Mercerreyas

Granada de Nica

Miércoles, 14 de octubre de 2015

Granada de Nica

Granada de Nica

Granada de Nica, de nombre tan hermoso, de porvenir tan turbio.

Centroamérica en su ruta turística, se mire por donde se mire, siempre tiene un deje de producto inacabado, o quizá de mal rematado. Sean las calles medio mal empedradas, las fachadas peor revocadas o esa inquietante sensación de peligro que convive hasta en el hálito mientras se sueña. Supón que aquí también es así, y que además es una sensación que se sucede por todas partes. Suponlo porque Granada, centro histórico a lo Disneylandia aparte, no deja de ser así.
Y también supón que, sin excepción, Granada, ésta de Nicaragua, es imposible por ambigua. Porque a ratos provoca la misma perenne sensación de no haber salido de Antigua, Copán o León. Porque el ambiente de aquellos antros da la sensación de haberse transportado hasta esta orilla en espacio y tiempo. Otro corral de la pacheca. Artificial, banal, polisaturado: de turistas, de restaurantes ubicuos, de tiendas de capricho, de buscavidas tan ridículos que ofertan la misma excursión a quince o cincuenta en función de tu aspecto. Solo aquí es posible observar el sagrado símbolo Thai de la comunidad budista, la espiral sagrada que luce sobre la frente en imágenes de Buda, tatuado en el canalillo del escote bien abierto de una turista gringa. Hube de mirar tres veces para convencerme: la primera porque las tenía bien puestas, la segunda por incredulidad, la tercera porque cualquiera de las otras dos obligaba a ello. Entre eso y los rayos que comenzaban a relampaguear en el horizonte, Granada no podía pintar peor.
A veces no se sabe dónde acaba Centroamérica y donde empieza el mundo, y al revés tampoco asoma más claro. Soy honesto si admito que eso es lo primero que transmite Granada, de nombre tan hermoso, de porvenir tan turbio. Luego los grupos de turistas occidentales se multiplican, se enumeran mayúsculos por iglesias y alrededores de una catedral tan ocre y alba como primorosa. Las casualidades no existen, y esta ciudad engloba historia y monumentos para abrumar al viajero más desgastado. Baste decir, solo un ejemplo, que ésta es la ciudad permanentemente habitada más vieja de no solo Centroamérica, sino de toda Latinoamérica. Lo que dicen las páginas del tiempo, paradójicamente, es tan atractivo como frustrante al comprobar cómo las iglesias parecen de antes de ayer. Apenas un cartel gigante de “Recién Pintado” es lo que parece faltar en fachadas o campanarios de un buen puñado de iglesias, magníficas por lo demás. Es un intento de suicidio con bala de fogueo, un ladrido a una luna que se esconde ruborizada, un patíbulo sin pelotón de ejecución, una falda tan corta que cuando descubre algo es un cinturón de castidad como reproche al mirón pervertido.
Granada no redondea porque es de ayer mismo, lisa y llanamente, porque basta moverte cien metros a un arrabal para entender que tras el decorado del centro solo quedan píxeles del veintiuno, nada del Polaroid que aquí, donde me refugio, ni se ha velado. Y no lo ha hecho porque una gata cobriza medita junto a una mecedora tan recién vacía que aún se balancea, silencio, porque una explosión de natalidad llena todo de gritos descarados por infantiles, ruido, y porque una canción se pierde en el barro, hundida por el peso de la humedad como vaharadas que ha dejado la última tormenta que convirtió Granada en un pañuelo de funeral. Rumor a media voz. Fue un alivio buscar detrás de la fortaleza, bien lejos, algo para dormir, algo donde encontrarme.
Tras la confusa acogida resulta que, un mes de viaje después, me hallo exhausto de texto e ilusión tras quince textos. Una chica se me fue en Suchi, otra me espera en Chinandega tras una noche de la que preferí callar y Granada, la muy canalla, es de paja cuando sus más de cien mil habitantes son rostros grises, cuando se cobijan tras tablones de silencio una vez repican las siete desde María Auxiliadora.
Written by David Botas Romero
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