Mercerreyas

Sudeste asiático en ruta a Estelí

 Viernes, 23 de octubre de 2015

Estelí

Estelí

Sesteo por Estelí mientras mato el tiempo.

Esa mañana me desperté sudoroso, también pesaroso y entristecido. Había dormido fatal a intervalos de tres horas. Garantizo que hube de buscar una buena motivación para apearme de la cama y no invertir allí el resto del día. Ya con el rostro reflejado en el espejo del baño, horrorosa resaca de Flor de Caña que dos días después aún me sobrevolaba, procuré repasar mentalmente todos los iconos que me faltaban por ver de León y no salió nada que me esbozara una mueca de interés. El síntoma estaba claro: desilusión, y el remedio tenía una sola dirección: hacer camino. Abrir brecha parecía, de repente, la mejor solución a un clavazo, “goma” que dicen aquí, que me tenía mustio.
Se pierden en la ruta a Estelí un montón de volcanes que recuerdan a otros lares. El Telica, el Cerro Negro, otros cuyo nombre desconozco. Son gigantes de aspecto carbónico y arrugas en vertical, bellos y temibles porque aportan la vida, pero también la muerte. En Indonesia, en la isla de Java, recuerdo a algunos tipos que de pronto se han venido a pasear por mi mente pastosa de ron. Asoman con pértiga de bambú al hombro y en busca de un azufre tóxico que, trocado, les haga miembros de derecho en este absurdo mundo de moneda que hemos creado. Tipos de algodón con rostro de hormigón ajado y sudor purulento. Les veo rasgando la noche en el volcán Ijen, subiendo y cargando sus fardos pesados, enjutos, doblados por el esfuerzo.
Ninguno pasa de cincuenta kilos que, como consecuencia de la carga, se han doblado para hacer mucho más profunda su pisada en una ceniza enfangada que, de resultas, les hace titubear la silueta a cada nuevo paso. Bajar al fondo del cono volcánico en busca de su tesoro fueron diez minutos, subir diez millones de gotas de sudor. La muerte te espera dentro de la caldera, pero también fuera cuando ésta vomite destrucción. Vidas que se deshojan bajo un tic-tac humeante. Se sabe que un volcán que comienza de súbito a escupir llamas y bocanadas de humo es afrontado por estas gentes de modo similar a un ligero sirimiri primaveral en Euskadi. Si hay que morir, se muere, y si hay que ayudar, se ayuda. Para nosotros una mirada al pasado siempre da una idea de los nudos que nos ataron a la vida por mil rincones y risas. Los mismos nudos con que mide velocidades el viejo capitán de mercante y que aquí son amarras a un único volcán, a una mísera existencia que mañana engullirá la lava.
En Nicaragua, aquí y ahora, no es distinto ni, por descontado, alentador. ¿Quién demonios desearía vivir al borde de un volcán? Probablemente ni los mineros. Solo aquellos indonesios y estos centroamericanos hechizados. Existen tres tipos de seres humanos a los que envidiar: a los de buen corazón, clara minoría, a los valientes y a los inconscientes, especialmente a los inconscientes que hacen del dictado del corazón el pendón que alumbre el futuro. Es indudable que los que viven alebrados a un volcán guardan en su interior, como mejor tesoro, un pedazo de cada uno de los anteriores.
Avanza la ruta y entonces hemos debido de atravesar un túnel espacial porque amplios campos de arroz cubren llanuras, forman tapices que tiñen de oro y esmeralda todo el campo de visión. “Arroz”, murmullo feliz. “Arroz”, de mirada dulce y ojos canela, me lo confirma el nica a mi izquierda como quien se lo explica por primera vez a un niño. Pero es que él no sabe qué significan para mi alma los arrozales, él no sabe cuánto he vivido y soñado con esta misma estampa. Se mecen los tiernos brotes de arroz recortados ante suaves colinas de sucesión ondulada, pobladas. Se mecen y reconfortan mi alma, me hacen de ibuprofeno para el dolor de cabeza que se disipa ante el peso del maravilloso paisaje. Es el noroeste tailandés en esencia, y cuando empiezan las curvas esto no deja de ser la ruta a Mae Sariang, a Mae Hong Son o a Mae Salong.
Tras los virajes empiezan a surgir decenas de casas bajas, chozas destartaladas en las que los perros sestean y las lugareñas se cubren del sol bajo paraguas de colores vivos. No hay templos, y tampoco importa, es solo que las omnipresentes cruces en cada intersección peligrosa o directamente abarrotando un camposanto consiguen emborronar una esquina del hechizo. Asia cristiana de Filipinas, probablemente. La brisa ya no es templada, viene con escalofríos de regalo, y los vecinos de furgoneta se apresuran a ponerse una chaqueta de algodón o un jersey de basta lana. “En Estelí encontrarás el frío”, me decían todos a los que les mencioné este lugar. Y eso era, básicamente, lo que venía a buscar.
Creo que jamás estornudé con mayor felicidad como cuando el cartel de entrada a Estelí se hizo realidad. Ni dos horas habían pasado desde que dejé el circo que es la estación de buses de León, desde que mandé al diablo a todos los buscavidas que por allí pululaban, pero era feliz porque un universo completamente distinto, y sin embargo no tan desconocido, se abría ante mis ojos.
Luego Estelí es como imagino a cualquier otra capital de departamento nicaragüense. Es bulliciosa y por momentos frenética. La calle central no dista mucho de mi añorado Nong Khai. Pasa por ser un mercado pleno de luz en el que todos los rincones son comercios repletos de productos traídos de China, pero no hay río, tampoco candidez intrínseca Thai o Lao, solo muecas altivas y miradas que nunca buscan la amistad en otros ojos. Hay ferreterías, unos restaurantes, talabarterías y, especialmente, decenas de zapaterías. Pero es un lugar turístico también, en un grado mucho mayor al por mí deseado. La gente acude a Estelí como las abejas al panal en busca de frescor y los gringos o europeos no somos menos. “¿Cuánto valen estos zapatos?”, pregunto a la joven que atiende un negocio. Es una chica preadolescente que se atusa la falda con parsimonia mientras muestra una sonrisa pícara. “Ciento cincuenta córdobas”. En la tienda siguiente hago la misma pregunta, señalo a un zapato exactamente idéntico, pero cometo el error de empezar mi interrogación por “qué me cobras” en vez de “cuánto cuesta”. “Setecientos cincuenta”, responde una señora cincuentona de gesto hosco que me examina de arriba abajo. Me falló la manera de preguntar, y estaba automáticamente vendido porque solo un extranjero usa esa expresión. “Clin, clin”, onomatopeya de la campanilla que debió saltar en la mente de la tipa, “un tipo que habla castellano raro y seguro lleva plata. A por él”. Me voy aburriendo del escarnio que se da en tantos lugares nicaragüenses pretendiendo cobrar más al turista. Cogí un taxi nada más llegar a la estación de Estelí. ¿A dónde vas? ¿Qué me cobras por llevarme a esta pensión? Monta, ya te llevo. Pregunto el precio por segunda vez. Como el tipo lleva a un cliente local no quiere darme aún la cantidad. Pregunto por tercera vez. Se baja el otro cliente y nos quedamos solos. Pregunto por cuarta vez. Cincuenta córdobas. ¿Estás de broma?
Bueno, dame treinta. Estoy hasta el gorro de que nos cobréis el doble a los extranjeros. Silencio. Una vez en la pensión, pregunto al dueño por curiosidad aunque imagine la respuesta. No me ha cobrado el doble, ha sido el triple porque la carrera desde la estación de buses al hostal cuesta diez córdobas. Salí a comer algo y pedí una tortilla y una cerveza. La primera cuesta setenta y cinco, la segunda cuarenta. ¿Cuánto es? Ciento veinticinco. Alucino. La tortilla son setenta y cinco, y la cerveza cuarenta, ¿no? Asiente la chica. Eso son ciento quince. Ya, pero diez son de impuesto. Por supuesto no me dio un ticket, y yo ya estaba tan hasta el gorro de esta gente que pasé de declarar la guerra. ¿Qué cojones pasa en Nicaragua?
La última noche en León conocí a Juan y Ana, dos murcianos de Cartagena que han viajado mucho por Nicaragua. Él es bombero y ha estado en ocasiones instruyendo a los semejantes nicaragüenses dentro de la ONG “Bomberos en acción”. Se les ve buena gente a la legua, gente de conciencia social e ideales de un mundo más justo y solidario. Gente que te hace sentir orgulloso de un estilo de viaje que no todos comprenden. Tras más de una quincena de regresos, Juan solo puede hablar con cariño del nica. Me cuenta anécdotas que contrastan con lo que está siendo mi experiencia, y yo le aseguro que aún estoy por encontrar un lugar donde todos me traten como a un semejante y no como a un fulano a quien esquilmar. Él adora este país, y probablemente lo haga por el mismo motivo por el que yo adoro el Asia: la magia del regreso constante, la magia de la convivencia, de compartir el mismo plato. Eso es algo que ya tengo la suerte de conocer, y asentimos con alegría y nostalgia ante las historias del otro.
Contamos anécdotas de Centroamérica y de Asia, pasamos una noche agradable. Glosamos la magia del regreso, de recorrer lugares ajenos y apenas reseñados en mapas cartográficos, de sociedades que hacen de la hospitalidad su ley de vida. Regresar para poder conocer las virtudes de una sociedad y su cultura, su alma. Ésa es la auténtica razón de viajar. Y acabo, de madrugada, convencido de que este viaje por Nicaragua lo he planeado mal. Que es solo salir de la senda turística que ni en Estelí me abandona lo que me puede mostrar el camino del nicaragüense que Juan con tanto cariño describe. Es acaso regresar a un Chinandega donde sí que encontré una sociedad receptiva y, sobre todo, honesta conmigo y consigo misma.
Sesteo por Estelí mientras mato el tiempo, echo una cerveza a ratos, veo el partido del Athletic y termino soñando con que un regreso a Nicaragua me dé, por supuesto, una concepción más justa y próxima a la realidad. Algo de lo que narraba Juan con felicidad plena. Una chispa que lleve a olvidar ésta artificialidad plena de sobreambición que me desangra en la ruta turística. No obstante, ya debo pensar en términos de futuro a medio plazo porque Somoto, mi próxima y quizás última estación nicaragüense antes de volver a casa, se ha tornado en un manantial del que no dejan de brotar más dudas que ilusiones.
Written by David Botas Romero
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