Mercerreyas

Ataco. Ruta de las Flores (II)

Martes, 6 de octubre de 2015

Ataco

Ataco

De Ataco me habían dicho que era como la Juayúa…

De Ataco me habían dicho que era como la Juayúa anterior al terremoto de enero de 2001, el primero de los dos que en espacio de un mes desolaron el país. Antes de esa fatídica fecha, este último lugar no era conocido por religiosas estatuas negras o cascadas más o menos gráciles, sino por su atmósfera colonial. El temblor derribó todo a su paso aquí, pero Ataco, nadie comprende por qué, salió indemne. Y, de hecho, todos convergían en la idea de que esa población, con sus casonas columpiadas en tiempo o desastres, era la más atractiva en la Ruta de las Flores. Un caramelo lo suficientemente atractivo como para pensar en lecciones de español en aquel Suchitoto en el que Amy, si seguía allí a mi regreso, podía esperar.
Por parte de Juayúa, en su última noche, me quedo con la fragancia de un galán de noche que por algún sitio no lejano andaba ya que su característico olor, similar al del jazmín, se colaba por todos los lugares. A mi lado también temblaban, húmedas, unas mariposas albas, mariposas de noche que llaman aquí y que en Cuba proliferan tanto que se han convertido en un distintivo de aquel país, pero su perfume, similar, no es tan poderoso y embriagador como el del galán o dama de noche. Y la Barichara de Colombia, en consecuencia, no quedaba a desmano, y la verja plagada de jazmín de Lucín, en Mecerreyes, se me hacía de aquí mismo cuando iba a la granja, a ver cuántos huevos había recogido mi padre en una de tantas calurosas mañanas de verano castellano.
Era por la misma carretera que iba a Sonsonate como se podía acercar uno a Ataco. De la primera solo sabía que era un lugar donde las pensiones eran bien baratas si se trataba de alquilarlas para echar un polvo, para “pasar el rato” que dicen aquí. Lo sabía porque, no sé a cuento de qué, me lo dijo un tipo en Santa Ana. Sencillamente me encontraba a la puerta del hotel “La Libertad”, fumando un pitillo, cuando se acercó un fulano andrajoso, de juventud machacada, con una parienta no más lustrosa que él.
-¿Cuánto cuesta pasar un rato?-. Me lanzó a bocajarro, escudriñando lo hondo de su bolsillo diestro. Yo solo les miraba, enarcando las cejas, envueltos entre la nube de mi bocanada.
-Ni idea, majo. Yo soy un cliente-. Levanté la mano y, con el índice, le señalé el mostrador de recepción en el que lucía, narcótico, un joven de mirada perdida en las musarañas, ojos enarcados, ensoñador.
Al cabo de unos segundos regresaron cabizbajos. Lo de “pasar un rato” era obvio para mí, un eufemismo de echar un polvo. “En Sonsonate es más barato”, me susurró el hombre, menos críptico que decepcionado, mucho más de reproche. Producía un deje de lástima verles marchar, abrazados, con su calentura en disfraz de arrumacos. Curioso por naturaleza, no tardé en preguntar al chaval de recepción. Quién sabe si no me vería yo en una de ésas cuando, de repente, Tailandia parecía quedar a media cuadra de distancia. “En Sonsonate son dos o tres dólares por un par de horas, aquí son cinco”. “¿Únicamente un par de horas?”. “Pueden ser tres, el precio no varía”, sonrío confidente, “pero tú ya tienes la noche pagada. Si quieres te busco una mujer”.
Días después ya tenía claro que a Sonsonate no quería llegar, pero montar en un bus rotulado con tal destino me recordó la anécdota antes de que la carretera me hiciera olvidarlo con sus paisajes de vértigo y esos cafetales geométricos de los que hablaba ayer. Surgían a diestra y siniestra como diapositivas reflejadas en el titanlux o pladur, en paredes claras de clases de matemáticas en los colegios de primaria.
Ataco sorprende más por su ayer que por hace una centuria. Coloridos murales se muestran en decenas de calles como si La Palma septentrional hubiera parido aquí un vástago. Sorprende que todos los animales y personas luzcan unos enormes ojos, a veces tristones y a veces curiosos, estos últimos de felino recién escapado de la jaula, en esencia. Y es territorio turístico cien por cien, eso queda claro cuando ni un arma se deja ver y los alcorques de los árboles en la plaza central aparecen casi limpios, con algunas tristes colillas, latas vacías y un puñado de envolturas de gominolas o plateadas bolsas de patatas fritas. Aquí, en El Salvador, eso es el súmmum de la pulcritud y elegancia. Casas coloniales, como venía advertido, casi ni asoman, nada comparable al decadente esplendor de Suchitoto. A fuerza de ser sincero, Ataco es la viva muestra de que en El Salvador los terremotos han causado tantos estragos en su patrimonio que una ciudad de parco patrimonio, sin siquiera proponérselo, puede pasar a ser la guinda de esta artificial ruta turística llamada Ruta de las Flores. Con esa sensación salí de Ataco.
Nuevamente a bordo de un bus con trasbordo en Sonsonate y de allí a San Salvador. “¿Qué hago ahora? Nica o Suchi”. Un vistazo al reloj me bastó para calcular que, con días por delante antes de mi planeada entrada en Nicaragua, podía echar un par de noches en Suchi. Ya en la estación de buses fue sencillo adivinar cuál era el bus a Suchitoto: el único al que el conductor le estaba rellenando el agua del radiador. En aquel horno embrujado no era yo el único que sufría. La misma carretera y, sin embargo, mucho detalles nuevos como las cruces que indican los fallecidos en accidente. Las hay a centenas, y no es una costumbre en decadencia porque muchas llevan fechas tan recientes como de hace un mes.
Al llegar a Suchitoto toda la magia se había evaporado, al embrujo se lo había llevado el bochorno. Ya no estaba Alcides en la pensión, Amy era una extraña a quien no podía reprochar nada cuando fui yo quien se fue dando un portazo sin decir adiós, quien despreció una química especial, y hasta el lugar, bajo una pertinaz lluvia, parecía un entorno discreto, vulgar. Incluso yo, como siempre, era otro bien distinto del que por aquí se maravillaba cinco días antes. Ella entró a la pensión y hablamos unos segundos de cómo me fue, de una Ruta de las Flores que ni tan mal. “Voy al baño y regreso”, me dijo entonces. Ya no regresó. Me duró el asedio a lo húmedo poco más que una mirada de desprecio. Fin de la cita. El olvido se paga con olvido. Siempre. Uno tiende a creer que los lugares y hasta las personas le esperan a uno, que son inmutables, que se quedan estáticos en una dimensión desconocida, en pausa hasta que se regresa. Pero todos somos consecuencia de nuestras acciones, y es siempre el interior de cada uno el que determina todo lo que le rodea. Cuando se hacen trampas al solitario, algún día lo aprenderé, siempre pierde uno mismo. El retorno de un alma en fuga, en consecuencia, solo podía saldarse con indiferencia y un rincón con forma de colchón gélido en el que añorar los sudores de cuando tocó ser feliz, de cuando Suchitoto abrasaba.
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