Mercerreyas

Mukdahan y Savannakhet, primas hermanas (extracto «Río Madre»)

Miércoles, 2 de marzo de 2016

Savannakhet

Savannakhet

Eso es Savannakhet. Caminar así, con los ojos como platos.

Amilanado en un bus local, con ventiladores anclados al techo y una maraña de cables oscilando peligrosamente sobre mi coronilla, arranca mi tramo hasta Mukdahan, siempre paralelo a campos estériles, agrietados de pura aridez, hundidos de tal modo que parecen susurrar su ansia de simiente arrocera. Es la estampa permanente del viajero por Isan: a mi lado solloza un bebé, es una niña desconsolada que luce un hermoso aro tobillero adornado con cascabeles plateados, hay también un monje que arrastra su túnica azafrán y al pasar a mi lado su roce delata un intenso aroma a incienso ganado con seguridad en multitud de horas recogido en oraciones dentro de una capilla oreada y fuera, al margen, una perra erguida observa como su camada de cachorros se amamanta, un niño desnudo hace sus necesidades y un campesino, que se seca el sudor al paso del bus, observa divertido el cuadro del animal y el crío.

 

Al llegar arrastro mi alma, por momentos tan insensible como inservible, por calles tejidas en un damero inconexo e irregular más propio de una mente perversa que de algo con resonancia a lógica. Sueño ahora con ausentes eróticas caricias en esa hora en que antaño, meses atrás, besaba muy de mañana la boca de una mujer. El sol amenaza con evaporarme al mínimo descuido y el aire cálido mantiene en una pira incendiaria lo poco que pueda quedar de mis pulmones. Me refugio un poco por aquí, otro poco más allá. Una pensión ocre, un bar no más luminoso, un trago… hago tiempo, busco mi lugar en el nuevo entorno, en mi cerebro, ruta y vivencias.

 

Cuando llega el borde del mediodía, una inesperada tregua de canícula arroja a mis ojos un Mukdahan que es como la radiografía perfecta, descarnada, de lo que implica el ansia de progreso a este lado del Mekong. Un esqueleto, una ciudad aún sin membrete, de esas típicas para las que se inventó el por nunca jamás. De pupila dilatada, es fea, y gris, y tan desparramada como desgarrada y casi hasta grotesca, como una gárgola, un yak guardián de los templos o un perro de Fu. Sus calles se amontonan y parecen brotar de la nada, desnudas o desiertas, salpicadas de cuarteadas casonas e imperfectas aceras, e incluso pueden parecer arrogarse una petulancia que no les corresponde y que puede llegar a confundir al viajero. Pero la gente bulle en todas las direcciones, es un reducto vivo, seres hospitalarios y terriblemente amistosos. Sueñan con un futuro de prosperidad, alaban el reciente y vistoso puente sobre el Mekong en la infinita esperanza de ser partida o meta de una teórica ruta comercial que lleve hasta Hué, la capital del Vietnam central. También lucen por centenas los seguidores del partido rojo, con sus camisetas bermejas, como en todo Isan, paseando y trasegando en otro de los múltiples mercados fronterizos que dan sentido al pueblo.

 

El Río Madre luce aquí esplendoroso, crecido y amplificado como no lo había visto hasta ahora. Camino por el paseo marítimo, muy similar al de Vientiane y observo como la suave brisa agita la superficie del cauce y genera un efecto que simula en el río como si fuera un papel de fina lija. Es cautivador observar el fluir silencioso del río, saber que estas mismas aguas me observarán en mi paso por Camboya y Vietnam, saber que en la misma calma en la que escribo esto ahora escribiré nuevas vivencias en el futuro sobre el mismo panorama. Familias Thais, turistas como yo, me arropan luego en un restaurante suspendido sobre el río. Ríen y aplauden, beben y gastan chanzas. Los niños sacan fotos a un Savannakhet que se puebla de lucecitas y a una luna que ya torna a menguante, aparecida sobre Laos, y que asemeja cogida de un hilo transparente. Una vez cae la noche cerrada, recojo mis bártulos y decido irme a dormitar unas horas.

 

Pero al caer la noche, aquí como en Nong Khai, la vida se embruja, se esconde y difumina y todo parece aún más oscuro y misterioso, aún menos acogedor, excepto en la sucesión de garitos que resucitan, revierten su quietud matutina en una polifagia de alcohol y sexo, y adoptan una especie de ojo único en este cíclope no llamado Polifemo sino Mukdahan. Inevitablemente me giró el cuerpo hacia un poco de diversión y, tras entender que quizás era un poco pronto para gastar las sábanas, aparqué los bártulos en la habitación de la pensión y salí a tomar tragos, a ver qué escondía Mukdahan para mí en esta vertiente.

 

Al despertar al mediodía recuperé mi cabeza en agua templada y, cuando recobré la calle, mi cuerpo no cejaba en su humedad porque me atrapó una tromba de agua racheada de proporciones bíblicas. Observaba al Mekong agitarse como dolorido del salpicar constante de agua por cada uno de sus centímetros cuadrados. Los viejos me observaban divertidos, al seco abrigaño, mientras me chillaban “namfon, namfon” (lluvia, lluvia) y al acercarme a su recogimiento uno de ellos me tendió una diminuta toalla con la que secar mi chorreante cabello. Adoro Isan, por mil aspectos, incluso mucho más diversos que éste, pero, en el fondo, son estas situaciones, propias del alma y no del color de un billete, las que me llevan a vagar perennemente por sus recodos. El calor de sus gentes no admite comparación.

 

Otro día visité la torre de Mukdahan pero esta vez en su vertiente cultural, jamás regresaré allí a tomar copas. Dentro, un museo desperdigado e inconexo pretende lucir algo semejante a aperos de las distintas minorías que pueblan la región. Pero no lo consigue, al menos claramente. Aquí cuatro descripciones en inglés, allí ausentes, un telar, unos utensilios propios de mahout, de la doma de elefantes. Nada cuadra con lo siguiente, son como isletas de recuerdos independientes, como un cementerio donde todos descansan juntitos pero cada uno es completamente distinto, ajeno a los que le rodean. Al salir, después de visitar la parte superior desde donde se divisan unas vistas potentes de toda la cuenca del Mekong en este área, lo único que pasaba por mi mente es que, al menos, poco se perdió en el trance ya que la entrada apenas sale por veinte baht y, como añadido, con su visita había tenido excusa para un tranquilo paseo desde el hotel que me había abierto el apetito.

 

La siguiente mañana, cuando ya empezaba a ser reconocido por los comerciantes del mercado de Indochina, otee el horizonte, Laos en mayúscula, Savannakhet en letra pequeña, y supe que era momento de regresar a la senda sur del Mekong, de abandonar Isan. Así, en unas horas tenía estampado mi tercer y definitivo sello de entrada en Laos en apenas unas semanas purgando, de nuevo, los treinta y cinco dólares de rigor.

 

Villas señoriales arracimadas aquí y desbalagadas allá, jalonadas de buganvillas de colores que se confunden entre el malva y el lila, al rebufo de plumerías de flores tan blancas tal que hubieran sido bañadas en lejía pura. Algo, este sitio, como para resucitar, algo que estalla en el irrefrenable deseo de trotar por nuevos horizontes, nuevos futuros, de calles perpendiculares que invitan a descubrir, a asomar el hocico un trecho más allá sin debilidad ni desfallecimiento anímico posible. Eso es Savannakhet. Caminar así, con los ojos como platos, calle tras calle. Una delicia de tonos pastel. Lo primero es pensar que quizás ha sido un recuerdo guardado celosamente por esta sociedad. Un vestigio de algo que murió pero cuya gloria nunca ha de desaparecer. Algo tan cercano, algo de estilo europeo, francés. Y su gloria asombra por inédita, por encantamiento como refresco, chapuzón helado, a un cuerpo y un alma adormecidos.

 

Acaso en Laos llueve sobre mojado en lo que se refiere a arquitectura colonial, pero Savannakhet es punto y aparte. Es capaz de degollar cualquier bella fachada o cornisa afrancesada anterior que cruzó por mis ojos con una suficiencia que desarma. Ni Luang Prabang, ni Vientiane o Hanoi, ni las localidades ribereñas del Mekong, ni Phnom Penh… Nada. Esto es un punto más allá, una sexta marcha, un crisol madurado y de acabado perfecto. Hasta la alargada sombra del viajero parece conjugarse con su figura para no romper ningún encuadre a ojos vista, regalando a la vista un plano panorámico irreprochable.