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Día 83: Phetchaburi o la encomiable virtud de perseverar

Domingo 1 de Diciembre de 2019

Día 83: Phetchaburi o la encomiable virtud de perseverar

“Era uno de esos lugares imposibles de olvidar a corto plazo, y el Rey había evidenciado su buen gusto a la hora de elegir tal localización para construir su palacio. Ningún ser humano puede llegar a ser menos poético o imaginativo que los indochinos. Sus corazones nunca parece que puedan expandirse hasta los geniales rayos del sol y, sin embargo, deben tener alguna manera especial de apreciar este precioso escenario ya que siempre se las apañan para construir sus pagodas y palacios en los mejores lugares.”

 Henry Mouhot de paso por Phetchaburi. Escrito en 1858 y 1860. Extraído de “Tremula Pagoda, Corazón Esmeralda”


“A la altura de Phetchaburi ha dejado de llover y dudo. Por la ventana se ven casitas de baja altura y gentes que ya han arrancado el día. Parece un pueblo más. No lo tenía pensado, ni mucho menos, solo sentí que igual era buena idea parar allí. Es la magia que da el viajar solo y sin reloj. Siempre será cuándo y cómo tú lo quieras. Es un destino que me agradaría conocer. Algo había leído sobre su significado histórico, y poder navegar por su esencia y alternar un rato con sus vecinos de repente se me antojaba la mejor idea. Agarro la mochila pero sigo dudando: Bangkok o Phetchaburi. Saco una moneda de 50 sen, medio ringgit. A eso y un par de billetes de un ringgit asciende todo mi capital. La moneda ya no tiene más utilidad que la de sellar mi destino y la lanzo al aire. El hibisco es el pueblo, la media luna es la capital, pienso mientras ésta gira en el aire. Bota sobre el suelo con un hueco sonido metálico y me agacho a ver qué será de mí. Sale hibisco, y me sonrío porque acabo de llegar a mi destino. En el fondo creo que era lo que más me apetecía. Agarro la maleta, salto, y me quedo observando unos minutos, desde el andén, el partir del tren. Emocionado y agradecido, lo veo perderse en el horizonte de ese modo en que solo se puede mirar a los trenes que insuflan vida o mujeres que regalan placer. El expreso 36 se pira a Bangkok con una moneda de 50 sen tirada en el suelo del vagón diez, abandonada allí porque ya marcó mi ruta. Si hubiera salido la media luna, Bangkok, yo aún seguiría dentro y la moneda, con toda certeza, hubiera regresado a mi bolsillo.”

Octubre de 2012 


“Templos soberbios con detalles en estuco, templos ondulados repletos de murales y nostalgia, templos de tejados níveos y chofas reviradas, templos de época jemer y corroída piedra laterita,… Templos y más templos. Phetchaburi es una ciudad desbalagada y fea en ocasiones, pero la calidad y cantidad de sus santuarios obliga al viajero a juzgarla con benevolencia porque sabe qué tesoros se esconden aquí. Ya me pareció una mina años atrás y estos días me lo ha confirmado.

”Diciembre de 2017 


A mí, lo afirmo con rotundidad, Phetchaburi me tiene conquistado por la sencilla razón de no tener nada aparente y, sin embargo, todo un mundo de belleza en estuco o murales que se desprende de la proa de sus barcos, brillantes en su calafateado, esperando con ansiedad a desplegar velas. No. No hay barcos, pero sí templos delicados de líneas curvas, levantadas en los extremos, que asemejan un navío presto a zarpar.

 
Hemos llegado a un templo insólito. Lo vigilan unas perras de camada recién parida y, por consiguiente, malas pulgas con todo aquello cuyo olfato no se asocie a vaharadas de incienso purgadas de la túnica de un monje. Lo recuerdo. Tiempo atrás tuve la fortuna de que me lo abriera un novicio que, acaso, se apiadó de mí. Las recién paridas ladran y los cachorros se enzarzan en juegos de mordiscos leves. Está cerrado, el candado sobresale de una hembrilla que guarda un eslabón de cadena gruesa, oxidada. Arrecian los ladridos. Y no es mala señal porque eso advierte a los monjes de visita extraña. “Espera”, le digo a mi hermano. “La llave no estará lejos”, dice Roberto. “El viejo guardaba la de la granja cerca de la puerta”, remata de seguido, sacándome una sonrisa. Aparece un monje. Que si podemos ver el interior, le pido en tailandés de voz baja tras hacerle un reverencial wai. Se le ilumina el rostro y me dice algo en tailandés señalando al frente. “Perdona. No entiendo”, en tailandés. Echa andar delante nuestro, se para a diez metros de templo, frente a un frangipani tan florido como fragante, y coge una llave herrumbrosa que cuelga de un clavo que sobresale del tronco del árbol. “Como el viejo”, repite Roberto. Chirría el portón de teca y el abad gira un grueso interruptor para encender una luz, luego otra, y después se afana en correr el eslabón que sella las dos puertas traseras para darnos un mínimo de luz. Fantástico. Tampoco es necesario citar su nombre. Después vendrá Wat Mahathat y sus intachables frontispicios trabajados en estuco, dos guirnaldas reverenciales de jazmín y rosa, en honor a nuestros padres, y un prang de estilo jemer que deslumbre bajo el dorado de los budas en sus hornacinas. No importa. Phetchaburi, Tailandia en esencia, ya se había desplegado antes, suspendido de una plumería, con forma de óxido y abracadabra. Como tantas otras veces antes…

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias