Mercerreyas

Angkor salvaje

Jueves, 26 de octubre de 2017

Angkor salvaje
Angkor salvaje

 

Siguen teniendo un punto de tenebrosas las calles de Siem Reap, el núcleo urbano más próximo a los templos de Angkor, cuando cae la noche. Es innegable que ahora menos ya que incontables letreros de cajeros automáticos y hostales irradian su luz sobre un asfalto que antes era tierra cobriza. Lo hacen de continuo porque, progreso al poder, ya no hay cortes de luz. Surge la sonrisa en un punto indeterminado, caminando en silencio bajo el coro de grillos, bajo la tupida capa de humedad selvática que todo lo envenena, cuando recuerdo el día que le robaron el bolso a mi madre y yo todo preocupado por cancelar la tarjeta de crédito. Tuve que explicar al chico de recepción del hotel qué era una tarjeta de crédito. Con rictus serio, imagino que ahogando la sonrisa displicente, me dijo que estuviera tranquilo, que solo había un cajero en toda Camboya y estaba en Phnom Penh, por entonces, diciembre de dos mil seis, a un año luz de distancia. Siem Reap era cálido y acogedor, las camisetas originales de marca GAP cogían polvo en el mercado central a la espera de que las llevaras a cambio de un par de dólares y los cuatro restaurantes de amok o lok lak aún lucían el letrero de prohibido portar armas de fuego en el interior. Aquellos ecos de disparos nocturnos en Phnom Penh, justo un par de días antes, no se me habían olvidado y, petrificado, dudaba temeroso sobre si franquear el umbral o no. Historia marchita nada más pisar el aeropuerto.

Lo digo porque el pulso a una localidad se coge en el mercado, queda claro, pero en su aeropuerto cabe mucho más, de local y de recién adoptado. Emociones de felicidad o desesperanza que se reflejan en rostros. [perfectpullquote align=»left» cite=»Botitasenasia» link=»» color=»#16989D» class=»» size=»16″]Hombres de negocios, empieza a volar alto el dragón con una tasa de crecimiento interanual que, como me confesaba el colega Ángel, anda por el ocho por ciento. Un caramelo para empresas extranjeras.[/perfectpullquote]

El de Siem Reap ahora aparece forrado de chinos, una vez libre de las ataduras de exclusividad que solo permitía a un par de compañías volar hasta este edén cultural. Miles de ellos, millones de ellos llegan en oleadas para copar buena parte de los tres millones que visitan Angkor anualmente. Son ruidosos y frenéticos, acelerados por aquí y por allá tras una banderita colorida. Es su tiempo, se lo han ganado.

Atrás quedaba el aeropuerto de Hanoi donde sus dos terminales son universos paralelos. En la terminal de vuelos nacionales, sonrisas y satisfacción, turistas vietnamitas que vienen o van. Les alegra ir y parece que no les importa volver. También occidentales igual de risueños prestos a continuar su viaje, y vietnamitas trajeados de Armani que dan la nota entre la población peor vestida del sudeste asiático gracias a la basura acrílica china que todo lo cubre. Hombres de negocios, empieza a volar alto el dragón con una tasa de crecimiento interanual que, como me confesaba el colega Ángel, anda por el ocho por ciento. Un caramelo para empresas extranjeras.

En la de vuelos internacionales es aún mejor porque se ve la otra cara de la moneda en turistas que vuelan a Doha o Hanoi. Estación final. La comida en esta terminal es más cara, y todo es menos de andar por casa. Los humeantes platos de Pho se solapan bajo restaurantes de comida internacional y el Burger King rebosa de gente. Según sus caras sabes qué opinan de Vietnam, si se han divertido o no. Los ensoñadores tocados con el sombrero non típico, haciendo aspavientos al corrillo mientras cuentan anécdotas de Hoi An o Saigón. Volverán. Los enfurruñados con gesto sombrío, escuchando con la vista perdida en la nada, puntualizando solo para echar bilis grosera sobre aquel hotel, aquel restaurante o aquel vietnamita que les tangó cinco dólares en una carrera de taxi que nunca debió superar los tres. Hasta nunca, Vietnam. En serio que únicamente los turistas más necios pueden afirmar que odian los aeropuertos. En realidad, sabiendo de qué pasta son, lo hacen porque no hay nada que fotografiar, justo eso que les define para su desgracia. Solo emociones desbordadas, en terminales nacional o internacional, que no desean conocer porque son incapaces de salir fuera de su caparazón y empatizar con nadie. De ahí que su naturaleza se centre en fotografiar, para interiorizar, de ellos hacia fuera nunca saldrá nada de provecho. Y casi mejor así.

Siem Reap, volviendo al tema, ha levantado vuelo con motores a full. Y era lo previsible en un país destrozado y al borde del deceso por inanición bajo una tierra menos fértil que nunca cuando Vietnam hizo el doble juego de librarles del Jemer Rojo, positivo, y dar carpetazo con su supremacía bélica a la histórica reclamación del fértil delta del Mekong (Kampuchea Krom o baja campuchea) por parte de los camboyanos. Hundido en la miseria, el pueblo jemer solo podía jugar su carta en el turismo y en esa miel para el oso del capitalismo voraz llamada mano de obra barata. El gordo de la lotería, qué duda cabe, se lo ha llevado Siem Reap, a cada visita más cuidada y extensa. Hoteles y más hoteles que van viento en popa gracias a ese turismo asiático que gasta y mucho. Aunque, ya digo que cada vez menos, las calles sigan viviendo en penumbra al ponerse el sol.

Angkor, con el sol de vuelta, es la más maravillosa herencia creada por la mano del hombre sobre la faz de la tierra. Sí, coetáneos de muchas catedrales europeas, alguno podría decir que aquéllas son más notables y precisas que esta serie de templos. Y puede ser cierto. Pero en plena jungla, con recursos ínfimos, los jemeres levantaron grandiosos hogares para sus dioses, importados de India vía comercio marítimo, que la naturaleza ha terminado por abrazar hasta hacerlos inmortales. En plena Edad Media europea aquí andaban con taparrabos, y aun así lograron cincelar piedras, tallarlas, encajarlas y encaramarlas para construir lugares como Angkor Wat, el mayor santuario del mundo construido, por si fuera poco mérito, sobre una isla flotante (esto se ha descubierto recientemente ya que Angkor todavía guarda secretos). E irradiados desde éste, centenares de vestigios a cada día más fagocitados por la selva, descompuestos ante su empuje, esperando que alguien les devuelva su gloria. Angkor salvajeEn Ta Nei, en Banteay Thom, en Chau Srei Vibol, en Banteay Prei,… infinidad de lugares desconocidos para casi todos que regalan momentos de soledad con hermosos templos solo para tus ojos. Los líquenes han teñido de canas la piedra, los sillares se amontonan tras ser derribados, los relieves ya son esbozos porque la lluvia los pulió, las raíces quiebran y la naturaleza descuella a borbotones para derribar piedra sobre piedra,… Siempre la vegetación y la humedad que revienta la pretérita ilusión, como en el caso de hoy con los seiscientos escalones trepanados en forma de brecha que hoyan la colina (Phnom) Bok. Arriba santuarios vigilantes sobre la planicie jemer, estructuras pulidas y quebradas que son, como casi todo Angkor, el oxímoron perfecto de la ruina más hermosa del mundo. En dos años empezarán a reconstruirlo, me acaba de decir el guarda que dormitaba en una hamaca y se ha desperezado al escuchar el crujido de las hojas secas bajo mis pies. Los banianos trabajan a destajo tal y como comprobaré después en Chau Srei Vibol, con todas las torres y bibliotecas caídas excepto una, pero en Phnom Bok todavía se pueden observar construcciones en pie, hermosas. Y las vistas son sublimes. A los pies queda el Tonlé Sap, la gloria de Angkor y la planicie jemer hasta donde alcanza la vista, paspartús de arrozal esmeralda y palmeras sazonadas junto a cabañas de ratán ya negruzco por la putrefacción. Ni construirlas en palafitos las libra de la maldición húmeda cuando llega el monzón del sudoeste. Sobre mí, en imposible equilibrio, dos plumerías han fecundado sobre el tejado de sendos prasats y se baten en duelo con sus mil ramas desnudas. Tan bello como desolador porque antes de dos años habrán derrumbado las estructuras con su peso y la naturaleza, como siempre en Angkor, habrá vuelto a ganar. En un rato le compro una cerveza al guarda y, de palique, me vuelve a repetir eso de que en dos años le meten mano. Convencido, el tío. Es cierto que tras muchos regresos a lo largo de un decenio he visto restauraciones milagrosas, como en Thommanon o en Baphuon. Este último ha pasado de ser una escombrera protegida por una lona a un templo-montaña colosal capaz de rivalizar con Ta Keo o Pre Rup. Pero es que Phnom Bok no tiene ni carretera asfaltada. Se repite, de modo irremediable, la sensación de desesperanza de ayer en Banteay Thom, donde una rama caída destrozó la gopura (torre) del santuario central hace solo cuatro años. Es tan difícil de creer. Apesadumbrado, le miento al compartir su esperanza diciendo que sí, que seguro que salvan este templo antes de que colapse. Apuro el resto de un sorbo y me giro para volver a reptar por entre las sombras, de vuelta a la base de la montaña. La naturaleza siempre gana en Angkor. Ayer, hoy y mañana.

P.S. Esta entrada debería titularse Angkor desconocido (II) ya que las fotos que siguen corresponden a templos del nordeste de Angkor (he dejado el sur para dentro de unos días) como Phnom Bok, Chau Srei Vibol y Pre Rup, este último no tan desconocido pero al que, por algún extraño motivo, no le había prestado atención en anteriores visitas. Mañana rumbo a Kompong Thom, regreso a Kompong Thom, mejor dicho, porque allí ya visité Sambor Prei Kuk cuando escribía «Río Madre» hace seis años, y lugar desde el que trataré de alcanzar Preah Khan de Kompong Svai (Prasat Bakan), a cien kilómetros de distancia.

Written by David Botas Romero
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