Mercerreyas

El Salvador, un país herido

Miércoles, 7 de octubre de 2015

El Salvador

El Salvador

En San Salvador hay poco trabajo. Aquello es muy violento.

Seamos serios: El Salvador es un país tan injustamente estigmatizado por la violencia que, aunque solo fuera por demostrar su seguridad más allá de su belleza, ya formaba parte de mi lista de países-deseo desde hacía mucho tiempo. Bastan dos días aquí, hasta dos horas, para entender que es precisamente esa mala fama la que lo convierte en un diamante tallado por dieciséis caras. Eso por delante.
En La Palma, primera estación, ya se adivina que los noticiarios siempre muestran una imagen sectaria del país. Luego llega Suchitoto y lo que uno se encuentra es un lugar de paz infinita en su centro histórico. Es obvio para entonces que éste es un país relativamente relajado, pero también que en zonas periféricas no lo es tanto y que su gente vive una psicosis colectiva de inseguridad. En todo caso, para garantizarse más o menos la tranquilidad, es tan sencillo como preguntar a los locales por dónde se puede ir y por dónde no. Pierdes la libertad que te da Asia, eso es seguro, pero mucha gente se muestra extraordinariamente amable porque ve el esfuerzo que haces por visitar su país. La gente salvadoreña es, con certeza, la más amable de mi Centroamérica conocida.
También hay lugares y lugares, claro. Por norma general se puede decir que, casi como sucede en India o China, es mejor alejarse de las grandes ciudades porque allí se concentran las mayores tasas de criminalidad. Y además son lugares ultra-polucionados como comprobé en Santa Ana, la segunda ciudad más grande de El Salvador. Eso tampoco significa que, como hacen muchos, sea necesario meterse en la burbuja de cristal de sitios mega-turísticos, y por ello seguros toda vez que casi todo el mundo allí vive del visitante, como Antigua, Copán Ruinas o Granada. Quiero decir que hay lugares como Cobán, Gracias o Suchitoto que son relativamente seguros y además con el plus de estar bastante alejados del turista convencional. Las noches eso sí, son de sueño y escritura incluso en centros turísticos de primer nivel. No es la primera vez que lo digo pero quiero volver a repetirlo, Brasil, en general, da más sensación de peligro latente que cualquier país centroamericano. Eso sí, lo que tiene Brasil para ver es bastante más interesante a nivel cultural, natural o incluso social con su ecléctica mezcla racial. Aquí solo Guatemala podría compararse gracias a su inmenso componente indígena y eso, naturalmente, conlleva que se esté deteriorando a pasos agigantados. El cambio que he notado de hace cinco años a éste así lo indica.
En Suchitoto, al fin, pude hacer las paces con Amy. Le pedí disculpas por pirarme sin decir nada cuando me había comprometido con ella. Me invitó a una infusión de manzanilla y todo recuperó su orden. Suena tan absurdo como real. Ya no era la chica que me hizo fibrilar, y yo ya tenía menos batallados el cuerpo y el ánimo; la Ruta de las Flores me permitió descansar cómodamente y clarear la mente. Cuarenta dólares de un par de noches en Juayúa que me sentaron de cine. Recordaré con cariño la pensión y los días que pasé en la Ruta de las Flores, justo en el ecuador del viaje, cuando más los necesitaba. Amy seguía desprendiendo esa aura de inocencia y felicidad que tan profundo me suele llegar, que tanta emoción me genera, que desboca un corazón enfermizo de taquicardia; pero ya era capaz de verlo desde la distancia, a través de un cristal. Ya no soñaba con ella, ahora lo hacía con Nicaragua. Había estado medio liada con un salvadoreño, pero eso se había acabado, me dijo entristecida. Hablaban y hablaban por teléfono. El caso es que ella no soportaba su machismo, y él, por su parte, no quería aceptar que ella no quisiera pasar más tiempo con él. Y hablaban y hablaban por teléfono. Me volvía a recordar a Maitane con ese ambiguo y tóxico ni contigo ni sin ti que tan bien creía conocer. Ni tan distinto. Le dije que ella era dueña de su tiempo y espacio, que podía largarse cuando quisiera.
Que en Tailandia, y en muchas otras partes, hay muchas relaciones extranjero-chica local, o viceversa sin más, y lo más obvio que se extrae de todas ellas es que se puede sacar a la chica de su cultura, pero no se puede sacar la cultura de la chica. Eso parecía sucederle a Amy con el chico salvadoreño. Puedes procurar que se amolde a ti, pero su cultura la lleva interiorizada, y es casi imposible modificar eso. El concepto de machismo, como el de la falta de higiene, como el de la falta de respeto cuando haces cola para subir al bus y se te cuelan por todas partes. Es cultura salvadoreña, y lo aceptas o lo olvidas. Tampoco es que hiciéramos amistad propiamente dicha, pero sí que conseguimos recuperar un poco ese buen rollo de aquella noche anterior. Solo un poco, porque ni ella confiaba ya en mí ni yo deseaba que lo hiciera.
Pasear por el Suchitoto crepuscular, al día siguiente, seguía siendo la más cruel manera de suicidarse, y las cuatro sombras que se formaban tampoco ayudaban a percibir algo similar a frescor. Solo el barbero supuso un poco de respiro. Es una gozada afeitarse por dólar y medio. Con suavidad y sin ni un mal corte. Allí, en la peluquería “La Bendición”, pegué la hebra con Carlos, el albañil, el tipo que me llevó a la cascada de Los Tercios y que había traído a su hijo a cortar el pelo.
-Aquí hace unos años, con el Colón, la vieja moneda, la vida era más barata. Luego llegó el dólar y todo se subió-. Decía en tono derrotista.
-¿Y el trabajo cómo anda?-.
-Aquí no hay trabajo. La gente vive de las remesas que mandan los familiares de Estados Unidos, donde hay muchos salvadoreños. Yo para el ochenta me fui allí por la guerra. Pero regresé a cuidar de mi madre, que está anciana. Mi hermano se quedó, y él es quien nos envía el dinero todos los meses-.
-¿Cuánto se gana aquí?-.
-Unos siete dólares al día. Muchas horas. Pero si tienes profesión como electricista o fontanero puedes llegar a quince. En verdad no alcanza nada. Antes con cinco colones hacías todo el día. Cinco colones no son ni un dólar de los de ahora-.
Hacemos una pausa porque me toca rasurar el bigote, y ése es terreno delicado.
-La guerra debió ser terrible en Suchitoto, ¿verdad? Te digo porque el Frente Farabundo Martí se gestó aquí cerca-. Comento una vez que me toca rociarme con alcohol. Me mira extrañado. Le explico qué es gestar, formar.
-Sí. El frente se formó aquí cerca, en el cerro de Guazapa, donde había clínicas-. Le interrumpo para decirle que ya lo conozco, que lo pude ver el otro día desde el lago de Suchitlán. -Aquí entraron fuerte los militares. Los vecinos vendieron las casas y se quedó el pueblo fantasma. Te disparaban por las calles. Se amontonaban los cuerpos. La mayoría huyó-.
-La gente parece haber vuelto-.
-Es cierto que muchos han vuelto. Re-compraron sus haciendas. Pero aún quedan otros tantos que no han querido volver y hay muchas casas vacías. Tienen dueño, aunque están deshabitadas-.
Se va echando la tarde y rayos ocres se filtran por la puerta donde se ha echado una perra negra que, en su respirar, parece una locomotora sin frenos. Negra, la pobre, cada día en Suchi es un suplicio para ella. El barbero corta el pelo del cipote, el chico en español de España, de Carlos. Un montón de mechones se arremolinan suavemente sobre el enlosado. Me siento a su lado y saco la libreta. Apunto lo pretérito, presto a garabatear lo porvenir.
-¿Y de qué vive aquí la gente, Carlos?-.
-Pues unos pocos viven de la pesca, del lago. Mojarras, tilapias, guapotes. También hay quien trabaja las tierras que repartió el Frente, pero son muy pocos. Maíz, fríjol, sandía. Viven en las colonias de alrededor, en los cantones. Aquí, en el centro, nada de nada-.
-¿Y en la capital?-.
-En San Salvador hay poco trabajo. Aquello es muy violento por las Maras. Se formaron en Estados Unidos, pero les deportaron y aquí se han organizado y armado. Extorsionan y matan a motoristas (conductores de buses). Ayer mismo cayeron cuatro. Como se niegan a pagar el impuesto les balean. La gente tiene miedo-.
-¿Y la policía, los políticos?-.
-No hacen nada. La policía incluso les tiene miedo. Ahora está el Frente en el gobierno, pero tampoco hace nada de nada-. Resume deprimido.
Suchitoto, de noche, nuevamente se hace un embrujado oasis de paz. Camino lentamente entre las primeras sombras hacia la pensión, pensando lo lejano que esta localidad queda de ese El Salvador de Maras, extorsión y ley de plomo, pensando en la quietud y cordialidad de unos vecinos que todos conocen a todos. “Has vuelto, chelito”, me dice, en la calle, un tipo a quien no creo conocer. Chele es el apelativo cariñoso que dedican a los de piel blanca, lo usan entre ellos pero también para la mayoría de extranjeros. Asiento y le deseo buenas noches, sabedor de que esto es un pueblo, un auténtico pueblo donde no hay más ejercicio que alcahuetear de los pocos que hasta aquí llegamos. O regresamos.
Uno tiene, indefectiblemente, la sensación de que en el mercado se habla de quién, cuándo, por dónde y con quién. De mí y del resto. “¿Había quedado para cenar con Amy?”, pienso circunspecto. Sí, pero no. Al final dijo que prefería estar sola, que mejor mañana. “If you don´t mind” (si no te importa). “Leo teh khun, thairak” (lo que tu quieras, cariño). Y yo, huidizo, entendí que, gracias al cielo, Nicaragua era un arrogante cobrador del frac que no dejaba de aporrear la puerta. Pase, pase, póngase cómodo. ¿En qué le puedo ayudar?, ¿acaso intuía que con su insistencia me ha devuelto las ganas de volar? Pero, por supuesto, otro día esperaría como un idiota para cenar con ella. De súbito, la primera brizna de brisa me lo ordenó en un bofetón de placer. De súbito, ¿no la había cagado bastante con una fuga?
Written by David Botas Romero
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