Mercerreyas

Jindrichuv Hradec inerte

Sábado, 15 de abril de 2017

Jindrichuv Hradec

Jindrichuv Hradec

En Jindrichuv Hradec, en ocasiones, sucede algo…

Todo sucede en un Eurocity. El número 536. Ha partido de Budapest hace el breve chasquido de 90 minutos. Y se da ese momento y lugar, se llame como se llame, cuando las traviesas han sido dejadas de contar o imaginar, cuando los paralelos raíles señalan a un infinito que murió detrás y a ese otro que nunca se alcanzará en una lontananza con sabor a quimera, pero también cuando el sol poniente baña de carmesí los espigados tallos de un cereal cada vez más púrpura y el malva se desparrama arrastrándose por rostros y tapices en tramos que se palpan. Es entonces cuando más patente se hace el sortilegio que parte de las bielas del caballo metálico para nutrir y hasta soldarse al alma de un viajero, de cualquier viajero. ¿Dónde vas?, ¿de dónde vienes?, ¿de hacer qué? Sin necesidad de hablar eslovaco o húngaro, siempre las conversaciones en derredor giraban en torno a lo mismo. Y las canas se tornan cobrizas, filamentos de metal al rojo vivo, al tiempo que los reflejos de los cristales refulgen y ciegan, repta por las tapicerías una fina muselina de adobe, el ronroneo se hace arpegio ensordecedor, fustigando la noche que pretende reinar, y el racimo de emociones inunda el breve momento en que la conservación se ha apagado. Uno apuntaba algo en una cuarteada libreta de tapas carcomidas, otro se mesaba el cabello antes de ajustarse los cascos, otra susurraba al teléfono, con ternura, en contacto con aquel vástago, preso del hogar, que extrañaba su presencia. Cinco en un vagón nos miramos uncidos por la misma sensación, sin decir una palabra, tumbamos la mirada sobre los campos, tristes viudos de una luz que mañana renacerá, en cinta de espigas granadas, y dejamos la noche triunfar. ¿Cuántos atardeceres mecidos por la furia de cualquier ferrocarril? 
 
Mi madre me pasó a mirar fijamente, sin decir palabra, alzó las cejas y yo, lánguidamente, ojeé el reloj. Aún una hora. Vuelta la vista conjunta a unos campos de labranza ya con tintes azabachados. Un segundo cualquiera. 
 
Llegados a Kosice, solo la conciencia compungida de saber que se ha quemado otro esqueje forjado en tantas vicisitudes, en tantos viajes por cualquier latitud, en tantos trenes chinos, indios, vietnamitas, polacos, croatas, peruanos, rumanos…. Por el momento, hasta dentro de unas decenas de horas, ya no más… 
 
Escrito en aquel tren de Centroeuropa. No hace tanto.
El tren es el 727, regional checo que partió de Praga y morirá en Ceske Budejovice, otra vieja conocida, media hora después de que me apee en Veseli Nah Ludnici. Atrás se me quedó, como un beso de contrabando, la vieja capital. Crucé raudo el Moldava y, a lo lejos, algo ininteligible susurraban las cúpulas gemelas de Nuestra Señora de Tyn, achicadas por la soberbia estampa de la catedral de San Vito, envuelta en su coraza negra recortada sobre el crepúsculo al tiempo que todo lo domina desde la cima de Hradcani. En fugaz detalle tras la ventanilla ahumada del bus me quieren recordar cuántas páginas de mi ilusión volaron en estas calles. “Esta vez no tengo tiempo para ti, cariño”, musité ya casi en la estación.
Se ha echado la noche y solo la luz del vagón me devuelve a un tiempo y lugar en que podría pasar por el anciano de la concurrencia. Una vez el más joven, rodeado de ancianos que suspiraban paz a través de las grietas de su rostro, como aquella vez en el Eurocity a Kosice, hoy el más viejo, entretenido entre las teclas mientras la juventud lampiña y blonda propia de los eslavos teclea en móviles, artefactos del mañana. Absortos en lo suyo, saco la libreta donde he apuntado el par de notas que me ha regalado el viaje recién iniciado, aquello de Praga y la dolorosa certeza de que podría pasar por el padre de todos éstos. Estuve a punto de borrar lo último por lo doloroso que representa. ¿Por qué hacerlo? Tempus fugit. Alzo la vista y, quién sabe, quizás aquel fulano del fondo peina más canas que yo… Mochileros de sonrisa perenne, jóvenes estudiantes, niños soñolientos, carantoñas sin disimulo de una pareja hecha un ovillo, páginas de un libro que se pasan con mesura y cariño, olor a fragancia esporádica, olor a Europa bien aliñada y aseada que contrasta con el humo, pachuli y podredumbre de trenes asiáticos.

 

Tabor. Alto en el camino. Una hora que me resta hasta Jindrichuv Hradec, unos ojos que buscan el punto más oscuro del horizonte para enredarse en ellos y confiar que la calma haga el resto, lo justo para el disparo definitivo al sueño que marca el apagado del monitor cuando se activa el ahorro de energía. Para él y para mí, último pensamiento fugaz.

 

Los viajes son especiales cuando pasan cosas, no cuando se ven cosas. Digamos que éste sería el acomodo al mundo del viaje del axioma de todo buen escritor cuando afirma que las historias buscan al escritor cuando le ven preparado, y que solo los mediocres se desesperan buscándolas. Pero, si es por eso, Jindrichuv, abreviado así, no debió ser una parada fija en el itinerario checo de Capek o Kafka, aunque Topol cuadre del todo imaginando a Potok, personaje central de su ópera prima “City Sister Silver”, como un arroyo (Potok significa arroyo) que cubre de pesimismo y tinieblas psicóticas cada hueco vacío de vivencias reseñables que es esta ciudad. A evocar eso llama este Jindrichuv Hradec de noche, de alba.

 

Se reduce la panorámica, una vez de mañana corrida, a fachadas coloridas y esgrafiadas, vacías de almas y, como digo, de experiencias que narrar. Encuadres que, sin embargo, susurran ecos del gótico tenebroso con los que se codea el renacimiento, exquisita herencia italiana, en el ecléctico castillo cuyas vistas redondean a este lugar de cuento. No es la belleza abrumadora de Cesky Krumlov, pero alejado de multitudes, apenas recorrido por un puñado de ciudadanos checos cámara en ristre, cada esquina se convierte en suspiro solitario que resume a la República Checa más pintoresca, el vacío post-comunista. Y luego, cuando uno se aburre de tanta belleza colorida, lagos, castillo, iglesias y tonos pastel, llega el momento de rascarse el cogote y conceder que sí, que efectivamente en Jindrichuv nunca va a pasar nada extraordinario, y que los días no son muy diferentes de las noches propias de países del este europeo, donde la oscuridad y el silencio triunfan entre unas farolas que, como le escribía a Maitane, siempre son demasiado tenues en su haz de luz anaranjada, siempre demasiado distantes entre sí.

 

En realidad, bien pensado, sí que, cierta vez, alguien se aventuró a proclamar que aquí pasaban cosas. Que eran sobrenaturales y que Jindrichuv Hradec es un lugar mágico porque entre los mampuestos de su castillo y su afamada torre negra habita el espíritu de la Dama Blanca. La fortaleza de Jindrichuv, el tercer castillo más importante del país, al fin tenía su ánima errante que por las noches recorría los salones lamentando su trágica existencia como esposa del desalmado Jan de Lichtenstein, quien la machacaba porque el padre de nuestra damisela no había cumplido con la dote que debía haber pagado. Perchta de Rozemberk, de vida bien documentada, es la Dama Blanca, y tras fallecer por peste se convirtió en la candidata número uno para insinuar que en Jindrichuv Hradec, en ocasiones, sucede algo…

 

Pero la realidad es que Perchta nunca vivió aquí, y que su espíritu no es más que un invento de Miloslav Paulik para hacer más atractivo su castillo. Comenzó con la historia programando visitas nocturnas allá por 1994, acompañando a los grupos con ruidos de llaves y aullidos de lobos. Por lo visto el tema gustó y ahora se pueden encontrar este tipo de “visitas” en otros castillos del país. Aquí, en Jindrichuv, se suelen programar en verano, pero cuentan que el espíritu de Perchta, ya pluriempleado, también es visible en castillos de Trebon, Cesky Krumlov, etc. Se cuenta, además, que en vida cocinaba dulces para los pobres con la intención de limpiar el karma de su esposo, y que es capaz de predecir el futuro en función de los guantes que usa: si rojos, un fuego está por llegar, si negros, la muerte, y si blancos, un nacimiento o una boda.

 

No es extraño que la mente de un ciudadano de Jindrichuv creara esta ficción ya que, como digo, de aquí uno se va con la amarga sensación de que nunca pasa nada reseñable, excepto que se cruce dos veces un gato negro y no seas supersticioso. Ha cambiado el tiempo, amenaza lluvia. Hora de recogerse, hora de despedirse de castillos, silencios y damas de leyenda.

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