Mercerreyas

Semuc Champey: leyendas y lucha indígena

Martes, 15 de septiembre de 2015

Guatemala

Guatemala

¿Y dices que vienes de Antigua?

Cobán, al fin, se parece un poco a esa Guatemala que en su día dejé atrás. Luce una iglesia coqueta por encalada, un mercado de tipo asiático, explosivo al ojo y olfato, y una población mestiza pero también indígena que no tiene ningún interés en tratarte como a un extranjero. Saben que lo eres, pero no les importa a diferencia de como sucede en Antigua. Las herederas maya lucen aquí también sus coloridos “cortes típicos”, delantales y “huipiles”, como cultura y no para la foto, y además se acompañan de gallinas y chamacos en el regazo, o cestos con aguacates y papayas a diferencia de los collares de cuarzo verdoso que te intentan colocar tal que jade en la vieja capital reconvertida en parque temático. No obstante, también coca-cola y bolsitas de comida rápida ya que, no en vano, las estampas puramente pintorescas e inmaculadas ya casi las extinguimos de este planeta. Los letreros aparecen en castellano, igual que unos menús donde, ya era hora, los precios se corresponden con la realidad económica de Guatemala. Cobán, una vez tiré la maleta en un hotelito lo suficientemente limpio y localicé una tasca de las mías, prometía un millón de anécdotas y conocimiento en un ambiente lo suficientemente polvoriento.
Aterricé, como digo, en una tasca patibularia. De esas donde te quedas pegado toques lo que toques, te apoyes donde te apoyes, y el irritante olor a desinfectante confirma que la higiene es un pasatiempo ocasional, un artículo de lujo. Quedaba un tipo allí haciendo guardia, con sombrero de ala ancha ladeado, que cuando no estaba de duermevela se animaba a poner una ranchera en una rocola (gramola en España) para luego tararearla hasta volver a caer por el peso de unos tragos que engullía con avidez. Tenía aquello una hermosa reminiscencia del antro llamado “Gato Negro”, en una Mérida mexicana no tan distante, lugar clásico donde se aprende que en los países en vías de desarrollo el alcohol no es una opción de acentuar la alegría sino una obligación para incinerar las penas.
-¿Y dices que vienes de Antigua?-. El tipo que me pregunta, el camarero, el cocinero, el barrendero y el dueño, todo a la vez, no necesita ni mirarme a los ojos. Echa unos pedazos de carne y agita un puchero del que brota un olor extraño de hierbas aromáticas que no alcanzo a identificar. Tras cinco minutos tecleando y dos tragos de cerveza se debe considerar con derecho a tratarme como parte del mobiliario. La mejor invitación, qué duda cabe, al palique que tanto me gusta cuando voy con la idea de calentarme un poco el morro con unos tragos. Respondo afirmativamente y le miro con curiosidad.
-Yo fui una vez allí hace unos años. No me gustó aquello. Nada más llegar me contaron una leyenda-. Me mira travieso, buscando mi complicidad para su soliloquio. Enarco las cejas, querencioso.
-Hay un McDonald´s allí con un muñeco de esos con aspecto de payaso. Dicen que una vez un señor de Antigua se paso de tomar (beber, otra vez en España), y se sentó cerca del muñeco. El muñeco le habló, y fue tal la impresión que se murió. Así como te lo digo. Se murió el señor porque el Ronald le habló-. Mueve enérgicamente su cabeza de arriba hacia abajo para enfatizar su discurso mientras yo le miro primero circunspecto, luego divertido. El tipo me ha convencido, de súbito, de que Cobán mola más de lo imaginado.
Hay veces que uno no sabe muy bien qué pensar de estas gentes. Tiene algo su simplicidad, su carácter inocente, que hace inevitable cogerles cariño. En el fondo las leyendas, leyendas son. Desarmadas de sentido metafísico y de metáforas incorporadas. Lo acababa de contar como quien revela, ungido de luz, el tercer misterio de Fátima y sonaba a mis oídos tal que chascarrillo, tal que estribillo de jota chusquera. Te pierdes en el lugar más sórdido de Guatemala y resulta que acabas tecleando una leyenda, plenamente consciente de que has aprendido más de la gente que te rodea en cinco minutos de Cobán que en tres lunas en Antigua.
Lo del analfabetismo, para los que adoramos escribir, también suma en empatía y cariño. Una tarde en Antigua decidí acercarme al cercano pueblo de Pastores. Andaba buscando unos zurrones de cuero, artesanos, y en Antigua lo poco que se le aproximaba costaba un quintal. Ni de coña. Así que pregunté a un paisano y me chivó el truco: que el cuero se trabaja en Pastores, y que allí encontraría lo que buscaba a un precio justo. El tema es que me acerqué a la estación de buses, la colindante al mercado de artesanías, y allí asomaba una indígena esperando al bus en el lodazal desnudo que hacía de marquesina de los buses a Pastores.
-Vas a Pastores, ¿verdad?-. Le pregunté animado. No podía tener mayor aspecto de campechana con sus mejillas rosadas y una poblada melena que recogía en cola de caballo con una deshilachada goma de a céntimo.
Asintió con convicción y justo al girar la cabeza aparece un bus de esos típicos de transporte escolar en películas yanquis. Con aspecto de mamotreto y un llamativo amarillo canario, rotulado para la ocasión: Bus School. Tosco e incómodo son calificativos que, sumados a la saturación a bordo, el olor a cuadra, los sudores y los codazos desde el riñón hasta la frente, hacen de pretender recorrer incluso cinco kilómetros a bordo de estos vehículos infernales una aventura de lo más patética y memorable que se pueda imaginar en Mesoamérica. En el frente un llamativo cartel de “Pastores” se comía medio parabrisas, cosa que tampoco importa mucho toda vez que los chapines, incluidos los conductores de buses, no son precisamente seres estirados.
-Pues mira, creo que hay viene nuestro bus-. Le digo mientras me arrimo a la portezuela y lanzo al barro un pitillo que acababa de prender.
-Espera, voy a preguntar al conductor-. Responde ufana.
-Pero si pone Pastores-. Digo como un idiota, sin entender que la mujer, obviamente, era analfabeta. Se turba un poco y nada más preguntar al conductor, que por su comprensiva reacción ya debía estar acostumbrado a este tipo de situaciones, me confirma el destino con una sonrisa que me desarma. “Seré imbécil”. Toda la gracia de Guatemala, de Centroamérica o del mundo, toda la esencia de un viaje se pasea en décimas de segundo por el iris castaño de unos ojos que brillan sobre mofletes coloreados y que, de improviso, te recuerdan que ya ha merecido la pena hacer este viaje, pase lo que pase. Ésa es la quintaesencia de viajar, porque nadie debería olvidar que la verdadera magnitud de un viaje la dan tantas situaciones de este calibre como se puedan vivir independientemente de cuatro millones de fotos que el tiempo se llevará.
Aunque uno acabe sintiéndose el tipo más estúpido sobre la faz de la tierra. Nunca nadie será capaz de decir que ha viajado si no ha sabido sentirse humillado, ganando en humildad. ¿Cómo coño no empatizar con seres tan dulces, tan rebosantes de algo que nosotros parecemos haber olvidado? Mientras subía al bus, sin decir palabra, procuré pegarme mucho a ella y disimular mi rostro en el rojo intenso de su “corte típico”, la tradicional falda indígena.
A Semuc Champey, mi razón de parar en un Cobán del que dista un par de horas, lo imaginaba como otro excepcional ejemplo de pozas de carbonato cálcico donde las aguas se tornaran de colores turquesas o alimonados a tenor del ángulo de los rayos del sol, de la hora del día. Un travertino joven que, gracias a la posibilidad de bañarse, prometía unas piscinas ideales para los que hasta allí soñábamos arribar. Y no sé si es para tanto o acaso una decepción. Lo digo porque no pude llegar.
Hasta Lanquín, a apenas diez kilómetros, sí que llegué. Pero allí ya me dijeron que la carretera de acceso a Champey estaba taponada. La razón era la de siempre en estas latitudes: El CONAP (llámalo equis), la institución que regula las áreas naturales protegidas de Guatemala (llámalo cualquier país latinoamericano), se había hecho cargo de la gestión económica de Semuc Champey (vuelve a llamarlo espacio protegido o reserva natural equis) con la promesa a las comunidades indígenas Quiché (llámalo cualquier minoría étnica) que allí habitan de revertir parte de los ingresos en mejoras sociales. Les habían engañado una vez más, tal y como viene pasando desde que en 1492 un tipo con pelo cortado a cazuela se equivocara en su ruta a las Indias. Los beneficios nunca han llegado, obviamente, y los indígenas se comen los huevos a diario viendo cómo millares de turistas pasan por allí dejando unos cuartos de los que ellos no huelen nada.
¿Solución? No deja pasar a nadie por un periodo que, según me contaron, iría desde tres a seis días. Su presión, hasta en eso saben aleccionarnos, nunca se reviste de violencia. ¿Contrariado? Para nada. Comprensivo y orgulloso. Les roban su tierra a la cara, les llenan la Pachamama de porquería y encima quieren que sonrían. Son los herederos de los Maya, su sangre y herencia, los que han hecho de esta tierra lo que hoy es. ¿Cómo no entender que luchen por lo que es suyo desde hace generaciones?
Aunque no seamos conscientes, en Latinoamérica se siguen librando revoluciones de mercadillo, de fósforo de cerilla, mientras en Europa nos meten a presión litros de gasolina como políticos, fútbol y haciendas públicas. Es aquí donde el ser humano aún pelea por seguir siéndolo, donde cada día hay una nueva batalla por librar, donde cada quetzal se suda en cuadriláteros frente a gobiernos y multinacionales. Quién gana ya lo sabemos, pero precisamente por eso en ocasiones toparse con una situación de éstas lleva a decir con orgullo: “olé sus huevos. Ya habrá tiempo para Semuc Champey. Lástima que no clausuren todos los accesos a sus maravillas naturales e históricas”
De resultas me perdí un poco por el mercado de Lanquín rumbo a unas grutas que, sin ser un gran fan de interioridades que no sean femeninas, no es que me hicieran palpitar con furia emocionada el corazón cuando supe por una guía de papel que allí cerca andaban. De hecho dudas tuve de no quedarme callejeando y tomando un trago por el pueblo ya el cerro donde se ubica Lanquín regala un maravilloso entorno natural en el que, Trópico al poder, la amalgama de especies arbóreas que se entremezcla no tiene parangón en ningún rincón de nuestra vieja Europa. Si a eso sumas el serpentear de un río homónimo que se tornaba turquesa gracias a la concentración de carbonato cálcico que arrastra, se podían divisar panorámicas soberbias a poco que prestaras atención.
-La entrada son treinta quetzales. Pero necesita un guía que le acompañe porque dentro no hay luz… a menos que usted lleve una linterna-. Me dice uno de los jóvenes indígenas Quiché que por allí se buscan la vida haciendo de guías. Lo cojonudo es que me lo dice pegado a un cartel publicitario donde se ven las salas de la gruta iluminadas con bombillas en unas instantáneas, podéis imaginar, de lo más evocador.
-No me digáis que CONAP tampoco paga los recibos de la luz-. Les digo muy en serio mientras prendo un pitillo ya en la garita de tickets. Se parten de risa con la ocurrencia y parece que, por lo pronto, nos hemos caído en gracia mutuamente.
-No, señor. Es la municipalidad, la alcaldesa, la que hace un mes cortó la luz. Pero acaban de ser elecciones y el nuevo alcalde volverá a ponerla-.
-¿Y cuándo será eso?-. Se encoge de hombros.
-Tal vez dentro de un par de meses-.
-¿Y tú cuánto cobras?-.
-La propina-.
Me quedo por unos instantes mirando al tipo con aspecto de simpático que vende los billetes de ingreso y que rápidamente, confidente, me levanta la palma de la diestra en la que asoman tres dedos extendidos.
-¿Está bien treinta quetzales de propina?-.
-Claro, señor-.
Luego las grutas no tienen mucho de qué hablar. Apenas una colonia de murciélagos soñolientos en tres salas que con luz más potente que dos haces de linterna hubieran sido otra cosa más llamativa y que, nostálgicamente, me trasladaban a la inmensa gruta de Lapa Doce en la Chapada Diamantina brasileña. Aquello sí es una gruta en mayúsculas.
A la entrada de la gruta se encontraba el nacedero del río Lanquín y cuatro fulanos haciendo tubbing, es decir, el canelo mientras se apoyan sobre una cámara de neumático de tractor o excavadora que echan a flotar. Observándoles con atención, sin ningún atisbo de envidia, solo deseaba, como un gato zalamero, regresar a la tasca inmunda del día anterior. Quién sabía si no me encontraría con otro pedazo de leyenda por allí, y si venía con acento Quiché mejor que mejor.
Written by David Botas Romero
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