Mercerreyas

Nilo y Dendera, presunta terapia

 Martes, 8 de noviembre de 2016

Nilo

Nilo

El Nilo que se imagina serpentear

Últimamente, apático, escribo por contar cosas y no porque tenga cosas que contar. En este viaje, en este Egipto de polvo y miseria, de faraones y escasez de turistas, ha salido así. Desde este punto te aseguro que hay una gran diferencia entre lo uno y lo otro, aunque rara vez haya sido tan consciente de ello como en este instante. Siempre pretendí que fuera lo segundo pero, de un tiempo a esta parte, asumo resignado que es lo primero. Y no es que no sucedan cosas que trasladar a papel, ¡qué va! En este planeta las circunstancias envuelven al viajero por inesperadas, fatídicas o provocadas, no necesariamente en este orden de prelación. Es solo que siguiendo con planetas y viajes, otras culturas, en definición omitida, ni que decir tiene que éstas generan un torrente tan voluminoso de anécdotas que difícilmente uno puede excusarse con causas mayores para no compartirlas. No debería hacerlo so pena de mentir. El problema, en consecuencia, no es qué sucede a tu alrededor, sino si lo percibes o no, si llevas motivación para contarlo o no. Ésa es la historia.

 

Hay momentos que un rayo de sol te deslumbra y fustiga el ánimo, lo excita o lo apuñala, y otros en que un atropello se queda en el rabillo del ojo porque lo decides así. Qué más da si estaba muerto, agonizante o ileso. Tal es el contraste. Las risas almibaradas de los críos, el olor a hoguera, la luz dispersa a través de los agujeros que ejercen de difusores en las clásicas lámparas árabes de barro o metal repujado, Egipto a tus pies desde cualquier azotea, el Nilo que se imagina serpentear en meandros no muy lejos hacia norte o sur, que susurra maravillas de templos anónimos en sus orillas. Cicatrices que aspiran a tu memoria, a formar parte como grabados en los grilletes de tu ADN el día que ya no estés y que, sin embargo, muerden el polvo del olvido por tu desidia e introspección. Es jodido cuando todo pasa sin pena ni gloria, cuando uno solo acierta a respirar por puro automatismo. Y discernirlo sin ponerle remedio, mucho más. Yo acaso he decidido que mi Egipto de noviembre del dieciséis pase sin pena ni gloria. ¿Realmente lo he hecho?

 

No cabe duda de que, cuando se solloza por vez primera a miles de kilómetros del hogar, se aprende rápido que cualquier viaje siempre supone un billete de ida y vuelta al fondo de ti mismo. Un viaje al misterio de emociones que no sabes si habitan en ti o no, a un baúl lacrado con el sello de lo desconocido. Y es tu sentido anímico el que decide si algo es hermoso o no, si cruel o no, si merece la pena, si se rompe ese sello o no. A cien o diez mil kilómetros es secundario. En este viaje, en este momento en que la luna creciente sestea porque no encuentra cuatro cirros para juguetear al escondite, mi sentido anímico se halla tan congelado como templada y agradable es la brisa que roza mi piel. Igual que un ciego de facto hundido entre llamaradas de indiferencia, abrasado y derrotado por el déficit de ilusión, norma básica para sentirse y saberse viajero junto a resistencia y capacidad de adaptación.

 

Y debería contar que de veras se suceden mil cosas en Luxor. Si me sacudo el dolor, un mundo novedoso encuentra su encaje a un metro de mí. Historias sin padre ni madre que escribiría si tuviera ánimo para prestarlas atención. Resignado, mordisqueo las uñas cuando me abaten momentos en que añoro esa ficción, esclava del ayer, en la que aporreaba el teclado con saña transfigurando en teclas esta historia, aquel rostro, aquella situación desesperada. Todo el abecedario de mi existencia. Y te juraría por lo más sagrado que aquí se halla el billete de barco de mejor relación calidad-precio del mundo, el que cruza el Nilo de una orilla a otra por menos de diez céntimos de euro. Sentir cómo con la puesta de sol el verduzco del río se convierte en una masa de obsidiana viscosa que se rasga con la uña para arrancar destellos de alabastro, con las altas columnas del templo de Luxor al fondo, es una imagen inolvidable. Y puede que incluso contara lo hermoso del vergel que es la orilla de este fabuloso río en la ruta hasta Qena, donde las parcelas perfectamente rectangulares se alternan con cultivos de caña de azúcar, maíz y forraje para ganado, de esto en abundancia, que aquí llaman yuru doura. Que esporádicas palmeras datileras despuntan sobre el decorado desafiando a las siempre horrorosas torres de electricidad, Sansón contra Goliat. Que después la nada nunca fue tan cautivadora en arena dispersa. Y, muy especialmente, me hundiría en los mil detalles que hacen del templo de Hathor, en Dendera, un entorno de otro planeta en el que el azul que tiñe los relieves de columnas y artesonado adquiere matices de descripción para la que no existen palabras. De su historia ancestral, de la diosa a la que está consagrado, hermana de Horus, hija de Isis y Osiris, de cómo los cristianos dañaron éste y otros muchos templos cincelando sobre la piedra muescas absurdas preñadas de odio e incultura. De la sobrenatural paz que te envuelve allí, cual catedral europea. De la cripta escondida a la que has de entrar prácticamente tumbado y que esconde los relieves más sobresalientes. De lo sabroso del shish kebab o el kofta, de una cuenca de ojo vacía sobre un bastón o qué sé yo.

 

Pero, en realidad, solo camino sonámbulo por las calles y me quedo hipnótico, como un fantoche desalmado, cuando tras un escaparate observo una vez más la tapa de ese clásico libro de tapas verdes para turistas, edición en español, de arte y civilización egipcia que releías por enésima vez hasta el penúltimo de tus días. Inspiro de golpe. Me vomita la angustia para revolcarme en el barro de tu espíritu. “La Parca no te rondó, te llevó como tú deseabas”, epitafio que reconforta a duras penas. Expiro febril. Y entonces, con la imagen vívida en la retina del padre que se fue, Egipto pasa a ser solo montañas de arena mecida por la historia, buscavidas desesperados y una súbitamente empañada visión que arrastra desde el corazón lo mucho que te echo de menos, viejo.
Enlace al reportaje grafico.
Written by David Botas Romero
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