Mercerreyas

Made, lejos de la blasfemia

Jueves, 12 de mayo de 2016

Made

Made

Allí conozco a otro Made

Tiene una forma distinta de quemar el sol de Bali. Por supuesto que también provoca que los poros se dilaten y sangren salinidad (hasta acidez en mi caso) a raudales, pero su poder no es tan dañino como para que las rocas de los templos te impidan arrimarte a ellas, algo que sí suele suceder en India o Camboya cuando vienen mal dadas. Aquí éstas se muestran extrañamente benevolentes, acaso debido a que ya están inmunizadas al fuego porque ése es su propio origen, erupciones volcánicas de lava suavemente amasada. O acaso es que los demonios que asoman en las esquinas de estos santuarios de esbeltas pagodas coronadas de paja, entre delicadas bailarinas, son tan poderosos que logran apagar el motor del astro naranja. De resultas queda la certeza de que puedes dejar pasar las horas sin preocuparte de si la alborada o el crepúsculo serán los mejores momentos para intentar hacer algo de turismo. Todo ello porque aquí cualquier momento es igual de bueno o malo. En esa convicción respiraba el mediodía que salí a buscar un poco de fe escondida entre arrozales y palmeras en cascada, tras sorber unos tragos de café, herramienta que me acabara de ajustar las tuercas para regresar a la realidad. Sin una mínima muesca de remordimiento por haber dejado consumirse medio día entre suaves ronquidos.

 

Lo que no podía imaginar, caminando entre sombras hasta la arteria principal de Kemenuh donde esperaba poder enganchar un bemo, era que ningún santuario iba a pescar más allá del taller artesano de Made. Un hombre de torso desnudo, granuloso, con aspecto de estibador apaleado y ataviado con unos vaqueros repletos de virutas que imaginaba tan valiosos como el unicornio azul de Silvio Rodríguez. Solo una sonrisa le saqué por respuesta cuando le pedí que me explicara cómo lo hacía, como conseguía dar rienda suelta a sus sueños en madera, alejado de textos necios y emborronados que son el único recurso que nos queda a los innatamente vacíos de talento artístico. Lo obvio, a tenor de su silencio y mirada humillada, era que el formón se le daba mejor que la palabra.
A su lado quedaban un par de pedazos de hoja de palma deshilachada sobre la que asomaban alargados granos de arroz entre pétalos marchitos. Todo lo cubre la religión en Bali, por todas partes se ven ejemplos de una fe que cobra forma bajo algo tan simple como un poco de incienso, flores de frangipani, vital arroz y una manta vegetal en forma de cuenco. Cuadradas, de no más de quince por quince centímetros, estas ofrendas se purifican con agua todas las mañanas. Día tras día se renuevan, por escasas que hayan de ser. Da igual que el inquilino del hogar sea rico o pobre, de casta pudiente o al borde del desahucio, porque, allá en el umbral, los dioses siempre quedan glorificados y saciados en estas minúsculas muestras de cariño.

 

Le observaba desde un bale, uno de esos típicos pabellones de lados abiertos para que circule la brisa que tan frecuentemente se observan en toda la isla. Se giró, enfiló hacia un tosco leño que era la nada, y lo miró con atención. Sin saber qué demonios miraba, empezó a murmurar y gesticular con sus brazos al tiempo que trazaba siluetas volátiles sobre una superficie parda y pulida, cilíndrica. Era una madera tropical barata que de lejos parecía hibisco por el tono bicolor de matices claros y oscuros, alejado del mahagoni de tono monocromo y parduzco, una de ésas que permiten trabajar con celeridad por su suavidad y maleabilidad, que se funden como la cera bajo el formón. Cogió sus aperos y empezó a tallar cicatrices por aquí o por allá, y en décimas nada más que la espuma ajada le rodeaba. Por momentos pensaba, abstraído, que verle trabajar, seguir con la mirada sus precisos movimientos, era acaso la mejor manera de comprender esta tierra de artistas. ¿Acaso algo la define mejor que la pericia de sus habitantes?

 

Un día después acabo en Silakarang, no muy lejos de un Ubud al que me aproximo con deseada parsimonia. Allí conozco a otro Made, y en este caso talla piedra. Le envuelve una fina película de polvo amarillento. Camiseta agujereada, pantalón en trizas y pies desnudos. Para mi sorpresa dice que talla piedra caliza y arenisca, cosa extraña en una región de materia prima eminentemente magmática, volcánica. Le pregunto por Batubulan, que vengo decepcionado por lo que allí vi. Me dice que poca gente ya trabaja allí la roca, que ahora se dedican más al cemento. Más sencillo y rápido de trabajar. Me enseña bocetos de amarilla caliza, de blanqueada arenisca. Las formas más extrañas caben en su imaginación. Un cincel y un martillo que acaricia, y un repicar infinito que viene de los cuatro puntos cardinales porque en esta villa todos se dedican a lo mismo. Luego viene la lija que desbasta con suavidad y apura formas y líneas sobre vetas calizas. El resultado, como en la madera, es puro delirio. Se aprecian venas, cinchas de caballos desbocados; delicadas flores de hibisco que coronan a furiosos demonios guardianes, dvarapalas; demonios cuyo pelo son caracolas, dientes de rabia. Un universo de épicas hinduistas que contrasta con la quietud de budas en mil mudras o posiciones distintas. Sobrevuela un polvo que rasca en contacto con un sudor que no cesa en esta isla de dioses, y las horas, de pronto, se han hecho segundos bajo el sortilegio de una hipnosis que acaricia rostros que pasaron de la rectitud de Picasso a la curvatura y precisión de Velázquez. Bali de habilidad intergeneracional, de padres que enseñaron a hijos como antes lo hicieron los tatarabuelos. Bali ajeno a surtidores para turistas, en disparos de puro ingenio y destreza.

 

Al final de un camino que es casi el centro geográfico de Bali aguarda el viejo Ubud. Entrañable, “cuánto de ese sudor no se me quedó en estas calles”, pienso nada más bajar del bemo. Pero ahora ni ese sudor quema e irrita los ojos, ni se evoca el viejo Ubud que se troca por un suspiro cuando este nuevo genera poco más que palabrotas. Tras la genuinidad de Kemenuh y Silakarang, Ubud es como mirar afuera en un día de huracanes a través de una ventana de escalofríos y pesadillas, como tocar fondo estrellando la cara sobre el alquitrán más pegajoso y abrasivo. Masificado, estereotipado, colapsado en calles y aceras pobladas por muchedumbre. A consecuencia del disgusto, creo que me derrota la fatiga de más de un mes bajo un sol arrasador, tiznado hasta la médula, y no tengo más remedio que sentarme a la sombra de una cafetería tan de diseño que Bali ni se imagina. En frente de mí, el bosque de los monos sigue preñado de simios más gordos que nunca, y ahora se cobra un pequeño pico por entrar en él. Hasta un inmenso parking han construido en un lateral. Alucino. Me niego a creer que la agonía ha hecho patria aquí, y salgo a rebuscar un algo con forma de idea o imagen que no quede tan lejano. Pero en un rato asumo mi prehistoria, y agonizando me vuelvo a dejar caer en otro café en menos de cinco minutos. Me abrazo para hacer una almohada sobre la que apoyar la cabeza y resoplo frente a un licuado de sandía. Se han multiplicado los restaurantes, las pensiones, y lo han hecho en la misma medida a cómo ha decrecido la calidad de la artesanía. Ahora parece venir a peso, y de seguro que si algún ciudadano local pensó, por herencia generacional, dedicarse a la pintura o la talla de piedra o madera, pronto abandonó esa estúpida idea porque, en este moderno Ubud, echarse una moto y dedicarse a pasear turistas redita mucho más. Al menos queda el recurso de besar a la fatiga echándose a caminar porque, aquí como allá, ante el defecto de pedir, la virtud de no dar. Cuesta horrores encontrar algo medianamente interesante y razonable de precio en el extraño universo en que ha devenido este lugar.

 

Ensimismado en mi furia, sombra a sombra, recuerdo cómo el centro platero de Celuk ya prometía esto. Y no debería, pero lo voy a contar porque la anécdota vivida allí es sintomática de qué es Bali en 2016. El caso es que buscaba un collar y unos pendientes para hacer un regalo. Seleccione unos pocos, los más llamativos, por los que me pedían un dinero que iba apuntando en mi libreta. Después le mandé unas fotos a mi churri para que ella decidiera. Al cabo de un par de días me pasé a comprar lo elegido, pero el precio de salida se había multiplicado por tres. No daba crédito, vuelta a los mudos improperios. Es el defecto de esté Bali que se queda a las puertas de Kemenuh o Silakarang, que se fija con saña en el itinerario de millones de turistas. De mala uva, les recordé el precio de víspera. Y no se bajaban del burro, ellos solo piden y piden, te chulean y te chulean. Ya de mala hostia, les saqué las fotos que había sacado para que se convenciera de que había estado allí, les enseñé la libreta donde apunté los precios que me dieron. Y entonces sí, entonces de acuerdo. De veras, Bali está podrido de solemnidad en sus centros turísticos. Así de claro. Y lo mejor, por cierto, es que los pendientes no son de aquí, sino de Tailandia. El viaje nos nutrió, madre, y tu pasión por las piedras hizo el resto de mi conocimiento. ¿Zafiros azules en Bali? Ni de coña. Aquello olía a Chanthaburi a la legua. Miré el engarzado y el cierre tipo Omega. “Estos pendientes no son de aquí. Esto viene de Tailandia. Y esos otros que están trabajados en marcasita tampoco. Eso es de India”, le digo a la señora que me los envuelve. Con el vagar por Asia se me han hecho muy clásicos los zafiros tratados y recalentados en Chanthaburi, con un faceteado simple. “Sí. Son de Tailandia. Y los de marquesita también”, reconoce una vez que ya tiene la pasta en el bolsillo. “Ya, pues, por favor, al menos podríais quitar el detalle de “Fabricado en Indonesia”. Y los de marquesita son de India, por mucho que los hayáis comprado en Tailandia”, remato encabronado. Y así todo en este Bali turístico donde el resto de artesanías del mundo han hollado cumbre para achicar a tipos como esos Made que describía, se dediquen a la piedra o a la madera, o a lo que sus herencias genéticas o castizas les puedan señalar. Cuando el deseo ya no se gana ni se suda, sino que se consume a bocados indiscriminados acá o allá, una hamburguesa o un pollo frito de una marca específica adquieren tanto coste como escaso valor porque representan productos de capricho que, de súbito, se han vuelto vitales. Y con ellos artesanías de Tailandia, reggae de Jamaica, camisetas de India, juguetes de plástico chino,… Si el mundo se reduce a este Ubud sin ropa interior, éste deja automáticamente de pertenecer al mundo. En estos días crueles se asumen verdades de un axioma tan sencillo de vislumbrar como complejo de asumir cuando el viajero dejó de existir bajo la suela del pijochilero.

 

Desangrado del ayer, entre sones de Gus Tija, una música de flauta y gamelán que parece venir pegada a mi sombra allá donde vaya, arranco por un vericueto de un metro de ancho y me arrimo a aquel lugar donde Iñaki y yo nos emborrachamos a base de arak, licor de palma. Áspero y basto, aquello rascaba aunque lo hundieras como el Nautilus del capitán Nemo en un océano de zumo de naranja. Tremenda resaca. No fue hace tanto, pero si observas el local resulta que hace más de una centuria. Adiós a la tasca, bienvenido el progreso occidental de pitiminí. Desde allí, querencioso de lo que se murió, veo la vida pasar en motocicletas que siempre llegan y cruzan aceleradas por pieles blancas. Inevitablemente nos recuerdo no hace tanto tiempo, madre. Entre restaurantes que han pasado del nasi ayam (arroz con pollo), mie goreng (fideos de arros salteados con carne y verduras) y un poco de espagueti al pesto al omnipresente dim sum chino, entre casas de cambio donde el euro y el dólar quedan agazapados entre bahts tailandeses, yuanes chinos y monedas que cotizan pese a que ni reconozca su origen. Lo más lamentable, sin embargo, es que ni me quedan fuerzas para buscar un ruego de unción que purifique, hundido entre ubicuos locales de chichinabo y sometido por un calor que mortifica. De veras, madre, que jamás habríamos imaginado un lugar en Bali donde ni se pudiera imaginar, siquiera a una centena de metros de distancia, esa clorofila tropical que aquí en Ubud ha optado por despeñarse, suicidándose ante la depresiva presión de tanto artificio y pompa de raíz extraña. Minuto tras minuto, se suceden ojos entornados e incienso de sándalo que juraría me sabe más amargo que nunca. Afortunadamente, ni eso consigue distraerme del recuerdo almibarado de tu risa viendo la trompa, y consiguiente resaca, que lucimos los dos hermanos en aquel Bali que me niego a incinerar.