Mercerreyas

Ayeres de hoy, certezas para la eternidad

Sábado, 30 de abril de 2016

 Yogyakarta

 Yogyakarta

Yogyakarta al filo de un cristal…

Un vuelo cancelado por India, un hotel inesperado. Un vuelo perdido en Malasia, otro catre no imaginado. Horas y horas de aeropuerto, de colas de espera, de subes y bajas, de preguntas sin respuesta, intactas y demoledoras. Los aeropuertos asiáticos nunca son lugares de etiqueta, de urgencias o prisas, incluso menos de remedios. La melancolía se forjó para ellos de tal modo que, sin amapolas ni caricias al corazón, uno acaba por sentirse convidado a bañarse en ella, hablando a solas en la madrugada de desesperación. Parpadeas a ratos, deseoso de un vivir que se ha pausado de repente, que dormita en una cola de emigración que luego es inmigración. Lo haces una y otra vez, sin hastío o recompensa.

 

Y en última instancia, mucho más tarde de lo esperado, Yogyakarta al filo de un cristal, en el brocal. Almidonada y cristalina tela de bruma que promete arrozales en bancada y palmeras mecidas por la brisa. Igual un poco de fideos de arroz con pollo, o ese mismo arroz granulado y salpicado de mil condimentos. Me ajusto el cinturón de seguridad y resoplo tan emocionado que puedo imaginar el rocío que mañana volverá a reventar sobre las ventanillas de un bus cualquiera, cuando el sol de Java vuelva, poderoso, a recordarme que siempre acaba por llegar un momento en que puedes devorar los límites que él mancha con sus rayos, que fundirme en sus entrañas era un motivo suficiente de cicatriz. No acaban de dar las once y media, y vuelvo a inspirar con fuerza, y vuelvo a echar la mirada afuera, y vuelvo a maldecirme por todo lo que no te conozco y ya no te conoceré. Te he echado tanto de menos, reino de miles de islas y corales aún por marchitar.

 

Pues, más bien, te puedes dar por bien jodido. Así de claro. Hablo de la felicidad de muchos turistas cuando, nada más pisar lo que promete hogar, ven cómo una pareja de gatitos sale a restregarse contra su pernera. Encantados se quedan, oye. El problema, cuando en horas de casi madrugada solo queda en vela un idiota que se dedica a teclear anhelando una fresca que se hace de derogar o pasa de refilón, es que los gatos aquí, en Asia, están para lo que están: para ventilarse a los ratones. Y en esta pensión de Yogyakarta, a tenor del sonoro festín que se están dando, abundan. Membrete de desidia al arroparme bajo unas sábanas tan sucias como ásperas.

 

Luego hay otros detalles del antro que me dejan perplejo. Por ejemplo, tener un baño exterior sin paredes pero con cuatro cañas de bambú mal trenzadas. O no tener más que cal por decoración. O tener la madre patria de un millón de mosquitos sobre una manta de cartón. Y lo mejor, estar pagando quince pavos por algo que nunca podría pasar de cinco en ningún rincón del sudeste asiático. Todo, abracadabra, porque existe una charca con aspecto de piscina en la que chapotean adultos y no tan adultos. De resultas, si has cometido el error de fiarte por una vez de reseñas turísticas y, por supuesto, no puedes cancelar la reserva porque el dueño del antro sabe que esto es lo que haría el noventa y nueve por ciento de viajeros en su sano juicio una vez viera el lugar, y en consecuencia ya te ha obligado a pagar por adelantado, no te quedan más arrestos que comértelo con sopas y prometerte no ser tan estúpido para la próxima. Asumir que se ha hecho realidad aquello de que Indonesia, en sus puntos más emblemáticos como puede ser Yogyakarta, ya apuntaba a territorio quemado cuando lo visitaste por primera vez hace casi diez años. No dirás que no comentamos entonces, madre, que este lugar era demasiada proposición como para impedir que los caimanes expatriados buscaran un yugo con que uncir a los de la mochila. Que los aspirantes a artistas como triles precisan de temporales escenarios como éste para poner sus huevos de codicia. Impera una vez más, sin embargo, el deseo de sobrevivir al trance, obligado por celos de unos templos magníficos por conocidos que esperan solo a unas coordenadas bien cercanas.

 

Supongo que es en ese punto cuando Borobudur se hace frontera de pasión, ente ajeno a centurias o inviernos. Ha de ser de ese modo, desabrigado de errores novicios, porque deslumbra bajo un millón de bajorrelieves en los que, pese al paso y peso de herencias, aún se adivinan rasgos faciales que oscilan desde el desenfreno hasta la muerte violenta. Dicen que Borobudur es un mandala gigante, pero en realidad es algo más mundano; es un cómic de Mahabharata y Ramayana cincelados en roca volcánica, y sus precursores, fueran quienes fueran, una suerte de devotos budistas que fraguaron su firma en las decenas de figuras del iluminado que gobiernan el lugar, bien desde hornacinas repujadas o bien atrapados bajo estupas taladradas. Una tarta modelada en piedra, con guindas como glorificados seres de ojos trémulos que no se impresionan pese al maravilloso decorado natural que les circunda. El resto, comidilla de guías de papel, de carne y hueso, o carteles bilingües.

 

Y luego estaba Stephanie, brincando y regalando alegría imberbe. Un torbellino de felicidad e inocencia. Apareció en la estación de bus, preguntándome si iba a Borobudur. ¿Y por qué no hacerlo en un tour? Me gusta viajar en buses locales, aduce. Son un infierno, replico raudo, además sale más caro y se pierde mucho tiempo, pero iremos juntos. Sus ojos eran pura determinación, una proa virada a la convicción, espantados de huecos de oportunismo. ¿Un alter ego rubio y de ojos azules? Suyas eran, juveniles, veintitrés primaveras de fragilidad e ilusión infantil. Ante alguien de tono oscuro, sanguinario, su presencia era un canto nuevo para un deseo de mudez. Y luego cosas de su razón de ser cuando, en pleno apogeo de templo inmortal, hastiada de que todo el mundo le reclamase para una foto, me pide ir a ver una iglesia con forma de pollo que queda cerca. Si no hubiera vivido tanto, casi que me sorprendería. De ella y del sudeste asiático, nada de nada. Era una conversación con nuevos horizontes, tan intensa que la acabé invitando a cenar. En el intervalo deseos de bondad. Como médico, de trabajar un par de años en cualquier lugar donde pagar sus angustias humanas antes de asentarse y formar una familia. Lo va a lograr. No sé dónde ni cuándo, pero no tengo ni la más mínima duda. Quién pillara su ansia de futuro, quién pudiera. Lo que daría por volver a tener su edad, por revivir lo marchito. Ojos hechizados, pozos azules capaces de soltar el mundo a cambio de resplandeciente promesa. ¿Volverías a hacerlo? Y el deseo hasta tocar la majadería se desborda, se hace garra en los míos, casi encharcados. ¿Por qué me invitas?, preguntó tras el silencio húmedo. Porque es el karma, respondí, y cuando tú tengas mi edad y hayas viajado por Asia tanto como para comprenderla harás lo mismo. Porque entenderás que así es aquí la cultura. Y sabrás aceptar tanto que te inviten como invitar, igual a como la espuma viene y va. Refulgían sus ojos en la despedida. ¿Quién desea más?

 

Quiero creer que llegó porque tenía que llegar, porque no hay azares o veletas en esta vida que tanto obliga a sobrellevar. Lo hizo para trinarme cuánto había perdido, y para recordarme que nadie podría ser tan estúpido de perder lo que la vida me estaba regalando, que nada podría aliviarlo. Me planteaba con su inocencia que ya no soy quien fui, a qué mundo sin patria estaba dejando de pertenecer, a quién me debía en cuerpo y alma cuando mis deseos ya fueron colmados. Me mostró quién era mi testamento deseado, testaferro de mi corazón a doce mil kilómetros de distancia, y que un día futuro regresar a Borobudur, bien pensado y presa de su aliento, sería lo de menos. Idéntica suerte, compañera, ojalá algún día te duela el amor tanto como a mí, me quedé pensando como un espectro al compás del ayer y el hoy, pleno de certeza.
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