Mercerreyas

Choeung Ek o tiempos asesinos

Miércoles, 1 de noviembre de 2017

Choeung Ek
Choeung Ek
Resulta conmovedora la uniformidad de los rostros en Choeung Ek, otro de los Killing Fields. En calaveras se da por supuesto, huesos desnudos, pero en vivos resaltan tanto el gesto contraído como los ojos húmedos. Da igual mentón ancho o estrecho, pómulos redondeados o rectilíneos, frente prominente o hundida. Chino que occidental. Todos escuchan con atención, bajo sus auriculares, la voz que narra el tormento y la desesperación que se vivió en sitios como éste durante los cuatro años del Jemer Rojo, cuando una psicótica política de corte maoísta acabó con un cuarto de la población, asesinada por sus compatriotas. El de Choeung Ek es solo uno de los campos de exterminio, contados por centenares, que se crearon a lo largo y ancho de la, ya rebautizada, Kampuchea Democrática. Pero si es por su silencio sepulcral, pese al gentío, éste debe ser incomparable. A cada paso, en el diminuto camposanto, van brotando fosas comunes, rectángulos de tierra donde es imposible que crezca la hierba. Después aquel famoso árbol contra el que eran golpeados los bebés hasta su muerte, herencia bochornosa de especie humana. También el otro en que se colgó un altavoz que atronaba, recurso efectivo para ahogar los gritos y llantos que se sucedían a cada minuto, a cada hora, a cada día durante tres años. Sentado en banco, a la sombra y con brisa tibia, frente a la columna de calaveras que se guardan en la pagoda central del recinto, la pregunta surge sola: ¿Cómo se pudo llegar a tamaña barbarie?

Ahora cuesta creer que la población recibiera con júbilo la victoria de Pol Pot, cabecilla e ideólogo del Jemer Rojo, sobre el general Lon Nol, un dictador de poco recorrido que gobernaba el país desde su golpe de estado en 1970. Apoyado por Estados Unidos, eterno metomentodo y por entonces muy necesitado de un aliado para la guerra que libraba en Vietnam contra los comunistas norteños, fue tan sencillo como esperar a un viaje del príncipe Norodom Sihanouk a tierras extranjeras para que su esbirro se alzase con el poder, aboliese la monarquía e instaurase una nueva república. Si con Norodom Sihanouk era el Vietcong quien campaba a sus anchas por Camboya, con Lon Nol, traidor pagado por Roma, fueron los yanquis quienes establecieron bases en territorio jemer e incluso bombardearon el norte del país, a la propia población jemer, para cerrar el paso a las líneas de suministros del Vietcong. Lon Nol, al nivel de los déspotas más macabros, silbaba y miraba para otro lado de mientras.

La respuesta a esta afrenta, que bombardeo tras bombardeo se cobró la vida de seiscientos mil jemeres, fue una rabia generalizada de la población que derivó en cada vez más simpatías con el planteamiento comunista de Vietnam del Norte. En definitiva, principio de causa-efecto, el germen que parió al Jemer Rojo. Esta guerrilla de base, mal preparada y peor armada aunque contara con el soporte de un siempre efectivo Vietcong, triunfó gracias a la masa social que le daba un pueblo empobrecido y decepcionado toda vez que el sátrapa, último error fatal, arrinconó definitivamente a una monarquía que siempre había contado con el apoyo popular. Básicamente fueron los errores de Lon Nol (pacto de sumisión a Estados Unidos) y la ofensiva de Vietnam del norte (Vietcong) quienes pusieron al Jemer Rojo en el poder. Como casi siempre ha sucedido en el tablero del sudeste asiático, los poderes de terceras naciones hacen y deshacen a su antojo para escarnio de la población local. La cúpula de dirigentes del Jemer Rojo, denominada Angkar (organización en idioma jemer) y cuyos miembros contaban con buena formación académica en el extranjero ya que procedían de familias de clase media-alta, tenía vía libre para organizar su propia utopía agraria bajo el mando de Pol Pot. Paradójicamente, es algo que luego desarrollaré, sería ese mismo Vietnam comunista que ayudó a poner al mando a Pol Pot el que, cuatro años después, le apartaría.

Estamos en abril de 1975 y Phnom Penh acaba de caer en manos del Jemer Rojo. Se instaura el año cero. El pueblo victorioso se echa a la calle, presa de la felicidad y en la creencia, no hay que olvidarlo, de que Norodom Sihanouk será reinstaurado como monarca. Apenas son conscientes de la época terrible que se les avecina.

De súbito el país, de un día para otro, se hizo un ovillo y bloqueó sus fronteras, ajeno a cualquier tipo de influencia externa. Se cerraron escuelas, hospitales y fábricas. Se abolió la banca y cualquier tipo de religión fue proscrita. Toda la gente fue sacada de las ciudades, bajo el pretexto de que sería para un par de días y a apenas un par de kilómetros, en previsión de un (inventado) posible ataque aéreo. A quien se negaba, directamente asesinado y su propiedad reducida a escombros. Así comenzaban largas marchas a zonas rurales con las que el régimen pretendía devolver a Camboya a tiempos agrarios. El objetivo era hacer de sus habitantes “gente vieja” (literal) en el sentido de campesinos abnegados, siempre con la columna doblada a la tierra. O, de facto, devolver a Camboya a tiempos prehistóricos. Los niños, los enfermos y los ancianos fueron los primeros en caer, imposibilitados por el esfuerzo. A gran parte de los restantes se los llevaron por delante las enfermedades, el hambre o, en segundo plano, su propia incapacidad de sacar sustento de la tierra gracias a su origen urbanita. Nacía, de esta manera, una sociedad sin clases pretendiendo integrar, de un plumazo, a la “gente nueva” (literal), o gente de ciudad, en comunas agrícolas. Todos campesinos. El Jemer Rojo soñaba con la producción de tres toneladas de arroz por hectárea, cuando antes se limitaba a una, pero para ello anuló cualquier otra vía de ingresos en la nación. Eso, era cuestión de días, devino en una hambruna feroz que se sumaba a las inacabables jornadas de trabajo a que eran obligados los ciudadanos. Se moría la gente de hambre y aquel que cogía fruta silvestre era castigado con la muerte. El de la guadaña no daba abasto ni aunque se multiplicara, la población menguaba y lo hacía en escala infinita porque incluso la medicina occidental fue prohibida. Así de aterradora y paranoica era la Camboya del Jemer Rojo.

Solo bajo esa premisa, en ese ambiente esquizoide y genocida, cabe un lugar como Choeung Ek. Allí, como las balas escaseaban, los asesinatos en estos centros se consumaban a base de machetazos, pesticidas o cañas de bambú afiladas. En pleno delirio, incluso los hijos de los condenados eran asesinados a su vez, golpeándoles la cabeza contra el tronco de un árbol, bajo la certeza de que podrían vengar a sus padres una vez adultos. Tal era el grado de psicosis que se vivía bajo el mandato del Angkar. Camboya, condenada al ostracismo por la comunidad internacional, era un manicomio repleto de muertos en vida.

Ante tal panorama, duele el alma pasear hoy por los Killing Fields y asumir que sí, que todas esas fosas son solo un pequeño muestrario del horror que asoló este país entre 1975 y comienzos de 1979. Que por mucho que se cuente en la audio-guía es imposible hacerse una idea de lo que padeció esta sociedad en apenas cuatro años. Que, por increíble que parezca, aquí, en estos centros, solo se masacró a una pequeña parte de la población seleccionada en grupos entre los que estaban intelectuales o sospechosos de serlo, minorías étnicas (chinos, vietnamitas, chams, thais,…) o aquellos que, llevados por la desesperación, trataban de huir de las comunas agrícolas. Que, en la conciencia colectiva que nos define como especie, Choeung Ek es solo la astilla de un árbol monumental bajo cuyas ramas abochornarse o rezar en silencio. Todos lo hacemos allí, nuestro silencio y nuestras caras son la prueba, y la energía que emana de ese gesto, una descarga de energía solo comparable a lugares como los campos de exterminio nazis. Exactamente igual.

El delirio acabó de súbito no por una acción humanitaria internacional. Ni mucho menos. De no haber sido por la torpeza y el ansia expansionista del Jemer Rojo hacia el próspero delta del Mekong, también movidos por necesidad de tierra fértil ya que, como queda claro, su utopía agraria se derrumbaba, ni se sabe cuánto más habría durado la barbarie. Pol Pot cometió un terrible error el día que atacó la población vietnamita de Ba Chuc en abril de 1978. Si ya las relaciones con el oriental vecino comunista se habían deteriorado en grado sumo, aquello fue la puntilla. Vietnam, tradicional aliado pero que empezaba a tener un problema a causa de los refugiados jemeres que escapaban del horror, no lo dudó y en enero de 1979 sus tropas entraban en Phnom Penh. Los mandos del Jemer Rojo, aún con el apoyo de China, se replegaron a las zonas noroccidentales, fronterizas con Tailandia, donde sobrevivieron en forma de guerrillas hasta finales de los ochenta. Pese a sus intentos de expandirse e incluso de renunciar al comunismo, sus brazos políticos nunca volvieron a detentar un poder real en Camboya.

Desde esos años hasta ahora, palpable por vergonzante silencio cómplice internacional y una demanda de justicia por crímenes contra la humanidad que llegó, como suele suceder en esta mierda de mundo burocrático, tarde y mal, cuando algunos de los responsables peinaban canas (los tres que han pisado la trena) mientras el resto, Pol Pot incluido, ya habían fallecido de manera natural. Puede que el genocidio no haya marcado a las nuevas generaciones, pero es justo creer que la laxitud en impartir justicia y mostrar lo terrible que fue aquello, responsabilidad de nuestros gobiernos, sí que ha dejado honda huella en el desamparado pueblo jemer. Basta con sacar el tema a cualquiera de sus, pese a todo, amistosos ciudadanos.

El número de cuentas del rosario de viajeros que se acercan a visitar este tétrico lugar es inacabable. Llegan con vestidos, pamelas, pantalones cortos, chancletas, gafas de sol, con guía, sin él,… Radiantes en sus vacaciones, lucen una sonrisa que pronto se les borra, una vez que la audio-guía, como un martillo, golpea sus conciencias con cifras y detalles inasumibles para la mente humana. En ese instante el gesto se contrae en una mueca, los ojos se vitrifican, y todos los aquí presentes, en su paseo alrededor de la pagoda cadavérica, forman una danza de respeto, a cámara lenta y cabeza humillada, ante la siniestra mirada que son las cuencas vacías de nuestra memoria como especie. La plana línea labial, los ojos abiertos en fulgor, la piel fusionada con lo pétreo, mandíbula cerrada, pómulos hundidos. No se sabe en qué momento, pero sucede que salta el chispazo fugaz cuando el rostro de unos, carne, y otros, hueso, se cruza para mimetizarse. Y lo hace hasta irradiar el silencio más atronador que se pueda imaginar. Dura una décima, lo necesario, lo que se tarda en apartar la vista ante nuestro futuro perecedero. Entonces, ni antes ni después, Choeung Ek es un lugar maldito que embelesa.

Written by David Botas Romero
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