Mercerreyas

De Skoda a Dacia W.I.P.

Jueves, 11 de mayo de 2017

Skoda

 

Skoda

Tampoco hay más por aquí, y tampoco es necesario.

Solo en esas coordenadas se puede soñar Bardejov. Allí donde las estériles mesetas, tejidos ocres, se han diluido en el igual de vasto recuerdo y los tejados, de loza o madera, pulidos por los líquenes, asoman a diestra y siniestra mientras en los otros, de paja, prevalece el musgo almidonado. Las vegas preñadas de hortalizas lucen como pendón de una tierra oscura como el cieno y un aquelarre se imagina por doquier entre esmeraldas, onduladas montañas boscosas donde habitan, seguro, brujas y hasta el Basajaun, mítico señor de los bosques en mitología vasca. Nadie se lo imagina porque nadie oyó nunca hablar de él. Por eso Bardejov es tan soberbio en su anonimato. Todas las carreteras zigzaguean hasta morir rendidas en el rompeolas que es su excepcional e inmensa plaza central. Las gentes son adustas y recelosas, eslavos puros, pero cuando te otorgan la opción de forjar una conversación uno sabe, al instante, que sus virtudes no son un bien para ostentar, más bien un invisible sayo dorado y espumoso que se urde al ritmo de las risas compartidas, contagiosas como la confianza que alimentan. Y eso, con los eslovacos, ha de ser para siempre tal y como reconocen aquéllos que han tenido la fortuna de convivir en estas tierras, con estas gentes. 
 
Tampoco hay más por aquí, y tampoco es necesario. Basta con la plaza y sus gentes, recónditas y ajenas incluso para unos conciudadanos eslovacos a los que parece poder la pereza de no arribar hasta este confín. Nadie se cuestiona por qué acercarse hasta este histórico extremo, durante siglos híbrido de gentes gitanas, armenias, rusas, polacas, ucranianas y, por encima de todo, un buen número de judíos, siempre fusionados a todo lo que resuene a comercio. Sin embargo, es el caldo de cultivo perfecto, la combinación exacta para que el conjunto de urbe y sociedad estalle como una piñata de confeti ante un sorprendido turista que nota cómo su alma se torna incandescente por momentos. Un mapa estratificado de la inmensa Europa en la palma de la mano. Aquellos latidos ajenos a lo eslovaco son herencia, claro, pero sus ecos no han muerto. Y nunca lo harán. 
 
Luego, a pocos kilómetros, lucen castillos de lego en piezas de madera, diseminados por cualquiera de los rincones. Son hermosas iglesias de madera en Svidnik, en Hervartov, en el museo al aire libre de Bardejovske Kupele… A ellas la inmensa mayoría llega por el eco amplificado de su distinción como Patrimonio de la Humanidad, otros pocos lo hacen porque saben qué esconde Bardejov a nivel de historia y entornos naturales, pero casi nadie arriba siguiendo la ruta del genial blog del Tren Goulash, un muestrario soberbio de arquitectura rural en Europa del este, una invitación a visitar y soñar en cada entrada. 
 
Al caer la tarde en Bardejov, ésta se muere. En sentido literal. La gente se disipa, los postigos se trancan, los portones ya no invitan a descubrir y el silencio es amo y señor, agitado por leves ventiscas que ululan entre las sombras. ¿Qué queda? Lo necesario: un puñado de bares y pubs subterráneos, de diseño impecable, en los que leer o escribir bajo luces tenues. E incluso hincharse a tragos de una cerveza que adorna la inmensa mayoría de mesas, tirada de precio. Jamás me dio por escribir en Europa, aún no encontré una poderosa motivación, una invitación a perderme una temporada mientras cabalgo en cualquier escenario real o girado a lo ficticio, a lomos de historia y leyendas. El día que eso pase, que no dudo que lo hará, tengo claro dónde soñaré feliz. 
 
Bardejov y sus alrededores por esta vez pronto quedarán atrás, serán solo un rumor que golpee en el momento más insospechado, agitando otro futuro volver, otro futuro soñar con estos anónimos bienes exentos de fuegos de artificio y catervas. En la noche punteada de estrellas, solo queda que Morfeo me acune para luego devolverme a la realidad, a la pasión, a la conciencia sobre Eslovaquia y su gente aquí comenzada; y al despertar, una vez el reguero de emociones dé un respiro, la ruta solo acabara de empezar cuando mañana partamos desde la mustia estación rumbo a Poprad. 
 
Escrito en la noche de Bardejov, el 17 de junio de 2013
Baia Mare, muy al norte de Rumanía, es un desperdigado conjunto de bloques de hormigón e iglesias ortodoxas en el que convive una extraña amalgama de latinos, ucranios y gitanos, un puré de identidades que recuerda a aquél que forjó la gloria de la eslovaca Bardejov. Pasaría por ser una ciudad francamente prescindible de no ser porque es parte de Maramures, probablemente la región más denostada de Rumanía y, al mismo tiempo, la más entrañable y apetecible si solo por eso. De pensar mucho acerca de ello no queda apenas tiempo ni espíritu cuando uno se ha dejado el resuello tras un bus urbano en el que olvidó la mochila en Cluj. Aun más, aborreció esa misma ciudad y su agrietada estación un rato después, y justo se acaba de apear del bus en Baia Mare con el único recuerdo de dónde se halla en forma de arco ceremonial de madera cruzado unas decenas de kilómetros atrás. En la cumbre de la primera cima que alcanzó el bus, dejando atrás la meseta que envuelve la región de Cluj, se aprecia que estás en una suerte de Euskadi, por lo montañoso, pero a lo rumano. Allí arrancó la histórica región de Maramures, hoy compartida entre dos países, siendo el lado septentrional parte de Ucrania. La tristeza se apodera de mí, en un instante, cuando contemplo que lo único que me rodea es el vacío y unos críos que me observan temerosos, ojos azabaches tras harapos por ropaje, mientras se colocan esnifando cola de una bolsa de plástico. Contrastes con una Europa de andar por casa que recuerdan que éste es, en muchos aspectos sociales y culturales, un país desconcertante. Igual que una Myanmar europea, dejada y abandonada primero por la dictadura de Ceaucescu, después por un puñado de políticos ladrones que se comparan a los españoles.
El problema es que en Baia Mare no se intuye qué circunda a la ciudad en forma de iglesias imposibles de madera y casonas de centurias ensambladas a huevo, sin clavos y con la única habilidad del tesón y la imaginación. Y más grave es que, aunque desees descubrirlo, los viajeros solitarios se ven obligados a construir castillos en el aire por la escasez de transporte público. Rumanía, se aprende pronto, es un suplicio para el viajero independiente. No obstante, a esto es mejor no darle vueltas porque a uno le salen los colores cuando recuerda que un pueblo de la categoría de Covarrubias no tiene conexión con Burgos varios días de la semana. Toda una “invitación” para el viajero que quiera visitarla por su cuenta. Sí, no solo de Myanmar, también tiene un trago largo de lo lamentable de España este país rumano.
No recuerdo la última vez que aterricé en un hotel tan impecable como el de Baia Mare, y mucho menos recuerdo cuándo, fuera de Asia, encontré mejor relación calidad-precio. Un mirlo blanco. Apostado contra la ventana, con la nariz fría por el contacto con el cristal, uno puede certificar que, cuatro años después, Rumanía sigue irremediablemente anclada al pasado. Como las zonas eslavas que la circundan (no hay que olvidar que es una isla latina rodeada de eslavos) también ha entrado en la Unión Europea, pero los avances se han debido quedar en la corrupción rampante de sus políticos. No es solo que el campo virgen, los arados, los carros y sus caballos, los gitanos famélicos o el permanente desfilar de borrachos desempleados por todos los bares de las estaciones, donde se suele vender el licor más económico y demencial, den fe de ello. Es que la gorras idénticas en calidad a las que regalaba John Deere en las exposiciones de tractores allá por los ochenta, las que aquí usan todos junto a unos sombreros de fieltro no mucho mejores, el transporte público más cosa de auto-stop que de buses, no solo pocos sino descacharrados, y esa exasperante velocidad de los trenes que emplean siete horas en cubrir los poco más de doscientos kilómetros que unen dos ciudades de la dimensión de Sibiu y Timisoara, lo confirman en toda su extensión.
Baños prefabricados y ya sin puerta en estaciones donde los perros basurean y la vegetación ha levantado las pocas baldosas que quedan, calles desnudas y mal iluminadas por farolas muy distantes y la mitad apagadas, más carros, más campesinos aburridos con la mirada triste y hueca,… Rumanía decadente, envejecida con premura y palinka (aguardiente local idéntico al slivovice eslavo), abandonada a la miseria para todo aquel que no huya de ella tal y como ha hecho la notable diáspora de rumanos asentados en España o resto del planeta.
Lo de Sapanta, dos días después, tiene un punto de adorable transgredir por ser obra de un artista excéntrico en una región donde la religión, como en todas las áreas deprimidas económicamente que se te ocurran sobre la faz de la tierra, ha escarbado muy profundo en identidad personal y colectiva. Solo bajo esa premisa se entiende que cruces de colorines y pinturas alegres no conmuevan la ortodoxia cristiana que aquí se protege con celo. Se conjuga este cementerio donde cada cruz glosa en texto y una imagen característica la vida del difunto con la basílica de Lehm, una construcción soberbia que se ha convertido en la mayor construcción de Europa en madera gracias a los setenta metros que alcanza su torre principal. Forma parte del monasterio de Sapanta pero aquello, obvio, luce vacío de fe y feligreses más allá de su nombre, un Cristo de madera ajada y un puñado de cruces, repujadas en exceso como es costumbre en la iconografía cristiana ortodoxa.
A mitad de camino mientras se vuelve desde Sapanta, imagino habitual que el conductor del taxi, en mi caso un regordete de mostacho cano y desaliñado, te toque el brazo antes de señalar las suaves ondulaciones que se recortan a la izquierda. “Ukrainia”, gruñó un par de veces sin perder la vista de la carretera, como quien habla de una mala resaca ya superada, o como quien trata de impresionar a un turista descarriado. Negaba suavemente con la cabeza queriendo indicar que aquéllos sí que están jodidos de verdad, algo a lo que no le alcanzaba su básico inglés. Sin prestar mucha atención me vino a la cabeza mi colega Jorge y esa novia ucraniana que se ha echado, a cuya familia va a ir a visitar en unas semanas. No es asunto baladí porque en Sighet la frontera marca la vida diaria y se dan esos reflejos que hacen ver que estás en tierra de nadie: carteles en cirílico, ancianas eslavas con aspecto blondo y rostros angulosos, con falda fúnebre y pañuelo a la cabeza, gente que viene, otros que van,… “Quieres tabaco barato”, me dice un chico en el bar de la estación. “Por quince leu (no llega a cuatro euros) te traigo dos cajetillas. Es de Ucrania”, dice confidente. Surge sola la mueca simpática de recuerdo. Aquí todos le pegan al contrabando. Traen el tabaco de Ukrania, como hacen en Nong Khai con el tabaco de Laos. “¿Es bueno?”, pregunto más por curiosidad que por interés. “Yo llevo desde los quince años fumando dos cajetillas al día y aquí sigo”, replica mientras muestra una doble hilera de dientes amarillentos.
No se cuentan más de una decena enteros y en los huecos del resto asoman encías roídas. Un cigarrillo mal prensado acaba cayendo a mi lado y en un segundo compartimos humo y conversación banal. El rumano es latino en esencia, y siempre va a buscar esa conversación y complicidad contigo que rehúye la desconfianza natural del eslavo. La víspera, callejeando por Baia Mare, en buena hora invité a una cerveza a un tipo que chapurreaba español y a su compadre. Me explicó a su manera cómo hacer para ir Sighet y se lamentó con profundo penar de la cobertura de dejadez que parece implicar todo el transporte público rumano. Les saqué una cerveza a su mesa, agradecido por la información, y en menos de un minuto ya tenía otra botella en la mía y un bol enorme de patatas fritas. Lo uno por lo otro, me vino a decir.
Ya estaba montada la conversación que siempre es más sencilla porque el idioma rumano tiene el mismo origen que el español. El problema es que esto no es bidireccional, y ellos siempre se las ingenian para entenderte mucho mejor de lo que tú les entiendes a ellos. Con un par de cervezas de medio litro es natural que todo girara sobre fútbol y asuntos de aún menor trascendencia, además que, es sabido, con cada trago los idiomas pulen asperezas, se fusionan y, sin que seas consciente de ello, acabas llegando a un punto en que se entiende todo a la primera. Que las horas se fueran, diluidas en banalidades, consecuencia obvia.
Sibiu, en el centro del país, tiene ese punto decadente que caracteriza a Rumanía. Pero aquí al menos se puede intuir que una vez fue nuevo y esplendoroso, y no que es así desde que se construyó, esa sensación que deprime en el resto del país se mire donde se mire. Sus fachadas están llenas de desconchados, los ladrillos asemejan a feas cicatrices donde el revocado de cemento que los cubre se ha desprendido y hasta los tejados típicos transilvanos, amplios, de teja escamada e inclinación vertiginosa, desnudan sus goteras con corros de humedad la mitad, amenazan con hundirse el resto. En el batiburrillo de calles que surgen como arterias entre sus plazas turísticas es una orgía de bares, pastelerías y tiendas de recuerdos, pero todo con ese aspecto sombrío, no sé si más decadente o más depresivo, que envuelve todo aquello que suena a rumano. A pesar de las siete horas enclaustrado en dos buses, la perspectiva de cambio con relación a Baia Mare provocaba un chispazo de esperanza.
En una terraza cualquiera de la inmensa Plaza Mare, cuando las iglesias han dejado sello de su historia y la importancia que tuvo esta localidad en época medieval, vuelve a brotar el recuerdo simétrico con Bardejov. No está en la frontera ni se caracteriza por lo heterogéneo de su población, pero Sibiu tiene la misma capacidad de despedir a la amargura que mostraba aquella, incluso genera la misma calidez cuando uno sueña en su descomunal plaza con perderse una temporada para darle a la tecla. Es solo encontrar un bar nocturno y dar con la tecla de algo que resuene a interesante, algo que tras un mes de viaje por Europa me sigue vetado. Quizá la próxima.
Los alrededores de Sibiu son un páramo de praderas donde pastan ovejas o se intuye ladrar a fornidos perros que guardan rebaños de ovejas. Los pueblos se espacian, la lluvia arrecia en los valles que se divisan a lo lejos y primero cae Sebes, luego Deva y por último, como me he quedado dormido, ya he alcanzado Timisoara. Rumanía es pasado, y también Europa.