Sabado,29 de junio de 2013
Igual me faltaba hablar de Budapest, de su atmósfera tóxica. Y no necesito describir a fondo lo diurno, aunque podría. Es entonces una ciudad sucia y melancólica, especialmente por el área de Keleti, de la estación central de tren. Abarrotada de jóvenes yanquis, turistas chinos o europeos y carcomida por una fama que no luce por ningún rincón. Otro esqueje más del sinsentido de rutas turísticas. La ruta del biberón me atrevería a decir en contraposición a la ruta del pancake asiática: todo a reventar de jóvenes yanquis, europeos, japoneses, chinos… imberbes deseosos de chupar, de tomar tragos hasta perder el control. En todo caso esta Budapest nunca llegará al nivel de Bucarest, porque aquella es adorable en su decrepitud, en su nostalgia, hasta en la herrumbre de lo que fue y ya nunca jamás será, en sus fachadas decrépitas que alumbran bajo cascotes una intensidad que desarbola la imaginación. Budapest, bajo un manto plomizo agitando lluvia esporádica a finales de Junio, se forra de transeúntes deseosos de algo que aquí se cuenta por cuentagotas, de hitos históricos pobres y solo encalados por esa otra madre llamada Danubio. Si borras eso, un simple plumazo, te queda un juguete roto que sirve de, como decía, biberón para infantes de teta desterrados por capricho o necedad.