Mercerreyas

Hasta pronto Oaxaca, hola Chiapas

Sábado, 8 de octubre de 2016

Chiapas

Chiapas

A Oaxaca se le hizo afortunadamente de noche…

Que toca echar el alto a la ruta suele ser más que obvio cuando lo que hiciste ayer asemeja a hace un lustro, cuando a duras penas se recuerda. Ese suele ser el primer síntoma de cansancio acentuado por el déficit de la necesaria ilusión para afrontar nuevos horizontes, y con centenas de miles de kilómetros en la suela, la solución aprendida es tan sencilla como bajar el pistón y descansar. Un día, dos,… lo que demande el cuerpo. No sé, acaso teclear, fumar unos pitillos, tomar unos tragos, afeitarse, cortarse el pelo, hacer la colada, pararse a meditar en una de las decenas de hermosas iglesias que atesora San Cristóbal de las Casas. El asunto es que resulta difícil imaginar un mejor lugar que éste en México para dejar pasar el tiempo y recobrar el resuello. Vale, que ya está demasiado salpimentado con esa especia voraz que es el turismo, cierto que tampoco queda ni un solo lema o efigie de Subcomandante Marcos y de lo hermoso que supuso su sueño libertario para las masacradas minorías indígenas; y añadamos que no es menos cierto que los lugares que antes evocaban su figura de pasamontañas y sempiterna pipa en camisetas a cuatro perras ahora se han reconvertido en lugares, llámese restaurantes u hoteles boutique, de capricho y talonario. Pero aun así éste es un lugar hermosísimo con museos y santuarios, ya digo, como para cubrir dos o tres jornadas de ruta.

 

A Oaxaca se le hizo afortunadamente de noche justo cuando ya empezaba a quemar, y en el último tour que hicimos, alebrijes y cerámica al margen, un monasterio semiderruido en Cuilapam y la siempre sorprendente Monte Albán, ave fénix zapoteca, nos dibujaron la mayor de las sonrisas. En Monte Albán, aunque ya nadie sabía de aquel guía borrachín que con tanta gracia y categoría nos enseñó el lugar años ha, uno sigue rascándose la cabeza mientras se cuestiona demasiadas cosas de astros, conocimientos de ingeniería e incluso trepanaciones en cerebros de zapotecos que luego sobrevivieron. Mejor dejar a la bella ciudad de Oaxaca morir, en tiempo y espacio, tal y como se la aprecia desde los riscos de Monte Albán: narcótica y desparramada en lo ancho de un valle infinito, ajena al paso del tiempo.

 

Muy de mañana, cuando uno cree que ha dormido lo necesario en el bus que ha demorado once horas en cubrir los kilómetros que separan Oaxaca de San Cristóbal de las Casas, ya en Chiapas, resulta que el crujido de articulaciones y la espesa niebla que cubre cerebro y párpados en proporciones iguales insinúa que mejor echarse un rato a la cama. Lo jodido llega cuando resulta que el único tour al Cañón del Sumidero con parada en sus miradores sale hoy, no mañana, ni pasado, ni después. Así que, de muertos al río (nunca mejor dicho), en un momento tiramos la maleta en una habitación de pensión económica que pese a los rastros de humedad evoca un Hilton a ojos fatigados, y en una hora nos vemos surcando las aguas calmadas de río Grijalva, entre paredes verticales que alcanzan hasta los mil doscientos metros de caída. Los yacarés miran ajenos, los zopilotes se acicalan las plumas y los pelícanos sestean en ramas que verdean todo el fulgor de este Chiapas tropical. Lo único garantizable es que ninguno de ellos tiene más sueño que nosotros, incluso más bajo un sol en modo odio. Aquello bulle porque el lugar bien lo merece y, tras comer en Chiapa de Corzo y arrellanarnos en los asientos de la furgoneta que nos traslada para robar un poco de sueño, los ojos vuelven a ponerse como platos, otra jornada más como nos ha venido sucediendo día tras día desde que aterrizamos hace una semana, cuando nos asomamos a los balcones naturales sobre el inmenso cañón. ¿Cuánto esconde México?

 

Así pues mañana toca relax pero, siendo hijos de quien somos, por descontado que en veinticuatro horas recargaremos la mochila de ilusión y nos volveremos a echar a la carretera, a ver qué tesoro natural se esconde tras la próxima curva, a ver qué vestigio histórico pilla por estos lares. Ilusión, resistencia y capacidad de adaptación, ésos eran los valores de mi madre cuando viajaba y ésas son las características que definen al viajero de raza. Exactamente lo que nos inculcó con su fe y su ejemplo día tras día, tan es así que aún soy capaz de rememorar su eco en cada alborada: “¿qué nos toca ver hoy?”.
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