Mercerreyas

Glaciares y colores de Cerro Tronador

Miércoles, 25 de abril de 2018

cerro tronador

Glaciares y colores de Cerro Tronador

Cerro Tronador, tan cerca de Bariloche como de Chile, país con el marca frontera, es otro gigante de nieves perpetuas cuyos glaciares, más accesibles que ningún otro visitado hasta la fecha, lo han coronado como excursión estrella a realizar desde la capital de los lagos. Es un camino de ripio, flanqueado por centenarios coigües, otra variedad de la familia de las lengas, el que lleva hasta su base. Cambió la vegetación y con ella el color de la base, alejado de gualdas coirones y ahora puro pasto esmeralda, pero no la explosión de otoño que hace fuegos de artificio con las hojas caducas en un diapasón inolvidable. Así hasta Pampa Linda, vallejo colmado de felicidad y vistas de vértigo con el sol en cénit. Con ese nombre todo se daba por supuesto.
cerro tronador

Y luego los glaciares, porque a este país se viene por la carne, las cataratas de Iguazú o los glaciares patagónicos. En la vertiente argentina del majestuoso Tronador, volcán latente, se cuentan hasta cinco glaciares, pero los más llamativos son el Ventisquero Negro y el Manso. En realidad es uno solo, el Manso, que aparece colgado de una ladera y cuyos desprendimientos ruedan ladera abajo, se forran de sedimentos adquiriendo esa tonalidad oscura, y se apilan en un nuevo glaciar sublime de nombre, obvio, Ventisquero Negro. Es una imagen inolvidable observar glaciares, lago y río que nace (el homónimo río Manso) en la más que probable caldera de volcán.

cerro tronador
Justo un kilómetro más arriba se huella la base del Tronador, otro nuevo valle horadado por glaciares y cuyas paredes escarpadas muestran regueros de las decenas de cascadas que se precipitan en época de lluvias. Ahora, recién acabado el verano austral, apenas queda una cola de caballo que da un tinte blanco entre gris de roca y ocres de vegetación. Es un anfiteatro natural que, no en vano, ha recibido el sobrenombre de “garganta del diablo”. Iguazú queda muy lejos, pero ésta no es menos impresionante.

Hasta ahí lo descriptivo porque lo emocional, de regreso a Bariloche y frente a un vaso de vino de la región de Neuquén (estos tipos hacen buen vino en cualquier latitud y clima), pasa por la fatiga, un día más, que aporta esa perenne sensación de que esto da para una foto y poco más. Se procura entender un poco el contexto, el marrón estriado que denota fortaleza y ambición de esos coigües que citaba, su naturaleza idónea como hogar para ser parasitados por hongos llamados llaollao, cuyo fruto es comestible (de ahí el nombre llaollao traducible como rico-rico o dulce-dulce en idioma mapuche); entender el azul y gualda, algo de la razón de la colonización europea por estos pagos donde los apellidos centroeuropeos son comunes ya que la similitud alpina de estos paisajes llamaba a aquellos a asentarse aquí, sin extrañarse de nuevos ojos cristalinos y pelos lacios que asoman tras cada esquina, extraños al perfil aguileño y pelo turbio de los indígenas prehispánicos; entender el multicolor, que las vacas aquí deben ser tan felices como los mil perros callejeros lustrosos, que comparten melenas con aquellos de Leh (India) pero asoman el doble de anchos porque los argentinos son carnívoros hasta la médula y nada se desperdicia; entender el turquesa de unos lagos por su profundidad y claridad, el aguamarina de estos con más carbonato cálcico, el esmeralda de aquellos otros…

Entender, en definitiva, que tras el burdeos del vaso queda la nostalgia, recuerdo y añoranza, de una madre que se fue y de cuyos ojos volverían a saltar chispas contemplando estos paisajes y colores para los que ella nunca tenía suficiente. Ésa era mi foto, el verde acuoso de unos ojos que hoy me vuelven a faltar porque no los he encontrado en árboles, personas, animales o lagunas que se vuelven a cerrar, otra jornada más, como un telón detrás del vino.

Written by David Botas Romero
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