Mercerreyas

Khiva o en la encrucijada

Jueves, 14 de marzo de 2019

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Khiva o en la encrucijada

“No perdono a la muerte enamorada,

no perdono a la vida desatenta,

no perdono a la tierra ni a la nada”

Elegía. Miguel Hernández

La pasada noche volví a beber de un modo compulsivo, como ya ni recordaba cuándo fue la última vez. Si en Irán era la gasolina más barata que el agua resulta que aquí, en Uzbekistán, se da la misma ecuación con el vodka ruso. Desfilan por las licorerías los uzbekos desnudos de soledad o desengaño, inmunes a una despedida que nunca existirá. Fulanos de vuelta de todo, rostros marchitos y desgajados por el etanol más corrosivo que denuncian la insondable tortura de aquellas otras comunidades repudiadas asimismo en India o mil países del lastrado tercer mundo. Su desgarrada alma es un pálpito tan poderoso o paralelo que, con un trago, observo a la mía imantarse a la playa desierta o desquiciada por donde desfilan. Nunca se sabe bien. Apuro, entre neones que refulgen tras el opaco cristal de un motel barato, una botellita de veinticinco centilitros con la que voy servido, que la ley seca iraní ya me tenía desentrenado. Entonces la cama es más mullida que nunca después de una víspera sin dormir. Doscientos kilómetros de taxi hasta Teherán, vuelo a Estambul, escala, vuelo a Tashkent, escala. Respiro profundo y se me caen los párpados. En seis horas… no, ya cinco por entretenerme en las teclas, aguarda un vuelo a primera hora hasta Urgench, luego otro vehículo a Khiva. Un mundo que no deja de girar, un viaje frenético. 

Sin herrajes o cortapisas, al alba fluyen las arterias de una pena que se compromete a poner punto final a esa página en blanco de verborrea hueca, engreída y autocomplaciente. Mi vuelo sale de Tashkent con dos horas de retraso (lástima de cama abandonada a rastras) en una gélida mañana donde las almas se refugian al calor del hogar. Moteando el gris, el asfalto se cuartea de súbito al paso de un par de tipos que arrastran galeras repletas de sacos de harina, igual a mulas de tiro. El Uzbekistán más rural se muestra descarnado incluso en las calles de su capital. Al llegar a Khiva, sin embargo, todo lo que buscaba en Irán se reencarna desnudo. Un caravasar inmenso mimado por el tiempo. Un Irán en versión dos punto cero. El mismo arte, religión y arquitectura forjada sobre ladrillos de barro secados al sol que allí, la misma ruta que no solo trocaba bienes sino que expandía ideas y homogeneizaba sociedades. Fue tal su despunte en tiempos de comercio caravanero que hasta Ibn Batuta, el insigne geógrafo y viajero árabe, bendijo su orden y suntuosidad, adjuntando referencias a bulliciosas calles repletas de mercancía, mercaderes y clientes. De aquel esplendor añejo, seis siglos han corrido, nada se palpa porque lo que no borró el tiempo o la naturaleza, despiadada con sus terremotos, lo remató el ser humano. Lo cierto es que gran parte de esa factura que hoy se observa lleva sello de hace un par de siglos. No obstante, la edad es detalle nimio ya que Khiva enamora mucho más allá de la etiqueta ridícula de museo viviente o parque temático que muchos le cuelgan, incluida esa guía famosa que he vuelto a despachar de una patada en el lomo. 

Ha sido unas horas antes, en Urgench, cerca de Khiva y extremo oriental del país, donde con mayor crudeza he advertido el carácter primario de la sociedad uzbeca. Son agricultores y ganaderos de pura cepa, hasta la médula, y ese detalle se imprime a su piel con mayor protagonismo al observar la ropa que visten, evocando a los ancianos españoles de principios de los ochenta. Camisas plisadas al detalle, chaquetas de punto o lana, pantalones de tergal (¡¡¡la virgen!!!) y chaquetas americanas de puños almidonados que dan la sensación de estar más apolilladas que mi corazón en tiempos recientes. Sus rostros se han revuelto con relación al clásico centroasiático de Tashkent y aquí son más agitanados, menos mongoles, un trazo mayor en lo eslavo. No dudo que las cercanas fronteras de Turkmenistán y Kazajistán juegan a borrar la endogamia, por eso los bordes políticos me seducen de ese modo tan marcado, por eso sé que disfrutaré en el triángulo de Fergana junto a uzbecos, tayikos y kirguices. Las mujeres, por su parte, parecen haber sido paridas con falda. La lucen milimétrica hasta la rodilla, un palmo hacia arriba en generaciones jóvenes pero sin picardía, da lo mismo lisa que estampada porque siempre es oscura. Y son hermosas como solo las mujeres túrquicas pueden ser, de veras que sí. Todos, hombres y mujeres, parecen compartir una pasión común por mocasines negros aunque blanqueados por la tierra. 

Esta ciudad, al otro lado del cristal de trolebús que me lleva, es polvorienta y soviética a más no poder, con casas bajas de hormigón, horrorosas, y avenidas anchas, desnudas de vegetación. Toda la tierra está parcelada, fértil y turbia, laderas nutridas por afluentes artificiales del fabuloso río Amu Daria, nombre de eterna asociación con la famosa ruta comercial. Urgench pronto se pierde tras treinta kilómetros de planicie y llega Khiva, tan lejana parecía en las primeras horas de ayer cuando, mimado por un anciano tejedor en una nave subterránea de Kashan, ni siquiera en la nube vaporosa del té hirviendo era capaz de imaginarla. 

Para entender la magia uzbeca no tardé tres tragos robados a la esquizofrenia de su capital. Para ello hubo de soplar la brisa ahogada junto a mil millones de pasos desnudos, madurándose al sol, en la ciudadela de Khiva. Ahí, rotundamente, sí. La definen con burdos tópicos (que si inerte, desnuda de vida) y eso importa un comino porque su belleza es deslumbrante. Posee la arrebatadora cualidad de elegancia decadente que solo se percibe en lugares tan especiales como La Habana. Decía Tagore que el Taj Mahal indio era una lágrima en la mejilla del tiempo y es una preciosa metáfora recurrente al pasear por Khiva, entre madrasas (escuelas coránicas) que supieron quebrar a una historia inmisericorde que las condenaba a polvo, idéntico porvenir al de gran parte del legado de esa Ruta de la Seda tan existencial para la Humanidad. Hay mezquitas, pilares de madera tallados con esmero, puertas que acaricias y dan sacudida,… Khiva no tiene esquinas, enamora y confunde en cada callejón desarmando de defensas como comparaciones con el medio mundo visitado y que aquí jamás encuentra recurrencia. Un lugar maravilloso que te devuelve al viajero virgen que, detrás de tanto planeta amortizado, añoras volver a ser. Es apenas en instantes ocasionales, mejor así. Después, embestidas de zozobra. 

Al anochecer aúllan los desquiciados lobos de la arena para ahuyentar un silencio que les incomoda tanto como a mi incólume alma. ¿No lo veo? Y tomo otro trago a la salud de mis cojones, que tan pronto se arrastran en Asia central como zarandean misticismos en la piel birmana o indonesia. Y luego el tiempo resbala por mi escroto resudado. Y así la luz abandonó mi mirada. Y luego Khiva me pide paz, con la absoluta inocencia de un mundo que jamás fue tan cómplice, con ese tesoro que, evocando su ayer, me ha trocado a cambio de mi ilusión. ¿Cómo puedo ser tan desalmado de traicionarla?, me susurra a un palmo. 

Pero la marejada solo responde a la luna, nunca a factores terrenales o humanos. ¿Para cuándo la despedida definitiva, ojo contra ojo?, inquiere, desbocada, la rabia desolada. Khiva, fuera, es un decorado tan ecuánime que engaña mis pisadas para arrastrar al ahora con su perfecta simetría de adobe y murallas engalanadas. Me cuestiona si no me significará más que una daga para espíritus pusilánimes y, ante mi dolor descarnado, me promete que será mañana, en la próxima alborada, cuando la cuna mora se esconda y ya no sea necesario que se engañe a sí misma asegurando que todavía me quiere. ¿Seguro? Lo que no borra el ruido es tiempo perdido, cadáveres de gemidos y un corajinoso por honesto “te amo” en piel desnuda sobre muda piel azorada. Escupe su veneno. Y ya no me vuelve a hablar.

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Escrito por: David Botas Romero

En:http://botitasenasia.blogspot.com/

E-Mail:botasmixweb@hotmail.com

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