templado y la noche crepitaba de estrellas mortecinas ante el peso luminoso de una luna que pronto llegaría a convertirse en un disco salteado de manchas grisáceas. Justo en el momento que tenía señalado para dejarme caer por Hoi An y su mensual festival de luna llena. Salía a tomar unos tragos por la zona procurando no liarme demasiado y, curiosamente, bien por lo escaso de liquidez en mi bolsillo o porque, al ser esta zona turística, los sablazos eran de consideración, llegué a conseguirlo ante mi propia sorpresa y orgullo desmedido. Saigón, el único sitio de todo el sudeste asiático en que me propuse y, sorpresa, conseguí recatarme en juergas vespertinas. Lo cual, bien pensado, dice bastante poca cosa positiva del ambiente nocturno de la ciudad porque cualquiera que me conozca sabe que unos labios femeninos de conversación y unas cervezas heladas pueden jugar tranquilamente conmigo hasta el alba. Aquí, esto, lastimosamente no pasó.

Empleé otro día en procurar conocer un poco más del ambiente cristiano en la ciudad visitando la catedral de Notre Dame con la esperanza de que no hubiera, como en Battambang, un clérigo de mismo logo en tapa de pasaporte que el mío dispuesto a darme la murga (algunos lo llaman, eufemísticamente, sermón). Deseo cumplido. Pero es que, en realidad, allí no había ni clérigo ni casi Cristo crucificado. Lo que si había era una multitud de turistas de sube y baja del autobús que, pensaba socarrón yo, serían la causa principal de que el susodicho obispo, titular de la magna parroquia, se diera de baja de sus obligaciones en horario diurno de visitas. E imagino que con la venia del arzobispado porque aquello era más un espectáculo circense que un lugar sagrado. Allí, cerca del baptisterio, la gente vociferante (españoles al frente de la escala de decibelios, faltaría plus) se arremolinaba ante guías de distinta raza, cada uno peleando por su coto de terreno y alzando poderosamente la voz, ante la imagen de un tríptico en el altar principal que debía retumbar y palidecer en su soporte. A la salida, apesadumbrado por no hallar aquí la costumbre de silencio sepulcral que suele envolver los templos de rito budista, me quedé mirando fijamente a la estatua de la Virgen María que luce en el exterior, plenamente consciente, sabedor del hecho cierto por el que su cara refleja ese rictus de llanto y penuria: habían abordado su casa recuas de maleantes de voz en grito. “Tenías que haberte hecho budista, hija mía” pensaba cuando me giraba dirección al mercado turístico de la ciudad. Turístico. Ese día, seguro, había despertado con la vena masoquista hinchada a tope.

El mercado de Saigón, el atrapa bobos que lleva por nombre Ben Thanh, es algo así como la bazofia del gran bazar de Estambul pero en ambiente no propio del sudeste asiático (donde algo con resonancia a aquél es imposible), sino genuinamente vietnamita. Quiero decir que aquí los vendedores tienen otro porte del de los de aquél enclavado en la parte europea de la capital otomana. Tienen algo en común, eso sí: todos ellos pretenden chulearte con la misma soltura y “savoir faire” de quien te estuviera haciendo un favor. También es común el hecho, inherente a los escenarios montados por y para turistas, de que todos los puestos venden lo mismo aunque pretendan disimularlo. Pero con los vendedores vietnamitas todo es mucho menos avinagrado que con los turcos. Aquí ellos no disimulan, pueden parecer igual de simpáticos cuando plantas allí el morro pero, si te vas sin comprar, no se transforman en algo tan arisco como los bufones que venden trapos en el Gran Bazar. Quiero decir, en definitiva, que saben guardar las formas. Y claro que no les gusta que husmees solo por el placer de la curiosidad aunque no tengas un duro, es inevitable, pero pueden llegar a ser más receptivos ante una negativa que no los turcos transformados en Mister Hyde cuando les decías, lisa y llanamente, que sus piedras ni eran turcas, ni habían sido pulidas en Turquía ni, por supuesto, valían una décima parte de lo que pedían. Que por algo uno había invertido horas y días en los maravillosos puestos joyeros de la capital mundial del tallado de gemas: la india Jaipur. Y que, por favor y como colofón, no me trataran como a otro estúpido e ignorante turista aunque, por mi condición, tuvieran la tentación de hacerlo.

Aún con ello tenía su punto de interés ver a los borregos con piel de turistas caer en precios que denotaban su virginidad asiática, esto daba ganas de vomitar, ver a los pocos carteristas de manos blandas deambular y trabajar con arte y poderío birlando las carteras de estos mismos extranjeros, esto daba ganas de levantarse y aplaudir, o ver todo el decorado en conjunto, con calma y los ojos clavados en mi mochila no fuera a ser que me llevara yo algún disgusto por despistado, lo cual provocaba indiferencia ante la magia de los auténticos mercados, los ajenos a panfletos, los enclavados en remotas localidades como Ha Tien. Mercados donde todo es como debe ser y donde la palabra correcta que los ha de definir es mercado y no mercadeo, como sucedía aquí. Y eso que como un bobo yo también piqué en unos lacados con incrustaciones de nácar, cuatro kilos nada menos que me amargaron el poco resto de trayecto que me quedaba. A modo de excusa debo decir que el hecho de tener instaurado el sistema de “Fix Price” (precio fijo) me animó a ello… aunque, por supuesto, acabé arañando para un Pho y una cervecita porque, digan lo que digan o pongan lo que pongan, aquí se vive la cultura del regateo y uno que es perro viejo ya sabe cómo, cuándo y por cuánto ladrar.

Llegué a Cholón, el distrito cinco o barrio chino de la ciudad, bajo un fino sirimiri que se antojaba raro una vez metidos en pleno Diciembre, cuando el tercio monzónico ya debía estar asentado en clima seco en estas latitudes. En el bus una chica, de claros rasgos Viet, olfateaba una cáscara de naranja para evitar el mareo. Era una circunstancia que había visto numerosas veces en China y por ello no dejaba de ser otro rasgo claro de lo que siempre he barruntado: que esta sociedad Viet tiene más de cultura china que de sudeste asiático, al contrario de lo que sucede con la zona sur de la provincia china de Yunnan donde todo respira un aire más propio de Laos o Myanmar que del gigante asiático. Una vez más las definiciones políticas convencionales no casan bien con las realidades socio-culturales. El barrio es hermoso por vigoroso, por conjuntar descuidadas fachadas afrancesadas con templos chinos y todo ello rociado con mercados y tiendas en los que la gente bulle a conciencia. Probablemente lo más alejado del lustroso distrito uno donde los palacetes y edificios coloniales parecen reformados ayer mientras aquí, en la realidad más cercana a lo que es esta ciudad, estos vestigios fantasmales decoran esquinas cercenadas con sus fachadas de pintura corrida y sus contraventanas de madera en suaves colores crema azulados, amarillentos o verdosos que apenas se distinguen entre la capa de polución negruzca agarrada a las mismas. Es pasear por Cholón, sin rumbo fijo, la verdadera magia del mismo. Acabar charlando y aprendiendo vietnamita básico con unas crías en el patio de un templo, meter el hocico en una discusión de acera por unas vueltas mal dadas, ser diana de miradas de unos vecinos que toman té verde y te invitan a compartir con ellos un fragmento del día, y un largo etcétera de situaciones paridas del corazón, sin pompa ni lucecitas de colores, en un perfecto derroche de humanidad y naturalidad que jamás, nunca jamás se podrá encontrar en el distrito uno. Por ello acabé adorando Cholón, las horas invertidas en él y, aunque parezca mentira, echando un poco de menos Ciudad Ho Chi Minh cuando mi ruta se orientó al norte.

No olvidaré, justo en ese momento en que empezaba, al menos, a no sentirme incómodo en este Saigón que se filtraba por los poros, a diferencia del eclecticismo artificial del distrito uno, el rato que pasé apostado una sobremesa, escribiendo y tomando cervezas, viendo como una multitud de motos hacían cola para adquirir unos gusanos, de esos amarillentos y jugosos que suelen anidar en los troncos del bambú, vivitos y todo, que por lo visto son una delicatesen en esa zona de la ciudad. Junto a ellos había unos pájaros enclenques, unos pececitos que no daban ni para una muela, saltamontes y toda una sarta de especímenes de lo más variopinto. Así que mi mente se traslado al pobre patito de Tra Vinh, barruntando su mal fario porque poco futuro le aguardaba a manos de unos tipos que se echan al cinto cualquier cosa que se menee a su paso independientemente de su edad o tamaño. Una vez más, como sucede en China.

Cuando creí que ya había tenido suficiente función, sacudí la trasera del pantalón del polvo de la acera, tiré las latas vacías a la basura y, ya con medio punto, me fui a darme una ducha y prepararme para tomar un trago, que, a tenor de lo desnudado a mis ojos por la ciudad, era de lo que más me llamaba la atención.

¿Y qué decir de la zona de Pham Ngu Lao sin que incite a la depresión? Sumamente difícil. Porque este área, como el Khao San de Bangkok, el Mixai de Vientiane o el Riverside de Phnom Penh, solo por hablar de las más conocidas, son todas absolutamente idénticas: una sucesión de hostales de a millón, de agencias de viajes que me río yo de sus “viajes y tours organizados” porque si te descuidas acabas viajando al más allá tirado en la cuneta junto a dos centenares de semejantes al lado del hierro retorcido de eso que pretendía ser un bus de quince plazas, de puticlubs disfrazados de bares de copas, de una ingente cantidad de pseudo-comercios dedicados a tatuarte o emborronarte con tinta la parte del cuerpo que desees (garito predilectos, por encima de los de copas, de los hippies de nueva generación, inconfundibles ellos: visa oro de papi y pelo a rastas, guarras que molan más, que no han pasado por agua y jabón en un lustro), restaurantes con comida occidental o local irrisoria en calidad y precio y, por encima de todo, buscavidas de los de ¿transport?, ¿lady?, ¿smoke? y chorradas varias. Pero lo mejor es que a la gente le gusta, será por esa sensación de sentirse arropado por semejantes en rostro y bolsillo acaudalado que les debe poner, visto lo visto. Aunque el salpicón de McDonalds y KFC también debe de sumar su punto de “exotismo” para que la jauría se sienta bien arropada en este, irónicamente digo, entorno salvaje y aprensivo abarrotado de gentes de ojos rasgados. ¿Qué coño pintaba yo allí? Pues para mí esta calle era un recurso de pura y llana localización ya que podía acercarme andando a los lugares que quería ver, así que no me quedó más remedio que tragar bilis, encontrar algo apañado (“¿diez dólares esa porquería?” sollozaba en el hostal número mil mientras en el fondo gritaba “Aleluya, algo asequible”) y hacerme el ciego, sordo y mudo ante tanta desazón. “¡Qué lejos me queda ya Tra Vinh!” suspiraba rememorando la cruda realidad que rige fuera de la senda turística en la que lo primero que aprendes a decir es “gracias” con una sonrisa mientras, en esta selva que sofoca, lo primero es justamente “no, gracias” mientras pones cara de perro de presa. Y es solo uno de muchos matices, nada más.

Esa noche aterricé, a sabiendas, en un garito llamado ni lo recuerdo. Era uno más entre los del fango de la zona que, además, no pillaba lejos de la pensión y ya me había gustado el ambiente, íntimo por vacío, que reinaba la noche anterior. Pero esta vez se había transformado un grado porque acumulaba varias personas charlando amistosamente en sus desbalagadas mesas. Y con ellas unas damas, de esas de libre albedrío, aparecidas por arte de magia que olisqueaban, gustosas, la profundidad de sus bolsillos. Así que, en perspectiva de una noche de parla inglesa junto a una titi bañada en falta de sensualidad, me recogí a la pensión, a echar unas horas en horizontal antes de madrugar para coger un vuelo y husmear para dar un poco de luz en este escrito al antiguo Faifo, hoy llamado Hoi An, y al finiquitado imperio Cham entre las localidades de Danang y My Son.

31. Hoi An (Faifo)

Primeros de Agosto de 2007

“Llovía a mares en Hoi An. La película húmeda transformaba en una borrosa visión de tonos apagados todo lo que ocultaba por detrás y caía con violencia y estruendo sobre el estrecho canal frente al cual se localizaba el restaurante que nos hacía de refugio. Los vietnamitas hacían uso del Non, su sombrero tradicional, y los turistas improvisaban capuchas volteando bolsas de plástico para echar a correr buscando un alero salvador. Visto lo visto, el monzón trajo un poco de frescura ante tanto bochorno. Saboreo un plato de “rosa blanca”, es la primera vez que la pruebo, delicioso, y remato con un cigarrillo mientras suspiro y rebusco en mi memoria esa secuencia de días pasados, conversaciones esclarecedoras y pálpitos con indisimulada emoción que eran el día a día en Myanmar. Allí en Vietnam todo era distinto, convivían también panorámicas de postal, de belleza cautivadora, y seres de amabilidad girada, en otro plano, distinta a la de la gente Bamar. Fijo la vista en un cuadro del puente japonés con trazos de brocha media y tonos pastel que recuerda la historia de otro momento evocando imágenes ficticias traspasadas de otra época … igual que uno que no me habían querido vender hacía media hora. Entonces regreso de las fabulaciones, me sonrío, rebusco en mi mochila y cuando alzo la vista solo hallo la presencia de un hombre diminuto, desaliñado, descalzo, con pantalones y camisa a juego con su pelo enmarañado, o sea, empapado. Me arrastra un tubo de color crema y me pide el dinero, le invito a sentarse y tomar algo, niega con la cabeza y alarga su mano. Los dong han cambiado de mano y el puente japonés ocupa el más preciado rincón de la mochila. “Cam On” (gracias). Sonríe esa misma timidez que media hora antes me negaba mi precio y, con una humildad innata, fija la vista en sus pies desnudos y regresa a la tormenta…”

Volar es siempre un guiño a la comodidad. Uno se puede recostar, leer, jugar con el móvil e incluso escribir. Es fácil distinguir porque muchos viajeros, si el presupuesto está para alegrías, tienden a ganar tiempo y cubrir un porrón de kilómetros por unas decenas de euros que es lo que cuesta volar en estas latitudes. Pero tiene unas pegas resumidas en que es un poco antinatural. Jamás podrás encontrar las conversaciones o anécdotas de bus en un avión, y eso le resta interés. La gente se encierra, ceñuda, en sus revistas, libros o portátiles o, con expresión sesuda, dejan caer su mirada en el pasillo que se abre por el lateral o la ventanilla más cercana. Y así desde que se despega hasta que se aterriza. Luego está el dormir, no hay curvas y los baches (turbulencias) suelen ser muy moderados por norma general así que, en teoría, debería ser sencillo echar una cabezadita. Pero por alguna razón conmigo y otros muchos no funciona, digamos que quizás es tan jodidamente suave y cómodo que te da demasiado tiempo para pensar en preocupaciones a diferencia del bus donde el traqueteo constante te transforma en péndulo y hace de hipnosis perfecta, como si se tratara de un encantador de serpientes meneando el tumarit (flauta) frente a una cobra, para caer uno en profundo sueño sin llegar a poder sumar media docena de pestañeos. Y para rematar la tanda de contras está la ubicación, porque debería hacer memoria para localizar en ese arcón de materia gris un aeropuerto bien situado y que no te deje a la merced de las mafias de transporte que pululan por estas lindes. De primeras Kunming es el único que recuerdo que esté increíblemente bien situado, tanto que su viejo aeropuerto (cuando leas esto seguramente será historia) hace gala de una pista de aterrizaje escoltada por bloques de viviendas, tan en el centro está. Claro que los grandes aeropuertos de mega-ciudades tienen líneas de metro, tren o bus que te plantan en un pispás en el centro, pero eso, en este sudeste asiático, en estos centros que bullen en humanidad pero que siguen exhalando un hálito de ruralidad, eliminando Bangkok es vana ilusión en el resto de urbes.

Así que llegué al aeropuerto de Danang con pocas horas de sueño pese a recogerme pronto la víspera (algún día seré capaz de dormir profundamente y por largo tiempo previo a coger un vuelo), sin acumular un gramo de lo de Morfeo en el avión y con unos párpados que, en consecuencia, pretendían tumbarse para no volver a levantarse en unas horas. De allí vuelta a la grupa de la moto hasta la estación y, desde ese lugar, bus local a Hoi An.

-¿Cuánto es?-. Le digo a la bruja que contaba con expresión avariciosa un fajo de billetes mientras alargo uno de diez mil. La tipa enarca las cejas, saca uno de cincuenta mil con una mano y con la otra hace gestos de negación, de que con uno de diez mil no montaba. Sentía que me faltaba el aliento por la fatiga, estaba hecho polvo y sin ganas de trinchera y, quizás por eso, o puede que por puro despiste, cometí un error clásico en este país: pagar antes de ver cuánto pagan los locales. Pese a ello no estaba tan dormido y, simulando cabreo, le dije que ni para Dios, que le daba veinte mil (había leído no sé dónde que andaba por ahí la cifra) y tira millas. La tipa aceptó sumisa y yo, nuevamente, empecé a pensar por qué demonios para casi todo son tan chinos y por qué para otras cosas tan indios, rememorando la quietud de los buses chinos donde no existe el doble precio y la amargura del subcontinente indio donde más que doble precio existe quíntuple o séxtuple si te ven con pinta de turista… bueno, y aunque no la tengas también te la clavan, de todos modos no eres uno de los suyos. Luego, cerrando el tema, resulta que eran quince mil para ellos con lo que me tiré el primer terció de viaje mirando a la bruja cobradora con la misma mirada relamida con que lo hace un niño en seis de Enero, “¿se la lío o no se la lío pidiéndole los cinco mil que me debe?” pensaba deshojando una margarita imaginaria. Finalmente se impuso la cordura, el saberme curtido en batallas con gallos de incluso mayor enjundia, y por ello dejé pasar el asunto porque tenía claro que era calderilla (poco menos de veinte céntimos de euro) y que, si le vacilaba, a buen seguro que la tipeja se inventaría que los cinco mil extra eran por las dimensiones de mi maleta, porque mi cara no le gustaba o porque, sencillamente, Islero mató a Manolete. Y me tendría que callar de todas, todas.

Cuando llego no ha variado en demasiado el panorama, me veo otra vez envuelto en frío y copioso sirimiri. Casi que echaba de menos volver a sentir la piel de gallina por un frío que no era tal pero que tras muchas semanas en el calor húmedo del sudeste asiático irritaba y llegaba a hacer castañetear los dientes. Arropado por un abrigo que durante tiempo había sido más un incordio que una necesidad en la maleta, me vi esa tarde de nuevo caminando por entre las fachadas de amarillo lívido, casi mortecino, que lucen encaladas la mayor parte de casas del viejo Faifo.

Tan rotundo que no suena a nada, a nada conocido o apetecible al menos. Hablo de Faifo. Pero su olvidado viejo nombre no debería tapar nada de lo que la historia, con su lento caminar, le ha regalado a este reducto olvidado medio escondido en el litoral vietnamita. Hoy en día se conoce como Hoi An porque el nombre Faifo, afortunadamente, se lo comió el destino. Rememorando su vieja gloria comercial, rastreando por aquí y por allá, ésta ha devenido en una especie de barrio marginal, panorama sumergido en tiendas por doquier que, pese a todo, si consigues cerrar los ojos ante lo obvio, ante ese actual blanco que representáis tú y tu cartera en contraposición a la loable carga que representaban antaño las cargas de galeotes de bandera japonesa o de cualquier región austral, se traviste para sacarle con sencillez una sacudida al alma como la que me lleva a escribir estas líneas. Uno sueña, procura reproducir mentalmente mientras pasea engullido por calles engalanadas de rojizas linternas (en esos días se celebraba el conocido como festival de la luna llena), los típicos día a día sumergidos en la ceniza de la historia en los que mercaderes de diversas nacionalidades surgían, surcaban y se desvanecían por las mismas calles que atravesaba yo. Me veo cercado de comerciantes holandeses, omnipresentes nipones, escurridizos tamiles que ofertan su carga de especias como clavo, cardamomo, pimienta de varios tonos o esa misma canela, deliciosa y fragante canela que ya había olfateado junto a mi madre en un diminuto recodo del mercado años atrás. Todo sea porque los mercados son lo último que muere de la realidad de un sitio, son el último lugar donde buscar la pretérita identidad de cualquier destino. Siempre queda algo allí que ni la enciclopedia más concisa pueda descubrir. Callejeando por el de Hoi An volvía una y otra vez a aquel universo de seres desaliñados que hacían del trueque su modus vivendi. Olvidados seres de barbas milenarias, de corazones ajados, apátridas en pureza, dedicados al santo oficio de los bergantes. Y Faifo se transforma en mi memoria en un imperio oloroso, me transporta a una escena cotidiana a través de ese crisol histórico ya apagado y que, paradójicamente, se resume hoy en día en la presencia de centenares de turistas que, más que vender, buscan adquirir cuadros, trapos de corte y confección. Pese a ellos, si madrugas mucho y aspiras profundo, perdido en la calleja más insospechada, atrapado por el silencio, a esa hora que el sol es una quimera, con la vista clavada en ese esbozo de dragón que parece querer partir de ese tejado de borde girado para repeler a los malos espíritus, clara herencia china, o en ese estuario grisáceo que nutre la leyenda del lugar y hace, en su reflejo, resaltar aún más el ámbar de los pórticos del pueblo, todavía serás capaz de percibir el aroma de la albahaca, el cilantro o el azafrán más puro robado de la zona de Kashmir, porque eso jamás va a desaparecer de Hoi An. Se lo ha ganado a sangre y fuego.

Desperté el día después, revelado de la delicia en brazos de Morfeo, por algo semejante a la sorda brisa del batir de alas de una colorida mariposa sobre la ilusión de hacer imborrable mi nueva estancia en Hoi An. Me hundo en un torrente de agua fría y me arranco por cualquier callejuela. 06:33 de la mañana, con la gorra deshilachada de un par de dólares ajustada en la cabeza, la misma que entonces, años atrás y hasta ayer, sirvió para un descosido de lluvia pero ahora deberá servir para un roto de débil sol filtrado por una masa de nubes que sigue amenazando. Y una vez más entiende el viajero que es dueño de su tiempo y su destino, que él decide cuándo y cómo. Que muchos días no podrá compartir una escudilla de arroz con unos semejantes. Ni odiado ni amado, solo invisible para los que le rodean. Que el silencio y la lectura muchas veces forman parte de su caminar, de sus ratos de alimentación, de sus ratos de penumbra previos al sueño. Muchas demasiadas veces. Que solo lo que enrede el azar, llámese Pa, Nhiaw, Thong o cualquier otro dará calor y color a su porvenir. Que su hallazgo de libertad partirá de la soledad, solo porque él lo ha querido así. Que Hoi An se convierte en el día, la noche, las risas, las dudas, la familia, todas las amistades… todo lo que quepa en su entallado corazón. Y su magia pertenece a quien sepa amar sus circunstancias en esa hora bruja. Ese quién que has decidido ser tú. Todo lo duro del camino adquiere su sentido en momentos únicos como ese de las 6:33 de la mañana en la heredera de Faifo. Ya no hace falta emborronar más papeles o sueños difusos. Sucedió a las 06:33 de la madrugada, callejeando enigmático, en una calle de nombre olvidado.

Era una deuda pendiente. Salí de la pensión para cruzarme con un funeral donde llevaban al difunto en una furgoneta de costados abiertos con dos tipos disfrazados con coloridos trajes magentas, ridículas barbas postizas y un tocado ribeteado de cascabeles que, a ratos micro en mano y a ratos juego de palos de batería el uno y platillos el otro, no dejaban de lanzar salmos o bienaventuranzas por el difunto. Detrás seguía, con rostro como corresponde, una procesión de, imagino, familiares acompañados de una charanga que, ciertamente, no tocaba compases fúnebres sino más bien festivos y alegres. Aún alucinado por cómo esta sociedad parece pretender hacer de un drama un festival, caminé calle abajo buscando saldar esa deuda, esa pregunta que me carcomía: ¿qué habría sido del vendedor descalzo de cuadros?

Hoi An, tal y lo que es su zona histórica, supone un agradable paseo de sur a norte, de este a oeste. Es ridículamente pequeño pero, acaso por ello, más concentrado y hermoso. No tardé en aparecer por el umbral del negocio. Allí seguía, ésta vez con chanclas aterciopeladas. Le miraba y era como ver a mi padre, encorvado, ya con la frente más hacia el futuro inhumado que hacia el porvenir en lejano horizonte, achacoso y con otra buena siembra de canas que le hacían parecer, si cabe, aún más anciano. Ni me reconoció ni, por supuesto, lo esperaba. Traté de explicarle que hacía cuatro años le había comprado un cuadro mientras él me miraba, con ojillos inquisidores, tratando de descifrar de qué demonios hablaba ese tipo raro. Le recordé lo de la lluvia, sus pies descalzos abriendo brechas en los charcos de la calle Bach Dang… todo en balde. Su inglés, si es que alguna vez habló un poco, se había perdido como mi sombra en su recuerdo. Pero me hizo ilusión verle, contemplar sus excepcionales obras en ese mismo garito anclado entre tejas reviradas y portalones de madera canida. Cuando supe que jamás me recordaría, di media vuelta con la misma expresión feliz con que entré, me despedí y pude ver, ya en la distancia, como su rostro se asomaba, deformado en un estallido de arrugas, junto a una pilastra mate para ver cómo me perdía en el siguiente cruce de calles mientras seguro rumiaba su mal fario por no entenderme y, quizás, haber perdido por ello la opción de vender alguna de sus obras.

Llegó el famoso festival de la luna llena. “La típica pachanga para turistas” piensa uno cuando el crepúsculo vence y obliga a sacudir la corriente eléctrica que enciende unos titilantes fulgores bañados en rojo carmesí, arrastrados de las centenares linternas colgadas de aleros de tropical madera, que alumbran y descubren casi tanto como esconden y encubren en historias que crezcan en esquinas inmunizadas al candor, en penumbra, al albur de tu pasajera imaginación. Craso error. Todo sea porque el factor turístico en estas horas brujas pareciera diluirse (al menos un poco más que en horas diurnas) o, cuando menos, mezclarse con la ingente cantidad de ciudadanía local deseosa de celebrar este mágico momento. En ese momento Faifo recupera la imagen tejida en mi memoria un poco más claramente. Sorprenderse a cada esquina, quemar un pitillo con un lugareño sentado a la puerta de su local, apurar alguna cerveza ante ese sangrante panorama teñido de claro-oscuros en rojo hacían que fuera de un perezoso sobrado cuando pensaba en refugiarme en la habitación que había alquilado en una buhardilla. A altas horas de la madrugada conseguí caer dormido, con una perenne sonrisa, alumbrado por el torrente de claridad propia de luna llena, entonces sin nubes turbias, que se filtraba como un torrente salvaje en la minúscula habitación a través de un rústico velux. Seguía viviendo mi sueño, sintiéndome perro callejero, sin dueño. Hoi An me había devuelto el aliento.

32. El imperio Champa y Danang

Cerca de Hoi An asoma la vieja gloria de Champa. La abigarrada capital religiosa que, cómo no, compartió parte de su destino con la certeza de haber sido acorralada por signos de defunción en oleadas de bombardeos yanquis. Allí cayó el famoso grupo B1, gloria y estandarte pretérito de un bocado que fue para el imperio del águila arropada en barras y estrellas. My Son, pese a todo, encierra un aroma de puridad para el que faltan las definiciones. Es como el serrallo musulmán que se abre violento a un asombrado viajero que está de paso. Es un pacto profundo con todo lo que nos ata a muchos viajeros con el sudeste asiático. Por encima incluso de la magia suspendida pese al paso de los siglos de Angkor. Su virtud, la de My Son y no otra que es lo que pretendo reflejar ahora, no se refleja en su fastuosidad de a simple vista. My Son, junto a Funan, juega el papel de pobre en esta gran obra de reinos olvidados en lo que a estructuras se refiere. Su gloria se retrató en ladrillos de adobe anaranjado, sucumbido al napalm de una guerra con yanquis de por medio. Pereció y abrazó su destino sin alzar la voz, sumido en la humildad. Y ahora solo palidece y se marchita ante el incesante rumor de turistas de pase y pose que viven su desencanto una vez que han conocido la gloria Khmer del vecino camboyano. Inútil cosa la comparativa para un viaje a través del tiempo en Indochina.

Por lo visto muchos viajeros preferimos la realidad así, desnuda y sin artificios. Sencillamente. Afronté mi ruta a My Son procurando rescatar del olvido muchos de los momentos humedecidos de una visita que fue en un lluvioso y ventoso día de hacía ya más de 3 años. Mi madre sufría los rigores del clima embutida en un pantalón de chándal y blusa de organdí que se adhería a su piel a la mínima humedad y para el que la chaquetilla de clara franela suponía una indefensa ayuda. No tuvo buen día, empezaba a dar síntomas de una galopante cardiopatía que degeneraría en su paso por quirófano. Se paraba cada dos por tres y pretendía coger un resuello que se le iba a cada paso. Cuando le preguntaba por si estaba bien, se paraba y miraba al cielo en una profunda inspiración acompañada de un rumoroso gemido, siempre respondía con cariño que la dejara a su ritmo, que no me preocupara por ella, que yo viera el sitio, que escuchara al guía o la leyera si era de papel, que aprendiera. Empezó a vomitar el desayuno y cerré la función, volvimos a donde esperaba la mini van. Le comenté que tampoco merecía mucho la pena el sitio, todo derruido y añejo. Pero ella era mi madre, sabía que mentía y volteaba nerviosamente una sortija de turquesa en el dedo anular desesperada y cabizbaja por su incapacidad física que ahogaba mi gemido hueco de cultura Cham.

Nunca hubo una palabra sucia o un desdén, ni una pregunta sobre cómo de empedrada sería la ruta. Solo confianza. Abandonados en una anodina estación perdida de India a altas horas de madrugada, en una decrépita pensión china hundidos de cansancio a las 5 de la mañana mientras suplicamos una cama en recepción, en una chalupa mecida a merced del monzón húmedo más violento transformado en marejada terminal a kilómetros de Tailandia en la costa de Andamán, tragando sal, peleando por no volcar sabiendo yo que ella no sabía nadar y, como muchos Thais, tenía un miedo atroz al mar o durmiendo unas horas en un banco fuera de la terminal de bajo costo en Kuala Lumpur mientras esperamos la hora de facturar para viajar a Surakarta. En la vida protestó y el temible y definitivo para el viajero “nunca más” jamás brotó de sus labios. Yo marcaba la ruta, ella iba detrás, con fe inquebrantable, sin peros. Imagino que así también se forja un viajero, observando el quehacer y carencia de ladrido del perro más viejo. Si uno desfallecía, estaba la otra marcando el paso, regalando la sonrisa y el ánimo. Y viceversa. A día de hoy sigo sin saber si estaba yo más feliz de llevarla conmigo por tierras lejanas y rincones decrépitos o era ella la realmente dichosa por haber parido a alguien capaz de arrastrarla en un torbellino de raíces orientales en rutas inimaginables a sus setenta y pico. Y ya nunca lo sabré.

Todo aquello atravesó por mi mente mientras conducía un scooter que me trasladaba sacando un ruido infernal debido al agujereado tubo de escape. Llegué a My Son como si traspasara otro punto de mi vía láctea indochina, al menos eso resudaba después de aparcar el cacharro que había alquilado. Daba la sensación de que había recorrido tres galaxias, vibrado con 2 supernovas y esquivado un agujero negro en el increíble trayecto de apenas 50 kilómetros. O eso denunciaban mis tan machacados como entumecidos tímpanos y mis temblorosos brazos que daban la sensación de jamás poder desprenderse del traqueteo del camino.

Un guardia somnoliento e inmóvil, tanto como los vestigios de laterita de las sendas Cham, me franqueó el paso tras pagar un par de decenas de miles de Dongs y empecé a caminar, aún en volandas por el delicioso y potente café vietnamita (incluso mejor que el de Laos, ¿a qué coño esperan para exportarlo?) bajo un cielo que prometía agua a no tardar mucho, algo que no había cambiado tres años después. Creía, antes de llegar al primer conjunto arqueológico, que todavía sería capaz de rememorar la figura de mi madre, su camisa mojada, bajo esa tosca cubierta de metal, especie de refugio sustentado en 4 irregulares muros, junto a uno de los cuales ella trataba de esconder sus violentas arcadas años atrás. Pero éste había desaparecido dando lugar a un coqueto conjunto de mesas macizas y sillas de bambú en una especie de bar arropado en un edificio de concretos pilares hormigonados y un reluciente tejado de pizarra gris.

Paseaba por My Son, emocionado por un lado, melancólico por otro. Se tejía una red de caminos casi fagocitados por la hierba mientras a mi vista se descubrían a cada recodo, con un proverbial punto de suspense sostenido, edificios toscos que ya parecían permanecer erguidos solo por el desdén de un tiempo que acaso jugaba con ellos como el gato con el ratón moribundo.

El grupo A muestra, receloso, dioses de formas absurdas, pulidos por el tiempo, deformados y rotos en extremo por la sinrazón bélica humana. Dioses anaranjados en diminutas hornacinas que aún resplandecen en su esencia. Seres celestiales de mirada cálida y acogedora, son ojos fundidos con el paso del tiempo. Un inmanente recuerdo del vástago que navega dentro de cada uno, echado a la llovizna que humedece y escarba casi hasta la matriz en el rompecabezas que es la vida o la muerte, generando copelas de reencarnaciones constantes… porvenir de ese aliento que todos los seres vivos debemos llevar dentro. Dioses múltiples que representan la fe en la feroz tormenta sobre un mar en ebullición, como enquistados en la cresta de la espuma de una ola batiente que al romper genera un halo de luz en espíritus atormentados y confundidos… Dioses hinduistas que dejan sin aliento y que, mezclados con la quietud y el silencio del entorno, generan un inevitable repaso por la historia del lugar.

Este imperio Cham (o Champa), de nombre dado por sus pobladores Cham que eran en realidad un pueblo etno-lingüístico Malayo-Polinesio, abarcó buena parte de la zona centro y sur del actual Vietnam de los siglos VII al XIX. Obviamente a partir del siglo X, momento de apogeo, su decline y área de extensión se redujo drásticamente debido a la presión constante del pueblo Viet que es, leyendas aparte, un grupo emigrado del actual sur de China y norte vietnamita y que, a su vez, buscaba nuevas tierras meridionales para habitar por la presión que recibía de la etnia mayoritaria en China, la Han.

Toda esta gente Cham, al igual que sucedía en Funan y Angkor en sus orígenes, era un pueblo de marcada orientación hinduista, influenciada por la religión propia del subcontinente indio (tal y como se aprecia en My Son) gracias a las estrechas relaciones comerciales que se dieron entre ambos pueblos. Hoy en día, curiosamente, la escasa población descendiente de esta gente Cham, que mantiene aún vivo su idioma original, profesa una marcada religión musulmana a diferencia de lo que pudiera presumirse por su raíz histórica o la posterior influencia vietnamita donde predomina la mezcla de Confucionismo, Taoismo y Budismo llamada Tam Giao (camino a la inmortalidad o triple religión).

Básicamente este imperio consistía en la unión de dos clanes (“Dua” y “Cau”), de ritos y costumbres distintas con, incluso, enfrentamientos ocasionales que siempre eran resueltos con uniones matrimoniales inter-clanes, los cuales poblaban los cinco principados (una vez más un concepto similar a los ya vistos m(e)uangs que reaparece) que conformaban el imperio: Amaravati, Vijaya, Kauthara, Panduranga y, finalmente el que más nos interesa por aglutinar como capital religiosa a My Son y como principal puerto comercial a Faifo (Hoi An), el principado de Indrapura cuya capital estaba próxima al actual Dong Duong. Y no solo nos interesa porque sus restos pueblen ahora estas páginas, sino porque este principado gobernó todo el imperio en su época de máximo esplendor hasta que, a comienzos del siglo XI, fue abandonado por la presión Viet para recaer el ámbito de poder Champa en el principado sureño de Vijaya (los restos de su capital se creen localizados en el sitio arqueológico de Cha Ban) y, de ahí en adelante, ya fue todo un sucumbir progresivo de regiones con el paso de las centurias ante el avance de la gente Viet hasta su definitiva extinción como imperio, por anexión total al actual Vietnam, en el primer tercio del mencionado siglo XIX.

Así, con estos datos básicos, nos encontramos con que el principado de Indrapura fue el núcleo de poder en la época de esplendor Cham y ello se debió, en puridad, a su control total en la región sobre el comercio de especias y sedas entre China, India, las islas indonesias y el imperio Abbassid con capital en Bagdad, es decir, prácticamente toda Asia. El omnipresente aspecto religioso, ante el poder obtenido, no tardó en aparecer en la rica región y cristalizó profusamente en los restos de los santuarios que se mostraban ante mí en ese momento en que, mientras escribía estas líneas, la lluvia, hasta ese momento esporádica, comenzó a arreciar y a humedecer pingando de tonos oscuros muchos de los erosionados relieves de ladrillo atemporal. Me refugio en un santuario medio derruido escoltado por un lingam granítico, extasiado por el olor a selva mojada y con el gorgoteo incesante del agua que se filtra y cae por las grietas de una gopura desmoronada. Sigo, acurrucado, escribiendo…

Comienzos del siglo V. De aquí datan los restos más antiguos encontrados en la zona, principalmente un pequeño santuario erigido en honor a Shiva y una estela en la que se hace referencia a lo sagrado del lugar y a conceptos básicos hinduistas como el samsara (ciclo de reencarnaciones) y karma (los actos en esta vida serán consecuencia para tu próxima reencarnación). Segunda mitad del siglo VII. El hall original ha ardido y es solo un poso en la historia pero el regente de la época decide restaurarlo y con él otros templos empiezan a brotar en el valle de My Son, de entre ellos destacan en cantidad y calidad de los consagrados a Shiva aunque el culto a Vishnú también tiene su peso. Precisamente de esta época data la estela a la que hacía referencia en el apartado de Funan y que emparentaba ambos reinos bajo la leyenda de Kaundiya. Pese a todo ello, todavía Indrapura era un principado en ciernes y no fue hasta el siglo X y XI cuando los reyes de una ya poderosa Indrapura edificaron buena parte de los vestigios notables que hicieron de la región con seguridad el mayor lugar de culto y grupo de estructuras religiosas en todo el imperio Cham. Después llegó el horror. Llegó la guerra de Vietnam y con ella los bombarderos B52 yanquis que arrasaron durante Agosto de 1969 gran parte de una zona que, anteriormente, había tratado de ser cuidadosamente restaurada por los colonialistas franceses. Gran parte de las estructuras cayeron y, pese a los esfuerzos contemporáneos, la imagen que detona ante los ojos del viajero nada más pisar las ruinas, generando un profundo abatimiento, evoca todo lo duro que debió de ser la contienda bélica y el peso de la metralla sobre los santuarios, a todas luces injustificable e incomprensible.

Llegó el declive de My Son en pleno siglo XX pero ya antes la magia de la gente que lo alumbró había sucumbido, sumada a un poderoso e implacable estado Viet que ya se vaticinaba. Porque, para rematar todo el aspecto histórico de la región, es bueno dejar un par de pinceladas de quiénes eran esa gentes Viet que avanzaron implacables hasta absorber a toda la antaño poderosa y extinta gloria Champa.

La gente Viet (Nguoi Viet o Nguoi Kinh) es básicamente, y como ya comentaba, una etnia que ocupaba en origen partes del sur de China y del actual norte de Vietnam. Es este origen, acompasado con grandes periodos de dominación china Han, lo que ha cincelado su espíritu, cultura y religión hasta límites muy definidos ya que, si bien controlan y forman un estado en todo el litoral este de la península de Indochina y por ello están considerados como parte de ella, la realidad indica que podrían ser perfectamente un primo-hermano, lejano en todo caso, del pueblo Han controlador de la mayor parte del territorio de la China actual. No en vano recientes estudios genéticos demuestran que poseen un claro origen chino salpicado de rasgos de pueblos Thai-Indonesios. Y es probablemente este estrecho lazo con el gigante asiático el que, con seguridad, se tradujo en una presión que obligó a esta misma gente Viet a conquistar territorios hacia el sur, integrar al imperio Champa y acabar anexionando incluso las fértiles tierras del delta del Mekong, de raíz histórica, cultural y étnica más próxima a la gente Jemer, para dar forma al actual Vietnam que no lo olvidemos, parece seguir siendo un deseo irrealizable de posesión por parte de China que hasta en el recién acabado siglo XX (Enero de 1979) intentó vanamente su conquista, rechazada por la proverbial raza, ímpetu y sentido nacionalista de la gente Viet.

Acompañado entonces de un fino sirimiri finalicé la visita a My Son, orgulloso de haber podido disfrutarlo en casi soledad gracias al madrugón que me había pegado y, con los deberes hechos, la batería de la cámara de video agotada y un buen montón de apuntes para pasar a negro sobre blanco, me encaminé de vuelta a Hoi An para enlazar con el bus que debería trasladarme a Danang donde me esperaba el mayor acento en cultura Champa. Porque que si los restos arquitectónicos fueron demolidos por la barbarie, no así sucedió con sus colecciones de escultura, consideradas entre las mejor trabajadas y más hermosas del mundo, que aguardaban mi visita en el renombrado museo de escultura Cham situado en la vieja Tourane francesa.

Danang (antigua Tourane) es un abigarrado panorama donde nada parece merecer la pena por sí solo pero, sin embargo y en conjunto, su todo atrae tu atención a cada esquina. Recorrer sus calles vuelve a ser una puerta abierta al Vietnam más sincrético y por ello poético y bello. Y eso, fácil de percibir en un entorno rural, no es propio de una urbe de varias centenas de miles de personas. Ni en Vietnam ni en casi ningún lugar del mundo. Cuando vagas por Danang pareciera que el dolor de atravesar miles de kilómetros de una imaginaria tundra que ha quedado tras de uno ha sido solo un pasajero pellizco. Esperaba encontrar un reducto de turistas de tour operador y seres grises que se afanan en sus labores, ajenos e indiferentes hacia los occidentales, resollando un odio que debía seguir bullendo en su memoria y que brotó de la época en que los franceses llamaban Tourane a este importante puerto comercial anclado en el estuario del río Han. Nada más lejos de la realidad en este enclave.

Una ciudad como aquel jarabe para la tos infantil: de primeras, ante los sentidos, sabe a rayos, un trago áspero de amarga mistela pero, una vez que raspa y pasa, un sitio que es capaz de otorgar un gran beneficio desde un primer momento al viajero que sepa rebuscar sus escondidos rincones.

-¿Transporte?-. Me gritan por los cuatro puntos cardinales decenas de motoristas en esa bestia de transporte que es la estación de buses de Danang a la que me asomo en corto trayecto desde Hoi An. Arrastro mi maleta, ajeno, y salgo a enfrentarme con la sucesión de callejas por las que divago antes de entender lo vano de mi búsqueda del conocido museo de cultura Cham de la ciudad. Se avecina la oscuridad y no hay más remedio que dejar de hacer el canelo caminando en círculos y buscar un poco de ayuda hasta un hostal acogedor. Mañana será otro día.

Una vez en el museo de escultura Cham, a primerísima hora, me reencuentro con tiempo de sobra porque se ha atrasado mi vuelo y, al cambio, un par de euros menos en los bolsillos. Franquear la puerta de este maravilloso ejemplo de lo que técnicamente debe ser un museo cercano a la perfección es un viaje evocador a ese latente y cercano recuerdo de My Son pero también un repaso al arte que envolvía a otro puñado de enclaves Cham. Percibir la mágica maestría talladora que tenían por don estas gentes es algo capaz de conmover el alma: garudas de piedra arenisca, yonys y lingams de un tenue anaranjado, un muestrario animal que, arrimando un poco la vista, casi cobra vida por la precisión y pasión por el detalle que representan. Un milímetro de roca, un millón de sentimientos, un momento de fervor religioso detenido en la memoria de la raza humana. Y una pléyade de sincretismo hindú reflejado en esa amalgama imposible de dioses que parece cosa de brujería pueda haber salido de la imaginación terrenal. Son reflejos de la trinidad hindú en sus múltiples manifestaciones. Son bestias perfectas, capaces de generar miedo, respeto o devoción en función de las manos, las yemas revestidas de fuego en llama de los dedos artesanales que con el roce y el desbroce crearon semejante milagro. Aquí nada parece rudimentario o fruto del azar, todo tiene su razón de ser, su espacio, su encadenamiento lógico con lo que le rodea haciendo del paseo por las salas y galerías de este lugar un viaje a otro tiempo, a otra dimensión. Y eso es exactamente lo que debe ser un museo.

A la salida debo despertar de mi sueño, resituarme y chequear el reloj: tengo un vuelo a Hanoi. Pero percibo un poco de libertad orientando el hocico hacia la brisa y decido navegar otro poco por la vieja Tourane. Sin fotos o video ni necesidades de escritura de por medio. Solo por el puro placer de callejear, de sentirme libre ahora que se aproxima rápido el finiquito de este intenso viaje. Y pienso, con convicción, que ya ningún regreso será igual, que ya sé por dónde se armaron tantas y tantas maravillas humanas, cómo se gestaron y parieron y, aunque sea exclusivamente por eso, debo sentirme dichoso. Al rato, la hermosa chica de facturación de Vietnam Airlines, elegante y de estilizadas curvas cual boceto de Gaudí en su Ao Dai (traje típico casi exclusivo de mujer en Vietnam en el que sobresale la ceñida blusa abierta por los costados y con mucha caída) de seda alba y azulada, mira sorprendida la boba sonrisa de un viajero que factura para Hanoi y, de modo inevitable, sonríe empáticamente.

33. Un adiós en Hanoi

Nada con lustre. Ilusiones muertas en apariencia. Ningún sitio para regresar. Todo ello es Hanoi, de principio a fin. Lo mismo que unos ojos sin vida, un pálpito enterrado, un lugar donde nadie sueña despertar. Anatema que devora tus defensas en todo segundo mientras simula una amalgama de hogares ajenos en casas de fachada anoréxica cuyas puertas parecen abrigar angustia porque, lisa y llanamente, una vez que llegas a Hanoi ya te sabes parte de su histórica intensidad y dolor. Y sientes acabar de subirte a lomos de un orgulloso dragón que alza el vuelo cada día al ritmo del sol y que no va a cesar de zarandearte física y anímicamente hasta que revientes por sobredosis de sensaciones, eso que alguno resumimos como “viajar”. Entonces me sentía macilenta víctima de este dragón y de su venganza derramada, ensañamiento atroz, por haber engañado a este bello rincón dejándole con apenas dos días al final de mi ruta. Todos estos pensamientos poblaban mi cerebro cuando volvía a pisar Hanoi en esa hora bruja, maldita por todo viajero, que navega indecisa entre la ociosa mañana y la relajada tarde. No en vano paseaba por la capital vietnamita a eso de las cuatro de la tarde, cuando me acababa de escupir, en una invertebrada esquina del Old Quarter, el autobús que me traía del aeropuerto.

Regresaba a finiquitar una ruta, sumergido en un llanto de metáfora, a un lugar en el que varias veces había comenzado la ilusión del viaje. Triste paradoja. Es por ello que, caminando por las calles azotadas por la detonación de motores y los restos de neumático, caucho abrasado y grotescamente amontonado al pie de los bordillos, me veía despertar envuelto en una penumbra. Aparecía erguido en una gavia, cual si fuera un funámbulo, oteando el azabache abismo en el que ya creía divisar el chisporroteo de una lumbre en la arena de esa mi playa para naufragar. Todo era un reclamo de paz, una invitación al reposo, al trago a trago y al línea a línea, párrafo a párrafo… eso que es lo que ahora estás terminando de leer. Y no era capaz de dejar de sentirme, pese a la luz del final del túnel, atenazado por el rumor de Hanoi, entonces pura desazón, que difícilmente apaciguaba al pobre espíritu ensartado entre alambre de espino que me parecía, por momentos, a mí mismo. “¿Cómo demonios se puede justificar dar solo 2 días a Hanoi?” martilleaba la cuestión en mi cerebro.

El coro de grillos y cigarras en calurosa noche castellana de viento sur era metafórico esta vez. En Hanoi era sustituido en esa ocasión por el ruidoso petardeo expulsado, y sumado en simétrica armonía, de multitud de tubos de escape en potros de hierro con jinetes alocados. Y la brisa surgía en forma de coléricos gases bañados en dióxido carbónico que se arremolinaban por entre mis brazos y sobacos para adherirse, ardientes, a la piel de cuello y rostro. Es parte del paradigma de magia en Hanoi verte cruzando calles con los ojos fijos en el asfalto sabedor de que de ese modo, cruzando con ritmo constante y ciego, eres un obstáculo mucho más fácil de esquivar para la marabunta de motocicletas. Y luego llega la explosión de vida al raso. Barberos en la acera acicalando a relajados clientes, aprendices disfrazados de esteticién hurgando con varillas en la cera del oído de somnolientos vecinos, despreocupadamente arrebujados en minúsculos sillones, vendedores de piezas de motor, café caliente, ropa, zapatillas, lápidas funerarias, cerveza de barril … Todos a ras de suelo, pugnando en su metro cuadrado de acera por ganarse un pedazo de futuro. Vida a borbotones en una explosión de olores, colores y sabores que hacen de Vietnam en general un furibundo espectáculo de profesionales que motean cada palmo de terreno y, en este caso, el Old Quarter de Hanoi.

Parece que persiguiera fantasmas en este epílogo amargo de gran experiencia viajera al tiempo que procuro sacudirme la desazón de vivir apenas 48 horas en esta urbe que tanto me ha regalado. Rememoro la figura de aquel inglés que conocí en un puesto de Bia Hoi años atrás, repaso mentalmente las letras de mi diario en las que asomaban, por encima de todo, la contagiosa pasión y vitalidad de éste, de hecho otro de esos espíritus carcelarios que precisamente por antítesis de definición son incapaces, en su eterna libertad, de encadenarse a un hogar, un amor, un oficio… supervivientes perennes en ese expreso llamado libertad que entiende de estaciones pero no de fin de trayecto…

“Era un apátrida. Eché media tarde charlando con unos chavales de Zaragoza, los descubrí por casualidad, uno llevaba una camiseta típica de la tierra y eso me hizo volver sobre mis pasos y charlar con ellos, de Vietnam, de China… en realidad callejeaba buscando la nueva guía de Birmania, la vi en Bangkok original y pensaba que encontraría aquí, en Hanoi, la copia. Craso error. En realidad no encontré ni la vieja, ni usada ni copiada. Al menos me da que Birmania seguirá siendo esa isla exclusiva de Robinsones en medio del océano por mucho tiempo.

Iba a decir que me aburrí de buscar, me senté a tomar una Bia Hoi y apareció él. Iba de blanco inmaculado, con sombrero panamá a juego. Delgado, con barba cana, rala pero cuidada. Se sentó a mi lado, intercambió 3 palabras en vietnamita con la propietaria del barril sobre suelo anónimo.

-¿Puedes hablar vietnamita?- pregunté al rato.

Ambos habíamos estado observándonos de reojo, midiendo y catalogando al otro.

-No- respondió. -Solo unas pocas palabras. Es un idioma muy difícil-.

Las cervezas se alternaban quedamente, sin prisa, muy alejadas del ritmo frenético juvenil de Bia Hoi Junction. Era inglés, nacido en Alemania, criado en el mundo: Francia, Chipre, España (había pasado meses en Barcelona, su español era más que aceptable). Ahora, después de 3 años en China, llevaba ya 10 meses en Hanoi. Trabajaba de profesor de inglés y hacía muchos duros, dinero fácil decía, arrastraba mucho el «ea» de «easy money» para enfatizar lo sencillo que le resultaba ganarse un buen puñado de dólares.

-¿Has estado en Sapa?- me preguntó una vez que convergimos en el gran fútbol que hacía el Barça. Cuando llegas a un acuerdo charlando sobre algo es importante cambiar de tema, hacer ver que la conversación está siendo agradable.

-Todavía no. Creo que puede ser demasiado turístico para mí-.

-Lo es. Pero aún así es maravilloso-.

Solía escaparse los 3 días a la semana que le regalaba su gran trabajo. Había conocido a una familia Viet y solía pasar el tiempo con ellos. Me habló de los tugurios para expatriados, algunos tan sórdidos como los del Old Quarter para turistas. A estos les gusta mezclarse entre ellos y a aquellos también. Los vietnamitas suelen quedar para las postales.

Se excusó un segundo para regresar al cabo de unos minutos.

-¿Fumas hierba?- inquirió con expresión medio golosa medio pícara.

-No. Quizás cuando era joven-.

-Tenía que ir a por ella donde mi «camello». Aquí es de muy buena calidad. ¿Sabes? yo también estuve muchos años sin fumarla. Pero fue en un viaje a Camboya, probé la «happy pizza», ¿la conoces? … -.

Asentí con la cabeza.

– … Fue increíble. Me encantó el sabor. De ahí a fumarla solo hay un paso-.

Las cervezas me transportaban a la cama pero los efluvios del alcohol animaban al apátrida. Divagaba sobre las chicas vietnamitas, se volvía golfo por momentos. Y sonreía, de manera burlona bajo el panamá.

Decidí que era hora de recogerme, decline su invitación de conocer un poco más a la sociedad Viet en su vertiente femenina. Su imagen se difuminó engullida por un mar de motos, sombreros Non y ruido infernal.

Ahora llueve en Hanoi, el día languidece poco a poco. La historia resuena en mi mente, no echaba nada de menos ni nadie le esperaba. Era un espíritu libre. Se llamaba Mike. Si topas con él en un Bia Hoi y entablas conversación creo que puedes sentirte afortunado. No es un típico turista. Como decía, solo un apátrida, con la joven noche de Hanoi por meta. La críptica despedida lo decía todo. Anytime (en cualquier momento), anywhere (en cualquier lugar), who knows? (¿quién sabe?).

Solo miedo. Había dado clases en una ciudad a 100 kilómetros de Wuhan. Le daba realmente miedo volver a recoger sus escasas pertenencias olvidadas desde hacía 10 meses en una casa en lo profundo de la China más rural. Por las personas, por los sentimientos, por lo duro y áspero de dejar atrás. Pensaba que la gente sin patria sabía lidiar con estas situaciones. Él me hizo ver lo equivocado que estaba. Pero pese a los sentimientos, pese al apego… era y seguiría siendo solo un hombre sin patria, haciendo tiempo a la espera de la próxima estación.”

Aprovecho para saludar a un par de viejos conocidos, trabajadores del Hanoi Elegance original, quienes me recuerdan con cariño la figura de mi madre para la que me dan sentidos recuerdos. Si supieran… Atravieso calle a calle, engullido literalmente por las fachadas de estiradas casas, en ese maremágnun en tormenta perfecta que me acerca a una pensión, la última, en la que poder regalarme una ducha jabonosa que desprenda de mí tantos humos tóxicos, tantos sentimientos de tristeza hacia Hanoi, hacia el final de mi ruta.

En mi parecer el colapso de mochileros se hace esta vez más poderoso que nunca, les veo hundidos en rutilantes cafés de última generación, tan elegantes como grotescos en el entorno, de luces acarameladas rojas, azules, envolviendo huecos de penumbra cómplice y acogedora. Otros regateando un par de decenas de miles de Dong por una copia de guía de viaje pésimamente fotocopiada. A lo lejos otros pocos, sitibundos, pertrechados en posición de relax, sorbiendo tragos de cerveza barata, estirados y deseosos de alcohol, en cuclillas o sentados en infantiles taburetes de plástico. Y, cómo no, también choca con mi hombro algún otro perdido, ojeroso de jet-lag, con la vista perdida en mapas en los que, vanamente, procura situarse en este amasijo desordenado de calles y gentes llamado Old Quarter. Suspiro frotándome el dolorido hombro y pienso que, en realidad, no ha cambiado mucho el viejo cuartel, cosa que me anima por fracciones de minutos e incluso, en mi desventurado regreso, creo tan firmemente en la inmortal vigencia de la esencia de estas callejuelas que incluso juraría que son los mismos rostros de antaño los que resaltan, crípticos y levemente cromáticos, sobre las lápidas fúnebres apoyadas en las paredes laterales que parecen vigilar mi pulular por la calle Hang Bac.

Al día siguiente salgo de este pequeño zoo y me encuentro de bruces con la realidad de la capital. En taxi, con las ventanillas alzadas por las que corren riachuelos de la lluvia que cae con fuerza ese día, se dibuja tras los vidrios, a lo lejos, un panorama deforme y absorbente de fachadas afrancesadas de innegable belleza y simetría que jalonan el barrio extranjero. Casas que cobijan seres de alto coturno, ilustres miembros del partido único, supongo. En unos minutos me doy cuenta del magnetismo del lugar que me lleva en volandas obligándome a girar sucesivamente el cuello a ambos lados de las callejas que fugazmente atravesamos para admirar la dimensión de tantos y tantos bellos edificios. Así, en compañía de un afable y dicharachero conductor, me dirijo al encuentro de un reducto ajado de la historia reciente de este país cuya última dinastía, la N`guyen, condenó al ostracismo cuando trasladó la corte imperial a Hué para certificar así la defunción de ese último epígrafe en mi agenda: la ciudadela de Hanoi.

La dinastía N`guyen, acaso una de las más reverenciadas en la historia vietnamita, apenas ejerció su dominio por un siglo y medio entre los siglos XIX y XX pero fue, sin embargo, protagonista indiscutible de uno de los periodos clave en la reciente historia de este país. Me refiero al periodo de colonialismo francés. Con su último emperador cayó el poder dinástico en un Vietnam por aquel entonces fragmentado y se empezaron a sentar las bases que darían lugar, gracias a Ho Chi Minh y sus acólitos, al estado unido que en presente se puede admirar. Hoy día las tumbas de los regentes N`guyen se han convertido en una atracción turística de primer nivel en las cercanías de Hué, y puedo dar fe de que son todas absolutamente notables (especial buen recuerdo guardo de la de Khai Dinh) tal y como tuve opción de comprobar allá por 2007.

Y aun habiendo trasladado la capital a Hué todavía dejaron en la ciudadela una muestra, reseña de su poder. Hablo de la torre de la bandera (Cot Co) que se erguía orgullosa delante de mí, refugiada en el entorno del nefasto Museo de Historia Militar en el que aparecían, tan herrumbrosos como inofensivos, un reguero de aviones derribados a los yanquis, tanques birlados a estos mismos yanquis y demás parafernalia típica de la sucesión de batallas que identifica el pasado de este país, la mayor parte capturada a… ya imaginas a quiénes. No tiene nada; es decir, es apenas una torre de ladrillo bermejo junto a la cual se pueden observar, ya fuera del perímetro del museo, los restos de la antigua ciudadela actualmente reconvertida en unos dorados edificios militares que si no fuera por su eco histórico tendrían un interés cercano a nada. Allí se yergue la última puerta que queda en pie de esta ciudadela, entonces saturada de parejas de novios que hacían su reportaje de boda mientras yo asumía, descorazonado, que si ese simple conjunto de puerta de características chinas y un jardín de cuidado al menos dudoso conformaban el mejor marco de toda la ciudad para un reportaje de bodas, seguro que el divorcio estaba garantizado. Pese a ello era espectacular el constante pasear de ellas, que no de ellos, reconvertidas en ninfas de deseo inenarrable al pasear sus níveos Ao Dais que se levantaban en sedoso vuelo sensual al mínimo efecto de la brisa en esos momentos que cesaba la lluvia. Todas lucían una tez pálida, resaltada con polvos cosméticos junto a unos labios carmesí que, frotados en feliz sonrisa, me tenían allí clavado, sentado en el pasto sobre la mochila, con aspecto bobalicón y enamoradizo.

La ciudadela, procurando expandir brevemente su milenario desarrollo histórico, fue creada por la dinastía Ly allá por 1010 en un Hanoi que por aquel entonces era llamado Thang Long (dragón ascendente) y permaneció siendo la sede hasta 1810 cuando la mencionada dinastía N`guyen trasladó la corte a Hué. La mayor parte de palacios y edificios imperiales fueron destruidos en los últimos años del siglo XVIII por los franceses en su época colonialista. No en vano, a día de hoy, son la mencionada torre y la puerta, única superviviente de la docena que jalonaban la ciudadela, los únicos vestigios destacables del área junto a unas escaleras y un pequeño palacete. Posteriormente, ya en el siglo XX, las estructuras que permanecían en pie se anexionaron a unas barracas militares construidas alrededor y conformaron, en conjunto, la base de operaciones de la comandancia militar de la ciudad. Y, en estas, solo queda confiar en que su inclusión en 2010 dentro del patrimonio mundial de la UNESCO y su protección contribuyan a reconstruir de algún modo parte de la gloria ya ausente para que ésta pueda ser evocada de algún modo. Pero, una vez más, siendo estos confines parte de Asia Oriental, lo más probable es que las obras de descubrimiento de restos (que ya se iniciaron en 2003 con motivo de la construcción del nuevo edificio de la Asamblea Nacional) y su adecuación para una posible visita turística (a principios del año 2000 dio inicio el derribo de algunos barracones para prepara un solar en el que construir un museo) se demoren aún una larga temporada.

La última noche en Hanoi, la última de ruta, la pasé tomando tragos en un cobertizo fijado en una acera con media docena de vietnamitas. Esa noche cené apenas un par de bollos en un puesto callejero porque no quería malgastar mi último y escaso presupuesto en platos de campanillas, lo tenía reservado para brindar y celebrar por esto que lees, por haber cumplido mi cometido, por haber juntado un montón de párrafos en página. Pillé un motero aburrido y con seguridad a punto de bajar la persiana de su labor.

“Llévame lejos” le dije. “¿dónde?” inquiría él presuroso. “Solo llévame lejos” repetía yo. Como parecía que no alumbraba mi concepto, alcé la frente hacia una avenida concurrida. “Por allí” le dije. Fueron dos o tres kilómetros, cuatro a lo más, y cuando los turistas se habían evaporado y ya solo existían luces poco nítidas y un cartel que presumía cerveza fresca (Bia Hoi), le dije que parara. La escena se componía de apenas dos mesas con sillas de plástico, de poca altura, ocupadas por unos vietnamitas que, aparentemente borrachos, tamborileaban con unos palillos de comer sobre una mesa que vibraba y hacia oscilar quedamente los vasos que se arracimaban en su superficie. Allí me apalanqué, pedí tragos, y fui presa de un sentimiento carcomido y exultante a partes iguales. Porque el Mekong se me había quedado atrás y con él toda la sucesión de personas que habían dado pie a páginas y más páginas. Gentes que, seguro, hubieran copado mucho más de mi tiempo si no hubiera sido por la arrolladora ruta que me había mecido y machacado. Brindis y más brindis dieron lugar a toda esa cascada de seres que, sin palabras, con gesto triste y mirada orgullosa pero perdida, desfilaban por mi mente exigiéndome otro bis en mi caminar mientras yo, como un sonámbulo, repetía acordes de canciones Viet que, seguro en mis próximos regresos, llegaré a memorizar.

Allí quemé mis últimas horas en Vietnam, allí murió mi viaje y cuando al día siguiente me hundía en una jodida resaca camino del aeropuerto, me veía reflejado en el cristal de la ventanilla del taxi suspirando por el largo camino que se me abría en forma de trabajo antes del regreso a este mi segundo hogar: el sudeste asiático en fondo y Myanmar en forma. Porque escribir sobre Myanmar, su historia y sus gentes, volvía a ser, en el cobijo del asiento del Airbus destino Moscú, un pálpito demasiado intenso como para desecharlo, como para no gastar tinta en su honor. Allí, con el río Irrawaddy, deberá existir una necesaria prolongación a esto que aquí, por el momento, se apaga en pausa…

34. Agradecimientos

Mellado. Poco menos que caído a plomo en un asiento de cualquier aeropuerto presa de maldito sortilegio. Se acentúa la ausencia de muchos seres, con seguridad demasiados. No soy de prólogos ni de epílogos, y mucho menos escribiendo un libro sobre el retorno constante a una zona del mundo. En esta tierra y en mi persona, sin duda, no tienen sentido… pero sí creo que es justo, desde estas líneas y con la humildad por bandera, reseñar y agradecer las virtudes de paciencia, comprensión y, sobre todo, cariño de todas las personas que nombro a continuación aun con la certeza de que hay otros muchos que deberían estar y, por inconsciencia o memoria olvidadiza, no lo están:

-Pa y Phom en Nong Khai, a la primera por tanto y por nada y a la segunda por rescatar de su memoria un trago largo de festival Lai Rua Fai.

-El cariñoso abuelo de Luang Prabang y su prodigiosa memoria que guiaba mis párrafos de leyendas indómitas.

-Sunisa en Sakon Nakhon y sus susurros que hacían de descarga eléctrica

-La peña del karaoke de Nakhon Phanom y el gay de nombre imposible por tantísimo, realmente tanto que me hace estremecer en un escalofrío.

-A las dos chicas de Mukdahan que, sin saberlo, en apenas dos noches viraron mi estrella, la brújula que me llevó hacia estas líneas.

-Noi de Nong Khai y su novio con los que topé accidentalmente en Tha Khaek teniendo ocasión de pasar una maravillosa velada con ellos recordando pretéritos buenos tiempos.

-Harry y los críos del monasterio en Savan (¡increible Savannakhet!… a veces pienso que este escrito debió morir en aquel capítulo).

-Todo Pakse, sus habitantes nocturnos y especialmente a los khatoys por su calidez extrema sin mojaduras… por ser como son y aceptar la diferencia propia y ajena.

-Hannah por su curiosidad y deseo de cultura Thai.

-La gente de la pensión de Sa Em.

-Thong en Tbeng Meanchey… qué decir sin echarme a llorar.

-Al dicharachero conductor de Svay que casi me mata.

-Rodri en Phnom Penh (suerte, compadre).

-Nhiew y la pareja de abuelos de la pensión de Kampot porque, con el corazón en un puño, solo puedo regresar a verles lo antes posible.

-El barquero de Vinh Long que me llevó donde no habita el pecado.

-Todo, absolutamente todo Tra Vinh.

-La gente de Seguros Unsol y, por extensión, los trabajadores de Family Medical tanto en Danang como en Hanoi por su amabilidad, excepcional servicio y por tomarse más en serio la salud que quien suscribe estas líneas.

Un gracias sentido desde el alma a todos ellos porque, como expresaba Theroux cuando decía que buscaba trenes y, sin embargo, encontraba personas… ellas son el sustento de todo viajero y de este manuscrito. Hay historias y leyendas, pero por encima de eso hay personas de ayer y de hoy enriqueciendo el caminar del viajero… solo personas.

Ahora que vuelo de vuelta imagino el frío que arrecia anunciando el invierno en destino, parece que hay un señor de barbas como nuevo presidente (otro sinvergüenza que dará lo mejor de sí para que el país siga siendo coto de analfabetos funcionales en puestos de poder), la crisis deja familias desamparadas y yo, por el contrario, ya imagino las futuras vicisitudes que darán forma caprichosa a mi ruta por tierras birmanas mientras las tiesas azafatas de Aeroflot y su permanente cara de malafollás (dudo que alguien dude de la justicia de este adjetivo hablando de estas “damas” aéreas) me tienen más seco que una uva pasa pese a que yo deseo comprar una cerveza… para mí no hay mini-bar, todo agotado. Empiezo a pensar que mi cara de resaca mal llevada es demasiado evidente y es entonces, justo en ese momento, cuando aún más fervientemente desearía estar de vuelta allí, en Myanmar, en la tierra de espíritus. Me ladeo un poco y cierro los ojos tratando de descansar.

Después, en casa y una vez descansado, retomo la rutina laboral, cojo y abandono constipados, pienso en el polvo del camino, el que se agarra en vertical, el que no te deja razonar en horizontal, en seguir sonriendo, en el ya queda menos para regresar, para perder la noción del tiempo en la pagoda Shwedagon y los anónimos fieles recogidos en penumbra tras palmas de oración y verso mudo, en Bagan y sus templos taraceados, nácar en laca, sobre un estéril manto terreo por los que se volverán a aparecer semblantes de dolor menos intenso que la fe de futuro que los alimenta, en Mandalay y su armónico vivir rodeado de gentes de mil orígenes… rostros que sé que seguirán allí, vigilantes y a la expectativa, en cálido rumor mientras aquí el vaho nasal forma una nube de vapor sobre el helado cristal mientras la manga de mi camiseta frota tratando de visualizar un poco más allá en la estepa nívea, blanqueada por una nieve que cae en finos copos.

FIN

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