Mercerreyas

Gyeongju, en tierra de ginkgos W.I.P.

 Martes, 17 de noviembre de 2015

Gyeongju

Gyeongju

Todo Gyeongju, al siguiente despertar, se ha fundido en oro.

Es un cielo plomizo el que me espera en Busan, la segunda mayor ciudad de Corea del Sur solo superada por Seúl en habitantes y poder económico. Es un cielo a juego con la ocre ciudad que ya se adivinaba desde la ventanilla del avión, firmamento que se reduce a un tono entre blanquecino y gris ceniza, propio de grandes urbes congestionadas. Con esa tarjeta de presentación, alegrarse por salir de allí sin darle una oportunidad, directo desde el aeropuerto con rumbo a Gyeongju, la antigua capital distante a poco más de una hora de bus, se antojaba la primera alegría de la ruta. Aún más cuando aquí se puede mirar directamente a un sol ya no tan fiero tras la almidonada gasa de espesor kilométrico que lo medio tapa, cuando hasta los árboles se muestran desnudos, igual que petrificados huesos prehistóricos. Busan, a bote pronto, genera tanta empatía como un trago de amoniaco, promete tanta suavidad y placer como el roce de unas bragas de esparto o lija gruesa. Lo dicho, mejor me las piro. A este lado del bus, soñoliento, nada de apetecible y llamativo resalta para la retina a excepción de las banderas nacionales, omnipresentes con su estruendoso colorido rojo y azulado. Bastan diez minutos en Corea del Sur para comprender que ésta, como en el resto de países de extremo oriente, es una sociedad ultra nacionalista. Alguno dirá que su permanente lucha con los vecinos norteños obliga a exaltar el sentimiento nacional, pero cualquiera que haya viajado mínimamente por este rincón del planeta sabe que eso es publicidad barata para influenciables capitalistas de nuevo cuño. El pueblo coreano a ambos lados de la zona desmilitarizada, como el chino, el malay o el jemer, es sencillamente un pueblo orgulloso de sus orígenes y nación, y no deja pasar la más mínima ocasión para demostrarlo. Cuando uno aún no sabe bien si es vasco, castellano o español, este tipo de expresiones patrióticas suelen generar un murmullo íntimo de entre sorpresa, indignación o admiración en función del estado anímico. Y justo en ese murmullo me pierdo cuando de soslayo se deja de adivinar la sombra arrabalera de Busan. Hasta nunca.

Atrae la tierra coreana por sus infinitas laderas tapizadas en verde y fulgores de tonos naranjas y ocres propios del otoño. Los ginkgos tiran sus hojas aplatanadas que se pierden entre un reguero de hojas de arce que oscilan del verde más puro al rojo más infernal, resplandecientes hasta casi fosforecer por cualquier arcén, en cualquier punto donde halle acomodo la vista. Y valles propios de la pluma de Ko Un se tajan en mil direcciones, vitales con marcado acento romántico y nebuloso. Así hasta que asoma Gyeongju, y una llanura enorme se forma ante los ojos. Corea da una bienvenida tan próxima a los que fuimos paridos y criados en Euskadi que se hace imposible no sentirse a gusto. Entonces, como digo, aparecen en lontananza las moles de hormigón de Geoungju, primero tímidas y dispersas, después arracimadas y desafiantes. De súbito, sin darse uno cuenta, ya no quedan montañas a un lado u otro, todas se han echado hacia atrás para generar una planicie extraña sobre la que la mano del hombre hizo el resto.

Se me ha hecho de noche en este intervalo de carretera, pero no lo suficiente como para no adivinar que he elegido un motel en pleno barrio de putas de la ciudad. ¿He resaltado lo mucho que me estaba gustando Corea? Pues ahora aún más. Las sombras marcan el ritmo, los gatos ratoneros, negros como el hollín, vigilan altaneros sus dominios, las oxidadas farolas suspiran por una bombilla que nunca poseyeron y trémulos parpadeos en tonos escarlata invitan a encontrar un pozo de humedad femenina. Se adivina un ir y venir de manos que buscan y hallan en la trastienda, un meneo acompañado por un susurro de canción melancólica. Disparado a un centímetro de orejas en las que el resudado vaho exudado por mujeres de labios carmesí revienta el termostato, lo complicado es no sucumbir. Ajenos, una pareja de currelas se apoya sobre unos palés mientras maldicen la ligereza de su cartera. Beben cerveza y fuman compulsivamente. Moderadamente borrachos, discuten sobre bagatelas al estilo asiático: bajando la voz pero con ostensibles gestos enérgicos del resto del cuerpo. Son, por descontado, trabajadores de una empresa de telecomunicaciones cuando un camión con las bobinas de fibra óptica se halla estacionado a un puñado de metros. Probablemente un retén que acaba de finiquitar su turno. No lo intuyo. Además de su apariencia, su buzo, rotulado con el mismo anagrama que las cartolas del vehículo, les delata. Me refugio tras un Camel en la pensión, agotado pero feliz, en la certeza de que Gyeongju va a ser mucho mejor de lo pronosticado. Hoy no hay cuerpo para jotas o tragos envueltos en miradas golosas y perfume barato, mañana Dios dirá.

Todo Gyeongju, al siguiente despertar, se ha fundido en oro. Se desparrama por tejados y se arremolina en las aceras. Cuando el viento lo desea, levanta cortinas de áureo material que conquistan parabrisas, escaparates o palmas que se juntan y abren en forma cóncava. Y lo desea a menudo. Son hojas de ginkgo. Por millones. Caminar es pisar alfombras mullidas, trenzadas con minúsculas láminas de hojas de ginkgo, extrañamente semicirculares como se imaginan los abanicos del faraón en tiempos del imperio nuevo egipcio. Gyeongju de norte a sur, de este a oeste, se muestra contaminado por esta infección otoñal para la que no exista vacuna inoculable. Es tan sublime la sensación, tan hermosa a la vista, que es sencillo imaginar al Midas coreano mandando a paseo a Dionisio porque el oro, mero capricho de la Madre Naturaleza, se arremolina a sus pies sin necesidad de maldiciones mitológicas. Es extraño, hipnótico y poderoso el colorido poder de la madura hoja de ginkgo.

 

Considerado un “fósil viviente” en término acuñado por el mismo Darwin, un dinosaurio indestructible, el ginkgo biloba es una especie única en el reino vegetal. Un “rara avis” con orígenes que se remontan al periodo jurásico. No existe ningún árbol relativo al que se pueda asociar porque todos ellos se extinguieron cuando el ser humano no era ni un proyecto sobre la faz de la tierra. Esto, una vez se observan sus hojas, adquiere todo su sentido porque son absolutamente incomparables con cualquier otra especie vegetal excepto, quizás, el adianto. Los botánicos lo adoran y se maravillan con él, tratando de explicarse cómo se las arregló para llegar hasta nuestros días. El caso es que, misterio al poder, ahí está. Se teoriza con que una especie arbórea puede mantenerse por unos pocos millones de años, es la corriente generalizada, pero a este árbol son cincuenta y seis millones de años los que le contemplan con alteraciones mínimas, y además provocando, en lugares como Gyeongju, todo Corea del Sur, China o Japón por extensión, un soberbio estallido de color amarillo cada temporada otoñal. Con certeza llegó a colonizar el vasto hemisferio norte, pero hace siete millones de años una época glacial los borró de América, y hace dos, por el mismo motivo, se extinguieron en Europa. En Asia, su reducto icónico, siempre sobrevivió. Valorado por su madera, sus hojas en forma de abanico y su fruto (pese a su fétido olor), el ginkgo es un árbol en plena pubertad cuando alcanza la friolera de cien años de edad, límite terminal para muchas otras especies. Visto lo visto, se resume como otra maravillosa hazaña de una naturaleza de la que siempre quedarán nuevas primaveras por descubrir y aprender.

 

Con la iridiscente presencia de ríos cuyo cauce son hojas marchitas de ginkgo, me acerco al templo Bulguksa, al corazón religioso de Corea del Sur. Bulle en frenesí y la marea amarilla ha pasado a ser multicolor por americanas, abrigos o zapatillas que me envuelven y magrean. Una vez salto de lomos del caballo de la multitud, se aprende rápido que el fuerte de Corea del Sur no se basa en las fotos porque este lugar, catalogado como el símbolo religioso y turístico más notable de todo el país por su propio gobierno, tendría serios problemas para compararse en belleza y peso histórico con otros enclaves asiáticos traspapelados. Me veo de pronto, lo mejor, trepando como una enredadera que fusila planos de hojas de arce frotadas sobre hastiales y adornos pulidos en turquesa de varios pabellones; y me veo en segundos, lo peor, acodado contra una pared de sillería, erigida ayer, por la presión de una miríada de erráticos tipos que han decidido que el mío no era tan mal ángulo. Les miro entre marchito y cabreado porque solo he necesitado menos de veinticuatro horas para comprender rápido, qué remedio, que es cierto eso de que el cielo forja los caracteres. La luz de Japón es especial, llena de matices ocres o deslumbrantes; la de Andalucía es plena y desbordada, como la simpatía de sus seres; la colombiana es juguetona y bailonga, con ecos de bachata y ron; la india irradia tanto y desde tantos ángulos en el alma que aún nos deben quedar dos mil regresos para entender mínimamente algo de su razón de ser o vivir. Y uso el plural porque ya sé que tú, mamá, piensas lo mismo: que en India la luz nunca podrá ser entendida en profundidad. Da lo mismo cuánto llores o maldigas. Nunca la entenderás, y por eso siempre la añorarás. Más todavía, mucho más, cuando la de Corea es plana, comunista, idéntica en cada alborada por mustia, ajena a cambios de humor, de ésas que a ti tanto te maravillaban porque ni tú ni yo comprendíamos que entre ruido y silencio no pudiera existir un abismo. Gris y perenne, siempre igual. Gente que llora igual que ríe, gente que da un abrazo como quien pisa o pide perdón. Gente que se traviste con la nada hoy y mañana, con un cielo siempre atribulado y vacío de sentimientos. Gente a la que sería endiabladamente sencillo convencer de que el sol es una estrategia publicitaria occidental. Gente que, a lo chino, empuja en escorzo común en el que nadie pestañea más que el de al lado. Gente mimética, gente de oleadas, gente que te da el mismo codazo para robarte la misma foto. Una y otra vez. ¿Pero este tipo no era el de antes? Y resulta que no, que son rasgos faciales levemente distintos bajo análogos modales.

 

Hundido junto a un hastial de color violáceo y revirados motivos astillados, me froto unas manos que en el recuerdo de día catorce de Noviembre se han vuelto sudorosas por memoria de ayer y presión humana de aquí y ahora. El cielo sigue a lo suyo, plano y estéril. ¿Merece este lugar tal multitud? Y si no, ¿qué queda? Ahora dime, mamá, ¿acaso se nos ha quedado pequeño el mundo, acaso no quedan nuevas fronteras por reventar? Y tú solo te miras y repites el mantra: “¡qué estupidez! Pues anda que no hay lugares por visitar”. Y todo vuelve a girar. Suspiro aliviado porque, contigo a mi lado, ya vuelvo a saber que nunca dejaré de buscar y buscarte. Garabateare textos, sacaré fotos entre empujones aunque no necesite encuadrarte. Encuentro entonces otro lugar donde las fotos parecen aún mejores, te busco con la mirada y vuelvo a grabar. Solo porque ya sé que tus “lugares por visitar” son “culturas por descifrar”, también “codazos por padecer”. Eso sí que lo entendí, aunque te perdiera en el tránsito.

 

La gruta Seokguram me devuelve tu recuerdo. Se sitúa encima de una montaña y no guarda mucha remembranza con lo conocido. Al bajar del bus se abren, allá en el horizonte, campos de cultivo, y más acá se apiñan moderadas colinas donde los pinos y los arces pugnan por gobernar y someter al de al lado hundiéndolo en mazmorras, bajo llamaradas de luz tenue o verde intenso. El caso es que uno imagina una gruta como algo inmenso y apabullante, como algo que realmente te haga parecer insignificante tal que un capricho de un tiempo y una naturaleza para la que solo eres un naipe de tute tirado al azar cuando se han perdido las diez de últimas. Pero esto no es nuestro Ajanta ni nuestro Ellora, mamá, es solo un diminuta cueva granítica en la que se han tallado un buda majestuoso y unos iluminados bodhisattvas como compañía. Tras la desagradable sorpresa de que ni cueva, ni profundidad, ni ojos como platos, es hermoso el iluminado histórico, con esos ojillos entrecerrados en cuyos párpados tantas veces nos hemos reflejado. Lo miro y remiro tras una escafandra de cristal que lo protege. En realidad no lo veo. No puedo verlo. Solo puedo ver los frescos de Ajanta, el poderoso templo Kailasanatha de Ellora, millones de metros cúbicos de piedra removida, millones de lugares que visitamos. Yo también cierro los ojos, y elevo una plegaria ahora que hace justo un año que te perdí. “Dime, mamá, ¿a dónde vamos a ir que nos pueda llamar la atención?”. Y tú, sonrisa pícara y bravucona por delante, vuelves a responder con naturalidad: “¡qué tontería! Pues anda que no hay lugares por visitar”.

 

Otro día en Gyeongju, el último, ya ni me sorprendo cuando miro por la ventana, legañoso, solo para descubrir que el cielo sigue mustio y encapotado. Ni amenaza clarear, ni amenaza romper en aguacero, así de extraño es el cielo de Corea. Y van cuatro días igual. Como ya no confío en la sorpresa, tiro malhumorado el paraguas sobre la cama porque no me va a esconder de ningún sol ni me va a proteger de ninguna lluvia. No pasan ni diez segundos antes de que aterricen a su lado unas gafas de sol con su correspondiente funda. “¿Sol en el noviembre de Corea? Eso sí sería portada de periódicos”. Con la mochila aligerada, decido tirar de buses para llegar al templo de Haeinsa. Allí, tres horas y un par de chocolatinas después, me doy de bruces, al fin, con un poco de emoción desprendida de un maravilloso entorno natural forrado de ocres hojas marchitas, crisantemos esporádicos y unas diminutas caléndulas que puntean el bosque de naranja. No quepo en mí de felicidad cuando hallo una razón que me convenza de haber acertado viniendo a este país. Encuadrado en pleno parque nacional Gayasan, el templo Haeinsa está reconocido a nivel mundial por poseer una colección única de tablillas de madera, más de ochenta mil en total, en las que hace casi un milenio se trazó el canon budista, el tripitaka. Este detalle numérico, obvio, la convierte en una de las mayores colecciones de textos budistas del planeta, seguramente la más valiosa a nivel mundial por su estructura y origen. Por supuesto que ésta permanece oculta a los ojos de curiosos, pero el resto del entorno es memorable, y solo saber que tras unos adustos barrotes de madera se halla tamaño tesoro ya hace que respirar el aire puro del lugar se convierta en una oda a sentirse vivo. Alejado de las multitudes de Bulguksa, un puñado de coreanos se postra ante las figuras de Buda y guardan respetuoso silencio mientras oran con la cabeza humillada. No han venido a ver el templo, al menos no exclusivamente como lo he hecho yo. Simplemente los coreanos adoran pasear por las montañas, adoran el senderismo de un modo febril. Del mismo modo a como en Europa se idolatra a futbolistas, aquí se siente profundo cariño y respeto por himalayistas y alpinistas. Todos, jóvenes y mayores por igual, se echan a pasear por el monte a la mínima ocasión. Y si es un reclamo con todo lo que suma una oferta de vegetación desbordada, cañones y cascadas omnipresentes, miel sobre hojuelas. Los coreanos con que topo en Haeinsa se dedican a eso, a pasear por este excepcional entorno declarado parque nacional en 1972, lo de visitar el templo es solo un añadido a su diversión. Llevan equipos de primeras marcas, zapatillas o botas de muchos cientos de pavos, pantalones y abrigos que no van a la zaga, y una vez hecha la ablución, se vuelven a perder por caminos que pronto se come la vegetación. Suben o bajan, charlan despreocupados, pero siempre lucen una sonrisa porque el coreano, el mismo tipo hermético que se cruza conmigo en cada esquina de Gyeongju, encuentra una paz y una felicidad difícil de describir en el regazo de la otoñal madre naturaleza. Aquí no tienen problema en charlar contigo, en preguntarte de dónde vienes, por qué has decidido dejarte caer por Haeinsa. Absolutamente desprendidos y hospitalarios, uno puede llegar a entender la terrible opresión que supone para estos seres vivir en jaulas de hormigón y acero. Y también entonces se entiende por qué hay tantas tiendas de este tipo de ropa y material deportivo, por qué se ven tantos anuncios de este material en la televisión aparte de los clásicos anuncios de cremas para ellas, teléfonos móviles para ambos que inundan los canales televisivos en extremo oriente. Es solo que aquí reside su única opción a esbozar una sonrisa. Perderse en una tienda ojeando zapatillas, plumíferos o mochilas, olvidarse de la reunión de mañana con el jefe mientras la publicidad escupe un nuevo modelo de abrigo o zapatillas de agarre extra-fuerte, ésas son las mejores alternativas que le quedan al coreano para percibir que sigue siendo sensible a lo que ocurra a su alrededor, al florecer o morir del campo unos metros más allá del cartel de fin de población.

 

Se termina el templo, saco unas fotos y apuro un pitillo. Me he quedado solo en Haeinsa, apenas un par de monjes en estricto gris se afanan en barrer el santuario. Les rodea el silencio y un lejano trino de pájaros, también un rumor de agua que cae rebotando en paredes de roca caliza. Y no hay nada más. Feliz y animado, anticipo mentalmente el día de mañana, la ruta a Andong, la visita a la aldea de Hahoe. No lo veo claro, me da que Haeinsa solo hay uno. En ese preciso momento vuelvo a buscarte en el cielo opresivo del que no se escapa un mísero rayo de claridad. “¿Merecerá la pena?, ¿encontraré algo más de interés en estas tierras?” Y tú, por supuesto, sonrisa pícara y bravucona por delante, vuelves a responder con naturalidad: “¡qué tontería! Pues anda que no hay lugares por visitar”. “¿Qué toca hoy?”, me llega desde arriba el estruendoso eco, inconfundible eco de cada alborada que viajé contigo. Inconfundible eco de mañana cuando, a eso de las siete, vuelva a sonar el despertador. “¿Qué toca hoy?”

 

P.S. Saqué dos ratos vespertinos para garabatear unos apuntes de cómo y por qué de Corea. El resto de tiempo que se apaga la cámara, durmiendo o liado mientras cierro la ruta por una China que está al caer. Eso sí, ya finiquitada del todo: tras Seúl entraré por Hong Kong para visitar los diaolou en las cercanías de Kaiping y los tulous del oeste de Fujian. Justo después, con vuelo reservado desde hace un par de días, volar el día 29 desde Shenzhen a Shanghai para esperar a mi hermano Roberto y empezar la ruta por este y sur de China. Entonces empezará lo realmente potente (si es que hasta ahora ha sabido a poco) de este viaje, jejeje.
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