Mercerreyas

Kashan, otra lucha

Lunes 11 de Marzo de 2019

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Kashan, otra lucha

Anoche volví a soñar con ella. Y, en consecuencia, volví a despertar angustiado y febril. Así todas y cada una de las noches desde hace ya ni recuerdo cuántas semanas. La fatiga me está matando poco a poco porque camino kilómetros sin parar con luz diurna y me revuelvo en la cama con la luna menguante, inasequible al descanso que se presenta, furtivo, cada vez que me muevo en transporte público. Es sentarme y echarme a dormir, todo en un mismo instante. 

La ruta desde Isfahán a Kashan, obvio, fue una sucesión de duermevelas y panorámicas marcianas por polvorientas. Dado que la ruta cruza por la unión del desierto Dasht-e Kavir, al este, y la cordillera de los Zagros al oeste, lo mismo tienes montañas nevadas a derecha y desierto a la izquierda, al revés de lo que podría suponerse. Se alternan caprichosamente en sus estribaciones pero el paisaje resulta de una aridez aplastante, solo moteada por las finas capas de nieve que pueblan los picos montañosos. Y así todo el viaje porque mi Irán es desierto, cumbres desnudas de vegetación y núcleos humanos en los escasos vergeles que crean ríos o lagos cada vez más reducidos. Euskadi a duras penas se imagina y deduzco que el trópico debe quedar reducido a fotografías impresas en los libros de texto escolares. 

Entrando en Kashan, desde la ventanilla, ya se adivina algo distinto. Tras las grandes ciudades clásicas del turismo iraní, llegar a este punto tiene mucho de respiro para espíritus hechos a lo rural. Su mezquita principal se podría llamar del eco dada su soledad, sus casonas son pozos de riqueza visual en estuco y su bazar esconde rincones de una fotogenia que impacta y enamora. El tiempo aquí se detiene, al menos para mí, aunque con él nunca llegan las explicaciones ni la comprensión al dolor sufrido. Ella era consciente del inmenso dolor que me iba a causar, es imposible que su corazón no se lo advirtiera, y le dio igual. Asumir eso, algo que uno en la puta vida haría, me estaba consumiendo tras cada kilómetro, tras cada mezquita, tras cada sonrisa afable. Kashan, generoso, gira la brújula del corazón y mitiga el dolor como antes hicieron otras ciudades, otras gentes iraníes que sí ayudan a creer en el camino de siempre. 

En los arrabales de la ciudad se esconde un jardín memorable que también ha recogido y enjuagado mis lamentos. Por momentos deliciosos hasta los ha enmudecido y escondido en el baúl de mañana. Está repleto de fuentes y el agua corre por acequias artificiales. Escuchar su rumor al abrigo de inmensos cipreses mediterráneos, palpar la felicidad de colegiales de excursión y hasta charlar con ellos, siempre curiosos hacia el extraño, es todo un recuerdo inolvidable. Dicen que experimentar Irán es comprender un nuevo grado de simpatía y amabilidad hacia el turista extranjero y, dos semanas después, incluso una persona hoy tan misántropa como yo (dado el bagaje emocional que arrastro) lo puede afirmar con rotundidad. 

Lo de las casas históricas es de mención aparte. Son un decorado irreal, viva herencia de mercaderes opulentos que se dejaron un quintal y medio en ellas. Están desnudas, ya muertas de vida, pero su armazón no deja de ser sobresaliente, capaz de transportarte a esa Arabia de fábula y antaño que con tanto ímpetu te atrapa en mil y un lugares de Isfahán. Borujerdi es otro milagro de cúpulas increíbles, Tabatabaei es pura filigrana de estuco y Abbasi, en mi opinión, la mejor en su conjunto con su laberíntica sucesión de patios hundidos que, por momentos, te hacen preguntarte cómo demonios encontrar la salida. Al igual que en el resto del país, andan de renovaciones. Irán es puro adobe y barro, estuco moldeable y loza permeable al efecto de un sol despiadado. Lo habitual, de resultas, es encontrar andamios por doquier porque este patrimonio, debido a su naturaleza, necesita un mantenimiento constante. 

Cae la noche en un bazar que bulle de familias y trueques. Azafrán que compré en Cachemira, canela que compré en Sri Lanka, pimienta de Camboya, cardamomo y anís estrella de Kochi, en el sur de India. Mil olores y un único recordatorio a los miles de kilómetros vividos y añorados, a todas las experiencias de una vida entregada al planeta y sus gentes. Quizás es que ya no me quedaba más por dar. Quizás en mis bolsillos vacíos no quepa un amor incondicional de media vida ahora pisoteado y humillado. Seguro que, en este punto, solo queda empuñar la última gota de fe y tesón para asumir que detrás ya borraron mis pisadas felices, compartidas con ella, y que ahí enfrente, justo mañana, aguarda otra nueva piel en Uzbekistán.

David Botas Romero

Viajero imparable

.Blog Matriz

Flor de loto

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias

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