Mercerreyas

Chinandega u oscuridad W.I.P.Nicaragua

Domingo, 11 de octubre de 2015

Nicaragua

Nicaragua les da la bienvenida

Cruzar Honduras debía ser bastante más sencillo de lo imaginado porque existían buses que cruzaban de lado a lado, de frontera salvadoreña en El Amatillo, a veinte minutos de Santa Rosa, hasta Guasaule, frontera nicaragüense, a dos horitas de León. Lo imaginaba así, ufano, roncando a pierna suelta hasta bien alto el sol de Santa Rosa de Lima. Pero con el polvo del camino y la burocracia de república bananera se acabó la teoría, olvidé dónde me encontraba y lo pagué como factura despachada en Chinandega, sin llegar a León.
En la mañana son un zumo de naranja callejero y un suspiro de media hora quienes me acompañan hasta El Amatillo, hasta ahí todo correcto. Entonces la cosa se complica porque hay una cola del demonio para entrar en el país catracho. Lo peor, sin embargo, no es eso; lo peor es que, una vez sellado, las furgonetas que cruzan hasta la otra frontera funcionan en base a buscavidas. Ya cuando estás en la cola te van preguntando a dónde vas. Si pasas de ellos, como hago yo por sistema, la has liado porque estás sin transporte. Quiero decir que, cuando salí y me dirigí a las furgonetas, alguien me preguntó quién me mandaba. Nadie. Entonces no hay sitio, tendrás que esperar a la siguiente. Hora y media allí colgado junto a una perra recién parida, que salivaba con cada bollito que yo desempapelaba. No sé quién miraba con mayor amargura a quién.
A eso del mediodía puedo, al fin, meter el hocico en otro vehículo y suspirar porque Honduras vuelve de lo etéreo. Las praderas inmensas, las vacas y los jinetes aparecen de reojo. Todo es de un verde más tenue, y el ser humano una leve mancha que suma encanto a una tierra de hace centurias. Colinas dispersas se amontonan, los mangos han perdido protagonismo contra millones de acacias cuyas palmeadas hojas se arraciman en capas superpuestas y yo, de mientras, voy pensando que no me han cobrado los tres dólares de ingresar a Honduras. ¿Por qué? Ni idea, pero aún mejor. Será el karma que se reajusta. Suele ser así. Y ahora es de tal modo, extraño, que el dólar que me birló aquel otro oficial con los treinta quetzales cuando crucé de Guatemala a Honduras rumbo a Copán viene de vuelta a mi bolsillo, pero amplificado por tres.
Ana, llamémosla así, es una chica española que se dirige a Nica con su novio. Van a mi lado, en un asiento de tres, pero casi no me ven. Ella trabaja en El Salvador, organizando proyectos con una ONG, dice que algo similar a lo que hace él, y desde ya se pierden en arrumacos cachondos en estos diez días de vacaciones que hoy comienzan para ambos. Dentro del furgón todos sudamos y sudamos, pero lo suyo se eleva unos grados. Es a la altura de Choluteca cuando nos para un control policial. Todo en orden. Ana lleva un pasaporte impoluto, recién inaugurado.
-Ha estado ojeando las hojas de tu pasaporte más de lo normal. ¿Tienes visado de trabajo?-. Le digo pese a que me imagine la respuesta.
-Claro que no. ¿Por qué?-. Dice con seriedad.
-Porque están empezando a controlar a los trabajadores ilegales. Algunos empiezan a tener problemas para regresar después de los noventa días. Eso me dijo alguien en Suchitoto-. Incluso más serio le respondo. Muchísima gente se dedica a trabajar en el extranjero con el pase de turista que habilita a estar noventa días viajando entre Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua. El CA-4, que se llama. Es completamente ilegal, pero a casi nadie parece importarle. Excepto a los que nos dedicamos a viajar.
-Nunca he tenido problemas. Salgo cada noventa días y vuelvo a entrar. Mi novio vive en Guatemala, trabaja allí y hace lo mismo. Así lleva años-. Dice despreocupada antes de volver a perderse en el abrazo de su idilio.
Prefiero obviar el comentario de qué pienso acerca de eso. Mejor no declarar la guerra. Pero es un hecho palpable que los currantes expatriados ilegales nos están jodiendo a todos los viajeros de raíz por la sencilla razón de que cada vez más y más países nos restringen la entrada en la idea de que podemos ser trabajadores ilegales. En Brasil no es raro que te paren en inmigración y te hagan un interrogatorio que hace unos años era impensable. Como no les convenzan tus respuestas, deportado. Para China era una brisa conseguir un visado de turista en 2008. Ahora piden ruta, hoteles, billetes de avión de entrada y salida. En Tailandia lo de salir y volver a entrar lo limitaron hace tiempo. Es algo global. Sencillamente los países están hasta los cojones de esta gente que trabaja ilegal sin pagar un duro en impuestos, y a los viajeros legítimos nos llega de refilón una presión injustificada que nosotros jamás fomentamos.
Es una situación delicada, un equilibrio que en mi caso se empieza a romper porque alguna vez que he intentado razonarlo ha sido imposible. Yo y yo mismo, eso piensan la mayoría de “viajeros” que se buscan la vida. Muchos de ellos no solo privan de un trabajo a locales que podrían desempeñarlo, sino que encima tienen la santa desvergüenza de argumentar que les hacen un favor. Perfecto, no lo comparto pero lo puedo entender, ¿y tus papeles?, ¿por qué no regularizas tu situación? Porque mi jefe, el dueño de la escuela, el dueño de la agencia me echa a la puta calle porque ni él ni yo quiere burocracia. ¿Y por qué coño tengo que sufrir yo las consecuencias de lo que vosotros incumplís?, ¿por qué me joden a mí cuando a quien buscan es a ti y a los miles que os pasáis por el arco del triunfo la normativa? Yo entro como turista y es lo que hago, viajar y procurar dejar un dinero en el país, ¿y vosotros? Entonces silencio y malas caras. Ya lo viví antes, mejor callar.
Volver a surcar las praderas catrachas fue un impulso renovado a la alegría, aunque solo por tres horas porque aquí la angostura del país es mayor. Ni siquiera atravesar la ciudad de Choluteca, un enjambre humano, rompió el hechizo. Ni una Lempira, moneda hondureña, me quedaba, pero preferí pagar un pico de mal cambio en dólares porque las ganas de Nica me podían demasiado.
En El Amatillo crucé un puente, aquí otro que salvaba un río de menor caudal y un inmenso letrero asomó ante mí. “Nicaragua les da la bienvenida”. La bandera, como en Guatemala, Honduras o El Salvador, es casi idéntica con bandas blancas y azules. Los cuatro países son, curiosamente, casi hermanos en bandera, e incluso en el trato entre sus ciudadanos se da esta empatía y extraño cariño. Lo normal es que los países colindantes no se lleven muy bien, pero en Centroamérica parece que todos se sienten compatriotas. Un birmano siempre habla mal de un Thai, y éste de aquél o de un Jemer del mismo modo que en España no hablamos bien de franceses o marroquíes, pero aquí todos hablan de los hermanos chapines, de los guanacos o de los catrachos. Hay una unitaria psique colectiva que se percibe desde el primer día en esta región, y lo de la similitud de banderas, de resultas, es solo la confirmación. “Caminar de país en país sin necesidad de odiar a quien vive allí”, que cantaban los celtas. Nada tan hermoso.
El nuevo problema se dio con el desbarajuste de inmigración en Nica. Un absoluto desastre donde dos funcionarias sellaban la entrada a no más de una decena de personas cada hora. Irónicamente, era pura eficiencia lo suyo. Y la cola iba a más y más. Se iba a echar la noche y León se alejaba en la misma medida en que mi desesperación se incrementaba. Una y otra vez se pasaban los vendedores por entre el gentío. “Marañón, le doy el marañón”, gritaban vendiendo anacardo. La cola se descomponía a ratos, se colaban unos y salían otros. Desesperación es un término demasiado ligero para resumir lo que se vivía allí. En puridad uno acaba garabateando en la libreta para no sucumbir al tedio, convencido de que aquello del ritmo caribeño es una farsa, porque estés donde estés siempre se te acerca uno a ofrecerte lo que deseas.
Es una certeza absoluta el hecho de que aquí todo viene a ti, sin necesidad de buscar. En la estación te vienen a buscar, que si vas para aquí, para allí, preguntan insistentemente. Y cuando acabas de decir el destino ya te han llevado en volandas hasta el asiento del bus. ¿Olvidaste el agua, la comida? No hay problema porque en treinta segundos tienes las gominotas, la fruta, la coca-cola o lo que sea a un palmo del morro. Te bajas en destino y antes de echar un primer resoplido ya tienes a tres taxistas o caponeros, conductores de un triciclo con carro incorporado (caponera), prestos para llevarte. ¿Tienes calor? Tampoco hay problema porque un ventilador surge de la nada y te eriza el vello con su potencia. Sea donde sea. ¿Un peluquero? Te cogen de la mano y ya estás sentado en una silla con media cabeza rapada. El centroamericano no es parado o indolente, para nada; es solo que está acostumbrado a que todo venga a él con naturalidad. Quizás nosotros deberíamos aprender de ellos, y que los cabrones de Iberdrola o Hacienda se pongan a funcionar y nos llamen a la puerta si quieren cobrar. Así debería ser, ganándose la vida a restregón.
“Nicaragua les da la bienvenida”, otra vez tras salir de la garita de inmigración. Genial. La fatiga me puede y en cuanto monto en el primer bus rumbo a Chinandega, escala de un León del que dista menos de una hora, me quedo adormilado. No se ha puesto el sol y apenas diviso, de duermevela a duermevela, la belleza imponente del volcán San Cristóbal, estriado en marrón y con un poderoso cono del que se desprende una nube que asemeja una fumarola, y un cielo azul marino sobre las recogidas colinas que, con el contraste, lucen de un verde tan esmeralda como el color de tus ojos, mamá. Exactamente igual.
Written by David Botas Romero
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