Mercerreyas

Día 40: Dalat en China

Miércoles, 18 de octubre de 2017

Dalat en China
Dalat en China

 

En cierta ocasión me encontré en medio de un callejón, solo (por raro que pueda parecer en Bangkok) y sin mechero o cerillas para encender un cigarrillo. Caminé hasta el “seven eleven” que me surgió en primer lugar y, L&M en boca, señalé mediante gestos la punta solicitando fuego. Por entonces yo no sabía que mechero se decía nanakbau, algo que a día de hoy se me olvida con sorprendente frecuencia. Desesperado cada vez que esto sucede, vuelvo a gesticular con rostro de pena como pidiendo clemencia, como siempre que te ves desarmado de palabra en un país extraño, más enfadado con mis amnesias temporales que con la situación en sí.

Es sabido que la media de edad en Bangkok es muy baja, que es una ciudad adolescente. Pero en estas tiendas aún crían dientes de leche porque su personal es, si cabe, aún más imberbe dentro de lo ralo de la sociedad Thai. El caso es que el crío que hacía de dependiente me puso dos mecheros, idénticos, sobre la mesa. ¿Cuál quieres?, me preguntó soñoliento.

Son iguales, respondí en su idioma. No lo son, uno cuesta diez baht y el otro veinte. ¿Y cuál es mejor? Estaba intrigado. Los cogió con la mano, uno detrás de otro, y señaló el de la diestra. Éste veinte baht. Los cogí yo… “Hostia, el que dice pesa el doble”. Se sonrió. Made in Thailand (el bueno), veinte baht. Made in China, diez baht. Compré el bueno y, a día de hoy, sigo convencido de que da vueltas por algún rincón del merendero en Mecerreyes.

China está por todas partes, valga la anécdota, y más en vecinos tan próximos como los países del sudeste de Asia. En productos básicos, en ropa, en juguetes, en calzado, en acero y hormigón. Pero aquí, en Vietnam, adquiere cotas de desmadre el asunto. Está invadido de norte a sur, y tiene arrestos que aquello que no lograron por la fuerza lo hayan metido con calzador vía comercial. Desde tabaco hasta licor, motos, bicicletas, comida y abalorios. Incluso verduras importadas que salen más baratas, pese al transporte, que las locales. O esa dichosa costumbre de fumar en el autobús local, aunque al menos no escupan dentro como allá. Y en Dalat, de no ser por las fachadas de casas de cinco metros de ancho que se multiplican por cinco en alto y profundo, el pan, el nuoc nam o salsa de pescado fermentado, la capacidad de poder leer aunque no entender los letreros gracias al alfabeto románico o hasta el ubicuo sombrero cónico, se percibe tan a fondo el asunto que, en instantes fugaces, es como si hubieras perdido aquel avión desde Shanghai y todavía vagaras, meditabundo, presa de un gigante rojo que no te deja escapar de sus fauces. Como un Teseo sin hilo, perdido en el laberinto.

Si te queda alguna duda solo has de recorrer el mercado de esta ciudad gris pero de clima fresco y seco gracias a sus mil quinientos metros de altitud. Igual que Kunming, la ciudad china de la eterna primavera. Dalat se transfigura a tal nivel y tan temprano que hasta su gemela asalta el recuerdo a las primeras zancadas. Puede que te engañen los prolegómenos, esa consecución de montañas tapizadas en esmeralda y parterres que se acodan junto a un lago de aguas cenagosas y nenúfares marchitos, ese Vietnam agreste en el que florecen hortensias, plumerías e hibiscos. Sin embargo, una vez en el mercado, la ropa es basura china y los vietnamitas, primos-hermanos de esos chinos comerciantes que a veces son catalogados como judíos asiáticos, avaros deseosos de que pagues cinco por lo de dos. ¿Cómo se sabe que es basura? Por la fórmula de aquel tailandés. Por el peso. El algodón aquí no pesa. Ni quintal ni siquiera cuarterón. Trapos vaporosos que insinúan tergal. El mercado fue lo primero que visité una vez en Dalat porque cualquier viajero sabe que el pulso a un lugar se le ha de coger en su mercado. Bueno, pues China en todo el morro. Sin previo aviso. Y, con honestidad, hube de salir corriendo para fijar la vista por un minuto en una botella de vodka Hanoi, so pena de no sentirme soliviantado porque me habían cambiado el destino y la concurrencia pero no las ganas de estafarme. Con la etiqueta azul y el líquido incoloro a un palmo volvía a recuperar el resuello y la ilusión por Vietnam. Así se las gasta Dalat, Vietnam por extensión, China sin necesidad de apurar.

Era obligado, ya recuperado del disgusto, girar la brújula hacia algo de esa genuinidad que, cuando todo se tuerce, marca la religión. Y ahí Dalat sí que lleva sello propio, como en la pagoda de Linh Phuoc. Han cogido conceptos ya conocidos al sur (cerámica cuarteada como elemento decorativo) y la han conjugado con tradición del norte, budismo mahayana importado de imagina dónde. El resultado es un pastiche de colores impresos sobre el lomo de dragones furiosos, de altaneros iluminados o guardianes bajo manto de plasticolor. ¿Es novedoso? A ratos. ¿Vietnamita? Debe serlo. La mejor parábola, si lo piensas un rato, porque eso, exactamente eso y sin necesidad de sobresaltarse en el mercado ni pesar mecheros o camisetas, es Vietnam. Lo de aquí y lo de allá, pero menos de allá al sur y mucho más del allá septentrional. Del mismo modo que, lo repito a menudo, en Myanmar, al oeste, se fusionan sudeste asiático e India, en este país, al este, prevalece la sombra alargada de una China que se visualiza en costumbres, cultura y religión desde las cataratas de Detian hasta Kampuchea Krom.

Tras unas horas de dormir la ciudad revela algo más. Siempre lo hace. Pero se diluye con rapidez esa sensación macarra a que todo viajero aspira de haber tenido la suerte de conocer un determinado lugar. [perfectpullquote align=»left» cite=»Botitasenasia» link=»» color=»#16989D» class=»» size=»16″]Me acosté seco de lágrimas, húmedo de alcohol, tan borracho como risueño bajo ojos rojizos, aunque eso ya no fuera virtud o defecto de Vietnam.

[/perfectpullquote] En Dalat dura menos que un suspiro porque el sitio amaga pero no golpea. Ni sus calles, ni sus invernaderos repletos de flores (como Kunming, una vez más), ni sus cascadas, ni siquiera su café. No deja de ser un fantástico entorno natural, aunque nunca redondee. Nada en esta ciudad o alrededores te obligará a alzar las cejas en expresión de agradable sorpresa. Todo resuena a lo ya conocido pero en versión pobre. Y de veras que por eso extraña tanto el que se haya convertido en destino preferido de recién casados vietnamitas, permanentemente visibles mientras sacan fotos en los cuatro puntos panorámicos de la ciudad.

Hice un tour, paseé por el lago, tomé un par de cañas de cerveza con vietnamitas tan cargados que no me dejaban ir sin echar la penúltima, monté en teleférico, me empapé en cascadas… disfruté lo que pude. Visité una casa loca, así se llama, que parecía obra de un tarado obsesionado a partes iguales con Gaudí y con castillos de Walt Disney. Extraña y cálida, quebrada y desconcertante por la ausencia palpable de líneas rectas excepto en tejados. Más colorida que la tarta de cumpleaños de un niño de primaria. Recorrí una pagoda tras otra, unas decentes y atmosféricas, otras prescindibles con mayúscula. En resumen, que a la inmensa mayoría solo las salva el colorido floral que abunda. Caminé una tarde para acabar siendo recogido por un motorista que me trasladó gratis hasta donde le apeteció y que fue, casualidad, junto a la bella cascada de Prenn. Ni había oído hablar de ella y fue lo que más me gustó. Busqué, en definitiva, todas las fórmulas para valorar Dalat y entender el porqué de su fama. No lo conseguí.

Tampoco me arrepentí en ningún momento de ir, aunque lo hiciera de rebote y sin pasión verdadera. El asunto es que había quedado en la cercana Nha Trang y, con tiempo de sobra, comprobé que distan solo cuatro horas una de otra y que aquí también existe un aeropuerto con vuelos baratos a Hanoi, de donde venía y a donde necesitaba regresar. ¿Lo recomendaría? Si te pilla por allí cerca, como era mi caso, sí. Las pagodas dan el pego, el clima es fresco y el verdor selvático cubre todo a la vista. Además te puedes hinchar a café o vino si lo tuyo es fijación freudiana en la etapa oral. De lo contrario, si no se te gana por la boca y prefieres la naturaleza estática de los documentales de La 2, ni para Dios. Dalat no merece ningún rodeo para visitarla.

Quizás no me pilló en mi mejor momento de ilusión por descubrir o fuerza física tras el tute de India, o quizás es que, estando allí, inconscientemente sabía que pronto llegaba el aniversario de la muerte de mi padre. Una buena persona, fatigada de vivir, que se apagó cuando el de la guadaña cobró toda su vileza. Él sabía que venía a por él y esperó con entereza ejemplar, sin necesidad o ganas de pelear por evitarlo. Ahora, evidencia que se marca a fuego minuto tras minuto, segundo a segundo, es innegable que a todos los que conocimos su bondad y coraje se nos fue con él un cacho del karma que se labró y nos regaló a los de su estirpe. Ni la naturaleza desbordada, ni China, ni productos a peso podían remendar el corazón de lágrimas derramadas que me besaba las mejillas recorriendo el paseo del lago, si cabe más turbio cuando el sol ya no se reflejaba, aquella última tarde. Los muertos siempre conmigo. Llegado el ocaso, me tocó darle otra vuelta de tuerca más a Dalat, la última, para recordar dónde quedaba aquella botellita de vodka Hanoi, aunque solo fuera como remiendo contra cicatrices que al tiempo le costará cerrar. La memoria no me dejó tirado esta vez. Me acosté seco de lágrimas, húmedo de alcohol, tan borracho como risueño bajo ojos rojizos, aunque eso ya no fuera virtud o defecto de Vietnam.

Written by David Botas Romero
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