Mercerreyas

Enhiestos minaretes, cúpulas de fantasía

Sábado, 9 de marzo de 2019

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Enhiestos minaretes, cúpulas de fantasía

Únicamente podía devolver mi corazón al camino del mundo. Resignado por derrotado, no quedaba otra alternativa que dejarme caer abrazado al olvido en el polvo del desierto, bajo la confianza plena de que Bam había sido la mecha y la explosión no tardaría en llegar. Lo ha hecho. Se llama Isfahán. Un vértice donde olvidar rencores y bañar mi alma en la puridad del viaje sin ambages ni impagables deudas emocionales. “Subiré a un avión y volverás a dejarme”, en ocasiones profetizaba con amargura. Entre cariño y dulzura, “no digas eso”, respondía cada vez. Como escribí tras la muerte de mi madre, seguramente volvió a pasar lo que tenía que pasar porque nadie escapa al destino, es solo que esta vez no como tenía que pasar. La salmodia me estaba lacerando el alma, letanía enquistada, hasta que Isfahán, la mitad del mundo, me acogió en su regazo para acunarme con mimo. 

El Yadz turístico se había agotado entre cascotes de adobe en Kharanaq y eso, un jueves al mediodía y en país musulmán tan fundamentalista como Irán, era una invitación doble a rehacer el petate y partir, aprovechar para recorrer kilómetros y hacer sendero. Todo porque en estos países la vida del bazar, comercios en general, se paraliza la tarde del jueves y gran parte del viernes, día sagrado para esta religión. Me acerqué a la estación dejando a mi espalda avenidas muertas y negocios cerrados a cal y canto. Ni un alma desfilaba por allí en la tarde de Yadz. Saqué un billete para el primer bus disponible, el último del día, y me enfundé en la noche mora, tiznada de estrellas como única compañía en carreteras cicatrizadas sobre la piel del desierto iraní. 

Todas las ciudades grandes tienen esa irritable costumbre de incomodarme y hacerme dudar de mi presencia allí. Solo lo padezco al llegar a ellas. Con las horas desaparece la angustia pero, lo mismo que las turbulencias del avión, jamás me habitúo. Con dos millones de habitantes y taxis frenéticos, Isfahán, la muy zorra, se travestía de agobio en esas horas de casi madrugada en que la alcancé. Un taxista se columpia, un notas quiere no sé qué, gentes que deambulan absortas en tristezas a tenor de su rostro,… Nada que el humo de un Winston no relativice. Un hostal caro para lo que ofrece (¿de veras que me vas a cobrar por dejarme una toalla?) y a eso de las dos de la mañana caigo redondo en el catre, ni siquiera cama. 

Entonces, resucitado, alcanzo la Plaza Real bajo un sol de justicia y el planeta vuelve a girar. Ha resultado anodino caminar por las calles desangeladas porque su homogeneidad y similitud a otras grandes urbes iraníes es manifiesta. Isfahán es gris y tosca, fea y contaminada bajo un tráfico infernal. Pero caminas en esa plaza, giras en trescientos sesenta grados, y comprendes que estás en un lugar fuera de lo común. Es tan inmensa como monumental, encajonada por arcadas de doble altura. El Palacio de Ali Qapu, junto a las mezquitas del Sha y Lotfollah, cierran su lado sur y forman un conjunto que solo es comparable al Registán de Samarcanda. Todo luce aún cerrado por ser viernes y arranco las visitas en un lugar cercano pero injustamente infravalorado. Tenlo claro, el Palacio de Hasht-Behest es fantasía pura. El tiempo ha marchitado a medias sus cuatro siglos de vida y luce esa decadente imagen de orgullo herido tan intrínseco a las maravillas de este país, azotado por calamidades políticas e históricas injerencias extranjeras en busca de sus hidrocarburos, pero de sus cúpulas de estuco coloreado incrustadas de espejos aún destellan fulgores del ayer en cada uno de sus iwanes. No hay nadie de mi raza allí dentro, solo grupos de iraníes que, fuera, celebran el día de asueto luciendo estampas bucólicas y charlas relajadas, esparcidos entre los prados que rodean al palacio. El sonido de los pasos se pierde amortiguado entre calambres en las cervicales porque, no lo dudes, Irán se disfruta de la coronilla hacia arriba. 

En Chehel Sotun la escena es similar. Jardines y un palacio central que es otro pastiche propio de cuento de hadas. Los arabescos dorados se nutren aquí de murales que ensalzan la figura de Shah Abbas, el gobernante safávida a quien Isfahán debe su belleza. Su nombre, el del palacio, hace referencia a cuarenta columnas, pero en su porche principal solo hay veinte. El truco está en el estanque frontal, donde éstas se reflejan y duplican. Los turistas iraníes a duras penas pueden ahogar sus exclamaciones de admiración bajo tamaño decorado. Y no son los únicos. Todo el artesonado, desde el porche hasta el interior, es un derroche de detalle, color y fascinación por el más mínimo detalle. Intrincados patrones geométricos que siempre se giran y reviran pero que encuentran una simetría perfecta. Sherezade o Shahriar, un velo en su mirada, es fascinación entre estas paredes. ¿Cómo no imaginar a Simbad o Alí Babá bajo tamaño espectáculo? 

De regreso a la Plaza Real los turistas locales y foráneos bullen por doquier. Husmean en rincones del bazar que se esconde en las arcadas, por todo el perímetro, o siguen a su guía. Borracho de detalles pictóricos, es hora de descubrir el poder hipnótico de las mezquitas de Isfahán, lugar que siempre gozó de artesanos de renombre y cuyo mayor esfuerzo se empeñó en alicatar, sin lugar al descanso, hasta el último milímetro de sus santuarios en característica loza azul y turquesa, colores que irremediablemente son señas de identidad de Isfahán gracias a su excepcional trabajo. 

Lotfollah es sublime. Desnuda de minaretes o patios, es diminuta pero inmensa desde el resplandor emanado de su cúpula. Vuelve la loza a palpitar en el corazón del viajero más abigarrado, lo saca de su lapidación emocional y lo transporta a un mundo de color y fábula. Es silencio puro, es una lágrima del misterio agareno que brota junto a la que se quedó en Bam para diluirla en un antídoto que me sacia. Llegan más turistas, nuevos pasos que desgastan las losetas, miradas que las celosías devuelven para compungir con saña.

 Ali Qapu es otra muesca del calibre de Chehel Sotun. Lo es hasta que subes a su sexta planta. ¿Creías haberlo visto todo? Detrás quedaron motivos florales, aves del paraíso, geométricas taraceas en madera que se resisten a la podredumbre, pero allí arriba luce otro pastiche sin mácula. Molduras de yeso, nichos huecos, primorosamente pulidos y enriquecidos con frescos ocres. Es diminuto, y es inmenso tanto en su impacto visual como emocional. Bellísimo, exclaman a coro unas sesentonas italianas que a duras penas recuperan el resuello tras tanta escalera. El guía trata en vano de captar su atención. Es inútil porque todas las miradas vuelven, una vez más, a cúpulas de filigrana, embellecidas hasta la desesperación. 

La mezquita del Shah ya me pilla con el sol en picado y con el ocaso recorro los puentes arcados sobre un río defenestrado,… Un día de ensueño en una ciudad sin parangón. Podría seguir tecleando de la historia de esa mezquita, la más monumental del país, y sus diseños, sus adornos, más y más azulejos; hasta la leyenda de su arquitecto, a quien un malhumorado Shah Abbas apremiaba para poder verla terminada antes de su muerte y, con ello, consiguió que aquél creara nuevas técnicas novedosas como azulejos de mayor tamaño para acortar el tiempo de su alicatado. O citar tantas historias de amor como leyendas recorren los arcos de esos puentes sobre un cauce que ya no existe. El río Zayandeh, otrora dador de vida, eso significa su nombre, ahora es un lecho muerto que justo sirve para provocar lástima. Inmunes a ello, las parejas siguen encontrando, al albur de sus sombras, besos furtivos. 

Otra jornada en la mitad del mundo comprendo que Isfahán musulmán enamora pero Isfahán cristiano seduce. Ha salido un día gélido y la gasa turbia de nubes chisporrotea escasas gotas de agua de tanto en tanto. Las iglesias armenias del barrio de Jolfa, reductos envalentonados, son como una droga chutada en vena, de inmediato efecto para el alma lisérgica de este aprendiz de viajero que al fin encontró en esta tierra socarrada la medida de su dosis. Sentado en un banco, Isfahán se diluye y de nuevo sucumbo. De vuelta, por una décima, al comienzo. ¿Cuánto la sigo amando? 

En un taxi vuelvo al hotel. He invertido unas horas entre tiendas de informática, el bazar de joyería y las chucherías turísticas, picando un gramo de Isfahán que se funda con mi maleta una vez que lo espiritual está copado. También irá endulzada con baklava y gaz, la tradicional golosina local, para Iñaki. Dice el conductor que le gusta la música española y me alarga un mini-jack de audio para conectar mi móvil con el radiocasete. Tiro de Youtube y sale Manolo García. En los valles me pierdo, en las carreteras duermo. Se ha echado la noche y las arterias de Isfahán se aceleran de coches sonámbulos. Es hora de partir y dejar atrás, como tantas cosas antes, a esta ciudad de fábula. No, desde luego que no sucedió como tenía que haber sido. Sigo soñando a menudo con enredarme entre sus piernas hasta hollar la cima, saborear la miel de nuestra fe, emborracharme de ella entre gemidos, pero Isfahán, la mitad del mundo, me escupe la ignominia de las amenazas, las mil vueltas de la humillación, y es tan generosa que me señala le senda hacia la otra mitad que todavía falta por descubrir. Te agarro de la mano, madre, y volvemos a empezar en el próximo bus, en el siguiente kilómetro,… justo en el punto donde rascan con suavidad pero persistencia esos enhiestos minaretes, esas cúpulas de fantasía,… justo donde nace nuestro panegírico, fusilando este texto y, con él, hasta el sabor de su sexo.

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Escrito por David Botas

En:http://botitasenasia.blogspot.com/

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