Mercerreyas

Bangkok W.I.P.

Jueves, 30 de mayo de 2013

Khao San

 

 

 

Khao San

Es como abrir un libro de Murakami. Uno llega, coge el libro y arranca bruscamente en la página ciento veinte, y lee… y después, abrumado, lo cierra de golpe. Nadie puede leer a Murakami, en realidad es él quien te lee a ti. El péndulo oscila de la vergüenza y la rabia a la redención y el amor, pasando por la ternura, la comprensión infinita, la sinrazón y el odio. Nadie puede leer a Murakami. Sin embargo, unos minutos después, repites la acción… y, por supuesto, el cúmulo de sensaciones vuelve a brotar. Bangkok, entonces, es como abrir un libro de Murakami. ¿Quién no ama u odia a Murakami? ¿Quién no ama u odia Bangkok?

A ver cómo lo explico… Porque Bangkok, este Bangkok, tiene ese estigma que jamás ha de poder ser desprendido. Uno de decadencia y zafias faltas de estilo. De emociones de a millón el gramo. Ha sido vilipendiada y humillada por muchos, abandonada a su suerte y azotada por una incomprensión propia de barra de bar en horas alegres. Nunca se dudo en afirmar que, en lo relativo a barrios rojos, nunca llegaría a aproximarse a la altura de la Shanghai más proxeneta. Bangkok era más miserable. Y casi tenían razón, casi. Pero, volviendo a Murakami, no debes olvidar que tu percepción es solo la magia creada por un gran escritor. Si llegas al fondo, si asumes que nada más eres un juguete en manos de la ciudad, entonces, como pasa con el escritor japonés, puedes llegar a disfrutar o, mejor aún, leer “Tokio Blues” de un tirón para terminar exclamando alborozado: ¡¡¡guauuuuuu!!!! Para Bangkok jamás dejarás de ser algo insignificante, tú y tus sentimientos que brotan de las entrañas. Cuánto antes lo asumas, antes podrás leerlo de cabo a rabo sin necesidad de abandonar sus arterias en apenas veinticuatro horas…. O un par de párrafos.
Todos estos pensamientos rondan mi cabeza mientras atravesamos un paisaje de bucólicos arrozales enfangados salpicados por hileras de chozas que, en primer plano, resumen la razón de ser de aquellos. Pero yo ni los miro, absorto en mis pensamientos sobre Bangkok, temeroso de esa fama que no por tópica, y por ello despreciable, me acongoje un poco menos aunque se desaten por doquier, en mi memoria, experiencias y anécdotas agradables vividas en muchas de sus calles, a ras de suelo. Jamás viví la ciudad en horizontal, no era mi fe, ni mi motivación allí.
Confío en esas experiencias previas y sé que debo tratar de lidiar los días en un gigante de hormigón que abruma y acelera la respiración, que podría resumirse en mil epítetos pero nunca en solo una docena. Tanto abarca Bangkok.
Conocida como Krung Thep en idioma Thai, cuando bajo del bus en la estación norte, el primer impulso es de vómito. La terminal siga enclaustrada en esa bruma tóxica desprendida de centenares de tubos de escape de buses llegados desde, o partidos hacia. Es ese tipo de polución negruzca que se pega a la piel y amenaza con no abandonarte en todo tu tiempo por la ciudad. La camiseta se pega a la piel haciéndose uno y todo se vuelve pegajoso en ti, tal cual si hubieses caído en un gigantesco tarro de miel. Esa es la bienvenida que Bangkok regala, mas luego un taxi desde la estación supone una balsa de aceite, de frescura y resoplidos, ante el infierno dejado atrás. De allí a la pensión, situada en el barrio de Inthamara, apenas un paso y ni un par de euros en el taxímetro.
Un día en Bangkok decidí pasarme por la zona de Khao San, la famosa calle cercana al parque Sanam Luang y al precioso conjunto de Palacio Real y el Templo del Buda Esmeralda. Es también el reducto mochilero por antonomasia. Seguramente el más conocido del mundo. Camino de allí recordaba que en el expreso 36, antes de bajarme en Phetchaburi, había un tipo joven tocado con un panamá blanco absurdo y cola de caballo. El chaval explicaba a un orondo inglés sentado frente a él, y que pisaba tierra Thai por primera vez, los tejemanejes de la sociedad Thai. No dejaba de desmadejar las excelencias del área de Khao San, de lo ecléctico y rico del ambiente o de la fantástica comida que se servía en la calle citada ya que, no en vano, el había pasado decenas de veces por allí. El tipo se las daba de entendido por haber vivido largas temporadas en tierra siamesa pero, como tristemente suele ser costumbre en muchos expatriados, cuando pasaba la chica venida del vagón restaurante,  con la comida u ofreciendo bebida, él solo alzaba la voz para decir gracias en Thai. Y ni una palabra más en esa lengua. Ni tan siquiera el “mai aow” (no quiero) que se aprende apenas unas horas salido del aeropuerto. Era todo muy sintomático porque tenía toda la pinta de, como tantos otros, haber compartido boca y saliva con mujeres Thai pero no idioma. Lo curioso es que el redondo inglés, tipo ya de vuelta de todo, en un momento dado le inquirió, alargando el cuello y de ese modo discreto y en voz baja que solo saben usar los ingleses, por las prostitutas. Él había oído mucho y quería saber si había algo de cierto en ello. El tipo, que llevaba varias cervezas y acaso por ello franco y de lengua suelta como pocos, no disimulaba, y explicaba al de la cola de caballo que se sentía solo y que no le importaría probar pero, ¿cómo funcionaba el asunto en Tailandia? Yo, escribiendo mi tema aun oyendo en la distancia, ya sabía la respuesta. “Mil duros a que el idiota del sombrero le manda a la calle Sukhumvit y le dice que la tarifa por un par de horas son dos mil baht (unos cincuenta euros)” pensé sin dejar de garabatear, “a todos los expatriados les meten las gomas por ahí”. Dejé de escribir, me centré en la escena porque había que darle un poco de ambiente de redoble de tambores al asunto, y les miré descaradamente, con fingido interés. El del panamá se hizo cargo de la situación, montó un teatrillo mesándose el cabello con parsimonia, se ajusto la camiseta y, asegurándose que todos en el vagón le oíamos y prestábamos atención, empezó a hablar de la calle Sukhumvit, de Soi Nana y Soi Cowboy que están perpendiculares en Sukhumvit y de que, lo negociase como lo negociase, de dos mil baht por un polvo facturado en un par de horas ni Cristo le libraba.
Iba meditabundo sentado en el bus, pensando en las calles Sukhumvit y Khao San, pensando en que todos tendemos a errar, a llamar con este nombre genérico de Khao San a esas zonas ubicuas y sórdidas de Asia, plagadas de supuestos mochileros y pensiones decrépitas cuando, en realidad, lo justo sería llamarlo Paharganj o Main Bazar. De hecho fue allí, en aquel reducto de Delhi cercano a la estación principal de trenes, donde se dio origen al concepto de barrio plagado de jóvenes hippies buscando un sentido a su vida y conviviendo en armonía, sin fondos pero con mucho tiempo por delante. Ellos hicieron del Paharganj un hogar, una identidad y un modelo de convivencia, un lugar donde el aspecto comercial resultara residual y otros valores más humanos crecieran poderosos. Ellos crearon el modelo imitado en Khao San cuando este área solo era un pequeño mercado de arroz. Porque lo cierto, ahondando en este tema, es que Khao San fue una derivación de gente que ya no encontraba su maná en tierras hindúes, y que abrió fronteras asociándose en tierra tailandesa en esta famosa calle. Eso, como me decía un conocido con muchas millas en la capital Thai, fue antes, ya no más, ya no más paz y amor, ahora manda el dólar y el estómago caliente, ahora es todo negocio en Khao San. Entonces, hace unas décadas, creció y creció, aglutinaba alojamiento barato y comida asequible, y era un buen lugar para retozar y dejar pasar tantas horas muertas que aparecen cuando no se tiene otro objetivo en la vida que el de vivir. Este tipo de gente generó la magia del lugar.
A día de hoy, en serio, alguien debería hacer un estudio sobre la cantidad de idiotas y situaciones estúpidas que uno puede encontrar por toda la zona. Daría para una tesis doctoral. Porque lo peor es que en origen era Khao San, pero ahora es toda la periferia, desde Soi Rambutri a Phra Athit. Todo el barrio de Banglamphu parece orbitar sobre esta calle. Todo está sometido a la ley del dólar personificado ya no en veinteañeros, sino en gente de todas las edades que uno pueda imaginar. Todo visitante en la ciudad desea conocerlo. Lo increíble es que se ha puesto de moda pese a que toda esa gente que acude pervierte su sentido original. Khao San era lo que era porque ellos y sus carteras no existían, ahora ellos existen en Khao San y es la zona la que, con ello, ha perdido su esencia, la que ha dejado de latir. La paradoja, si no fuera tan sangrante, hasta tendría su gracia. La han travestido, y ella, la calle al abrigo del dólar, se ha amoldado a esos nuevos vecinos, por decirlo de algún modo.
Y todos los fulanos allí reunidos, resoplando, escuchando algo tan tailandés como el reggae, babeando ante los cutres platos de supuesta comida Thai como si fueran objetos interestelares, pagando cinco lo que vale dos, posando y dando botecitos de alegría porque van a hacerse unas trenzas. Algo puramente Thai, ¿alguien lo duda? Agencias de viajes donde te pegan el palo a la mínima, buses exclusivos para extranjeros en los que Tailandia se diluye a través de la ventanilla, a cien kilómetros por hora, precios inflados, comida vomitiva, hedores nauseabundos… ¿One more, sir? (¿una más, señor?) y, como dices que no, el tipo que hace de camarero se te queda al lado como desafiante, como si le jodiera tu presencia. “Coño, pero si he pedido la cerveza hace cinco minutos. ¿Hay un límite de tiempo para soplar aquí o qué demonios?” pienso resignado.
En el fondo creo que es una suerte, que es mejor así. Veinteañeros deseosos de juerga para los que Tailandia es solo la excusa, expatriados al borde del infarto, sudorosos e inflados, deseosos de buen tiempo para los que Tailandia es solo la excusa, cincuentones que desfilan con la doña fotografiando todo como si la calle, fea de solemnidad, fuera un museo, deseosos de de comprar trapitos y para los que Tailandia es solo la excusa, omnipresentes tipos de ojos lascivos, buscadores y deseosos de polvo en jovencitas o, lo peor, jovencitos Thai y para los que Tailandia es solo la excusa… todos ellos podrían estar reventándome el viaje si les diera por menearse un poco a esas áreas donde Tailandia se hace cultura y población. Mejor dejarles en este teatro de sombras llamado Khao San, en ese puro artificio, en ese decorado hecho para ellos, a la imagen y semejanza de sus deseos y de su concepto de Tailandia.
Así que uno, agradecido, va, observa el zoo humano que es Khao San, esboza una sonrisa, se acuerda de la madre del camarero de la cerveza, y se pira, suspirando, al hogar donde habita, no vaya a ser que se le olvide qué le agrada y le llena. Y que siga así por muchos años, a ver si va a resultar que les empieza a dar por pensar, a todos esos tipos, que hay otra vida y otro horizonte unos kilómetros más allá.
Volví a la pensión sin más ilusión que la de partir pronto a la estación de Mochit y coger un bus a otro de esos lugares, etiquetados como ninguna parte, que tanto me aportan, que me diera razón para desgarrar otros párrafos más amenos. Cualquiera rincón perdido de esos que salen con letra casi ilegible en los mapas. Rumbo a Kamphaeng Phet.
El reloj no marcaba aún las seis de la mañana cuando salí para la estación norte, Mochit, cruzándome con las ubicuas mujeres del cuero negro, montadas en su scooter, que regresaban de algún servicio. No lo dudes, Bangkok luce, pleno de frenesí, entre humos de escape cuando todavía no ha madrugado el sol, aunque solo sea porque el sexo débil da razón a este paraíso aparente, tan vacio y hueco. No había chicas de ayer de Nacha Pop, ni princesas de Sabina entre ellas; solo la ambición y el dinero fácil que había hecho mella en sus preciosos y sonrientes rostros. Flores nocturnas que las cantaba Silvio. Flores de azahar ensartadas en guirnaldas sin fe, y brotes de sábanas alimentadas de sobras del amor. Pálidas flores desechables, frutos del antojo de bolsillos agradecidos. “Cincuenta euros bien ganados en la calle Sukhumvit, imagino. Tan fáciles resultan un inglés con sobrepeso y un idiota con Panamá y pelo recogido en cola de caballo”, pienso circunspecto.
La estación me abriga sin tapujos, como lo que es, ese reducto sudoroso de la sociedad Thai, ese crisol desvencijado que ya vivió sus años de gloria. Ahora se asemeja a algo que amenaza derribo pero, pese a todo, sigue siendo el centro de transportes del norte de la capital. Salté del taxi como escupido por un resorte y al cabo de quince minutos salía escopetado, engullido en un asiento de tercera, rumbo a mi próximo destino. Partí tarareando una melodía, deseando que ojala jamás nadie igualara a la rubia del tema de Antonio Vega, ni tampoco la clase de aquellas chicas que se me cruzaron forradas de piel, y que no eran de ayer, ni tan siquiera de hacía un rato, sino de hacía ya una eternidad. Tantos eran mis deseos de abandonar Bangkok que ya ni recordaba sus rostros ni su pelo al viento. Fuera, empezaba a llover con furia.

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