Mercerreyas

Otro universo en Bagan

Jueves, 24 de noviembre de 2016


Bagan
Bagan

Bagan se parte el pecho en la historia…

Bagan, en ocasiones, asemeja a leer un libro viejo… o sin leerlo, bastando solo con tenerlo entre las manos. Allí es la polvorienta estepa cuajada de templos milenarios, aquí es un mar de letras tenues sobre manchones de color azufre que lucen intensidades de más o menos, en grados de antigüedad. Allí santuarios que revelan historias de gobernantes divinos, de nombres condenados a la incomprensión, de un Dios de múltiples rasgos pero el mismo rostro; de Budas y pinturas murales que, de puro desconchado, azotan la imaginación en su sucesión infinita. Aquí, en tu memoria, es el polvo, las formas caprichosas cinceladas por el tiempo y la humedad, el crujir del arrastrar las páginas, y el olor, sobro todo el olor a centurias. ¿Quién no ha soñado olisqueando páginas?, ¿cuál es la diferencia entre leer un libro y leer su historia?, ¿cuál encierra más magia? Igual que Bagan, la misma dualidad. ¿Embriaga su razón de ser o acaso su deslome arrastrado por mil vicisitudes? En ambos casos, aunque parecidos, los templos de Bagan, las manchas gualdas de los libros incunables, son todos distintos, únicos y por ello estimables. Así, Bagan es como ese libro viejo que, en todo caso, nunca dejará de oler a fe. 
 
Si es o no una guesthouse donde me alojo es lo de menos. Si es o no acogedor y cálido tampoco importa demasiado. Recordar si tiene nombre evoca una sonrisa, en Nyaung U o en Nuevo Bagan. Porque es un tramo más allá lo que genera la empatía, la necesidad de volar. Pasear por Schweguyi, por Thatbinyu, por Dhamayangyi. O mejor, por otros centenares que incluso los lugareños se encogen de hombros, luciendo inocente sonrisa, si tratas de averiguar su nombre o su creador. Bagan se parte el pecho en la historia birmana. Sus creadores, los actores relegados al olvido, por otros lares reventaban vidas y, de regreso a este mágico lugar, construían de modo efervescente en una pura necesidad de limpiar su historial, de limpiar su karma, de hacer del Samsara, el ciclo de reencarnaciones budista, un acto de honor. Los templos se asoman a borbotones, como la sangre que brota de un certero tajo a la yugular. Más acá, más allá, todo adquiere formas que ni la imaginación más creativa puede llegar a concebir. Y todo el mar se agosta bajo un sol que resquebraja el terreno, yermo, estéril. Igual que el libro, ¿qué más da qué cuenta?, es solo su observación, el saltar de la mirada de una cuarteada cuartilla a otra. Eso es lo que atrapa. Hipnótico, desde la cima de cualquier templo, oteando un grupo tras otro, como si pasaras páginas. 
 
Con el sol que muere es pura ingravidez y melancolía. El viajero, ése al que uno puede aspirar, sueña con encontrar un lugar sin ritmo, sin prisas ni vaivenes. Todos los ingredientes que llamen a observar el interior y escribir decenas de líneas en su pura contemplación, sin un más allá de ruta que difumine y enerve el momento. Eso también es Bagan. Eso también emana de la cima de cualquier templo enlazado con el ocaso solar. Aquí puedes tirar horas sabiéndote perdido, sin ruidos ni distracciones, en un cuadro al que incluso los lugareños suman con su proverbial quietud porque la gente de Bagan, por encima de todo, sabe observar sin interrumpir. Así, cuando las horas pasan y ya solo queda penumbra, dos ojos curiosos, pero siempre mudos, velarán por llevarte de regreso a esa pensión anónima o, al menos y unas vez montes en tu bicicleta, te señalarán la ruta correcta. El largo rato que queda detrás nunca muere. Se queda por siempre anclado a la torre que osó darte sombra por momentos. La prosa, lo que lees, igual que su recuerdo, siempre alumbrará una luz a los crean en el mensaje susurrado para emprender un camino que muera en Bagan, en aquel o cualquier otro templo de los miles que lo hacen uno de los lugares más poderosos de Asia. 
 
Escrito inacabado. Ni recuerdo cuándo.

 

Regresas a Bagan y lo olvidas. Todo pasa a ser accesorio, pasa a ser un mal menor, un daño colateral. A ver: las riadas de turistas, el timo del transporte que te acerca de la estación de buses, lo sobrevalorado del hotel, lo inane del rostro más próximo y ya girado a lo comercial, ¿quiere que le lleve a un templo sin turistas?,… todo se nubla ante el decorado de ficción que te aguarda un tramo más allá. El viejo libro, por muy maleado que esté tras préstamos bibliotecarios de lectores como grupos de tour-operador, aún no se descompuso del todo, y sigue susurrando que lo tuyo está fuera de esos detalles sin importancia. Que lo busques la siguiente mañana, fuera de mapas e iconos ya impresos en la memoria.
Y tanto que lo he buscado. Y tanto que lo he encontrado. Y tanto que lo he añorado. Alquilo una bici eléctrica y navego los descascarillados caminos de tierra sin mapa ni dirección. Salgo a primera hora de la mañana, cuando el sol solo ha subido el palmo de un niño, a perderme por delirios humanos que se abren tras cortinas de polvo. Eso es lo mejor de Bagan, no saber qué te vas a encontrar aunque sí sepas que será algo alucinante, otro templo de ensueño. En uno asciendo hasta las estrellas, todos los pináculos que no derribó el terremoto a mis pies; en otro me sumerjo bajo una inmaculada imagen de Buda; a otro lo circundo mientras el vaivén emocional me arrastra por las preciosas hornacinas, por los cascotes de ladrillos que se amontonan en el suelo; y en otro asciendo hasta una plataforma que regala la mejor panorámica. Allí me siento y solo contemplo. Licencia para soñar en páginas maravillosas de ese viejo libro. Provoca cierta sensación de tristeza ver cómo las sikharas o aguijones de los templos más altos han caído por el terremoto. El de Sulamani es historia, igual que el de Ananda, Dhamayangyi también cubierto de lonas y rústicos andamios de bambú. Thatbinyu sobrevive, igual que Schweguyi un poco más allá. Naturaleza en celo que dio un buen mordisco al libro centenario. Pero sigue siendo mágico mirar hacia lo alto y encontrar otro universo, mirar hacia abajo y España hace cien años, aldeanos que avientan el grano, arados arrastrados por bueyes, eras desparramadas que fagocitan la gloria permanente de Bagan.

 

Se me han ido las horas como un batir de alas de colibrí. Regreso a Nyaung U a comer y luego deshago lo andado en busca de otros templos para la puesta de sol. Llega un momento en que la bici se queda frita (¡dichosos cacharros chinos!) y en un periquete se me acerca un birmano a echarme un cable. Llama al hotel y en quince minutos tengo otra moto eléctrica disponible. Tanto ha cambiado Myanmar en lo turístico, igual de gentil y servicial en lo social. Más templos en lontananza, nuevo polvo que masticar en mares de arena. Hoy ha sido así, igual que mañana toda vez que este libro, aunque pases mil veces la misma hoja, nunca dejará de cautivar. Buscando el porvenir tras budas en penumbra y centurias derrotadas por la fe, así se paladea este lugar. Como leer un viejo libro… o sin leerlo, bastando con tenerlo entre las manos, apenas imaginando lo probable de que su próxima página sea igual que la pretérita, asumiendo que ahí radica su mayor virtud.
Enlace al reportaje grafico.
Written by David Botas Romero
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