Mercerreyas

Camboya centroamericana

Sábado, 19 de septiembre de 2015

Flores

Flores
Parque nacional Tikal

A Flores me lo habían podrido.

Había llegado casi de noche a este reino del olvido, con el tiempo justo de localizar una pensión y echar unas horas de ronquidos. Tiendas, hoteles, agencias de viajes, aún más agencias, aún más agencias… Preferí no verlo y pensar que la isla de Flores, por lo pronto, no dada más de sí toda vez que el shuttle que me había traído ya me tenía fatigado y confuso en exceso. Para esa hora en que asomé tanto el calor como la humedad eran opresivos, y encima esos pequeños bastardos llamados mosquitos estaban haciendo aquí su agosto toda vez que había descendido mil doscientos metros, hasta casi el nivel del mar, y estábamos rodeados de agua. Como quizá me engañaban los sentidos preferí centrarme, ya recostado, en los maravillosos paisajes del Petén que resurgían del hace un rato para volver a desfilar por mis retinas. Tiene mucho de Camboya centroamericana esta región chapina del Petén. Sea por esas estampas de campos, allí de arroz, aquí de pasto, que se abren hasta el más allá; sea por esos rústicos puentes caídos junto a los que chapotean críos desnudos; sea por este lago de Petén Itza comparable al Tonle Sap; sea por esa gasa de bruma vespertina que se filtra entre la maleza y todo lo tiñe de alba; sea, especialmente, por esa amalgama de templos fundidos con la enmarañada naturaleza tropical de ceibas, zapotes, magnolios y acacias que en ambos lugares regalan los mayores tesoros arqueológicos de la historia de la humanidad, Egipto al margen. Incluso pasamos por una región quemada que las lluvias habían anegado y que, nada más observar, me susurró con la fe e inmediatez de un disparo que Anlong Veng no quedaba tan lejos. Luego también es un poco distinto con plantaciones de café por acá o zopilotes como bandadas de buitres por allá, pero nada que diluya el sortilegio de este Petén hermano del reino jemer. Y, malos presagios al margen, echarme a dormir con el hogar asiático en el recuerdo era, para mí, el mejor antídoto que podía imaginar para olvidar la humedad, un colchón de muelles doblados y un grifo que no paraba de gotear con eco estridente. En plena convicción soñaba que diez euros no debían recorrer mucho más en el Flores de hoy en día mientras el cadente ritmo de las aspas del ventilador era música celestial, brisas de viento sur.
Una vez de mañana, al abrigo de un chaparrón, a resguardo bajo una chapa oxidada en un portalón de rojizas bombillas fundidas que daba la sensación de haber albergado una casa de putas en tiempos, tenía un punto de sensacional panorámica la isla de Flores sobre el lago de Petén Itzá. Aun con esas desmadejadas pero coloridas fachadas propias de pueblo fantasma, aun con esa falta de alegría y cordialidad que emana de los habitantes por cualquier rincón de Guatemala excepto aquí, urbe ya bastante vendida al turista ocasional o permanente como expatriado, aun con los millones de onduladas planchas metálicas que, como bajo la que me encontraba, hacen de tejado y revientan la postal. Mis enamorados ojos, ajenos, decidían dejarse caer por montoneras de basura que asemejaban nevados himalayas, por una laguna que es siempre río Amazonas de cauce desbordado, por un deshilachado repicar de campanas a muerto que quería imaginar a boda. Y concluía convencido que sí, que posiblemente tampoco había cambiado tanto y que Flores, en el fondo, tiene un punto de afortunado destino para cualquier viajero toda vez pude comprobar, unos minutos antes, que un letrero de “deliciosa michelada, clara u obscura” no mentía.
Michelada al poder, la memoria todavía no había borrado los cuba libres del chiringuito anejo al Hotel Amelia donde a solas sesteaba observando cómo a un lado del lago llovía a mares y, en el opuesto, lucía un sol de muerte. Si habían pasado cinco años con el anhelo de conocer el cercano Yaxhá, mi motivo de regreso a Flores, de seguro éste podía esperar un día más. Ese día tocaba relax. Y como perro apaleado, saboreando de mediodía este destino al que tantas veces soñé regresar, fui reptando por las sombras hasta caer de nuevo allí, junto al Amelia. El problema es ni el euro es ya euro, ni Guatemala un país virginal e incorrupto por la manada. Y de mis efluvios oníricos solo quedaban portones trancados, porque el chiringo ahora es la nada, al dos por uno ya lo enterraron y el trago a secas se subía mucho más allá de la altura de mis diezmos en cualquiera de los lugares circundantes.
A Flores me lo habían podrido. Con la luz del día todo se mostró diáfano dado que la percepción de víspera no engañaba. Del lugar sin malear que yo viví apenas quedaba nada. Solo un supermercado al que me arrimé a por tabaco. El resto, como no había querido ver la tarde-noche anterior, se resumía en esos hoteles, agencias de viajes y tiendas que citaba antes. ¿Tatuajes? Pase y compruebe nuestros diseños. La michelada me arrastró a una tienda a por una cerveza mientras preguntaba aquí y allá por el vespertino tour a Yaxhá. ¿13 quetzales una cerveza? Sí, señor, es que esto es Flores. Ya, y aquello era Antigua, y lo otro Lanquín… la pena es que de la Guatemala de verdad, como Cobán o el Flores que conocí, aquí no queda ni un suspiro.
En todo caso era cuestión de tiempo que Flores deviniera en esto. Su localización, sus vistas, su carácter adormilado, la cercanía de maravillosas ruinas Maya, el estar a un día de viaje de las paradisíacas playas de Yucatán o Belice. Como esa Camboya centroamericana de antes. En esta revolución bolchevique de salón y rimel llamada turismo del veintiuno, que Flores sucumbiera era tan esperado como inevitable. Lo jodido, como suele suceder para ésos que tenemos la nociva costumbre de regresar, de dar un abrazo al olvido, es que la comparación entre perdido y ganado generalmente se suele cerrar con saldo negativo.
El complejo de Tikal, de resultas, fue más una oportunidad de fuga de Flores que un idílico destino soñado. Y a buena fe que, como hacía cinco años, no decepcionó. Yaxhá no tenía salida hasta el día siguiente y, dado lo que Flores me ofrecía de nuevo, regresar a este complejo arquitectónico fagocitado por la selva era una opción inmejorable. Rompía la hucha por un día, pero la entrada a Tikal, cueste lo que cueste, siempre será barata. Pirámides gemelas, templos de crestería sobresaliente, una acrópolis central que obligaba a la tortícolis con sus soberbias estructuras… Todo un universo Maya, acaso el mejor conservado o restaurado, al alcance de la mano de tal modo que cualquier viaje a Guatemala aquí adquiere sentido. Habla el guía con pasión de sus antepasados, los férreos gobernantes que dieron gloria y lustre a este lugar, y la imaginación echa a volar entre tucanes y monos aulladores cuyos gritos estallan en mil ecos por la selva de Petén. Camboya, una vez más, bajo mis pies, ante mis ojos, resonando en mis oídos. Luego el remate, desde la cumbre del templo IV, es todo una alfombra esmeralda sobre la que sobresalen las calizas moles de los Maya, de forma que una panorámica, solo ésa, es capaz de cincelarse aún más hondo si cabe en la memoria. Echando la gota gorda, suspiro desde la cúspide porque cinco años han sido un pestañeo. Miro y remiro, y hasta desde aquí también tu recuerdo aletea a mi lado y se pierde en el mar verdoso que se abre hasta el infinito a mis pies. Igual que desde la cumbre de Phnom Bakeng, en Camboya; igual que desde la cima de Machu Pichu, en Perú, ni tan lejos en espacio o tiempo, madre, ni tan lejos. ¿Recuerdas?
A Yaxhá el guía de Tikal me lo había denominado como “tikalito”. Y razón no le faltaba. Una versión a escala que como resultado no hace más que sumar y sumar a este entorno privilegiado. Más pirámides, más estelas, más entorno selvático que es la caja de Pandora abierta por la Madre Naturaleza. ¿Quién puede resistirse a los encantos de esta Camboya centroamericana? Y desde una cumbre piramidal, cuando los relámpagos anuncian tormenta por levante y el sol se recuesta por poniente bañando todo de naranja viscoso, cuando creo que el calor de perfectas simetrías y proporciones matemáticas transformadas en piedra me han hecho suyo, callo un profundo lamento toda vez asumo que pronto me echaré a volar de Flores, de esa nuestra añorada Flores de 2010 de la que ni las cenizas quedan.
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