Mercerreyas

Zopilotes y fantasmas en Chiclayo

Martes, 6 de noviembre de 2018

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Zopilotes y fantasmas en Chiclayo

El tramo a Chiclayo es erial repleto de basura tras cuatro horas y media de tortuoso estómago. Es recta la carretera, sí, pero lo que se muestra desde la ventanilla del bus es de denuncia y vómito. Porque hay que ser muy cerdo para tener todos los márgenes de carretera de un tramo de doscientos kilómetros repletos de basura. Desde que sales de Trujillo hasta que llegas a Chiclayo, toda ello famosa Panamericana, que me descojono yo de su gloria y boato. La mierda se acumula allí en plásticos, bolsas de basura, cascotes de obra, neumáticos, zapatillas rotas,… Cualquier despojo que se te ocurra tiene cabida. Y no solo arcenes, por momentos hasta donde alcanza la vista. 

 

Sin embargo, de improviso, la poderosa naturaleza se las sabe apañar para crear un tesoro de huerta impresionante en este terreno baldío y contaminado. Arranca el verdor en Ciudad de Dios, donde los arrozales de plantón esmeralda sorprenden y guiñan el ojo a un continente asiático siempre añorado. Después plantaciones de mango, vides, maizales, tapioca, más árboles frutales,… Todo a lo grande, sin escatimar. Allá en Huanchaco, donde la exclusiva caña de azúcar pretendía alegrar la vista, apenas a cien kilómetros al sur, era inimaginable tal derroche. De algún modo la tierra que ha cambiado, el agua que se ha multiplicado y un clima girado a lo tropical (hace un calor del demonio al llegar a Chiclayo) han hecho o echado el resto. Es un valle infinito de una fertilidad desbordada. Como para iluminar huacas de adobe mortecino, campos estériles tal que dunas de arena cuarteada. 

 

El problema es que me pilla en un día de ésos de mandar todo al garete, de llanto hasta la ronquera, abandonado de mí mismo. De rabia y cariño podrido. Sin importar si hermoso o no, justo al tanto de una excusa para un trago más. Desvestida de luz y sabor, escala insípida, Chiclayo será solo una breve pausa antes de tirar hacia Chachapoyas, antes de volver a la ecuatoriana Cuenca. Así de sencillo. Hotel, tour y a otra cosa. O eso creía. 

 

La bienvenida, tozuda realidad, es de lo más tragicómica. El mozo de la terminal no solo me devuelve la maleta reventada en su única asa viva sino que al empezar a caminar, mientras barrunto malhumorado que definitivamente deberé echarla a la basura, un tipo se me acerca por detrás y me da un manotazo tratando de robarme el móvil que llevo en la mano izquierda. Lo que no sabe es que ha topado con uno de Alza. Rápidamente me echo hacia delante y me giro para ver a un crío de unos trece años que sale corriendo, se sube a una moto que le espera y escapa a todo gas. En puridad no es solo que yo sea de Alza, sino que el mangui es un principiante que da más pena que rabia. Incluso va a rostro descubierto, el guixajo. Guardo el móvil en el bolsillo, compruebo que todo está en su sitio y me marcho al hostal a tirar lo que queda de maleta justo antes de localizar un bar donde poner la adrenalina en su nivel de tolerancia aceptable. Y eso que aún no he descubierto que Chiclayo es horrorosa.

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Todas las esquinas del casco histórico, al caer la tarde, están repletas de bolsas de basura y los turbios zopilotes se afanan reventándolas. Ítem más, he llegado un domingo a la tarde y no queda ni una agencia de turismo abierta. Para ver al Señor de Sipán deberé organizar el tour el lunes a primera hora, eso con suerte. Y más decepción porque los buses a Chachapoyas salen solo de tarde-noche, con lo que me jode hacer noche en bus a mis cuarenta y tres. Antes lo veía como una suerte para ahorrar una noche de hotel, pero ya estoy un poco viejo y un mucho acomodado para eso. “Nueve horas de Chiclayo a Chachapoyas, ¿no es así?”, le pregunto cariacontecido a la joven de la agencia de buses. “Diez”, responde hosca, sin siquiera devolverme la mirada. Y por el tono de su respuesta, tras tantas vendedoras/es, leguas y buses a lo largo del planeta, me voy convencido de que serán once… mínimo. 

 

Al salir, echado al sol sin rumbo ni criterio, le pregunto a mi sombra que cómo lo ve ella. ¿Le damos una oportunidad a la oratoria tecleada? Hasta ese punto la zozobra que abruma en este Chiclayo cálido de tarde dominical y zopilotes (gallinazos en jerga local). De resultas, soliloquio, me invito a teclear, cenar algo y confiar en que mañana será otro día. En verdad ni ganas de teclear cuando salen días de viaje igual a éste, cuando pintan bastos. El único consuelo es que pudo haber sido peor y tocarme un chorizo más profesional. 

 

Como decía, en el umbral de la tortura me encontré con que en Chiclayo todo Dios tiraba sus bolsas de basura a la calle sin ton ni son. La gente ni se molestaba en buscar un contenedor (¿qué es eso?, pensarán). Al rato, en la calle de mi hostal, pasó un tipo en bicicleta con un carricoche adosado. Iba parando en cada bolsa de basura para tantear, como médico que te ausculta para determinar qué mal tienes. “¿No me dirás que eres el camión de la basura?”, inquiero estupefacto cuando se arrima. “No, ese debe pasar luego. Yo solo voy buscando chatarra. Saca la foto sin problemas”, resume cuando me ve agarrando el móvil, al tiempo que mete las manos en las bolsas y palpa con mueca de infortunio. El hombre se va y un aroma se expande por la ciudad. “Definitivamente, Chiclayo huele a basura y zopilotes”, resumo. Las aves, por supuesto, no tardarán en asomar con su pico afilado. O algún político responsable (si es que eso no es un oxímoron) mete mano o los arqueólogos de las huacas van a tener serios problemas para encontrar en Chiclayo detritus de hace veinte años dentro de tres. Así de hundidos entre mierda estarán. 

 

Pero Chiclayo hoy, después de horas refugiado en el colchón, se transforma en un lugar capaz de cortar el desangramiento como desazón. Fabuloso por evocador, es un nuevo atajo al imperio moche. Guixajo de mí, porca miseria y peor fortuna. 

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Resulta que por ser lunes los museos que muestran el legado del Señor de Sipán y la maravilla de Sicán están cerrados. De no creerlo. Al menos consigo acoplarme a un bus que va a Huaca Rajada, el túmulo funerario del Señor de Sipán, que por lo visto no cierra ningún día. Subo a la minivan y observo en derredor. Catorce ancianos y ancianas, peruanos todos y todas. Entonces uno empieza a hablar. “Señor, en este día nos has convocado a divertirnos, a pasarlo bien. Te rogamos nos protegas”. Amén colectivo. ¿Qué es esto?, pienso alucinado. El mismo tipo se arranca a cantar y el resto a batir palmas y hacer coros. “He decidido seguir a Cristo, pero qué felicidad cantando todos a coro a nuestro padre celestial”. 

 

Alucino. ¿Dónde coño me he metido esta vez? Antes de cinco minutos el que lleva la voz cantante ya le ha regalado un Nuevo Testamento (con dedicatoria y todo) a la chica joven que hace de guía, y todavía no hemos salido de Chiclayo cuando una anciana quiere pegar la hebra conmigo. Son cristianos evangélicos, y además son gedeones o no sé qué gaita. “Hostia, estos son activistas. Y de los insistentes”, pienso rápido. ¿Que qué religión es la mía? Este, cof, cof (onomatopeya de carraspeo), yo soy budista, ¿sabe?, le corto el rollo a la abuela aunque al instante me siento abrumado por la bola. 

 

Pero no mucho después viene otro pureta, inasequibles al desaliento. Eso del budismo está muy bien, pero ¿tú qué concepto tienes de Cristo?, dispara. Ya me están inflando las pelotas. Pongo gesto serio. Mire, eso es personal y privado. Si no le importa. Silencio a bordo y un problema menos. “Has de comprometerte a leer la Biblia con pasión y devoción”, una vez han perdido a esta presa, le insisten a la pobre guía que, azorada, asiente humillando la vista. 

 

Entre cañaverales de humo espeso porque están siendo quemadas las cañas para cosecharlas (cortarlas) más fácil, un fantasma, el del Señor de Sipán, se muestra a los ojos. El museo de Huaca Rajada, verdadero tesoro arqueológico de cultura Moche, es de nota, pero ver las tumbas con las reproducciones de lo que allí se encontró sí que ilumina el alma. Sí, hoy está cerrado el Museo de Tumbas Reales, donde se expone lo mejor de este yacimiento, las piezas reales, pero en el Museo del Sitio han dejado cuerpos de personajes no tan notables y abalorios suficientes como para hacerse una composición social y cultural de esta civilización extinta, de sus rituales mortuorios con sacrificios humanos y animales increíbles. 

 

Entre los restos humanos destacan esqueletos a los que les faltan los pies. Este simple detalle implica que eran acompañantes y cuidadores del personaje de alta alcurnia a quien acompañaban en su viaje a la muerte. Y como los mochicas pensaban que quizás el guardián se pudiera asustar y huir, pues le cortaban los pies (una vez sacrificado, eso sí) para que no huyera. De no creerlo. Luego los túmulos de Túcume, cultura Sicán o Lambayeque, con otro museo soberbio. Y por último el Museo Bruning, con otra colección de impresión que abarca desde Chavín hasta Inca. ¿Cuánto patrimonio atesora Perú? 

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Me vuelve a pillar la noche de regreso de un centro comercial, de comprar una maleta nueva para acabar el viaje. Las bolsas de basura se van acumulando en las aceras, y los zopilotes, hambrientos, ya andan ojo avizor. Trato de recuperar una cabeza que no sé dónde demonios anda y asumo, resignado, que hoy no son buenos tiempos para la lírica aunque sí para el desespero. Quién sabe, algún día aprenderé que tras el sacrificio de trasnoche nunca contagiado yo no soy culpable, sino pura conciencia carcomida. De eso, otro fantasma. El tuyo. El mío mañana tiene una cita con lo mejor de Sipán y Sicán, cuando por fin abran los dos museos que me han traído hasta aquí. Y a la noche bus a Chachapoyas, más kilómetros al zurrón. Jodido por el bus, agradecido por dejar atrás basura, zopilotes e infortunios.

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Escrito por:David Botas Romero

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