Mercerreyas

La ruta a Quiriguá y Rio Dulce

Lunes, 21 de septiembre de 2015

Rio Dulce

Rio Dulce
Altar Maya de Quiriguá.

En Río Dulce, donde el bus hace parada…

La escala de precios en la gringa Flores me estaba haciendo polvo, así que la última tarde había cruzado el puente a Santa Elena para buscar un supermercado donde aprovisionarme de algo para comer entonces, para también desayunar la siguiente mañana, jornada de carretera y transición. Se queman tantos quetzales en tours y billetes de entrada a los vestigios históricos que subvencionarme rondas de tragos u opíparas cenas en la isla era imposible dada la amenaza de disparar mi presupuesto. Fue allí, en la gris Santa Elena, donde, como milagro descendido del cielo, encontré una tasquita con cervezas oscuras Moza a diez quetzales. Largas y tendidas, en consecuencia, se me pasaron las últimas horas. Me fabriqué unos bocados con rebanadas de pan de molde, jamón ahumado y queso, compré luego unos lichis para el postre y me hundí, a resguardo del tipo anaranjado, el del lanzallamas, en aquella tasca donde pude recordar tantos y tantos iguales que viví con mi madre, aprendiendo a asumir lo que ella, entre tantísimas cosas, me enseñó: el viajero de larga duración puede tener más o menor reglas que romper, pero la disciplina con los recursos es la única inviolable, la única que garantiza que el viaje sea disfrutable en toda su extensión y no una mera subsistencia. Ella siempre tenía recursos para obviar esta norma, pero nunca lo hizo porque siempre tuvo ilusión en que yo aprendiera a viajar respetando el presupuesto que poníamos a medias.
Si tocaba lujo asiático, tres tenedores, genial; si tocaba supermercado y banco del parque, igual de maravilloso. “Y, en cada alborada, tantas y tantas enseñanzas que resurgen”, resignado por pausado cerrar de ojos que te rememoran, “tantas y tantas te devuelven a mi lado”, te digo en monólogo, ahora que me veo hablando con tu espíritu. Los párpados prefieren quedarse así, por un minuto en el ayer. Cuando llevo cuatro cervecitas y el estómago a gustito, instintivamente regreso a la isla recordando el mantra. “Podrían haber sido más, mañana serán otras tantas”. Y las ligeras corrientes que acompañan a la puesta de sol me indicaron el rumbo a la pensión mientras secaban las penúltimas gotas de sudor de mi frente, una menguante luna, tan difusa como tímida, se recostaba revelando la noche entrante, titilantes faroles se encendían aquí y allá, los pasos resonaban entre fachadas rosadas, aceitunadas, alimonadas. Las olas sinuosas, arrastradas de las últimas barcas, morían a mi siniestra. “Hasta la vista, Flores”.
-Así que son 65 quetzales hasta Río Dulce. Barato me parece si el nombre se ajusta a la realidad-. Le guiño un ojo y levanto el pulgar al conductor del bus que, hundido y refugiado en la sombra del maletero, sesteando, me ha vendido el ticket. Falta una hora para echar a andar, tiempo de sobra para un duermevela. Sonríe y me dirige un clásico latinoamericano: “que tenga buen día, señor”. “De seguro que sí. Vuelvo a mi habitat”, me digo a media voz una vez enfilo las escaleras del monstruo metálico, cromado al cincuenta por ciento, pintado en rojo brillante al otro cincuenta, forrado de intermitentes y lucecitas por delante y por detrás. Igualmente rótulos en mayúsculas de “María Elena” se estiran por lo largo a media altura, haciendo de cenefa, formando parte del maquillaje.
Imaginaba distinta la estación de buses de Santa Elena, la urbe conectada con la isla de Flores a través de un puente de hormigón mucho más recio que el que yo recordaba. Aquello era una llanura sazonada con diminutos seres en frenesí constante que casaban con la algarabía de un montón de voces anunciando diversos destinos. Dentro de la nave con forma de hangar aeronáutico, abovedado, metálico, la que agrupa las oficinas de las compañías, ni un alma toda vez que los tickets se compran y se venden al vuelo. A las diez de la mañana el calor ya es castigo severo para penitentes, y sentir en el rostro la brisa templada que se colaba por las ventanillas, una vez rumbo sur, la mejor de las noticias.
Nueva dimensión el bus local, autobús de pollos o “chicken bus” como se conoce aquí. Rostros mayas, fardos atados en telas de mil colores, tamales envueltos en hojas de banano que, una vez abiertos, intoxican el ambiente de rica fragancia, y ni rastro de Diazepam toda vez que, a buen seguro, el cien por cien del aforo no sabe qué diablos es. Llevan maíz, harina, ropas o alimentos apiñados en bultos de quintal que, en las rectas interminables que rompen la monotonía del verdor propio en las amplias y abarrotadas de espesura planicies peteneras, tienen la virtud de permanecer en su sitio. Nada comparable a la sucesión de cuestas y curvas del resto del país.
Son tipos distintos estos peteneros. Los mayores, quiero decir. Los jóvenes de los trópicos ya están todos homogeneizados a nivel mundial: chancletas, pantalones cortos acrílicos, camiseta de marca o leyendas publicitarias y gorra de béisbol. Cambiaron la tradición por la presunta comodidad, aunque eso no quede claro viendo que son ellos quienes buscan las sombras con mayor ahínco. No obstante, son sus mayores, los padres o abuelos de este Petén, los que continúan acumulando, en sus ropajes o hábitos, más de mejicanos del sur que de otra cosa, más de chiapanecos o yucatecos que de verapacenses o guatemaltecos capitalinos. Lucen amplios sombreros tejanos de ala ancha; engarzados en pantalones vaqueros se observan lucidos cinturones de prominente hebilla redonda y decorada, el perímetro es cuero repujado claveteado con adornos metálicos; botas de media caña con puntera metálica donde hace el resto, a juego, puro cuero o cuerina imitación a piel de cocodrilo. Sus rasgos, no obstante, se hacen familiares a los del resto de pobladores de este país. Tez oscura pero con ligeros detalles asiáticos como la separación de ojos, su color avellanado y el aspecto perfilado a oblicuo de éstos, prominentes frente y mentón, nariz hundida con grandes narinas, baja estatura, zambos la mayoría. Los conocidos entre sí se saludan a lo Hollywood, levantando mucho la palma para golpearla y luego cerrarla en un puño que vuelven a golpear.
Un ritual del todo sonoro. Nada de abrazos o ademanes propios de latinoamericanos meridionales como el beso en mejilla. Son de aspecto más salvaje aquí, pero el saludo lo hacen cada dos por tres. “Deben tener el Facebook echando humo con tanto amigo”, me he ido repitiendo a cada cruce de calle, día tras día. Por lo general caminan serios y meditabundos, absortos en sus diatribas, pero lucen una amplia sonrisa, inspiradora, cuando el destino les presenta a uno de los suyos. Y dormitan por las tardes a buen seguro. El calor aquí también les empareja con sus vecinos norteños en eso, y no es raro encontrarse solo deambulando por las calles entre el mediodía y las seis.
En un punto determinado, pueblo de calle y media, se monta un tipo al bus y, tras presentarse como fulanito de tal, para servirles, comienza a soltar su discurso de charlatán advenedizo. Adoro los autobuses locales en Latinoamérica por muchos motivos, pero esto es la guinda… Es un gordinflón de bigote mal recortado y cara de extraños trazos poliédricos de la que irradian unos redondeados mofletes como sandías abiertas al medio, rojizos, enfermizos tal que si fueran recién fugados de un nosocomio. Es un actor barato, como todos, y rápidamente empieza a gesticular para incrementar lo vital de su perorata.
“¿Verdad que ustedes usan desinfectante para limpiar su casa?”, dice mientras muestra enérgicos movimientos tal que si barriera el vehículo; “¿y para el plasma?”, mientras simula pasar un paño por un televisor imaginario; “También, ¿verdad?”, la concurrencia que asiente poco enfervorizada, aún dispersa, más bien. El tipo se muestra un dicharachero de raza y pronto pasa a hacer gestos de enfermedad, de dolor de tripas, de dolor al miccionar. “Es la enfermedad la que no les deja reír. Si limpian sus casa, ¿por qué no limpian sus cuerpos?”. “Sepan que todo lo que se encuentra en la farmacia se extrae de la naturaleza”. “Están ustedes a tiempo de pensar en su cuerpo”. “¿Por qué ahora recomiendan exámenes de próstata a partir de los dieciocho? Porque nos alimentamos mal, porque tomamos en exceso, porque no cuidamos nuestro cuerpo”. Poco a poco se va ganando a un puñado de pasajeros que ya hasta asienten con cualquier afirmación.
Aquello va tomando color. Y cuando ya los tiene en el bolsillo, el remate. “Esto que yo les presento es un compuesto de diez plantas peruanas. Les soy sincero si les digo que no hay curas mágicas, solo milagros del Señor. Pero este compuesto les ayudará si padecen de diabetes, de próstata, de cálculos renales, incluso de cáncer. ¿Sabían que existen más de cien tipos de cáncer? De piel, de huesos, de boca… Para prevenirlos les presento este producto natural traído de los Andes”. Entonces un primer hachazo. Saca dos sobrecitos, rosáceos, envueltos con un plástico, al cierre una grapa. “¿Y saben cuánto cuesta este producto esencial? Solamente sesenta y ocho quetzales”. Ya nadie muestra tanta pasión, pero es un truco preparado. Redoble de tambores. “A modo de oferta especial, hermanos, yo se lo dejo en veinte quetzales. Por veinte tendrán tratamiento para un mes. Es una oferta inigualable”.
Estando al final del bus veo cómo un tipo levanta la mano, justo en mi fila anterior. “Usted quiere uno, y usted también. ¡Oh, y usted también!”. En realidad solo uno ha levantado la mano, pero el tipo hace ver como que han sido tres para ver si, por efecto dominó, pican los de los asientos delanteros. Es un trilero de campeonato. El truco le sale de cine, y tras hacer un bote de ciento veinte quetzales, se baja casi en marcha al pasar por otro pueblo cualquiera, aprovechando la baja velocidad del vehículo por zona habitada. El compuesto, cuando lo ojeo, lleva tilo, boldo, zarzaparrilla… ¿Ibuprofeno, Amoxicilina,… Diazepam? Y me surge inconsciente la sonrisa. “El dinero viene y va, hermanos, solo la salud es para siempre”, larga, a modo lapidario, al despedirse. Absolutamente maravilloso. Ya ves que los viajes en bus tienden a ser meros trámites para la mayoría, pero tú y yo sabemos que eso no siempre es así, mamá.
Y sé que te sonríes porque aún no has olvidado los caramelos que compramos a ese truhán que vendía su mercancía en aquel desde bus desde San Antonio de Ibarra a Otavalo, en el último Ecuador. Golosa como eres, imposible dejarlo pasar. A tres dólares eran, ¿recuerdas? Y si lo has olvidado, tampoco pasa nada, porque solo has de mirar en el bolsillo de tu mochila. Allí, junto a tus gafas y meses después, siguen esperando esos caramelos de colores a los que ya no podrás hincar el diente. Estos tipos son de tu estirpe, mercaderes natos, y así era del todo imposible no rememorarte en estas líneas, viendo la atención que les prestabas, observando qué ofrecían.
En Río Dulce, donde el bus hace parada de media hora y yo me apeo, la concurrencia se transforma porque bajan algunos peteneros y son un pequeño puñado de garífunas rumbo a la capital, destino final, los que ocupan sus asientos. Éstos son africanos orgullosos, fibrosos, de pelo rasta y camisetas de tirantes. Negros como el carbón o grisáceos de lava, también porosos en su lampiño rostro, estirado y de perfil rectilíneo. A diferencia del mezclado guatemalteco no gesticulan, meditan y todo se reduce a ademanes suaves. Herederos de esclavos arrancados del África oriental en época de la predominancia británica en la región, en época de filibusteros, bucaneros y corsarios. Caribeños de adopción. Hablan un idioma extraño, cuadrado, ajeno a los dialectos nasales de la gente Maya. Un idioma tan musical como su raíz, por momentos de sonoridad próxima a algunas lenguas europeas. Les miro y no alcanzo a comprender la diversidad racial de este insondable país. ¿Cuánto regala un bus de cuatro horas, un bus a Río Dulce que disecciona cuántas gentes diversas caben solo en el oriente de Guatemala?
Nada más poner un pie en Río Dulce se me acerca un tipo ofreciéndome no sé qué de backpackers. ¿Y el precio?, le digo frotando el índice contra el pulgar. Ciento cincuenta. Ni de coña. Me arrimo a una pocilga donde me enseñan una cuadra que casa a pie juntillas con la primera impresión del lugar: nauseabunda. Me piro a Morales, a cuarenta minutos, a ver qué se cuece por allí. Se muestra fogoso el lugar en los alrededores de la terminal, donde un mercado de verduras bulle a casi la última hora de la tarde. Un hotel de trescientos, nada; uno de ochenta que ni tan mal, atendido por una chica efusiva casi en exceso pero que no tiene internet, y además luce en recepción un sintomático listado de precios por horas. Conclusión obvia: en un motel del amor, que llaman aquí, para polvos rápidos. Y escuchar jadeos que no salgan de mi garganta tampoco se me presenta como lo más apetecible. Regreso a Río Dulce, a seguir husmeando. Una vez allí, cuando de nuevo no he llegado a poner un pie en tierra firme, otra vez se me arrima el buscavidas.
Cansado de ver mi persistencia, que por cojones voy a encontrar algo potable y barato, allí o en cincuenta kilómetros a la redonda, me dice que pruebe en la zona junto al puente, pegando al río. Que allí encontraré un grupito de hoteles por ochenta o cien quetzales. Me da nombres, ubicación, cuáles tiene acceso a internet y cuáles no,… De repente se ha convertido en mi mejor aliado. Agradecido, le paso un par de pitillos. Se quita la gorra de béisbol, los echa dentro y se la vuelve a calar. “Así no se malgastan”, dice feliz.
A la mañana siguiente, al bajarme en Quiriguá para visitar su resto arqueológico, a apenas una hora y pico de Río Dulce, me sorprendo con la realidad de que hay un nuevo telón que cae para descubrir otra función bien distinta. Vuelta al frenesí de la mezcolanza con familiar deje hispano. Seres calmados, ausentes, de acento distinto toda vez que Honduras cae a un paso, pedaleando con solo unos vaqueros, descalzos. De rasgos y maneras extrañas, de expresiones que descolocan, de vestimentas novedosas por su falta de ellas. Rehago mi ser estirando las piernas y aspirando hondo un aire tóxico por polvoriento mientras dos perras recién paridas se arriman a husmear. Río Dulce no me entraba ni con calzador, justo dos minutos he necesitado en Quiriguá para saber que ése era mi lugar. Los Maya se estructuraban como un gran cluster de distintos estados independientes que a cada poco tiempo entraban en conflicto.
Mi destino, Quiriguá, entró en conflicto con el magnifico Copán para primero vencer y después sucumbir. Su herencia lucía en forma de estelas que me habían llevado hasta allí pero, de primeras, ¿cuánto de común tenían aquellos reinos independientes con esta amalgama de gentes paridas en distinta raza y condición que hoy día pueblan Guatemala? Entre sí lo tenían todo porque aquella era gente Maya, pero en unas horas de bus a través del oriente de este país se revelan restos de mil orígenes en nuestro año dos mil quince. Aglutina Guatemala un crisol universal de personas y todo lo que va aparejado como tradiciones, lengua y cultura. Sin lugar a dudas, ésta mezcolanza es más fascinante que estelas, túmulos y pirámides. Se mire por donde se mire.
-Y dice que es la segunda vez que viene a Guatemala-. La señora me precede subiendo unas escaleras tendidas que, al final, descubren un par de habitaciones limpias pero básicas.
-Sí, pero es la primera vez en Quiriguá-.
-Ya decía yo que su rostro no me sonaba. Esto no es muy turístico. Y éste es el único hostal aquí-.
-Y aunque lo hiciera. De seguro yo no fui el mismo que soy, y ya no seré el mismo en mi retorno, sea el día que sea. Es algo que se mimetiza con todas estas gentes que me voy cruzando en mi caminar por la vida. De todos descubres algo, y de todos algo procuras interiorizar para comprender una nueva Guatemala a cada regreso. Incluso creo que debo parecerme bastante poco al que se subió a cinco horas de bus de aquí, en Santa Elena. ¿Qué demonios implica viajar más que eso?-.

La casera se giró sorprendida y, una vez le pagué los noventa quetzales que me pidió por una noche, se encaminó escaleras abajo, silenciosa, pensando que, a ciencia cierta, le tocaría alojar a un fulano de lo más extraño. Pasaran meses, probablemente años antes de que regrese a Quiriguá, y ese día tengo claro que seguiré ruborizándome a medias por la respuesta que le di, dudando si aquella sencilla mujer consiguió mínimamente entenderme.P.S. Estas fotos corresponden al Castillo de San Felipe de Lara, en la periferia de Río Dulce, y a las famosas estelas y altares Maya de Quiriguá. Mañana rumbo a Copán, en Honduras, a cuatro horas de aquí. Se ha venido arriba Guatemala en cuestión de precios, gringuificada en exceso en su ruta más clásica. Hay una ruta backpacker ya muy pulida, y no es tarea sencilla alejarte de ella en el sentido de hallar un gramo de autenticidad. Para un país de salario medio de 3000-4000 quetzales al mes, en torno a los cuatrocientos-quinientos euros, resulta sorprendente que los precios del supermercado en productos básicos estén al nivel de España. Así se entiende ese mar de fondo que está deviniendo en revueltas sociales. Luego esa jodida política de doble precio para turistas en iconos turísticos, la inseguridad rampante que afecta a la sociedad (llevo dos días comprando el periódico y es para llorar), el trato tan impersonal que se percibe para con los turistas y del que en cierto modo me libro por hablar castellano,… Son muchas manchas en un país que, en 2010, lucía mucho, pero mucho más alegre y acogedor. Sensaciones agridulces me llevo en esta ocasión.

Written by David Botas Romero
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