Mercerreyas

Luxor en bicicleta

Domingo, 6 de noviembre de 2016

Nilo

Nilo

El delta del Nilo, pese a su fertilidad, dan para lo que dan…

Desde la azotea del restaurante “Africa”, cuando cae la noche, solo se divisa a un par de tipos locales que, sentados en la acera sobre sillas de plástico, saborean con calma una pipa de agua. Les envuelve el humo y charlan suavemente, haciendo de ésta, muy probablemente, la única manera en que es posible observar relajados a los egipcios. Y se ve el Nilo, claro. Y hasta el pilón principal del templo de Karnak y los pilares de la sala hipóstila del de Luxor, todos iluminados tenuemente. La comida es mediocre, pero mecido por la brisa templada de primeros de noviembre, ante semejante panorámica, ¡a quién le importa!

 

Se puede decir que la vida en esta orilla occidental del Nilo es más tranquila. Apenas se escuchan coches o motos que petardean, incluso más fuerte llega el rumor ocasional de barcas que cruzan el río de lado a lado. Los críos juegan al fútbol sobre el asfalto, luciendo chancletas de euro o pie desnudo. Los letreros relampaguean de vez en cuando. El ulular despeina un cabello que, aún húmedo, en una hora estará como papel de lija por efecto de la arena arrastrada del inminente desierto, y solo queda agradecer a la naturaleza la presencia de este otro río madre que vertebra un país que, sin él, sería Sáhara. Es tan de andar por casa la vecindad que, puerta con puerta a mi hotel, hay unos establos donde sestean yeguas árabes de tan poderoso lustre como déficit vitamínico. Solo un caballo asoma por allí, famélico, y ni siquiera alza la vista cuando le deseo un salam en un murmullo. Y del jodido burro que me despierta con sus rebuznos a primeras horas de la mañana, mejor no hablar. Adorable por suave y blando, almidonado como Platero, es su insomnio y nerviosismo galopante el que me hace mirarle con menos ternura de la habitual cuando nuestros ojos se cruzan.

 

Son tiempos convulsos en esta tierra, te lo cuento porque no concilio el sueño y, cerca de la media noche, solo queda escribir. Lo que no mató la primavera árabe y las dudas yanquis, siempre tan influyentes en el gobierno egipcio (el presupuesto de defensa lo pagan ellos casi íntegramente por puras cuestiones geopolíticas), lo han hecho los atentados terroristas. Los del águila, una vez más, la jodieron a base de bien. Vino el tipo oscuro aquel, Obama, y de repente decidió que lo de Mubarak no era una democracia. ¡Como si en el resto del mundo no se supieran los trapicheos electorales y mano de hierro del conocido como “viejo faraón” durante decenios! El caso es que el anciano debía desaparecer ipso facto, y se montó una “revolución” con la que parecía que la democracia real llegaba, al fin, para esta gente. Iluso que es uno. El resultado electoral dio como primera fuerza a los “Hermanos Musulmanes”, justicia poética, y a renglón seguido empezaron a tragar saliva los de la cabeza del águila. “Este panorama no lo teníamos dibujado”, debieron lamentarse en silencio, y a ver cómo explicaban a su población, paranoica al extremo, que estuvieran subvencionando a fondo perdido el gobierno de unos tipos que se cobijaban en la Sharia más pura. No tardaron en poner en marcha la rueca de su cerebro que siempre se atasca en el mismo diente. Solución: golpe de estado militar y otro aspirante a Rais a su servicio, atribulado ante las riendas del país, dilapidando sus escasas opciones de progreso. La historia en viaje de vuelta, su histórico patio trasero latinoamericano trasladado a África.

 

En éstas aparecen los terroristas del Daesh que aquí, con la población engañada y enojada una vez más, encuentran un caldo de cultivo ideal para esparcir su simiente de extremismo islámico violento. Un atentado. Dos. Cinco. Y el turismo, el único motor de la economía egipcia porque el valle y el delta del Nilo, pese a su fertilidad, dan para lo que dan, huye en desbandada. Si hay algo sobre lo que los turistas nunca discuten es sobre seguridad. Da lo mismo que te desgañites jurando a los cuatro puntos cardinales que Egipto, ahora mismo, es más seguro y que necesita más que nunca de ti. Y la gente empieza a desesperarse porque las libras no llegan. Y con ello Daesh se hace más fuerte. Y la gente ya no tiene recursos. Y el gobierno que necesita un préstamo de los buitres del fondo monetario internacional. Y, en medio del descontrol, el gobierno militar que da otro golpe de tuerca, presionado por banqueros internacionales, y devalúa la siempre fiable libra egipcia con relación a euro y dólar en hasta un setenta por ciento. Esto sucedió el día tres, justo cuando volaba desde Madrid. El futuro inmediato de Egipto, aparte del estado de caos en que se halla sumida una sociedad que a veces parece no saber cuánto tiene que cobrarte, es una moneda al aire que no aventura nada bueno. Lo digo porque algunos turistas sí que vendrán (sigo sosteniendo que el miedo no se compra), pero también es indudable que a Egipto le costará más importar bienes básicos que el limo del Nilo no alcanza a producir, y eso va a encarecer aún más la endeble por mala calidad vida del ciudadano común.

 

Con la mañana bien despuntada, rozando el mediodía, salgo a alquilar una bicicleta. Quizás es que echo de menos a mi padre y quiero recordarle de esta manera, o quizás es solo que la brisa sobre el rostro, pedaleando con rabia bajo un sol no demasiado fiero, conseguirá que su imagen pese un poco menos. La bici que alquilo por un euro hace juego con mi ánimo, más de vuelta que de ida, pintada a la vieja BH con la que el viejo recorría Mecerreyes y sus campos. Pedaleo y pedaleo, aquello cruje como un desván del Génesis, vibra todo el cuerpo, pero voy feliz imaginando que la policromía de Medinet Habu no habrá sucumbido a once años si antes no lo hizo a tres mil. Y en la creencia de que tú lo verás tras mis ojos, padre, devoro la ruta en escasos minutos. Los campos muestran una tierra negra como el carbón, fértil al límite, y se suceden las plantaciones de palmeras, bananos y maíz aunque yo los imagine de cereal en las desnudas llanuras castellanas. Como si vinieras a mi lado, viejo. Exactamente igual.

 

Vuelven a pasar las horas entre muros y columnas de arenisca y granito, todo ello esculpido hasta el último milímetro. El milagro egipcio es tan poderoso que en este recinto incluso guarda restos de los pigmentos que impregnaban los relieves. Rojo, azul, amarillo. Es una visión de ensueño este lugar. Sigue sin haber nadie, preso del silencio y soledad. No hay huellas, ni flashes, ni comentarios de guías en mil idiomas. Solo la nada y tres mil años que mudos me contemplan.

 

En el Valle de las Reinas más de lo mismo. Dormita el tipo que me alarga el ticket de entrada, y dormitan los guardias que vigilan las cuevas excavadas donde reposaban en origen esposas e hijos de faraones. En una de ellas, de un hijo de Ramsés III, justo el creador del recién visitado Medinet Habu, se halla un feto momificado. Lo tienen expuesto en una hornacina de cristal como si fuera un barato collar de polvo de turquesa. Y es el polvo milenario el que le lame las vendas. Es una sensación extraña admirar una momia. Siempre lo fue. Y siempre, al mismo tiempo, me acuerdo de la piorrea. Lo digo porque hace años, en mi segundo viaje a esta tierra, alguien me explicó que una de las causas de muerte más comunes en el viejo Egipto era la piorrea. Los egipcios comían pan, en abundancia, pero éste siempre acababa mezclado con la arena del desierto que arrastraban los vientos. Daba igual que el vergel del valle fuera mucho más extenso en aquellos tiempos porque la arena siempre está presente, incluso hoy cuando muerdes un pedazo de pan notas la arena crujir al apretar los dientes. Eso provocaba llagas que, al infectarse, se convertían en mortales. No sé muy bien cuál es el resorte que me lleva a recordarlo cada vez que observo un cuerpo momificado, pero el caso es que siempre me sucede, incluso en el Museo de la Momias de Guanajuato, en México, me sucedió hace unos años.

 

De repente me noto cansado, con ganas de regresar a la vera de un río que siempre me susurra cosas hermosas tal si fuera la madre Mekong y Luxor Nong Khai, y entonces vuelvo a pedalear con calma el camino de regreso. Con la mente en blanco, sin placer ni dolor. La bicicleta se hunde a ratos en la arena y en otros son los perros los que me azuzan con sus fauces. Los niños que saludan, los ancianos que sonríen, el sudor que perla mi frente. Luxor, la vieja Tebas egipcia, al final de una larga recta. “Desde que te fuiste ya no tiene sentido el tabaco, padre, pero una shisha sí que voy a fumar hoy en tu honor”, pienso cuando aparco la bicicleta en el puesto donde la alquilé y en el que, adivina, dormita otro tipo enfundado en una chilaba marrón. ¡A veces es tan sencillo endulzar tu recuerdo y ausencia!
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Written by David Botas Romero
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