Mercerreyas

Te seguiré hasta Tomebamba (y II)

Miércoles, 14 de noviembre de 2018

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Te seguiré hasta Tomebamba (y II)

Van y vienen. Son olas que rompen en los andenes de estaciones ya desnudas de vida. Arrasan en la convicción de que tras el derribo vendrá la paz. Las sentí en Auschwitz como tsunami, en Pashupatinath como marejada, en Encarnación de Díaz como disparo. Aquí, en la calle Luís Cordero, abruman con su poderío cuando llego al punto exacto donde tu cuerpo cayó moribundo. Déjalo pasar, recomienda el escalofrío. Déjalo ir, como un fantasma de ausencia. Me miras y al diablo todo, espíritu trémulo que podría naufragar tan cerca y tan lejos. La circulación ni se escucha, solo silencio y una acera quebrada donde te reflejas caída con tu mochila azul y el pañolón anudado al cuello. 

 

Respiro profundo, espanto las olas y me veo… Antes se ha agachado alguien que se dice médico. Te desanuda el pañolón y busca pulso en tu cuello. Parece que no, dice, y eso sí que es desesperación chutada en vena, inflamando la adrenalina… Me veo partir en una ambulancia donde dos tipos te hacen masaje cardiaco. Uno quiere creer porque ve la raya que oscila en la pantalla, pero es solo el impulso de las manos sobre tu pecho. Luego, en el hospital, un gran médico que me expulsa de la sala y lo intenta hasta caer rendido. Sale extenuado, hundido. Me mira y confirma lo que ya sé. Hasta aquí, tu último aliento se quedó en mis manos. ¿Qué le puedo reprochar a la muerte si te aburriste de torearla desde Tokio hasta Iguazú? Ahora el tráfico se mueve con celeridad, la gente que me empuja, las voces que me rodean entre charlas amistosas. 

 

Curado y redimido, justo en el mismo punto del dolor hay una joyería, y dentro los crucifijos que buscaba. En plata y oro. Como si me esperaran. Y también una réplica del que me robaron junto al portátil en el hospital, cuando dejé en la puerta nuestras mochilas mientras te velaba. No lo encontré ayer rebuscando en todas las tiendas de Chordeleg pero sí aquí, tan cerca de tu recuerdo. Negocio por ellos menos por el robado. Era su destino. 

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Me antojo de unas flores y camino al mercado porque William, el de la funeraria, anda por Guayaquil. Mañana le invitaré a un café. Siempre que le evoco me surgen las situaciones vividas con él: desde tener que pagar quince dólares para los guantes y suero para la autopsia al “ojo gato”, como llamaba al forense, a tener que celebrar su tesón para repatriar tu cuerpo desde Guayaquil pese a la vergüenza ajena que provoca recordar la actitud del cónsul español de Guayaquil, otro holgazán y necio solemne que se negó hasta el final a firmar los documentos para enviar tu cuerpo a España… de hecho no lo hizo, pero William, de algún modo, envió el cuerpo. 

 

Cruzo el Parque Calderón sin dejar a Willian y su sorpresa con una autopsia que se alargaba. Va para largo, dice extrañado. Ya sé, ya. Cuando sale el “ojo gato” no da crédito mientras se quita unos guantes bermejos de sangre. Me pregunta que cuántos infartos había sufrido mi madre, que su corazón estaba infartado de cabo a rabo. Había muerto por un ictus debido a ateromas en la arteria basilar pero podría haber sido cualquier otra cosa. Casi tres horas de una autopsia que debía haber sido de hora y media. Tanto había por apuntar. ¿Cómo podía estar una persona así viajando por Ecuador?, pregunta estupefacto. Ilusión de viajar y descubrir, no hay más misterio. Solo ilusión y hambre de mundo, ¿verdad? 

 

En la catedral es una historia distinta. Hay un apartado donde hacen guardia unas señoras indígenas. Piden agua bendita, pasan la botella o garrafón a través de un cubículo, como una hornacina, y al rato se les devuelve lleno. Es agua bendita, ¿verdad?, le pregunto a la que cierra la fila. Asiente. ¿Para qué la usáis? Para ahuyentar a los demonios. Tú sabes que sí hay demonios, ¿sí? Me mira como embrujada, en trance, alzando las cejas, con unos ojos extrañamente azules que quieren saltar de sus órbitas. Como para no asentir. 

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Las flores en la catedral son una idolatría a esa muerte que siempre guarda todas las respuestas. En plena convicción he adquirido un centro en el mismo mercado que se abre a un costado del santuario. Luce espléndido en la Capilla del Santísimo Sacramento. Salgo a comprar un cirio bien gordo (“hasta dos días aguanta”, me asegura la vendedora de un modo rotundo) y lo prendo en un candelero frente a la capilla. Al salir hay una joven indigente moviendo unas maracas y haciendo como que canta. Desafina como un gato torturado, pero el estribillo de la canción es tan conocido como inolvidable lo fue en voz de Omara Portuondo. Han pasado solo cuatro años, no veinte, pero tu ausencia sigue siendo un pedazo del alma que el destino me arrancó sin piedad. Empero, vuelvo a quedarme a solas, sin fantasmas que espantar. 

 

Regreso a la calle del final, giro y me escondo en una mesa del hostal “La Cigale”, última morada aquella vez. Te tecleo mientras escucho clásicos del rocanrol americano de los setenta. A ratos la paz del Reiki de la tía Elena y a ratos la deriva del adiós. Era una necesaria historia que contar aunque a este orador, embrumado a estas alturas, le sobren lágrimas tanto como le faltan ilusiones. Ahora esperan tus poesías por pasar a limpio, cante jondo garabateado a borbotones en servilletas de papel. 

 

Para una persona como tú, que me demostraste y enseñaste con tu ejemplo que el mundo es nuestro hogar, que cada centímetro de él es propio, que cada rostro que se cruza es un hermano, ¿cómo podría dudar de regresar a Cuenca a recordarte y homenajearte? Siempre nos juramos que no se puede vivir con miedo, ¿recuerdas? Y en eso ando guiado por tu estilo todoterreno, siempre con la mochila a cuestas, siempre descontando hojas al libro de lo que se te extraña porque todos los caminos conducen a tu fantasma… 

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Pero Cuenca, cuando me voy a despedir y pese a la losa de fatiga, ya es una oda a la alegría del futuro más allá de la tromba de agua que vuelve a descargar. Encontrará mi botón un nuevo ojal en cualquier rincón del planeta. Y allí volveré a echar la vista atrás para comprobar que vienes detrás, inasequible a la fatiga. Ambos lo sabemos. Pienso en lo próximo, Irán y Uzbekistán, Brasil, China,… No en vano, ¿acaso no me asegurabas tú que, pese a las alforjas cargadas hasta las cartolas de kilómetros, quedaba aún demasiado mundo por descubrir?

Escrito por:David Botas Romero

En:http://botitasenasia.blogspot.com/

E Mail: botasmixweb@hotmail.com

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