Mercerreyas

Anclados en el pasado

Lunes, 21 de octubre de 2013

anclado al pasado
 
anclados en el pasado

En todo caso Shanghai no deja de ser una ciudad gris y abrumadora, con su pecado capital llamado frenesí desmedido. Eso es algo que se percibe nada más salir del aeropuerto, y no porque exista una parada de metro -que también- sino porque dentro de éste todo se reduce a un cementerio de elefantes, un cúmulo de espectros que teclean rápidos en sus móviles, ajenos a quienes les rodean y de los que solo se percibe su presencia por algún que otro estornudo ocasional. El metro en Shanghai es, al igual que en cualquier otra ciudad desbocada en sus parámetros, la nada. Pura practicidad, cero de humanismo. No hay ni cruces de miradas. Démosle las gracias a que ahora somos muy modernos y evolucionados (teléfonos móviles y eso). Acaso casaría mejor dar el pésame. Al llegar a la pensión el asunto cambia porque soy de los afirman que el reencuentro, el volver a revivir las vivencias, permite que un sitio y sus gentes sigan vivos en la memoria. Y el Utels de la calle Wuning para mí representaba eso tres años después. Seguía incluso la misma tipa borde detrás del mostrador, los mismos caros precios de habitación y cerveza, el mismo Wi-Fi renqueante e incluso la misma habitación y baño, ya no tan impecable tras treinta y seis meses de trote mochilero. Se había pirado, eso sí, el ambiente de jolgorio y buen rollo de los pasados días. Y tampoco veía por ningún lado al joven portugués que me invitaba, en buena onda, a la Exposición Universal porque le sobraba una entrada de las que le había regalado su jefe, allá en Changsa donde curraba. Aquella época de 2010 era plena Semana Dorada de Octubre, las vacaciones anuales que suelen disfrutar casi todos los chinos del uno al siete de dicho mes. Y esto era un hervidero de chavales, muchos de ellos dispersos por el cuero infinito que es la tierra Han, expatriados siguiendo programas de intercambio estudiantiles o prácticas laborales quienes aprovechaban los días de asueto para conocer un poco mejor a la niña mimada del imperio heredado de Mao: Shanghai. Ahora aquello era historia marchita, el billar y el futbolín palidecen amuermados y las botellas de cerveza Tsingtao, por aquel entonces escasas, se amontonan en la nevera. Igual que una cuadrilla de gatos salidos de Dios sabe dónde que se dedican a retozar en el porche de entrada. Una pareja haciéndose arrumacos por aquí, unos pocos yanquis por allá y un tipo ojeroso de pura somnolencia que se dedica a terminar de teclear este breve apunte al tiempo que trata de recordar cómo se saltó la jodida censura internauta china para poder publicar en su propio blog la última vez. Y es que, desafortunadamente, no es solo la pensión lo único que sigue anclado al pasado en estas tierras.

 

Todo el paisaje, al día siguiente, rezuma a industrial en mi camino a Xitang. Centenares de canales se abren plagados de millones de jacintos de agua que se arremolinan en las riberas ante el paso constante de transbordadores. Se avienen a la desesperación las aguas que se han teñido de un color parduzco, como el cieno, ante las arcadas de vómito que deben generar las factorías adivinables tras altas torres de ladrillo ocre y que vienen a morir en sus cuencas. Y hasta el reflejo del sol que se filtra en la bruma se pierde en su deceso, renegrido y sin resplandores, a través del líquido elemento. Pero Xitang es otra historia porque es poderoso. Aún caben en sus entrañas ecos olvidados de la China soñada, la misma fagocitada por esa era industrial que aquí ha estallado para reventar con sus esquirlas de acero y hormigón todo lo alcanzable a la vista, yermo desde entonces. Las casas de doble altura, con típicas fachadas de un encalado venido a gris, se adornan con linternas rojizas que cuelgan de balcones en saledizo, primorosamente labrados en madera, y el océano de tejas oscuras se suma a la panorámica para hacer ver al viajero que todo el envoltorio que le rodea puede suponer una bocanada de esa autenticidad borrada de un plumazo en Shanghai tiempo ha. Incluso las gentes son capaces, pese al carácter comercial del lugar, de mirar a los ojos y sonreír. Las barcazas para transporte del arroz de antaño -ahora turistas- siguen revestidas de unos techos fabricados con tiras de bambú, enmarcados con medias cañas, impulsadas por un remo único que sobresale en la popa y se agita suavemente de un lado a otro, como la cola de un perro que te saluda recién desperezado; otros pocos aldeanos surcan los canales, ora arriba, ora abajo, mientras dan lustre al lugar recogiendo jacintos de agua, ramas y demás porquería de origen humano. Aquello se va llenando a medida que va corriendo la mañana de seres que ríen, se fotografían y, sobre todo, compran. Porque, por si alguien no te lo ha contado, los chinos no inventaron el capitalismo, pero sí son los que más se aproximan a su estereotipo social. Caminar al sur y el placer de lo rústico preservado en jardines diminutos o museos no mucho mayores, caminar al norte y un montón de bares de tragos y karaoke… Una cerveza, ¿cincuenta yuanes? “Quizás en otra vida, majete” le digo al tipo dándole la espalda y encaminándome a la salida mientras éste me susurra que me da dos por sesenta. Hacía arriba cuesta diez el medio litro, no hay más que hablar. Y ya solo esperar la noche en un tugurio donde una anciana prepara arroz para hervir y dos aldeanos toman té verde. Buscaría luego un sitio para dormir, a primera hora de la tarde quedaba demasiada gente como para sacar un sitio por unos pocos euros. A medida que se esconda la luz y se difuminen los turistas,  lo harán con ellos las esperanzas de los hosteleros y entonces será un buen momento para husmear y seguir callejeando. No en vano era la noche, la calma, lo que me había traído a Xitang. La abuela aún seguía en cuclillas, robando de un saco gigante unos cuencos de arroz que eran vertidos en grandes ollas humeantes. Y es que, afortunadamente, esta tasca al igual que otras muchas no olvidadas, da la sensación de seguir anclada al pasado en estas tierras.

 

Dicen que todos los nacidos bajo el signo zodiacal del escorpión aman la noche y también el agua. Debe ser verdad, especialmente si ésta se vive en Xitang. La famosa calle con la galería cubierta alebrada al canal, la misma que hacía unas horas veía un tránsito incesante de turistas, aparecía ahora como un fantasma de sábana azabache y remates en bermejas guirnaldas que resbalaban por balcones y los portones de madera de los comercios para caer en un reflejo al cauce de los canales. Lucía precioso el lugar: precioso por bicolor, precioso por simétrico, precioso por su silencio, precioso por el rítmico vaivén de los faroles, precioso por el suave rumor del viento que agitaba las ramas como lágrimas de los sauces. Debe haber pocas cosas comparables en belleza rural a una relajada noche de lunes de Octubre en Xitang. Pero no llega al nivel de Zhenyuan, algo le falta. ¿Sería la chica que me acompañaba en el transitar por aquella localidad olvidada en Guizhou? Miro hacía dentro, suspiro, y pienso que lo único realmente cierto es que, para bien o para mal, en ocasiones incluso yo tengo la sensación de seguir anclado al pasado en estas tierras.

 

P.D. A ver si puedo subir unas fotos y explicar las vueltas que he tenido que dar para salvar el jodido cortafuegos chino. De pruebas…

 

 

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