Mercerreyas

Rio Madre 5

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Gente que solo conoce lo que marque su “Gran Hermano” disfrazado de ONG. Hay un tufo que invade todo en esta breve localidad, pero no es el olor de Camboya porque, como todos los reinos del sudeste asiático, Camboya huele nada más guardar tu pasaporte recién sellado en el bolsillo. Porque aquí un país siempre se huele, y huele con una marcada personalidad que te hace saberte presa de tal o cual cultura. Aquí es inevitable. En Tailandia huele a ilusión y comida regada de albahaca. En Myanmar huele a esperanza y tesón. En Laos es un olor dulzón que invita a pasear y respirar dejando a un lado la mezquina necesidad de deberes que todos llevamos dentro. Pero en Camboya huele a imperio, a raza y a porvenir disfrazado de esperanza. O sea, huele a todo menos a Siem Reap, un lugar donde este íntimo sentido cae abatido sin posibilidad de resurrección. Porque caminaba por la amplia avenida paralela al río mientras no acababa de entender si no sería un estúpido pretendiendo encontrar algo que quizás se me pasó de largo en anteriores visitas.

Siem Reap es estigma de ONGs, de viajeros occidentales anclados, de buscavidas tan necios o loables como los que te ofrecen transporte a cada paso por esta parte del mundo. Es pura entelequia ajena a la realidad del entorno. Y eso, como digo, no huele a nada. Es tan aséptico que ni siquiera corretean niños recogiendo de la basura botellas vacías de plástico con las que ganarse un dólar si llegan a juntar 80 o 90, aunque en ocasiones tengan que arrancárselas de las fauces a perros que salivan y muestran los colmillos, furiosos, ante la cercanía de estos críos… Aquí esa imagen, laceración impresa de por vida en la retina, de niños armados con una débil vara para pelearse y ganarse su pan con los rabiosos perros callejeros debe estar prohibida. ¿Siem Reap es Camboya? Jamás. Ni tan siquiera un reducto. Veo, y revivo, las avenidas de elegantes pisos en venta, las masas en Bar Street, la infame sucesión de tugurios de tragos repletos de occidentales borrachos hasta el tuétano, y no acabo de entender si extravié mi camino o no. Solo la sombra alargada de Angkor, el poder de esa enigmática sonrisa perfecta y pétrea que asoma por doquier en el templo Bayon, me recuerda su genio. Y Khao Phra Viharn me grita con su hipnosis, un par de centenares de kilómetros más al norte, que no desespere, que él supo acogerme y recompensarme a tanta desidia y depresión. Solo un paso más allá habitan, seguro, más lugares igual de suntuosos que aquél.

Pero cerca de este lugar se yerguen como espadañas, majestuosos, los bastiones más preciados de la inmortal gloria Khmer. Angkor. Una plétora de monumentos deslavados en piedra arenisca con forma de relieves, rostros místicos o edificios de simetría admirable. Todos ellos trabajados con dulzura en sillares perlados por los rastros de millones de líquenes que les han regalado un aspecto lívido y mortecino. Miles de raíces de Ceibas y distintos árboles tropicales como los tualangs infinitos corretean o se desvanecen por entre las hendiduras del imperio de piedra buscando un reducto de humedad y eso quiebra, dobla o, directamente, fragmenta muchos monumentos dando lugar a formas en equilibrios tan grotescos como mágicos e imposibles. Es un sitio que genera llanto ante tanta magnificencia, y uno llega a creer que Stendhal debió palidecer aquí herido ante tanta hermosura para dar lugar al famoso síndrome que lleva su nombre. Ni Florencia podría hacer sombra a este reducto perturbador.

Un ser de la nada transita, meditabundo, a la búsqueda de un hotel en la pura creencia de que este espejismo de lugar, en Camboya, ajeno a su demacrada naturaleza, resuena a blasfemia. El calor ardiente repelido del asfalto, la acera, es solo una breve laceración en ese momento de nervios y emoción inevitable a la vera de la sombra del gran imperio angkoriano. El cuarto con averiado ventilador que me acoge una noche, la mirada profunda de un conductor de un taxi, la vacía negociación a primera hora de la mañana, el tránsito pausado, la cadencia de las decenas de kilómetros de ruta en mis piernas dejando tras de mí la huella de la joya perdida: Prasat Preah Vihear. La puesta en escena de esa obra llamada Siem Reap no deja de ser un breve calvario sin identidad antes de adentrarme, de nuevo, en la visceral jungla y recuperar un poco de su pretérita gloria en mi memoria, la gloria de Angkor y los hijos del sol que hicieron de esta región quizás la más afortunada sobre la faz de la tierra.

Comprender Angkor es retrotraernos en el tiempo hasta un imperio menos conocido, pero precursor y embrión de la gloria de Angkor, como fue el comentado Reino de Chenla. Pero, mejor aún, partamos desde el principio, que en este enclave es lo necesario…

Khmer. Jemer o quemer. Redondo y rotundo, tal y como suena. La gente Khmer, como los pueblos Tai o la sociedad Viet, es un reducto de personas emigradas del sur de China ante el empuje de la gente Han hace no menos de 3000 años. En origen el grupo étnico era el actualmente conocido como Mon-Khmer, del cual los Khmer se establecieron en la actual Camboya, delta del Mekong y zonas de Isan y sur de Laos, mientras que los Mon se establecieron más hacia el oeste (Myanmar y Tailandia) donde actualmente residen grupos reducidos derivados de lo que en su día fue su máximo exponente, el imperio Dvaravati en la actual Tailandia que fue a su vez fagocitado por el imperio Angkor.

Es absolutamente imprescindible, para entender y conocer la cultura Khmer, partir de la base de la impresionante e indisoluble unión e influencia de India y religión hinduista en lo que ha sido el devenir de este pueblo. Iba a tener la fortuna de atravesar por los restos de los antiguos reinos Funan (el primer reino Khmer enclavado en el delta del Mekong) y Cham en Vietnam, que junto con ése de Chenla ya mencionado, éste de Angkor y el anterior de Lang Xang iban a ser la base y motivación principal en este viaje a la búsqueda de los reinos olvidados de la Indochina francesa y en todos, excepto el precursor del moderno Laos, la alargada sombra hinduista iba a ser una constante.

La gente Khmer, a modo de claro ejemplo para resaltar esta influencia hindú en su desarrollo histórico, cree firmemente en la leyenda de Kaundiya, un príncipe Brahmán del poderoso Reino de Takkisila, en el noroeste de la actual India (probablemente el estado de Gujarat), quien ante la imposibilidad de heredar su reino por no ser el descendiente primogénito (era el segundo hijo del Rey), y tras consultar a un astrólogo y seguir su consejo, partió a surcar los mares tras coger la sagrada jabalina del templo de Drona, un Dios hindú dentro de esa amalgama de deidades que es el Hinduismo en esencia. Un inciso, Drona aparece descrito en varias fuentes como Dios hindú cuando en realidad, y esto es un apunte personal, no era sino un militar de alto rango que enseñó a Arjuna, uno de los hermanos Pandava en la épica hindú Mahabharata, el arte de la guerra. Aún así, entendiendo en amplía medida la proliferación abrumadora de deidades en una religión tan sincrética como el hinduismo… Pues, lisa y llanamente, todo es posible.

El príncipe y su tripulación viajaron durante varios meses hasta que, tras perderse por causa de una feroz tormenta, se vieron en una apremiante necesidad de víveres y agua potable para subsistir. En esta desesperada situación, Kaundiya lanza la jabalina con todas sus fuerzas jurando que se establecerá allí donde ésta caiga. Y la jabalina fue a caer en una isla que estaba gobernada por un poderoso Rey Naga, una serpiente de siete cabezas. Afortunadamente, el Rey Naga no estaba presente en ese momento y fue su hija, Soma, la que tuvo que defender el reino del acoso de Kaundiya y sus hombres aunque finalmente fue derrotada. Pero el príncipe hindú se enamoró de ella y de su valor por lo que, impresionado, la convirtió en su esposa.

El Rey Naga, en agradecimiento por este acto, bebió todo el agua que circundaba la isla y apareció un ilimitado terreno fértil que fue el regalo que ofreció el padre de la novia a la pareja como regalo de boda. Así Kaundiya y Soma dieron pie a una nueva estirpe monárquica y fundaron un nuevo reino en esas tierras, Kambuja, que daría como fruto los futuros y en este caso reales imperios Chenla y Angkor.

Aquí, en este punto, también se entremezcla una segunda leyenda, o variante de esta anterior más bien, en la que se relata el origen de la “dinastía solar” de reyes en Camboya (todos los reyes eran considerados Devaraja, reyes-dioses, hijos del sol). Mera, considerada la deidad más hermosa de entre todas las celestiales, fue dada como hija adoptiva por Shiva, Dios hindú de la destrucción, al Rey Naga quien, a su vez, la entregó como esposa a Kaundiya quien de este modo ostentaba el título de Kambu o Rey de Kambuja. Se cree que era Soma quien detentaba el poder mientras que Mera tenía una función estrictamente sexual. Hay quien incluso ha sugerido que la palabra Khmer viene de la unión de Kumba y Mera… Quién sabe, en este solar, en este vacío documental que es en gran medida la historia de este pueblo y sus reinos, apenas regado por las crónicas de un par de viajeros chinos en aquella época, son muchísimas más las hipótesis que las certezas. Y como suele ocurrir con las hipótesis, cobran más fuerza en ellas las creencias y la fe personal que los, en este caso, escasísimos indicios.

Así, por este recorrido engendrado a partes iguales entre leyendas y datos históricos, se llega a Angkor y a su aledaña ciudad de nombre Siem Reap. Paseé, por cuarta vez, por los parajes de la vieja ciudad, por sus bastiones de gloria inmortal, obnubilado entre tanta belleza. Hice acopio de reservas líquidas y me perdí, una vez más, por lugares que reflejan un poco de calma en este gran invento turístico que es hoy en día el recinto. Taché los clásicos y asfixiantes de muchedumbre Angkor Wat, Bayon, Phnom Bakheng, Banteay Srei… y otros pocos. Solo un día tenía porque la ruta me ponía el acento en nuevos horizontes y, en consecuencia, hice un alto en el evocador Ta Som y después regresé al sitio más especial de todo el complejo: Banteay Samré. Un lugar idílico, pausado y envuelto en silencio, abrumador de belleza y con una simetría que enamora desde que lo pisas por primera vez tal y como fue mi añorada experiencia en 2006. Hay decenas, centenas de libros que resumen lo increíble de todo este entorno espolvoreado de obras de arte inigualables y por ello sería absurdo que yo os aburriera aquí con más reseñas, linajes o prodigios de la ingeniería de estas gentes. Sencillamente lo mejor es dejar el velo a medio descorrer, pausarlo aquí, en la pausa que no garabatea párrafos de datos o sensibilidades, y animaros a que os acerquéis por que este lugar nunca se es visitado suficientemente. Yo me quedo con esos momentos de calma, sentado con la espalda apoyada sobre la pared, admirando, con el corazón al ralentí y una cerveza en la mano, el mágico dintel que ostenta el gopuram o torre anterior de este Banteay Samré, sabiendo que esa vez el tiempo me mordía y me apretaba a recorrer millas camino de otro lugar inédito: Banteay Chmar.

A última hora de la tarde alquilé un taxi con unos jemeres para acercarme a Sisophon (Svay para los jemeres) a apenas un par de horas de Siem Reap. Desde allí, el día posterior, sesenta kilómetros transformados en dos horas con mi culo agazapado en un vetusto Toyota darían con mis huesos ante el deslumbrante santuario de Banteay Chmar. Tan irreprochable como demencial la carretera que lleva a él. Había madrugado de manera natural, sin alarmas ni necesidades, y me tocó vivir el espectáculo que supone ver como el disco rojo solar afila el horizonte para teñir de un rojo púrpura toda esta polvorienta localidad hasta entonces sumida en la más profunda oscuridad. Pude ver como un cielo punteado de miles de estrellas, porque en el cielo de Svay éstas se cuentan por miles, sucumbía ante el poderoso fulgor del astro. Embelesado, presa del silencio, veía desde la ventana con cortina descorrida el espectáculo ante mí, y solo pensaba lo afortunado que era por poder encontrar aún centenares de amaneceres con la mente clavada en un nuevo vestigio Khmer que alimentará mi sed de próximos horizontes. Se recuerdan muchas cosas a la vuelta, demasiadas, pero las inmortales, las que rasgan la memoria como una cuchilla a la tela de raso son estos amaneceres, hostigadores por el sofoco que van a provocar, repletos de ilusión y deseo de descubrir. Luego el destino dicta sentencia, mejor o peor, imborrable o detestable, pero ya nadie te puede robar de las vísceras esa sensación que te abrumó aquella primera hora en que el sol despuntaba dando luz y encendiendo la vida en Sisophon. Ese dilatado instante, simplemente, queda impreso para la eternidad. Y recordaba, echando ya la mochila al hombro para partir, la de veces que pillé a mi madre en la misma posición. Encogida sobre la cama, semi erguida, oteando muda a un sol que despertaba en el horizonte mientras yo me giraba sobre un costado para volver a cerrar los ojos al tiempo que la sugería en un susurro que durmiera otro rato más. Siempre en vano, cuando volvía a abrir los ojos, horas después, ella seguía allí con la mirada clavada en el horizonte y la mente cavilando solo Dios sabe qué. Ahora, viajando solo, ya sabía que en muchos aspectos me había convertido en ella y me había hecho a sus rituales.

Banteay Chmar regala mucho al viajero aguerrido que se arrima a él. Lo inmediato se reduce a descanso y una cerveza fría después de una carretera que es una sucesión infinita de baches de todas las características: redondeados, alargados o formando vértices imposibles en los que uno siente, más bien padece, lo mismo que si se viera encerrado en una coctelera y agitado con tesón. Y así por espacio de dos horas. Después el templo, como recompensando su aislamiento y soledad, se abre como una flor solo para tus ojos. Difícilmente hallarás a otro turista por allí. De hecho la cabina del ticket estaba cerrada a cal y canto, pero cuando ya me relamía con los cinco pavos que me iba ahorrar apareció renqueando un joven de generosa sonrisa.

-Son cinco dólares, por favor-. Me larga en su chabacano inglés. Le alargo la pasta y pregunta por mi país a lo que respondo que España, o eso al menos pone en mi pasaporte, al tiempo que recojo los cambios del billete de diez que posé en la ventanilla apolillada, abierta ex profeso para honrarme. Nos miramos una decena de segundos en silencio hasta que luce la bombilla en mi cerebro trastabillado por el infernal tramo. Sin ticket, ni anotaciones en el registro de entrada… no hay visitante. “Cinco dólares que se ha ganado por la cara el fenómeno este. Igual esto no es tan distinto de mi país como creía” pienso apesadumbrado mientras me piro porque ni mi cuerpo ni mi cerebro están para batallas. Al fin y a la postre, qué más da un ticket de más o de menos.

Me hundo por los recodos de Banteay Chmar, un templo construido cuando el budismo ya había desbancado al hinduismo como religión predominante, buscando, entre torres, dinteles espléndidos y millones de rocas amontonadas, los bajorrelieves que hacen tan especial este lugar. Husmeo y rebusco, admiro planos perfectos, me pierdo entre las diversas veredas porque aquí todavía no hay senda para que transiten turistas, tal es la cantidad de los mismos que se aproximan a su magia que ni hay necesidad de crear un camino. Calculo sus bestiales dimensiones oteando a lo lejos los restos de una muralla de laterita tras haber escalado otra montaña de bloques de arenisca, me detengo un segundo ante figuras de devadas aún intactas, inéditas al roce de las palmas de las manos y, finalmente, voy a salir de uno de los múltiples claustros por un montículo que se cierra sobre una puerta pétrea. Miro a la izquierda, justo lo que buscaba, la preciosa y absolutamente única en arte Khmer imagen de Avalokitesvara (Buda de la compasión en la corriente Mahayana budista) con sus decenas de brazos. Miro a la derecha, exactamente la misma imagen replicada pero con menos apéndices. Las dos únicas que quedan de las ocho originales que hasta hace tan poco como 12 años se mostraban sobre la pared de este exclusivo templo. ¿Qué pasó?, pues sencillamente fueron robadas, expoliadas al abrigo y anonimato que generan su remota localización y la escasez de efectivos para salvaguardarlas del gobierno Khmer. Afortunadamente el camión que trasladaba su preciado botín fue interceptado en la frontera tailandesa y los bloques con las insustituibles imágenes reposan hoy día en el museo nacional de Phnom Penh esperando un milagro en forma de inyección económica que las permita ser devueltas algún día al lugar, la galería oeste de Banteay Chmar, de donde nunca debieron ser removidas. Sirva este dato para comprender la fragilidad de este entorno arqueológico y la necesidad de cooperación internacional para proteger su gloria ganada en centurias, o eso pensaba estupefacto mientras buscaba mi equilibrio aupado sobre otra montonera que se yergue enfrente de dichas figuras solo flanqueadas por una ceiba plateada.

Retomo lo de centurias porque Banteay Chmar es otra más de las geniales obras construidas a lo largo del siglo XII por un rey como existieron pocos en el linaje real Khmer. Hablo de Jayavarman VII, un gobernante fiero y luchador tal y como indica su nombre (Jayavarman significa guerrero victorioso) pero con frágil espíritu de artesano corriendo por sus venas. Nadie hay comparable a él en las distintas dinastías que gobernaron Angkor ni prácticamente, a nivel mundial, en imperios ya extintos en lo referente a inquietud cultural y vocación creadora. Acaso solo alguien como Ramses II, en el periodo nuevo del antiquísimo imperio egipcio podría compararse. Ta Prohm, Preah Khan o el inconfundible Bayon en el recinto de Angkor Thom son algunas de las obras firmadas y facturadas bajo el reinado de este singular personaje dentro de su inagotable rosario creativo.

De hecho el citado Bayon no queda, estilísticamente hablando, muy lejos de este templo. Por un lado es posible encontrar aquí o en el coetáneo y tan cercano como minúsculo y coqueto Ta Prohm (no confundir con el homónimo en Angkor) alguno de los enigmáticos rostros de Avalokitesvara, siempre sonrientes de modo místico, que flanquean las torres del recinto Bayon por centenas. Y, por otro lado, resalta que no son solo los relieves de Avalokitesvara lo increíble del entorno, todo el resto de las paredes de este complejo reflejan, como una película en secuencia corrida que pareciera cobrar vida por momentos, escenas bélicas en las que Jayavarman VII batalla y ejecuta a los Cham. Son relatos vivos, huelen a sangre y desolación, fragmentan la imaginación entre parajes unos de guerra descarnada, otros de soldados atravesados por lanzas y, los últimos y más aterradores, de soldados cayendo al mitad lago, mitad río Tonlé Sap (siempre presente el Mekong y sus hijos en mi ruta aún en el poso de la historia) y siendo cruelmente devorados por cocodrilos. No a la postre fue en estos páramos donde se libró una batalla crucial vencida por los Khmer contra los vecinos del actual Vietnam que resumiría la supremacía de estos en ése que pasó a convertirse en el mayor imperio que se prolongó jamás por todo el actual sudeste de Asia.

Abandono el recinto en la firme convicción de que, pese a la lentitud y por momentos pausa por motivos económicos de lo que es la reconstrucción del lugar, éste va ser uno de los iconos de cualquier turista por Camboya en años venideros. Por potencial, calidad y dimensiones creo que, si obviamos Koh Ker, no hay nada comparable fuera del recinto de Angkor. Aunque, de nuevo atrincherado en un taxi que se llena con otros siete adultos, un bebe y un maletero a reventar amarrado con cinta al abollado guardabarros, no dejo de pensar, al ritmo de los botes, que ayudaría enormemente si alguien se decidiera a allanar y asfaltar la única carretera a Svay. “Y esto no es nada” dice alegremente el conductor mientras gira la cabeza para charlar conmigo, “deberías venir en época monzónica. Con las lluvias esta carretera sí que se pone difícil. Ahora es un placer viajar por ella, el polvo es una bendición comparado con el lodo” y sonríe amistosamente justo en el momento en que, distraído por la conversación, se le escapa un terraplén de dimensiones casi métricas en el que el capó se hunde poniéndonos a todos patas arriba en un vetusto Toyota Camry que vuelca, como a cámara lenta, sobre un costado. Una vez volteado de nuevo a posición horizontal, con la fortuna de solo un retrovisor en mil añicos, la ruta vuelve a proseguir con el conductor, ceñudo, fijando la vista en la carretera a través de la rajada luna, yo frotándome otros dos chichones nuevos en la colección y el resto de la concurrencia con gesto serio, enfadados conmigo por haber distraído de su quehacer al despistado conductor. Y así seguimos machacando la suspensión hasta llegar a Svay.

24. Battambang

Cuando asomas a Battambang, tan macilento como descompuesto por la ruta, y tratas de centrar tus ojos en algo que rebele un poco de coherencia a tu pensar, te das cuenta de que en ocasiones hay que perder para poder ganar. Perder ilusión, fuerzas, horas de sueño y, por el contrario, ganar una perseverancia hacia un nuevo maná desconocido en el que se confía plenamente. Ahora que escribo a posteriori todo es tan sencillo como exagerado por aquel entonces. Pero he de reconocer que por un momento, sumado todo lo negativo que llevaba acumulado, Battambang se me antojaba ese mediodía como un gigante Polifemo para quien yo iba a suponer solo un entremés en forma de Odiseo a quien incordiar su estancia en la presunta ciudad.

Hubiera jurado, y de hecho la había imaginado así de antemano, que Battambang era más una ciudad que otra cosa. Quiero decir que ante el hecho de tener cerca de 250.000 habitantes, tal y como tenía apuntado en mi libreta, la deducción urbana sería sencilla. Pero esto no es así en el sudeste asiático y Battambang, sus calles almidonadas de tierra y brea, sus fachadas ocres bajo ese perenne espectro colonial francés, sus bajos bares y ocasionales mercados, los templos de múltiples tejados y coloridas columnas que brotan por doquier y tantos otros detalles apenas perceptibles me situaron, en realidad, en algo más cercano a un pueblo grande que a una ciudad. Es lo bueno de esta parte del mundo, aquí las ciudades no vienen determinadas por el número de habitantes o barrios suburbiales ni tan siquiera por aspectos como el PIB per cápita o tecnicismos varios. Aquí las ciudades son como islas, pequeños refugios acongojados ante el incesante rumor rural que impregna toda la península de Indochina. Si quitas Bangkok, Ho Chi Minh City y quizás Hanoi ya no te queda nada. Ni Yangon alcanzaría en mi escala al concepto de urbe. Todo respira a naturalidad en este universo rural que lo impregna todo, esta amalgama ecléctica de barrios que fluyen al mismo ritmo que el pausado río Sangker que los acuna, en los que la batuta está bajo la figura de seres anónimos, desde vendedores de comida callejera hasta despreocupados vecinos en ropas de andar por casa que canjean animales, comida, mientras charlan animadamente. Y esta impronta hace de Battambang, como un cuadro mortecino revestido de la definición “pequeño rincón del mundo”, un sitio francamente acogedor y apático, un lugar perfecto para dejar pasar unos días, respirar profundo, percibir una Camboya que se había convertido, como en un mal sueño, en un espejismo en la suntuosidad de Siem Reap y escribir, relajarme y replantearme la ruta entre estos apuntes que más de una vez se me cayeron de las manos vencido por la narcolepsia que flota en el lugar.

Battambang es otro de esos lugares heterogéneos y sincréticos tanto en sociedad como en historia. Durante muchos años fue parte del territorio de Siam, en el cual ejercía como centro financiero para toda la zona este del país. Después llegó la soberanía Khmer, el colonialismo francés y con ellos el lugar cayó, tal y como lo estaba conociendo, en una pausa temporal que daba la sensación de durar por toda la eternidad.

Caminando por las calles de Battambang era cuestión de tiempo topar con la estatua de Dambang Krahnoung, algo que lleva a enarcar las cejas en señal de sorpresa. Una figura negra, casi irreverente y como fuera de lugar, en todo caso más cercana a las figuras de los Yaks (o Yaksas), guardianes de los templos en la corriente budista Theravada que a la persona que dio origen a este reducto del oeste camboyano que no deja de ser conocido como la reserva de arroz del país por su fértil tierra. Esconde una bella leyenda su figura sosteniendo una especie de cetro, leyenda que aquí todo el mundo conoce y que hace referencia al nacimiento mitológico de esta región.

De hecho, en 972 el hijo del Rey Sankhacakr, de 21 años, ascendió al trono bajo el nombre de Brah Cakrabatradiraja Parampabitr. Era norma glorificar al antecesor, en este caso su padre, con una pira alojada en un pabellón honorífico por lo que, inmediatamente, ordeno a sus súbditos cortar madera. Ya para entonces su esposa, Neak Moneang Kaev se hallaba en cinta de su hijo primogénito.

Y el caso es que entre los leñadores había un hombre que, preparando el arroz, y en vista de que no disponía de un cazo para remover el alimento, se valió de una rama de una cercana ceiba oscura para este cometido. Repentinamente, el arroz se volvió negro, pero como él estaba hambriento, decidió comerlo sin reservas. Y automáticamente se volvió tremendamente fuerte. Podía partir una rama del árbol más duro solo con proponérselo. Viendo esto, los leñadores decidieron rendirse a la evidencia y presentarle sus respetos. El hombre partió una gruesa rama, una especie de cetro, de la misma Ceiba como su bastón y arma de ataque y, tras ser apodado “Dambang Kranhoung” (algo así como Rey del palo de Ceiba) y ver su poderosa fortaleza, decidió que reclamaría el trono del reino.

Llegando esta información a palacio, los siervos reales decidieron advertir al rey quien les ordeno combatirle repetidas veces resultando en vano en todas ellas, siempre salían derrotados ante la potencia del milagroso hombre por lo que, finalmente, todos se rindieron a sus pies. El rey, ya sin esperanza en la victoria, cayó enfermo y murió a los 49 años, después de una pacífica gestión prolongada por 28 años. En consecuencia, los hombres sometidos al poderoso Dambang Kranhoung entraron en la capital y permitieron a éste usurpar el trono al cual accedió bajo nombre de Gottam Amar Devaraja. Ordenó a sus hombres, como primera medida, buscar y capturar a todos los miembros de la antigua familia real a los que deberían asesinar o quemar en vivo en una pira. La mujer del fallecido rey, embarazada, se refugió junto a sus dos hijos en una aldea muy alejada, entre ciudadanos que la acogieron y la protegieron de los secuaces del nuevo rey. Padum Kumar, el primogénito y sucesor por derecho al trono, que apenas contaba con 13 años, se internó en el bosque, recluido e invisible a la amenaza que se cernía sobre él, y se convirtió, allí en su interior, en un monje asceta dedicado a la meditación por lo que jamás salió a campo abierto mientras que el segundo hijo, Siri Kumar de 5 años, fue capturado un día mientras viajaba con su tutora real y arrojado a una hoguera… Pero no falleció porque los méritos espirituales (ofrendas a Buda) de la reina habían hecho mella en el espíritu de un soldado desconocido y el niño fue rescatado de entre las llamas y escondido en el bosque. Siri Kumar no falleció y, poco después, fue visto por unos monjes que habitaban en el bosque que decidieron curar sus graves heridas y hacerse cargo de él. Siri Kumar no podía andar porque tanto sus piernas como sus brazos fueron amputados por la gravedad de sus lesiones así que debía moverse ayudado por su espalda. Los monjes que le criaron le llamaron Bramm Kil (Banhea Kraek para otra gente).

La esposa del difunto rey, alejada de la capital y a salvo, dio finalmente a luz a un tercer barón que mostraba en ambas palmas de las manos la figura, clara y reluciente, de una rueda (asociado con probabilidad al Dharmachakra o rueda de la ley común a budistas, hinduistas y jainistas). Una gran esperanza se apoderó de la exiliada realeza ya que los astrólogos reales que habían huido con la reina ya predijeron en su día la llegada de un nuevo soberano. Dambang Kranghoung, que conocía la profecía que vaticinaba la duración de su reino, sabía que éste se prolongaría por espacio de 7 años, 7 meses y 7 días momento en el cual un hombre predestinado llegaría y se haría con el poder… Y solo faltaban 7 días para ese límite en este momento de alumbramiento del nuevo y premonitorio heredero real. Dambang Kranhoung, temeroso, declaró que mataría a quien osara retarle con su poderoso cetro pero que, si era incapaz de hacerlo, aceptaría su derrota y transferiría el poder a este nuevo soberano por respeto a los astrólogos.

El último día de la predicción, todos esperaban que un milagro sucediera en forma del joven recién nacido transformado en un torbellino que acabara con Dambang Kranghoung. Bramm Kil, que también se dirigía a presenciar este anunciado hecho, se tomó un descanso en la orilla de un estanque ya que su pésimo estado físico le impedía moverse con rapidez. Pero, en ese momento, pasaba por allí un viejo Brahman que cabalgaba transportando un cuenco con arroz, un pequeño recipiente con agua y un gran fardo con ropajes reales y una corona. Al ver a Brahm Kil le dijo: “Tú no llegarás a ver al hombre milagroso. Te ofrezco que cuides de mi caballo y de estas cosas. Si tienes hambre, puedes comer de mi arroz y beber de mi agua. Yo voy a ver al infante que ha de recuperar el trono y regresaré tras hablarle de ti y tu estado para ver si te puede ayudar”. Así el Brahman se apeó del caballo, asió las bridas de éste al muñón del brazo izquierdo de Brahm Kil y se fue.

Una vez desapareció el Brahman, el caballo se agachó y empezó a tirar del muñón de Brahm Kil que, milagrosamente, vio como el muñón se agrandaba y transformaba en un brazo. Repitió el gesto en el otro brazo y pasó luego a amarrarse las bridas en la parte inferior del cuerpo de la que brotaron 2 piernas. Brahm Kil pasó entonces a comer y beber el agua que le había ofrecido el Brahman y sintió una increíble fuerza que crecía y se agitaba en su interior mientras se vestía con los ropajes reales y la corona, asemejando al precioso Dios Indra. En ese mismo instante comprendió que era él, en realidad, el indicado para asumir la corona y montó en el caballo que, ante el asombro del jinete, abrió unas portentosas alas y partió, volando veloz, dirección al palacio de Dambang Khanghoung.

Éste, que sabía de sobra la importancia de ese día, cuando vio venir a Brahm Kil volando cogió su cetro y lo lanzó en dirección al caballo… Pero falló, el palo sobrepasó su objetivo, rebotó en el suelo, a lo lejos, formando el cauce del pequeño río llamado O-Dambang, y fue a parar a una región que había sido hasta entonces impenetrable y que pasó a ser llamada por el nuevo rey “Battambang”… Tal y como es conocida hoy en día esta provincia y su capital. El Rey Dambang Kranhoung ofreció su trono a Brahm Kil y, derrotado, partió solo en busca de nuevos reinos, nuevos límites por las zonas del sur de Laos.

Laos. Y mi mente empieza a rememorar esa historia, terriblemente similar, que me narraron en Tha Khaek acerca de un legendario gobernante allí, noble y poderoso, que dio nombre a la región conocida como Sikotthabong. El protagonista era Phaya Sikottabong y, sus orígenes, sorprendentemente idénticos: la historia del arroz removido con una rama de Ceiba, el tono negro que adquiere éste (en la cultura Lao, de por sí supersticiosa, este hecho del cambio de color del arroz al cocinarlo suele ser premonitorio de un desastre), los poderes que adquiere al comer el arroz. Idéntico. El desarrollo posterior varía porque Sikotthabong acude a auxiliar al rey en Vientiane en su lucha contra unos elefantes salvajes, los vence y consigue la mano de la princesa como recompensa. Marcha a gobernar unas tierras regaladas por el rey (la actual región de Tha Khaek, también conocida como Kammuan o Sikotthabong) pero es traicionado por un consejero real y el rey le prepara una trampa mortal que acaba con su vida. Incluso es parecido en el final, en el hecho de acabar derrotado. Éste, en resumen, no deja de ser otro ejemplo más de la conexión que en muchos aspectos, en este caso folclórico, gozan los países del sudeste asiático continental y sus culturas. Lo bonito, aquí en Battambang, una vez conocidas las dos historias, es imaginar que se trata de la misma persona, el mismo héroe, y así a uno no le queda más remedio que pedirse una cerveza, echar un trago cerrando los ojos e imaginar el sinfín de aventuras que marcaron la vida de Dambang Kranhoung en su periplo por tierras de Camboya y Laos mientras la pátina de tiempos inmemoriales, olvidados como épocas de fábula que son, se diluye plácidamente en el espíritu.

Invertí un día en visitar unas menos que poco interesantes ruinas cercanas. Parte de esos vestigios Khmer que todavía ningún literato famoso ha osado descubrir. Lo fácil hubiera sido entretenerme con el Bamboo Train, un juguete hecho y narcotizado en el tiempo para pasatiempo de la recua de turistas que empiezan a desfigurar Battambang, pero ese tipo de argucias no suelen cuadrar con mi manera de entender la ruta. Así que busqué transporte para llegar a Wat Ek Phnom con un joven motorista que tenía la virtud de no pretender venderme nada más allá de mis deseos. Una vez allí sacudí el desvencijado krama del polvo cobrizo de la carretera mientras trataba de entender el aspecto fetichista de que hacemos gala todos los viajeros. Me refiero en mi caso al krama, la mochila de un par de dólares comprada hace años en el mercado central de Phnom Penh, el chaleco de múltiples bolsillos descolorido que se ha convertido en más de una ocasión en el salvavidas que me ha impedido perder las llaves, un plano, unas medicinas. Y tantos otros. Supongo que somos la antítesis de todo aquello que no dejamos de ser nosotros mismos una vez de vuelta en casa. Allí podemos cambiar un móvil de apenas 6 meses por otro de última generación aunque paguemos centenares de euros de diferencia, ídem de la tele o el portátil. Además lo aceptamos con una neurótica naturalidad. Pero, por cariño o lo que sea, somos incapaces de jubilar los trapos o accesorios que nos han acompañado viaje tras viaje, como si se hubiera forjado una potente simbiosis entre ellos y uno mismo. Son solo unos pocos euros lo que supone darles matarile y lucir algo más fetén. Pero ni se nos pasa por la cabeza porque tenemos la firme convicción de que en ellos están encerradas parte de las vivencias, emociones que si los desechamos irán a morir a cualquier contenedor de basura. Y muchos viajeros nos movemos al cobijo de aquellas añejas vivencias, de la melancolía de caducidad imposible. Además, ¿cómo íbamos a fardar de una mochila o un krama impolutos con apenas dos mil kilómetros de ruta? No, se pensarían que somos unos farsantes, unos viajeros de palo como lo son los de panfleto, y lo peor de todo es que, en medio de la insensatez cometida, ya no podríamos recurrir a acariciarlas para que nos cuchichearan y sacaran de remojo una anécdota con la que arrancar unas risas que acompañarán los tragos de cerveza. Tal y como hemos hecho toda la vida.

Wat Ek Phnom es un evocador rastro de la permanente gloria de Angkor. Quizás decrépito, quizás apagado, quizás demasiado breve, pero con un aura poderosa arrastrada desde que fue construido en el siglo XI y que resalta en unos finísimos bajorrelieves que acompañan al dintel de la entrada este en el que se refleja la clásica escena del batido del océano de leche en la más pura concepción hinduista de creación del mundo. Lo cierto es que, pese a ello, son bastante más interesantes el templo adyacente y su sorprendente Buda de varios metros, probablemente hecho de ladrillo y forrado de cal cuyo rostro muestra rasgos de unos muy lejanos ahora universos hallados en Buddha Park de Vientiane o Wat Khaek de Nong Khai. Pareciera como si el autor padeciera de un astigmatismo galopante a la hora de plasmar los rasgos del rostro de semejante estatua porque esos aparecen extrañamente alargados y asimétricos. Pero hay algo deslumbrante que acompaña este paraje: la ruta. Porque son apenas diez kilómetros desde la ciudad hasta el templo pero no son diez kilómetros aburridos y bacheados. Ni mucho menos. El recorrido se angosta y se retuerce por curvas recogidas a la sombra de bananos, cocoteros y más de un millón de hibiscos, orquídeas salvajes y flores del ave del paraíso que generan un diapasón de color entre el verdor que provoca el rochar constante de vegetación. Es breve como un disparo, como un suspiro de muerte espontánea, pero precisamente por ello supone lo más hermoso de todo, porque una vez más es, como dijo Buda, el viaje lo que refuerza y genera emoción en el viajero y no el destino en sí. La vuelta, ya de luz velada, se resume en un mundo generado al calor de la vegetación de diminutos seres que corretean, regresan del cole o caminan entre risas golpeando una pelota mientras se gastan chanzas unos a otros y este viajero, en su fugaz paso por su destino, solo observa embelesado pensando “pronto he de regresar para mezclarme, para convivir”.

La otra única felicidad que me conmovía una vez en la guarida, bajo la ducha tibia que se perdía turbia por el sumidero llevándose el polvo agarrado a mi rostro y pelo, era la certeza de que el día siguiente, por vez primera en mucho tiempo, me quedaba en Battambang y no tenía nada, absolutamente nada que hacer. Y esa sensación, cuando llevas mucha batalla encima, no es algo que se pueda pagar en metálico. Se basta y se sobra para hacerte el ser más dichoso sobre la faz de la tierra mientras el bandeo simétrico del ventilador con su proverbial run-run se empeña en facilitarte un necesario y prolongado sueño.

25. Phnom Penh

-¿Por qué has de pagar seis dólares pudiendo pagar solo cuatro?-. Dice el motero asentado al pie de la taquilla de la compañía Paramount en el momento que sacaba el billete de Battambang a Phnom Penh. -En el hotel donde trabajo te lo pueden sacar por cuatro con Capitol-.

-¿Capitol?-. Musito mientras me rechinan los dientes.

-Si, Capitol. Todos los turistas viajan con ellos, podrás conversar, es además un buen bus y te deja en Sisowath Quay, donde están todos los sitios de mochileros. Mejor olvida Paramount-. Larga convencido.

-¿Qué tiene de malo esta compañía?-.

-Esa es la que usan los Khmer, hace muchas paradas y al final te deja en un sitio alejado. Tendrás que pagar un par de dólares a un motorista para que te acerque al centro. No podrás hablar con nadie, se te hará duro-. Sentencia mientras casi se relame por su poder de convicción.

Pero yo dejo los diez dólares en taquilla y recojo el ticket y el cambio. Le miro satisfecho.

-¿Sabes?-. Le digo en voz baja. –Es precisamente por todo eso que dices por lo que no viajo con Capitol y casi nunca con Sorya. Porque no necesito hablar en inglés, prefiero practicar mi Khmer. Porque adoro estar rodeado de gente con kramas y ropas desteñidas. Porque no necesito pisar Sisowath Quay para conocer Phnom Penh, de hecho esa zona es lo menos auténtica de la ciudad. Y, en resumen, porque he venido a Camboya a seguir conociéndola, no a emborracharme con occidentales travestidos en turistas de palo para los que este país se resume en Angkor, pizzas repletas de marihuana y dos playas donde retozar y superar el atracón de algo tan genuino en la cocina jemer como son las hamburgesas. Por eso y otras muchas cosas prefiero pagar un par de dólares más, viajar con una compañía vetada para turistas y sentir que viajo por Camboya dentro y fuera del autobús. Y además ¿por qué iba a pedir a la gente del hotel que me consiguiera el billete de bus si es algo que puedo hacer yo?-. Me mira cariacontecido, me chequea de arriba abajo y finalmente se aviene a mis razones.

-Pues si eso es lo que quieres no hay más que hablar-. Arranca la moto, se gira y, justo antes de partir, me suelta con una sonrisa. -Por cierto, yo también me compro los billetes directamente en la taquilla. Y, si puedo, también viajo con Paramount. Disfruta de Camboya. Gracias por visitarnos-.

Recordaba al momento de subir al bus que, el día anterior, paseando hacia el museo de la ciudad se me acercó otro joven motorista. En el fondo ellos y sus ideas estrambóticas fueron lo más destacado de Battambang sin duda. Igual es triste decirlo pero a eso se resume lo mejor de esta localidad según mi experiencia. Buscaba su negocio y por ello se pegó a mi sombra para proponerme la visita más insólita que alguien me ha ofrecido jamás: visitar al cura del pueblo… como lo lees. Caminaba por el malecón absorto en mis ideas, el tipo, pegado, con la primera engranada me preguntaba lo acostumbrado: ¿turismo?, ¿primera vez?, ¿nacionalidad?… y todo el latiguillo “made in turistada” típico que sigue. Preguntas a las que respondía por cortesía.

-Así que eres español, ¿y por qué no visitas al cura de Battambang?-. Me dice mientras acelera otro poco la Honda.

-¿Mande?-. Le digo en perfecto castellano que sale del alma. “Jodo, ésta sí que es buena, visitar al cura a solas. Esa sí es una proposición indecente… para que luego digan”. No doy crédito. Paro en seco bajo la sombra de un árbol cuya variedad desconozco y le miro fijamente. -¿El cura de Battambang es español y tú llevas gente a verle?-. Pregunto seguido, no quiero perder comba de la noticia del día. -¿Llevas a muchos?-. Remacho.

-Si, van muchos turistas a verle, a la mayoría de los españoles con los que coincido les llevo a verle. Todo el mundo quiere conocer a un cura cristiano (literal, sin comentario… como si existieran curas budistas… lo que nos faltaba) en Battambang. Lo ven algo curioso-.

-¿Tú le conoces?-. El asunto me divierte. -¿Hay que pagar entrada o solo pasa el cesto (dije cesto porque a saber cómo se dice cepillo en inglés)?-. El joven se queda un rato obnubilado y meditativo, repasando mentalmente mis palabras porque no acaba de entender, seguro, lo del cesto.

-Es gratis… creo-. Sentencia. Me descojono con el “creo”. –Monta y te llevo-. Pero yo, rápido de reflejos y de ironía, tenía la vista clavada en el museo. En realidad podía tenerla fija en cualquier otra cosa, desde un templo a la más absurda banalidad. Un cura de recital seguro de guía turístico no pasaba, desde luego, por mis planes. Y le remato.

-En realidad ese señor no viene en mi guía Lonely Planet así que…-. Carraspeo un poco para darme un plus del placer del momento. -… creo que no voy a ir. Si no viene en la guía seguro que no es interesante. Mejor me piro al museo. Mira, hablando de museo, casi me lo paso-. Y señalo al burdo cartel de blanco sobre azul apenas visible al otro lado de la calzada. El de la moto se pira cabizbajo, sin botín, y yo, esquivando coches, me pregunto hasta dónde coño llegarán los tentáculos de los fieles seguidores de las encíclicas papales que hasta en el sudeste asiático encuentran un bis a su negocio particular. Llego a la conclusión, siguiendo el hilo, de que me apostaría lo que fuera a que existe algún contubernio montado con los moteros-atrapa-turistas de Battambang para hacer de este señor y su parroquia algo “imprescindible” en la visita de turistas españoles al lugar. O eso o es que la “gracia” de Dios no conoce límites. Una vez dentro del museo me parto a mandíbula batiente (y sin haber tomado ni un trago) ante la sorpresa y risas contagiadas, miméticas, que surgen de la joven de taquilla.

Como un animal salvaje que regresa a la libertad, así imagino Phnom Penh entrando por sus calles a la búsqueda de la estación de autobuses central. Un desafío superado, un torbellino de dolor defenestrado, una mala pesadilla en rojo que nunca encontrará su límite, su indecencia humana que derivó en cementerio comunal. Mi rumbo me asoma a pasar por un trance complejo, que va a variar del Museo Nacional y sus tesoros que bisbisean añejas glorias a la infame rémora que aún grita desde su ahogo rememorando la voz de los asesinados por el “Jemer Rojo” en Tuol Sleng, un sitio que en comparación haría parecer un santo persignándose a pesadillas tipo Auschwitz o los gulags soviéticos. Otro vaivén emocional, otro paso trascendental en la comprensión de esta inmensidad asiática.

Uno podría intentar tejer su camino ajeno a la barbarie y la historia. Es posible pisar Tailandia, Vietnam o Myanmar pensando que nadie ajeno a sus patrias trazó un pacto con el dolor inter generacional, no hay detalle que te obligue a mirar hacia otro lado y pensar. Pero eso no sucede en Laos ni, sobre todo, en Camboya. Siempre habrá un tullido, un cártel de minas o UXO, un recordatorio en forma de cenotafio comunitario, la sed de vida de millones de seres aniquilados… Un algo que explote en tu conciencia y te obligue a mirar atrás, persiguiendo la sombra de ese espectro de pata de madera, de brazo de yeso que acaba de cruzarse en tu vida y te exige que entiendas su causa, su fatal azar. Eso musita Phnom Penh, eso es Camboya en tiempos modernos, eso es, simplemente, su historia de 1975 a 1979: tiempos asesinos de congéneres.

Aún así, pese a lo complejo de mi agenda, volví a disfrutar un poco de Phnom Penh y su traumática vitalidad. Perfumado de ser fortalecido, insensible, me embarqué a la prisión S-17, a Tuol Sleng, un sitio que había evitado en mis anteriores visitas. Siempre encontraba una excusa para no visitarlo. Pero he de reconocer que seguro era pura cobardía, igual algo parecido a lo que me pasa con Varanasi en India. Es como si mi alma tuviera una facilidad natural, empática, para trasladarse a tiempos ajenos, embozarse en seres ajenos, un espacio de “deja vu” que me rememora como preso en aquellos tiempos difíciles de esa misma prisión y sus torturas, de esa pira funeraria en el caso de la ciudad india, cadáver. Y uno siempre huye de angustias, es inevitable. Pero ahora viajaba solo, las penas y los gritos de auxilio solo resonarían en mi cerebro, mi conciencia. Más adulto, más ajeno. Era mi momento, llegó mi tiempo en la penumbra histórica del pueblo Khmer una vez que me desprendí de mi pasaporte en el mismo consulado vietnamita con la seguridad de conseguirme el necesario visado para Vietnam en apenas 24 horas y por solo 35 dólares. Hubiera preferido hacerlo antes, tal y como intenté en Battambang, pero hube de desistir de aquella porque, necio de mí, sábado y domingo no son laborables en aquel consulado. Frustraciones de no saber en qué día se vive, ni más ni menos.

Son solo unos minutos en moto acercarse hasta éste, exteriormente, llamativo ejemplo de escuela, tan opaca y bruñida de hormigón como pueden ser las nuestras en entornos rurales. Un sitio prohibido por podrido en lo que habían sido mis anteriores visitas a la capital camboyana, una antítesis total a la rojiza terracota que adorna el ceremonioso complejo del cercano Museo Nacional.

Atravieso la entrada y un patio recogido es vórtice esplendoroso de silencio sepulcral que me da la bienvenida anticipando el horror que se aferrará en espiral a mi espíritu nada más pasear por sus pasillos ocres, más propios de psiquiátrico victoriano que de rémora de tragedia humana. Me siento gélido, “más fresco y enfermo que a la sombra de un nogal” pienso retraído. Las lágrimas en muchos rostros de visitantes que me han precedido y ya enfilan a la salida no consiguen ahogar el llanto ahora mudo, antaño desgarrado, que recuerda la infalible certeza de que esa paranoia propia de jemeres rojos, de frenopático, es algo que habita en cada uno de nosotros, nos guste o no. Una vez más el Homo sum, humanum nihil a me alienum puto (hombre soy, nada de lo humano me es ajeno) que escribió Publio Terencio golpea mi cerebro. Una sucesión de fotografías de difuntos ancladas a la pared acompaña cada paso de resonar hueco que comienza siendo pausado para girar hacia algo acelerado, en sintonía con el ritmo respiratorio y la taquicardia que se cuece a fuego cada vez más vivo, en un deseo irrefrenable de salir en busca de aire puro para desterrar ese hedor herrumbroso e intenso que forma parte de la experiencia de Tuol Sleng y que se disfraza acaso de garras fantasmagóricas que pretenden arrastrarte a su fosa. Si piensas que Tuol Sleng es una experiencia prescindible, has acertado, pero si piensas que es algo de obligada visita, también estás en lo cierto. Es solo una cuestión de matices que tú y tus límites debéis definir.

A la salida, hundido en un resuello frenético, empapado en sudor, un joven se me acerca. Está demacrado, con una camisa añil que difícilmente esconde sus carencias físicas, de pupilas semi-dilatadas, pómulos hundidos y dientes tiznados reflejo de una, supongo, piorrea galopante en un efecto similar al de aquellos anónimos que conocí por India o Myanmar quienes padecían en sus dentaduras los efectos rojizos derivados de masticar la nuez de areca mezclada con cal y envuelto todo ello en una hoja de betel. Me ofrece educadamente un tour guiado por el interior de la cárcel.

-¿Realmente crees que volvería entrar ahí dentro?-. Le respondo con una forzada sonrisa mientras trato de esconder mis temblorosas manos secando las palmas en la culera de los vaqueros.

-Solo tienes que pagarme lo que quieras. No tengo tarifa. Up to you (lo que quieras)-.

Refreno mis deseos de turista torpe para darle algo de limosna y, con aliento y ritmo cardiaco recuperado, le invito a que me explique algo del lugar, del Jemer Rojo, de Pol Pot y sus secuaces. Le pagaré por ello, no es necesario volver al túnel de los horrores. Y con una sonrisa tan vital como paradójica por el entorno se coloca a mi lado mientras desgrana su conocimiento en ese paseo propio de reos que vamos dando por el perímetro del patio carcelario. Los goterones de sudor, asociados con el polvo desprendido del hormigón, asemejan un cieno pero en blancuzco, tan mortecino como la memoria de las entrañas del complejo, que a duras penas acierto con el antebrazo a desprender de mi rostro.

Luego tres cuartos de lo mismo con la realidad de los Killings Fields de Choeung Ek, ese camposanto reducido a límites definidos en una nación que, por momentos, pareció en todos sus confines más un reducto de necrópolis insondable que de ansias de libertad. Otro giro al dolor en rutas de historia contemporánea que yo no me atrevo a definir como vitales o necesarias en su conocimiento, no en vano Camboya es una nación joven (consecuencia de aquel delirio de tintes rojos que arrasó buena parte de la población) y solo aspira a abrir sus brazos al extranjero en señal de acogimiento con la vista clavada en un futuro lleno de esperanza. Solo a aspirar a olvidar, al por nunca jamás.

Pero la capital, descontadas este puñado de atracciones resumidas en cualquier guía, olvidado definitivamente el mal viento que reflejaba la muerte que te suspiraba por cada esquina que estaba por aparecer y llevarte por delante en el momento más inesperado, siempre sabe regalar sus encantos escondidos a quien persevera en sus rincones. Es igual que la chica más guapa de la discoteca, deberás dedicarle muchas horas, invertir esfuerzos, para conseguir un reparador sueño después del amor en su compañía, enredado en las sábanas de su cama. Esa misma sensación de colmado en plenitud también te la susurra Phnom Penh, por supuesto fuera de la zona turística, en el momento más insospechado si la sabes aguardar. Siempre habrá una anécdota con sus gentes que sean la base para hacerte reflexionar por el enigma numérico que suponen sus calles, los grillos y arañas descomunales fritos y al dente, un karaoke de disfrutar cortando la pana o cualquier otra circunstancia propia de una ciudad única.

¿Y la zona turística? Phnom Penh, a consecuencia de lo comentado, no es que esté mal en líneas generales y además, en el aspecto personal, es un lugar muy especial, el primero que me acunó como viajero asiático. El problema es que de unos años a esta parte se ha puesto de moda entre vividores, turistas de flema trabajada en su ignorancia aberrante hacia lo Khmer, perroflautas y todo lo podrido que acompaña a éstos. A saber, creo sin exagerar que la zona del paseo fluvial (Sisowath Quay) ya acoge, por metro cuadrado, a tantos pesados y buscavidas como Khao San Road, la zona de Pham Ngu Lao en Saigon o el Old Quarter de Hanoi y casi tantos como la zona de Mixai en Vientiane donde batí todos los récords al acercárseme dos prostitutas (en realidad eran travestis) a vender su mercancía y tres motoristas a ofrecerme hierba, putas o lo que se terciara… y todo en la friolera, cronometrada, de 50 segundos. Al menos en Phnom Penh, pensaba deprimido, había necesitado dos minutos para hacer el mismo cupo. Así que regresé, pensando quién coño me mandaría parar allí cuando dos años atrás la ciudad ya asomaba pervertirse en lo que ahora era una certeza comprobada con desazón, a una habitación de pensión que tenía más de trinchera en pleno fragor de batalla que de lugar acogedor. Siempre es la misma historia en las capitales asiáticas y, por supuesto, del resto del mundo. Lo que ocho pavos americanos compran de comodidad en cualquier lugar de Camboya aquí, en Phnom Penh, justo dan para un cubículo sin ventana, unas colchas ajadas y salpicadas de restos mal limpiados a los que mejor no prestar mucha atención imaginando qué podían ser en origen y, si eres afortunado, una toalla que no pasaría ni por la del mecánico menos aseado después de currarse miles de cambios de aceite.

Había, eso sí, una joya de color que no resonaba a muerte o depresión en la ciudad y que, a posteriori, creía que haría merecer enormemente la pena el parar de nuevo allí pese a lo contaminado y viciado del ambiente. Hablo del Museo Nacional. No solo por el edificio de rojiza terracota que ya de por sí emana esplendor, sino por la sucesión de galerías a cada cual más entrañable de su interior. Había visitado un par de días antes el museo de Battambang, impresionado hacia arriba por sus dinteles estilo Angkor y hacia abajo por lo diminuto del mismo. Pues el Museo Nacional en Phnom Penh debía recoger lo bueno de aquél y elevarlo a la enésima potencia en un recinto bestial. Creía que solo en el insuperable Museo de Shanghai podría haber sentido tal opresión emocional, tal certeza de derrota para unos sentidos que no alcanzan para todo… eso creía que me esperaba dentro y, en esa buena esperanza, me planté en la puerta del edificio.

-Aquí pone que no se pueden sacar fotos, yo pretendo sacar video ¿es posible?-. Digo a las 2 señoras de la taquilla plantando un billete de cinco dólares encima del alfeizar.

-No, está prohibido. Son tres dólares-. Dicen al unísono.

-¿Y eso por qué? Yo saco video, no voy a usar flash ni nada-. Las tías erre que erre.

-Son tres dólares. No hay porqués-.

Enarco las cejas. “Ya me están tocando los huevos” pienso. Recojo los cinco dólares.

-Entonces creo que no voy a entrar. Si nadie me explica la razón de la absurda prohibición mejor me voy. ¿Acaso vendéis un DVD con lo mejor del interior?-. Digo de mala uva. Pero las abuelas no ceden, quieren mis tres dólares vivo o muerto.

-Espera. Compra la entrada y pregunta dentro al guarda-. Dicen.

“Lo que me faltaba en esta porquería de ciudad, que me tomen por otro extranjero subnormal”. Pero quería putearlas un poco, así que me vuelvo a la ventanilla con sonrisa dulce.

-Mejor pregunto primero y luego compro el ticket-. Digo suavemente. Las tías se desgañitaban. “Si no compras ticket no pasas de aquí” repetían torpemente de modo que se atropellaban las palabras en su boca, ya de muy mala leche. Justo el punto que quería ver.

-¿Sabéis?-. Digo a viva voz, cáustico. –Mejor me espero otro año, u otros dos, y cuando regrese lo mismo ya no existe esa estúpida prohibición… y lo mejor es que quizás hasta hay alguien con respuestas, porqués y un poco de mejor educación detrás de esta reja-.

Las arpías se miraron brevemente y empezaron a llamarme de todo cuando yo ya había enfilado el camino de salida y a duras penas podía escucharlas. Puedo entender la prohibición en un recinto sagrado, en un rito funerario, en multitud de escenarios. Pero no concibo que esté prohibido en un museo sacar video. Sí que no dejen sacar fotos porque muchas veces se cuela el flash en cámaras mal configuradas y suelen estropear policromías o pinturas de incalculable valor. Pero el video no usa artificios, si hay poca luz no se graba. Y punto. Así que este tipo de prohibiciones generalistas y sesgadas no tienen cabida en mi lógica. A no ser, por supuesto, que vendan en el interior un dichoso DVD con lo mejor del mismo… entonces todo adquiere significado y todo se resume a una mera extorsión que cuadra muy poco con mi manera de actuar en ruta.

Salí a tomar un trago para refrigerar mi quemazón interior y todo fue de mal en peor. Mira que desearía hablar bien de esta corruptela en que se ha convertido Phnom Penh en la zona de la ribera del Río Madre, pero ni por esas… Me acerqué a un hipermercado de estos de juguete que aparecen esparcidos por doquier por todo el territorio del sudeste asiático cual setas que brotaran en Abril y me saqué una cerveza. Fuera, dos mesas, en una un hombre y en la otra una mujer, ambos rondando el medio siglo de vida. Me senté junto al primero buscando un poco de reflexión interior. Ni para Dios. El tío se embolica en el deseo de platicar conmigo y, oh sorpresa, la mujer de la mesa contigua se une a nosotros. “Joder, que yo ya estoy mayor para trucos baratos. A ver de qué va éste”. Me dicen que son de Filipinas (“buen presagio” resumo irónico sabiendo la retahíla de trucos y timos que se cuecen por allí) y que, tin tin tin (onomatopeya de campanilla), su hija va estudiar a España en unos meses, que viven cerca y que podría acompañarles y dar algunos datos de Iberia a su vástago. “No me lo puedo creer. Esto no está pasando”, giro la botella para comprobar que solo tiene un cinco por ciento de alcohol y no un cincuenta porque prefiero pensar que es todo una ilusión en éteres alcohólicos. Pero no, la botella descubre su verdad, cinco grados, y la triste realidad se impone como un corsé del que me he de liberar una vez más, como siempre en este puticlub gigante en que da la sensación de haberse convertido esta área de Phnom Penh. Por supuesto en este breve intervalo se acercan doce mil moteros, conductores de tuk-tuk, tullidos y demás fauna variada para incordiar un poco más. Me rehago rápido, le digo al fulano que tengo prisa, que he de hacer una llamada por internet, pero saco un papel y el boli y le escribo mi dirección de correo electrónico al que puede escribirme su hija y yo ya le contaré cosas de mi país. La dirección es irrefutable: idosatomarporculo@putostimadores.com. El tipo la ojea, extrañado, y yo me temo si no sabrá, por un casual, algo de español y habré de salir por patas, pero finalmente se la guarda, con una falsa mueca de sonrisa, en el bolsillo de la camisa. Me excuso y me levanto para partir no sin antes escuchar al sujeto suplicarme, ante su compinche femenina que luce triste su falta de pegada a la hora de intentar pescarme, que le pagara una cerveza porque él no tiene cambio. “¿En qué cojones se ha convertido esta ciudad?” pienso alicaído mientras busco una sombra que me de cobijo.

Y de este modo regresé al hotel, rumiando el sucedido esperpento, si no sería que es que había tenido mal día o que, sin más, me lo habían hecho tener. Probablemente a medias. Ya no importaba, Phnom Penh se me había fragmentado en mil pedazos y solo podía aspirar a conocer Kampot como un reducto final de realidad Khmer antes de cruzar a Vietnam.

Me pilla la última tarde absorto, cenando en un puesto callejero. Pienso, y de hecho llego a la convicción de que nosotros, turistas, estamos reventando áreas de las capitales del sudeste asiático cual si fuéramos una mala droga chutada en vena. Se han convertido en la moda de nuestras mentes enfermizas, en lo guay que queda decir a nuestros semejantes que pisamos sus calles. No entendemos su idiosincrasia, no entendemos su historia, ni su presente, su devenir o sus distintas peculiaridades. Llegamos y lo enfangamos todo con nuestros hábitos occidentales, con nuestro bolsillo a reventar parido, ni más ni menos, que de un capitalismo que ahoga a los que nos acogen. Nos negamos a navegar por el río de la vida asiática, a seguir sus curvas en forma de costumbres como hicieron centenares de generaciones de viajeros antes. Creemos que lo nuestro genera felicidad en todos los ámbitos: en transporte, en comida, en forma de vida,… nos felicitamos porque encontramos una pizza o un sitio con wi-fi como si eso fuera más necesario que el respirar o las risas compartidas que dan la vida. Y lucimos orgullosamente kramas lilas o parduzcos con flecos para sentirnos parte del espíritu Khmer. Y todo sin tener ni puta idea porque el krama original, el auténtico, el que llevan ellos, jamás ha llevado inútiles flecos ni ha solido lucir colores oscuros por la sencilla razón de que estos atraen el calor. Pero ésos, por lo visto, no quedan tan lucidos en nuestro cuello borreguil… y además, siendo claros, el polvo y suciedad se deben notar con mayor claridad. Lo llamamos bienestar, futuro, y no cuestionamos todo lo que pisamos y marchitamos en nuestro caminar. Autómatas del sistema, machacamos la cultura que nos acoge en la creencia de que sus seres entienden nuestro mensaje cuando en realidad solo anhelan nuestra cartera por pura necesidad vital de un sustento que nuestro estilo de vida les ha robado. Observo, desde muchos centenares de metros de la zona turística, un Mekong que se ha perpetuado en mi ruta, que se tiñe de malva ahora que se pone el sol. Un río al que pronto he de decir adiós. Un río que observa, con pausa y sabiduría ancestral, el quehacer de los pequeños hombrecillos que pueblan su vereda o buscan en su sangre un poco de sustento que él, pese a todo, sigue regalando generosamente. Y solo sé que le voy a echar mucho de menos, casi lo mismo que añoro los años en que este reducto llamado Phnom Penh era parcela acotada de forajidos con barra libre, con “pase pernocta” en sus fechorías nocturnas, cuando un cajero automático era una utopía y cuando la presencia de un conductor de tuk-tuk era una bendición y su espíritu solo aspiraba a sonreír y hacerte feliz en tu periplo por la ciudad generada alrededor de la colina de Penh y su imperecedero templo. Esa misma que ahora, años después, la inmensa mayoría de turistas ni conoce ni venera regalándole un loto como hice yo en mi último acto de comunión con la llorada ciudad, suplicando por su próspero futuro. Aunque sea, a mi pesar y sin posibilidad de opción, vendida al necesitado y mísero dólar arrancado de un ignorante bolsillo occidental.

Esa noche, visto lo visto, a tenor de mi depresión galopante, me escapé del cuartucho de la pensión y me hundí a morir en la noche de Phnom Penh…

26. Nhean, la fragilidad de Camboya

Hay un rito, tan absurdo como caduco, que aspiro a poner de moda para conmigo mismo. Se reduce a tomar un trago de pacharán en Phnom Penh a horas malditas. Lo inauguré, por decirlo de algún modo, en 2006 cuando me presenté en el bar-restaurante llamado Pacharán a tomar una espuela (último trago en jerga de andar por casa). Ni recuerdo cómo supe de él ni, además, quiero esforzarme en recordarlo. El caso es que esta última vez, después del loto en Wat Phnom y la cena ribereña, decidí mandarlo todo al diablo y recuperar aquellos buenos tiempos en que este local, y su brebaje universal de endrinas, hicieron de Phnom Penh un lugar llamado hogar a miles de kilómetros del propio. Me arrimé andando al vestigio que era ahora de aquél, pero estaba chapado, hormigonado sería más justo. La fachada seguía luciendo las letras “Pacharan (sin tilde, que por algo esto es Camboya) tapas & restaurant” pero a través de la ventana se veía un algo sin vida, apagado e inerte. Un guardia de seguridad me sacó de la aún más insondable depresión del día y, apuntando a la ribera, me indicó que doscientos metros hacia arriba hallaría el nuevo. Y me vi, al cabo de pocos minutos, inmerso en una ensoñación de pijerio, frente a una barra de capricho, pulida en un aluminio tan brillante que ni las naves de la serie “Galáctica”, ojeando con espíritu lamerón una botella de pacharán Etxeko que relucía a apenas metro y medio de mí, mientras procuraba no pensar, ajeno, en ese entorno de opulencia que había cambiado su nombre hacia algo ininteligible y que, si no fuera por la botella, me habría hecho sentir incómodo, girarme y salir corriendo en apenas un segundo.

-Son diez dólares la copa-. Me dice la joven nada más servirlo. Ni que decir tiene que un poco más y sufro de descomposición galopante, lo cuál no sería descabellado viendo el rostro lívido y enfermizo que se me dibujó. Pero me rehago como puedo, “Pelillos a la mar. Al menos me tomaré mi tiempo para disfrutar de la clavada” pienso. Allí, fijado a la barra, conocí a Rodrigo, un mejicano singular del Distrito Federal.

Llevaba cuatro meses en Phnom Penh y allí debería seguir un tiempo más porque en una de las dos veces que le habían robado en la capital se habían llevado su pasaporte. “Ahhh, ¡qué felicidad!” pensaba irónicamente yo, “si es que hay cosas que las hordas de turistas no van a poder matar en Phnom Penh: su delincuencia endémica”. El tema es que a través de la embajada española en Phnom Penh, recién abierta hacía medio año, aspiraba a poder conseguir un pasaporte temporal con el que salir del país. De hecho seguía aspirando y, con seguridad, lo seguiría en el futuro porque las embajadas son como son y su lentitud y generalmente inutilidad reconocida no las va a cambiar nadie. Pero había ganado algo en el intervalo, se había enamorado de alguien en una ciudad que él también odiaba (esa mutua falta de empatía hacia una ciudad podrida en su aspecto turístico nos hizo congeniar rápido) y ahora aspiraba a montar algo allí, un negocio particular.

-Tengo pensado crear un no sé qué (dijo un nombre en inglés que yo jamás había escuchado)-. Sonriente, paró para dar un trago prolongado a su jarra de cerveza.

-¿Y eso qué es?-.

-Es algo que conocí viviendo en Shanghai. Se trata de organizar combates para gente aficionada, gente como tú, expatriados en Phnom Penh de larga estancia. Se organiza el combate a tres meses vista y tú te entrenas ese tiempo. Cuando llega la noche de la velada tú decides quién puede verte pelear y quién no, tú decides a quien se les vende entrada. Y con la entrada se incluye la cena, las bebidas,… es decir, yo te monto una velada mágica de boxeo en la que el protagonista eres tú. Yo me encargo de buscar quien haga de sparring, del aspecto logístico, y todo lo demás. Tú solo peleas y brindas, ensangrentado, con tus amigos después de machacar al sparring. En Shanghai funcionaba de miedo entre los occidentales que vivíamos allí-. Echó otro trago antes de volver a salivar. –Me voy a forrar tío, va a funcionar seguro. Por supuesto parte de los ingresos irán a compañías de caridad, eso sí, después de descontar mi comisión, claro-. Decía ilusionado. Yo no daba crédito.

-O sea que vas a montar un club de la lucha, como la película-. Le miraba y asentía enfervorizado. –Pero con espíritu ONG, además de las clásicas, tú recoges y partes el pastel, te llevas el mejor cacho y las sobras para los niños que no en vano esto es Camboya y ése es, paradójicamente, el sentido final de la violencia. Los occidentales se parten la crisma por diversión y todo por dar una escudilla de arroz a los niños. Es eso ¿no?-. Gesticulaba con las manos para enfatizar mi mensaje mientras llegaba a la firme conclusión de que en Phnom Penh lo mismo habitan demasiados chalados de rostro occidental que se pasaron en su día de hincharse a fumar marihuana o de devorar pizza condimentada con la misma hierba.

-Exacto compadre-. Dice mirándome a los ojos. –Y ¿sabes lo mejor?, ya tengo lista de varios expatriados que suelen cenar por aquí para que les organice la velada. De hecho muchos ya están entrenando, corriendo y haciendo pesas cuando aún no tienen ni fecha. Va a funcionar seguro-. Remata mientras levanta la cerveza para brindar con mi vaso.

En otro momento la conversación derivó hacia sus años en Shanghai y sus correrías nocturnas en la ciudad asiática más salvaje (tal y como la definió) por la que él había pasado nunca.

-Era genial ir a las discotecas en Shanghai. Era como un buffet libre de mujeres, podías elegir la que quisieras. Eslovacas, canadienses, francesas… y todo por la maravillosa fiebre amarilla-. Dice mientras deja caer sus ojos en el fondo del local, con la vista perdida, volando hacia, rememorando, aquellos tiempos en la inmensa ciudad china.

-¿La fiebre amarilla?-. Digo extrañado. Sus ojos regresan a mí y su boca se ilumina en una sonrisa de dimensiones mayúsculas.

-Claro, la fiebre amarilla. Todos los occidentales viviendo en Shanghai, absolutamente todos, se vuelven locos por las chinas, todos quieren una. Y eso es maravilloso porque todas las occidentales están solitas-. Repitió dos veces más lo de solitas mientras me guiñaba un ojo. -Los hombres europeos o americanos se piran a husmear debajo de las faldas de las de ojos rasgados, yo lo llamo fiebre amarilla porque se vuelven locos por las chinas, por la novedad que supone para ellos. Les entra esa “enfermedad”, no son capaces de mirar en otra dirección y las mujeres occidentales, asqueadas de este hecho, son increíblemente receptivas hacia cualquiera que les preste un poco de atención. Era el divino paraíso-. Remachó su frase en tono descendiente, con la vista humillada, como si sintiera pena de no poder estar allí en ese momento para vivir de nuevo la noche acelerada de Shanghai.

Tampoco le pregunté la razón de su salida de China, de su llegada a Phnom Penh. Se nos fueron las horas charlando acerca de Tailandia, de mujeres, de países… en fin, toda la sucesión de tópicos en que se suelen convertir estas conversaciones a ras de barra, enturbiadas por el alcohol. Y cuando llegó la hora de partir noté que tenía dificultades para mantener la verticalidad. “Sin duda llevo muchos días de abstinencia. Tantos que me he desentrenado” pensaba dando tumbos por las cercanías de Wat Ounalum mientras procuraba prestar atención para agenciarme un motorista que me arrimara a la lejana calleja donde se escondía mi pensión en la que roncar unas horas antes de partir hacia Kampot. Ya había tenido ración más que suficiente de Phnom Penh por este viaje.

Kampot es un reducto de esos que te trasladan a otro lugar, a una escena en la que apareces tú adormecido, plegado al sopor de la profunda fragancia a romero, espliego y tomillo rastrojero mientras te dejas caer al abrigo de una siesta a la sombra de una centenaria encina, mecido por el ábrego. Hablo de campos de Castilla bien metidos en temporada estival. Pero Kampot me trasladaba sospechosamente allí pese a ser todo lo contrario, esto es un vergel en zona fluvial en contraposición al campo yermo y estéril castellano, la vegetación es frondosa de helechos, palmeras, árboles diversos en contraposición al panorama ligeramente tachonado de encinas, sabinas, chopos desmochados y robles que se abre a la vista en la vieja Castilla. Pero en el fondo, para mí y por extraño que parezca, resultaba la misma sucesión de sensaciones trasladadas en el espacio. Tenía que ser cosa del aroma de las flores de rododendro, las heliconias o los banianos, o quizás la fragancia desprendida de las duabangas que en esta zona crecen con profusión a la orilla del río o, con mayor seguridad, cosa del embriagador tufo del durián cuya recolección aquí es toda una leyenda (incluso más que la pimienta). Tan poco lo tengo muy claro. Quizás fuera sencillamente un atisbo, como un esqueje, de melancolía pasajera. El caso es que me veía, zalamero, trasladado a Castilla estando a una decena de miles de kilómetros de la misma. ¿Cómo podría sentirme a disgusto en Kampot?

Tan regenta una estrafalaria pensión a orillas de un canal en la periferia de Kampot. Le conocí por descuido, me limitaba a acariciar a contrapelo a un perro lustroso, sentado junto a mi mochila, mirando al cielo y valorando la posibilidad de, como dicen los ancianos, estar el tiempo de dimudo, con un calor sofocante que avecinaba una fuerte tromba de agua. Fue entonces cuando agaché la mirada y topé con un recio cartel que, en lontananza, mostraba una flecha y el nombre de una pensión. Estaba escrito a rotulador, descolorido y ajado por los rigores del tiempo. “Tiene que ser allí” me digo con convicción. No tenía ni idea de hacia dónde me dirigía, era solo una premonición de entre tantas otras de las muchas que habían deparado mi bagaje viajero y emocional a lo largo de los últimos años. Tan es solo un vestigio de lo que fue, y tres cuartos de lo mismo si hablamos de su mujer. Es un anciano que camina encorvado apoyado en una ligera vara de bambú que a duras penas le sostiene de pie. Los presuntos nietos (o biznietos, en estas culturas asiáticas tan promiscuas como precoces nunca se llega a saber a ciencia cierta) le rodeaban y bailaban ansiosos mientras él les arreglaba una aparatosa cometa. Ni siquiera alzó la vista al acercarme. Y yo, por mi parte, apenas reparaba en la atención que había suscitado mi presencia entre la chiquillada.

-Busco un lugar para dormir-. Dije con un ademán de fatiga, sentida además.

El viejo ni levantó la mirada de su quehacer, daba la sensación de ser el típico que resuelve cualquier interrogación con ligeros movimientos de hombros o cejas y, caso sumo, en base a monosílabos. De este modo, hizo un gesto con la cabeza señalando hacia una anciana enclenque que se cobijaba sentada en una tosca mecedora, envuelta en una krama deshilachada de cuadros blancos y rojos descoloridos en gran parte. Se levantó ante mi presencia, los surcos de su rostro se plegaron en formas imposibles cuando abrió sus extrañamente claros ojos ante mi presencia y me acercó una llave que presumí de una choza contigua. Era absolutamente imposible abandonar el lugar con semejantes augurios. Kampot empieza a ser un recoveco enclavado firmemente en la ruta de turistas occidentales, ese recorrido aséptico llamado “banana pancake trail” y, así, encontrar un lugar olvidado que transmita las sensaciones que irradiaban los abuelos y el cúmulo de niños se antojaba un regalo imposible de rechazar.

No tardó en hacerse amigo mío un chiquillo, tan enano como avispado, llamado Nhean. Era un diablillo de esos que son capaces de robarte el alma a poco que esbozara una sonrisa pícara y acogedora mientras ladeaba al compás la cabeza de modo inocente. Me esperaba todas las mañanas a la puerta de mi habitación y, si me daba por madrugar mucho, incluso lo pillaba dormitando en la esterilla de la pensión con el perro de los viejos, de pelaje ceniza, enroscado como un ovillo a sus pies. Luego, devuelto a la vida, iba corriendo como un loco, voceaba, precediéndome por cualquier calle del pueblo. Tiraba de mi pantalón cada vez que creía que equivocaba mi camino y yo, en agradecimiento, solía regalarle unos puñados de caramelos que él recogía colocando sus diminutas manos en una especie de almuerza. Le enseñaba unas palabras básicas en inglés y nos hacíamos compañía mutua a la hora de las comidas. Poco a poco también el abuelo comenzó a ganar confianza y, ante mi interés en sus quehaceres, aunque él no supiera ni una palabra de inglés, pretendía hacerme entender sus trabajos con una poderosa voz en Khmer ante la que yo, para su profunda carcajada, me encogía de hombros. Bien moldeando el bambú, bien esparciendo a secar un serillo de arroz, bien repujando una especie de aperos campesinos que colocaba como souvenirs o acaso oreando la carne que aportaría proteínas a su comida de días venideros, siempre tenía una palabra, que sonaba a enseñanza, para este desubicado occidental que callaba y asentía. No había ningún otro huésped en el local, pero la presencia extranjera en motos alquiladas que recorrían veloces las calles salpicadas de brea de la localidad era una constante. Solían reunirse todos ellos con el crepúsculo en un par de bares ribereños de donde salían voces y gritos ante los que paseaba mi fantasmagórica presencia camino del recogimiento del hostal mientras Nhean, ya abatido a esas horas, me seguía arrastrando sus diminutos pies recogidos en unas chanclas destrozadas. Incluso hoy, tiempo después, sigo suspirando por la posibilidad de un torbellino de buena suerte que haya arrastrado al zagal a una posibilidad de futuro mejor que el que le adivinaba, apesadumbrado, durante los días que pasé con él.

-Hoy no vas a la escuela-. Le decía todas las mañanas al zagal bajo la visera palmeada de la choza mientras me desperezaba y quitaba las legañas con el reverso de la mano. Él sonreía dejando a la vista un diente partido por el que se colaban sus pocas palabras en un torpe inglés que parecían silbar por el efecto.

-Estoy de vacaciones-.

-Parece que tú siempre estás de vacaciones-. Y se pegaba a mi regazo mientras sus ideas de rutas para esa jornada se atropellaban en su boca ante sus ansias de acompañarme un día más. Observaba y observaba, tenía ojos para todo Nhean. Todo le llamaba la atención, un pájaro, un pez que se escabullía, un gecko, un chucho abandonado al sopor de un templo cercano. Para todos tenía unos minutos de profunda mirada que luego jamás olvidaba. Era espabilado como un demonio.

Adoraba ver amanecer en la localidad de Kampot, el sol regaba todo el campo de visión con ese pálido y cambiante a cada segundo tono bermellón que parecía resbalar por cada palmo de terreno con un ansia contagiosa de vitalidad. Los colores de nenúfares, lotos, cocoteros sufrían una especie de catarsis que arrancaba del negro azabache en la penumbra a colores que transitaban del verde mate al esmeralda arrastrados por ese disco brillante que se erguía dominante por oriente. Unas ranas comenzaban a croar, las salamandras y lagartos correteaban por los rincones e incluso los varanos se sumergían en el cercano y transparente regato con un sordo chapoteo. Y ésa era toda la percepción sonora, mezclada en un poderoso sortilegio que te transportaba a unos minutos de meditación silenciosa. Me abotonaba los vaqueros y me ponía la húmeda camiseta mientras esperaba que mi improvisado guía, Nhean, se desperezara y me alumbrara el camino por cualquier rincón desconocido. Amanecer en calma es siempre uno de los más apreciados obsequios para cualquier viajero, una parte importante, por emoción y tiempo de reflexión, de esa espiral de sentimientos que te volverán a obligar a hacer la maleta en un futuro que se siembra de sueños de similares emociones, semejantes albas en tierras lejanas y deseadas. Es plena libertad, el saberte parte de ese gran universo llamado Planeta Tierra sin anclajes o deberes propios de esa neurosis, trinomio trabajo-familia-casa, que gobierna nuestra existencia demasiado a diario. Por eso allí, en Kampot, también aprendí a amar, a continuar amando más bien, esa sensación de ingobernabilidad, de mente en blanco, de sopor elevado a la enésima potencia, como la que todo viajero codicia inspirar y resudar por sus poros. De mirar hacia dentro y rebuscar, y por encima de todo valorar, que gente como los ancianos, o Nhean, o la recua de niños que me saludaban todas las mañanas suponen una meta tan real y palpable en su vitalidad y apoyo como los efímeros antiguos reinos que aspiraba a descubrir y conocer.

Unos días antes de mi paso a Vietnam llevé a Nhean a visitar el océano, con su corta edad aún no conocía el mar y para mí, alguien nacido junto al mar cantábrico, es inconcebible tener como amigo a alguien que no ha sido revolcado por las olas del mar aunque sea solo una vez. Le planteé la idea al anciano de la pensión y se emocionó al borde del llanto con mi ocurrencia ya que le enternecía el cariño que había brotado por mi parte hacía el niño. Y una vez más me corrigió cuando hablaba de Nhean como de su nieto. No lo era. Él solo lo recogió de la calle. Su mujer le regaló un cariño infinito al pequeño desde el primer instante y ya se quedó a vivir allí. Estaba abandonado, huérfano o desechado acaso por la imposibilidad de sus progenitores de alimentarlo… Como los otros, como tantísimos otros. Una vez más otro clásico concepto occidental, el entender un núcleo familiar como algo asociado a la consanguinidad, que saltaba por los aires y se diluía con la realidad. Pero, como digo, había más, ningún niño era familiar suyo. Todos los que pululaban por la pensión eran recogidos de la calle. La mujer adoraba tenerlos siempre por allí dando vueltas ya que ella no podía tener familia. En un murmullo me dio a entender el anciano que fue violada en la cruda época del Jemer Rojo. Repetidas veces. Y en el trance sufrió hemorragias uterinas que derivaron en infecciones, cicatrizadas y a duras penas salvadas pero que anularon su virtud de simiente. Y el abuelo solo podía consolarla en su desdicha acogiendo críos de la calle que ella cuidaba y criaba como si fueran suyos. El abuelo era feliz porque percibía la dicha de su mujer cuando ésta les remendaba a los enanos los trapos que llevaban como vestimenta, cuando les preparaba un poco de sopa o cuando se quedaba adormecida pasando rítmicamente la palma de su mano bañada en bálsamo de tigre por el pecho de algún pequeño, acodado en su regazo, y aquejado de un constipado estacional. A veces, para el viajero que observaba hundido en la penumbra estas escenas paridas desde el corazón, era como si la tierra deseara gritar de dolor y toda su potencia se concentrara en su espíritu. Un espectro que palidece y se contrae como un animal uncido, pero de compasión contagiada por la pareja de abuelos como yugo, en un hervir de sangre de Noviembre que solo musita “que se muera la soledad, que se muera…”.

Aquella mañana Nhean chillaba como un poseso cuando me vio aparecer cabalgando la Honda automática. Quería conducirla y cuando, antes de marchar, le senté en mis rodillas y le enseñé a acelerar notaba como el vello de sus brazos se erizaba de la emoción. Inolvidable. Le coloqué un casco en el que se hundía burlescamente su cabecita y, con la vista plantada entre el horizonte y la irregular carretera, me ajuste el ajedrezado krama un poco por debajo de la altura de los ojos y nos plantamos en unos minutos en la localidad de Kep, al borde del mar. ¿Cómo definirlo? Poco después de las siete de la mañana el mar de China Meridional estaba pálido, quieto, reflejando los tonos dorados del sol que se levantaba en lontananza, perezoso, sobre su capa húmeda de un añil indescriptible. Solo la vespertina brisa suave que acariciaba nuestro rostro y levantaba tímidamente los plásticos transparentes que forraban los laterales de los escasos chiringuitos y las diminutas olas que venían a morir en una explosión de espuma sobre una recogida playa de gruesa arena dorada propia de la bajamar nos interrumpía la magia del momento. Y Nhean quería tocarla, hundirse en ella, abrazar el mar. No era capaz de cerrar su diminuta boquita ante el asombro de lo desconocido, palpaba la arena, la amontonaba, la agitaba, la esparcía. Se arrimaba gateando al agua y chapoteaba feliz mientras trataba por momentos de esquivar las olas, por momentos de destruir la espumosa línea de rompiente. Y luego estas mismas olas le arrastraban hacia la orilla, trastabillado como un pelele cuando intentaba, con su corta edad, descubrir algo de lo más profundo. Ya podíamos ser amigos. Libres, él y yo. Solo libres y felices. Unos madrugadores pescadores observaban divertidos la escena del enano que descubría por primera vez la presencia de la arena, el mar, mientras cargaban sus redes y aperos para partir a la pesca del famoso cangrejo que ha hecho famosa a ésta, si no fuera por el crustáceo, seguramente olvidada parte del litoral. Mezquinamente pero sin remedio le hice prometerme que no iba a contar nada de lo sucedido esa mañana a los otros chicos. Duro porvenir del espíritu nómada. No quería, no podía permitirme el día de partir tener la sensación de haber roto la ilusión de otro cuadrilla de niños con los que no podría, por falta de tiempo, repetir la escapada a Kep que viví con Nhean. Vendrá otro viajero cargado de ilusiones para regalar ilusiones a otro chiquillo. Ese es el fin de esto que ahora lees. Y yo, por supuesto es cuestión de tiempo, regresaré.

Los días se me escaparon de las manos con la misma volatilidad de la que hace gala el aliento, la vida propia. Raudos, desenfrenados y veloces. El último día el chico, Nhean, estaba furioso, atorado, porque no quería que me fuera. Le regalé mis últimos caramelos, le compré unas chanclas y unas camisetas nuevas que me agencié la tarde anterior en el mercado del pueblo y solo pude vislumbrar, al girar la cabeza mientras caminaba hacia la estación, una breve lágrima que rodaba por su oscura mejilla mientas sorbía un moquillo y se relamía su desazón escondido pero asomado a un palmo por debajo de la cachaba del anciano. Les regalé a los ancianos un gran saco de arroz, de peso cercano a un celemín que dirían en Castilla, que fue humildemente recibido y, paralelamente, camino de la estación, hice una silenciosa y profunda ofrenda a Buda en un próximo templo por la salud y bienaventurada próxima reencarnación de la pareja de ancianos y la recua de niños desamparados que dejaba tras de mí. La vida del nómada volvía a cerrar otro capítulo en esta presunta obra sin fin.

Partí de la falta de rigor y holgazanería que había gobernado mi vida en Kampot. Relegué al olvido estos conceptos, ciertas personas, cubrí con un oscuro velo la pensión de Tan, la sombra añorada de Nhean, los regueros repletos de vida, el amasijo de chozas trepanado en la selva, las vigilias húmedas de sudor y risas, el grisáceo tono uniforme, cual si fuera botritis, reforzado en la fachada de decrépitas reminiscencias coloniales. Otro “hasta pronto”. Más allá esperaba un mono de trabajo, un tiempo para el aprendizaje y la escritura. Más allá residía la vieja gloria de Funan.

27. Camino a Ha Tien

Pensaba que tenía unas ganas de locas de alcanzar Ha Tien, entrar en Vietnam, volver a la tierra indomable. Puede parecer un poco paradójica esta excitación. Digamos que, para muchos turistas (más correctamente sería decir para su necedad), Vietnam, al menos este Vietnam de hoy en día tan comercial y enfocado al dinero fácil del turista despistado, les supone una especie de giro a una guerra insufrible, acosados por vendedores, conductores de Cyclo, estafadores de diverso palo, buscavidas auto-promocionados a fiables agentes turísticos y demás fauna. Una jauría cuya presa resulta ser tu cartera. Para muchos es un sentimiento de haber entrado en algo más próximo a ser devorado o aniquilado por una de las diez plagas bíblicas que a esa experiencia placentera y relajante que cuadraba con seguridad con su concepto previo de viaje. Y notan como su icono de viajero se deshace al igual que un castillo de tierna arena y la sociedad vietnamita viene a escupirles sus miserias y pillerías a bocajarro. Item más, probablemente de este modo se explica por qué solo un porcentaje cercano al diez por ciento de viajeros regresan a Vietnam en contraposición a, por ejemplo, Tailandia donde este baremo aumenta drásticamente.

Pero, como siempre, la percepción subliminal engaña a los sentidos transmitiendo vibraciones ajenas o inéditas a las de esas rutas perpendiculares que son un poco, solo un poco, menos comerciales y turísticas. Me refiero, en el caso de este país, a alguna de esas rutas asépticas y puras que cualquier trotamundos encarcelado a este confín de la tierra huele nada más pretender enumerar un listado de futuros sitios de interés en éste o aquel lugar. Y en mi caso, para alguien que solo deseaba escarbar en unos reductos olvidados, ajenos en algún caso al propio gobierno comunista actual vietnamita, estas negativas percepciones anteriores resaltadas en colores fosforitos brillantes que había venido escuchando, e incluso viviendo en propia carne en remotas visitas por lugares clásicos como, por ejemplo, Halong o Hué, entonces, en ese momento, cuando pisara Ha Tien, serían solo un rumor de borrasca en alta mar repleto de malos farios que se habría llevado el viento para convertir en una balsa de aceite esta mi ruta hasta cierto modo alejada de la senda turística oficial.

Imagino que a todos los viajeros nos pasa lo mismo, adoramos el hecho de viajar por la falta de empatía que implica con nuestra vida de a diario. Sentirnos desubicados, ajenos. Sentirnos como un espectador sentado en una preciosa butaca aterciopelada mientras se ve esa película en que se refleja la vida de ese otro ser que no dejas de ser tú en origen. Entender que somos capaces de romper amarras, renunciar a una imagen dada de nosotros, resurgir de otra manera sobre una materia prima que es nuestro propio cuerpo, nuestro pelo, la cara, los ojos. Vivir alejados, en una fingida doble personalidad, aunque solo sea por unos días, sentir una mágica dualidad que en el peor de los casos nos llena de indeterminada satisfacción por llegar a conocer y comprender parte de la llama interna rebelde, deseosa y amante de lo desconocido, territorialmente hablando, inherente a la raza humana.

Y luego estamos algunos extraños, seres ambiguos imagino, viajeros que necesitamos sacudirnos de las pesadillas pobladas de personas conocidas que dejamos atrás a menudo pero nunca queremos abandonar. Viajeros del regreso permanente. Viajeros del apego que hacemos del retorno la mayor pócima para salvarnos del abismo profundo en horas de madrugada, con manos resudadas por la pesadilla, bajo el intermitente neón del “¿qué será de aquel/aquella…?”. Seres que miran hacia abajo desde la ventanilla del avión, frotan con la manga el vaho y se preguntan constantemente cuántos seres humanos, de qué raza y condición habitarán allá abajo mientras los de los asientos más próximos se lamentan por los monumentos que se acaban de escapar al objetivo de su cámara por el hecho de pasar a 10.000 metros de altura. ¿Por qué? Siempre respondo que por no dejar de aprender, de conocer, de llegar a entender la motivación, la necesidad o la exaltación de determinados valores en culturas ajenas. Por eso siempre regreso, o quizás, sencillamente, sucede que no llego nunca a entender el porqué y esta motivación docente es solo un engaño que da de comer a mis ganas y me lanza a regresar. De lo que no cabe duda es de que cuánto más comprendo de mis semejantes asiáticos, de la gente que ahuecó un poco el ala para cederme un huequito en el que observar en silencio (aprender a callar es un don adquirido por miles de kilómetros de ruta), viaje tras viaje, más me doy cuenta de mis propias limitaciones, más afronto y conozco la llamita que llevo dentro y sus peculiaridades. Y a mí eso, por sí solo, ya me vale un universo. Aunque solo sea porque, explicado castizamente, se puede echar de menos a una mujer muchos días y con seguridad demasiadas noches, hasta que se acaba olvidando, pero uno siempre, en todo momento, echa de menos, aunque no sea consciente, conocer qué lleva dentro, su motivación y su límite, aunque no tenga un poso tan marcado de basamento concupiscente como conlleva la humedad femenina. Y eso, creo que lo tengo claro en mi caso, será así hasta el día que muera.

Sorprendido por el relativamente buen firme de la carretera, oteo el horizonte mientras acaricio mi pasaporte ya con su reluciente visado vietnamita. Por un momento se me cruza Thong por la cabeza, recuerdo su olor crepuscular, su pelo mojado… En nuestra sociedad tendemos a arrinconar a nuestros mayores como un juguete roto o algo inútil, los metemos en incalificables geriátricos o depuramos nuestra conciencia pagando a escote entre los hermanos a otra persona que cuide de nuestro mayor. Thong se prostituía por conseguir un sustento para ellos, por y para su familia. Sabía que su batalla estaba avocada a la derrota porque un hijo siempre puede volver a ser orgullo familiar, pero una hija que se prostituye… es una hija “caída”, nunca se recupera. De hecho uno de los sinónimos de prostituta en Khmer se traduce como “Fallen Woman” (Mujer Caída). He ahí el matiz. Regresar y continuar aprendiendo, captar la esencia de valores de estas sociedades no es sino una mirada al abismo interior de cada uno para determinar por qué lo hacen y, lo más importante, ¿sería yo capaz de hacerlo? Hablo no solo de prostituirse, sino también de juzgar inmisericorde. Un viaje, dos, tres, cuatro regresos, cinco regresos… Quién sabe, teóricamente somos una sociedad avanzada, modélica, un espejo para estas potencias de futuro en ciernes que representan decenas de países asiáticos. Pero yo creo que algo se nos quedó en el camino, eso mismo que Thong o Nhean ponen encima de la mesa con una naturalidad que desarma. Y, sin remedio, muchos viajeros regresamos constantemente a este rincón para que muchas cosas no mueran dentro de nosotros asfixiadas por la sociedad hueca, de cartón-piedra que, en muchos aspectos, nos fabricamos o, sencillamente, dejamos que nos fabriquen en occidente.

Llegaba al paso fronterizo de Ha Tien navegando entre éste y otros pensamientos para encontrarme con una escueta caseta forrada de chapa, que daba la sensación de improvisada y levantada en un par de horas, donde me sellaron el visado de Camboya. Uno siempre nota que algo fallece cuando su mirada pasa por el sello de salida de cualquier país. No es algo que se avenga a definiciones, es como una hendidura en el sentimiento, como si te robaran la esperanza y el aliento por un instante. Lo normal es soñar con un pronto regreso y apaciguar de este modo el alma, pero esta normalidad

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