Mercerreyas

Marcelino, un espíritu de jade en Antigua

Sábado, 12 de septiembre de 2015

Marcelino

Marcelino

Marcelino, para servirle

Bien sabes que no recuerdo su nombre. Si volvieras a preguntarme te diría Anselmo, Federico o Juan. Cualquier ocurrencia porque lo único cierto es que jamás podría olvidar que tú, mamá, siempre tuviste presente su nombre. No obstante sí recuerdo qué le compraste, imposible olvidarlo sabiendo cuánto te gustaban las piedras de colores. Y en comidas o cenas familiares, cuando abríamos el cajón de los recuerdos siempre viajados a tierra guatemalteca, a su jade imperial que se disimula con la tersura suave y profundo verdor emanado de las tupidas laderas de cualquiera de sus volcanes, tú siempre tenías su escurridizo nombre presente. Eso, justamente eso me ha empujado a regresar por aquí hace unas horas para tener la confianza de que, tras mirarlo fijamente y escuchado de sus labios, jamás volveré a olvidarlo. Para que jamás puedas volver a reprocharme, ya desde el mundo espiritual, que lo haya descuidado. Antigua, la insigne ciudad baqueteada por la furia de la naturaleza, también tiene de este modo el acento del regreso puesto en el rescate de un tipo cuyo rostro e identidad se me perdieron por demasiados momentos.
Al llegar desde el aeropuerto capitalino distante apenas una hora, Antigua se baña en adoquines húmedos y sombras por las que deambulan espectros escurridizos a los que me sumo fatigado de dos tránsitos aéreos por aeropuertos norteamericanos donde todo funciona lento y fatal. Toda la ciudad, es algo que se aprende pronto, está preñada de espíritus errantes de hoy o de ese terrible ayer que cinceló a base de terremotos el macabro destino de miles habitantes, hundidos entre mares de polvo, cenizas y muros resquebrajados. Hoy su energía sigue pululando por allí como densas sombras quebradas que se desprenden de unas empáticas iglesias de pura melancolía: cuatro muros cicatrizados, sin tejado o cúpulas, marchitos pero nostálgicos de lo que fueron. Solo por su eco se puede entender que, sin saber a ciencia cierta si el joyero de jade seguiría perteneciendo a nuestro mundo o al de nadie, la duda me empujara a regresar.
Las cinco y media de la mañana siempre suelen ser más una referencia de regreso que de partida para cualquier viajero con querencia juerguista, pero siendo víctima de jet-lag mi primer día solo me empujaba a enganchar un café, un pitillo y un libro. Se puede leer en las guías que Antigua fue una ciudad hermosa, que se fundó primeramente en el valle Almolonga, a cinco kilómetros de su actual ubicación, pero que en 1541 un corrimiento de lodos la inundó y echó a perder. Entonces esta Antigua vio la luz, subsistiendo a los terribles terremotos que cada equis años la baqueteaban desde sus cimientos. Distintas ordenes religiosas se fueron sumando a embellecer esta ciudad ya preñada de mansiones coloniales y oficiales del Imperio Español, dando como resultado, a principio del siglo XVIII, una ciudad con Universidad, una imprenta y hasta un periódico. Una adelantada cultural en el nuevo mundo de la que sentir orgullo. Mas esto no deja de ser Guatemala, el país donde la tierra se rasga y el futuro lleva impreso una fecha de caducidad marcada por el próximo desastre, y en 1773 dos terremotos dejaron tan maltrecha a la ciudad que la decisión fue inevitable: la nueva capital se trasladó a Ciudad de Guatemala. Historia dorada de la que, sin embargo, ninguno de sus vecinos de hoy parece querer saber y menos importar. Semi-abandonada desde aquel fatídico año, ha sido justo en la última centuria cuando se ha repoblado y adecentado para dar lugar a esta tan hermosa como artificial ciudad. Todas esas mentiras, y aun más, cuenta la guía mientras el sol empieza a picar por el oriente. Es hora de ponerse en marcha.
En este decorado de adoquinados irregulares flanqueados por fachadas crujidas y tejados inexistentes, la historia es un mero reclamo que sirva de cebo a gringos imberbes en busca de un doblón de juerga y tragos disfrazados de clases de lengua española. A la altura del mediodía, cuando aprieta el sol, cuando ni los aleros dan un respiro sombrío y solo las buganvillas se agitan mecidas por una minúscula brisa que arrastra nubes sobre el próximo volcán Agua, sobresale altiva la desfachatez de estos gringos empotrada contra los muros de una vieja capital que se resiste a desmoronarse, contra la indiferencia de unos vecinos cuya matriz genealógica en el lugar se remonta a una o ninguna generación. Y caminando me veía hacia uno de ellos, uno que, paradojas del destino, me había hecho regresar cinco años después a la pervertida antigua capital guatemalteca. Solo la caprichosa memoria me juraba que, nombres aparte, ella sabría marcarme el rumbo de pasos para llegar a su taller artesano, ni siquiera comercio de capricho, apenas lima y esmeril anónimos e invisibles a ojos del veintiuno.
-Busco a un tipo que trabaja el jade por esta zona. Tiene un taller pequeñito y creo que se llama Anselmo. Andará por los cincuenta, y solo recuerdo que llevaba bigote-. Le digo a una anciana que regenta una platería. Tiene el pelo cano, enmarañado, y esa marca de identidad como tez picada o curtida que incrementa un aspecto entre pétreo y embrutecido tan clásico de los indígenas.
-No en esta calle. Llevo dieciocho años aquí y no me sueña. Igual más abajo. En la joyería de Pablo`s te dirán. Coge la primera cuadra a la izquierda y luego la primera a la derecha. Está unos metros más abajo. Ellos sabrán-.
-Yos há-. Le digo agradecido en idioma kakchikel. Me devuelve la sonrisa y parto buscando un gramo de sombra que no aparece.
Aquí, en esta región centroamericana, todos tienen un gentilicio tan cariñoso como despectivo en función del contexto. Ticos de Costa Rica, nicas de Nicaragua, guanacos de El Salvador, catrachos de Honduras… Todos y ninguno en realidad, porque es tal la amalgama de minorías étnicas herencia de los mayas, su cruce racial con los colonialistas ibéricos y su dispersión geográfica que las fronteras no significan nada más allá de una raya sobre el mapa o apelativos políticos.
-¿Puedo ayudarte?-. Me dice una chica recién puesto un pie en el establecimiento. De Pablo ni rastro. Aburrida, atiende a una gringa de ademanes caprichosos y sobrepeso alarmante.
-Eso depende de tu memoria, o de lo que alcance la mía-. Le digo justo antes de describir a mi fantasma de cinco años atrás.
-Marcelino-. Suelta sin dejarme acabar. Exacto. Marcelino era. Suspiro como un disparo que me devuelve tu recuerdo. Marcelino.
-¿Dónde le encuentro?-.
Aterricé donde Marcelino con dos cervezas heladas y una sonrisa que disimulara tu recuerdo, justo cuando el cielo se empezaba a forrar por fracciones de una gasa gris.
-¿En qué puedo ayudarte?-. Marcelino no ha cambiado mucho. Sus arrugas son más profundas, su ropa más lustrosa, a juego con la prosperidad de Antigua, y su bigote mal recortado del mismo modo a cinco años atrás. Él tampoco podría pasar por conquense o madrileño, ibérico. Lo grita a los cuatro vientos su barriga zampona, su pelo tan azabachado como turbio, su maya nariz hundida y esas sus manos machacadas de yemas arrasadas, pulidas frotando el jade, buscando la veta perfecta para cortar.
-¿Cómo te llamas?-. Le digo de sopetón. Marcelino. Ya sé qué va a responder.
-Marcelino, para servirle-.
 -¿Crees que tienes buena memoria?-. Sonríe nervioso y se atolla las manos en un trapo sucio. Le alargo una lata helada porque noto que se pone tenso y casi no le dejo responder.
-¿Yo? Pues no sé…-.
-Hace cinco años estuve aquí. Estuve con mi madre. Tú la hiciste feliz y se llevó un buen recuerdo de Antigua gracias a ti y tu mercancía. Solo quería agradecértelo, ahora que ya no está porque falleció. Ella jamás olvidó tu nombre-.
-Lamento mucho lo de su señora madre-. Dice tan compungido como confundido.
Coge la lata. No me recuerda y no importa. Sin saber qué decir o hacer, la espuma se desborda por la corona y gotea en el suelo. Brindamos. Echamos un trago. Me habla de el jade manzano, de las vetas del imperial que, caprichosas, a veces aparecen por allí como gauchones o lajas de felicidad; me habla del encargo de una mujer de Arkansas con forma de aretes y anillos dobles que me muestra con dulzura. En su taller, cuando ojeo, el tiempo se ha detenido en decorado y vida: tres jóvenes de mirada hundida en su quehacer. Uno pule, otra engarza, otro moldea plata del Perú. “Aquí seguimos los mismos”, dice confidente. Y todo, madre, sigue tal y como tú hubieras recordado, ajeno a ese destino inasequible a la fatiga que te llevó con el mismo brío con que nos arrancará a los demás. Todo sigue igual.
En un momento dado, cuando ya tengo bastante, miro a Marcelino casi despreocupado una vez aprendí su nombre y hago que me volteo. Le estrecho la mano y ante su todavía no digerido asombro por mi visita y motivación recuerdo las palabras de Inaki: ni Dios viaja como tú. Signifique lo que signifique.
-Hasta la próxima, Marcelino-. Le dejo caer en el umbral. -Suerte con el negocio-.
¿Y a dónde voy ahora? Qué más da si Antigua ya encontró su sentido. Así se me pierde Marcelino como otro de esos espíritus burlones que, quién sabe si para siempre, van quedando atrás. Ya no olvidaré su nombre, ya no tendrás que reprochármelo. Prometido. Solo quería su nombre, su nombre a cambio de un trago. Confío lo entendáis tanto tú como él.
Cuando un chaparrón arrecia mientras sigue luciendo el sol en focos diseminados y la gente corretea dando esos pasitos zambos tan cómicos y genuinos de Latinoamérica, Antigua se traviste entre sonidos de batiente. Los rayos de pronto chisporrotean. Los truenos de pronto retumban al tiempo del fulgor. Me lanzo de súbito a la corriente, me sumo a la humedad soñando nuevos horizontes ahora que te tengo volando a mi lado. Tras el denso velo opaco de lluvia al caer se adivinan regueros que se forman avanzando posesos por la junta de adoquines irregulares, canalones que no aciertan a evacuar, goterones que resbalan por hojas de ficus e hibiscos color escarlata, fachadas teñidas de gris o fragor de batalla y también, cinco años después escalofrío húmedo de por medio, a un redimido viajero del ayer al que se le olvidó ir a recogerte a la puerta de la catedral, perdido en la taberna del sol latino, perdido entre acordes de Silvio Rodríguez.
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