Mercerreyas

Retal tras retal

Sábado, 16 de marzo de 2019
Retal tras retal

Retal tras retal

Cacho a cacho, tira a tira, iba tejiendo una urdimbre con mi piel a lo largo de ese núcleo del ayer que conformaba Khiva, mosaico de teselas en mayólica. Idéntico náufrago a aquél de un mañana impredecible cuando no queden más cojones que, de nuevo, sumar a Maitane como pérdida. Será ésa la razón, suspiro en un mismo párrafo, para arrancar una nueva alborada en tránsito a una estación de tren que, de tan novedosa que es, nadie sabe de su existencia.


Revivo los ecos inmediatos tras soñar que me lanzaba sin dudarlo a darnos un hijo, luego soñé que renunciaba a ello solo por compartir hasta el último de mis días con ella. Y volví a despertar, mellado, con la sensación de haber sido nuestro peor error (el mío por amar, el suyo por necesitar), y poco más que un chute de amitriptilina transformado en espíritu barrido bajo la alfombra por la venganza más atorada, cocida a fuego lento durante tres años de silencio. 


Pero Khiva resiste el envite a la tristeza sin dejarse empañar por mi intemperie, pundonor mayúsculo, y, caminando a mi destino, me vigila desde sus crípticas cúpulas azules que siempre caracterizaron a la arquitectura centroasiática. Se borró el sol y las rachas de aire gélido arrastradas desde el desierto obligan a cerrar la cremallera de cortavientos hasta el hocico. No reniego de ella, imposible, ya que hasta la víspera me regaló un día de lo más entretenido.


Aprendí en sus entrañas, de eso va moverse por el mundo, que la necesidad siempre parió la virtud y, en consecuencia, se han montado unos museos en las viejas madrazas (madrasas) para entretener al viajero. Pretenden, acaso, que el tiempo nunca fue tan despiadado con este icono de la Ruta de la Seda y se descubren, consecuencia natural, simulacros de conocimiento que glosan cómo funcionaban las escuelas coránicas, su importancia en el saber universal y no solo religioso o, inserto entre ellas, la figura de Mahmud Pahlavan, poeta, guerrero y hasta santo cuya (supuesta) tumba es hoy el lugar de peregrinación más famoso de este suspiro del tiempo hecho barro desgastado. También la riqueza faunística del desierto uzbeco o esa mayólica que recubre buena parte de los interiores y cúpulas. Lo que esconden, sin embargo, es que este tipo de loza fue un experimento afortunado por parte de los árabes cuando buscaban calcar la cerámica china, tan fina como valiosa, hecha de caolín. ¿Qué más da? Khiva, de resultas, es una lección de historia emanada de humildes museos y fastuosos mausoleos que valen más por lo que evocan del ayer o insinúan del mañana que por su contenido. 


Pero el mundo contemporáneo no tiene la capacidad de abstracción ante ninguna prosa por hermosa que sea y, rumbo a la estación, cuando la catenaria ya es visible, uno ha de lidiar con mil obras y andamios. “¿Será un hotel?”, pregunto al primer currela que se me cruza. Asiente al pie del más evidente esqueleto hormigonado. Caprichos para turistas del mañana que se han de ver con buenos ojos porque tienden un guiño a la mano de obra local, afanada entre tallas de madera sorprendentes que crearán puertas, pilares, ventanas o camas de las que sentir orgullo. Es por eso que nunca pude sucumbir a la vana noción del tiempo en su mezquita principal, un lugar anodino que, sin embargo, recoge un centenar de columnas suavemente talladas con martillo y gubia. Centurias las contemplan e, incluso ahora, siguen maravillando con su fina simetría. Por una puerta diminuta, en un extremo oscuro, me colé para ahuyentar a la claustrofobia y rozarme en una escalera de caracol que me subió a lo más alto de su minarete. Y entonces Khiva, desde esa diminuta buhardilla, era algo indescriptible por arrebatador. Resultó imposible, ya cerca de la estación, no girar la mirada, no agradecer en silencio mi admiración por todos pero especialmente ese minarete como de museo de cera que, aun quebrado y altanero, todavía me observaba a la legua. ¿Cuánto durará? 


El abarrotado tren a Bujará parte a la hora convenida. Vuelve la sensación de ingravidez adjunta a la plana actitud de esta gente taciturna, más soviética por tradición que por consanguinidad. Se suma el hedor a alcanfor que destilan a medias sus ropas y robóticas actitudes. Hay genética túrquica pero todo lo vence la herencia eslava de hoz y martillo. De gris cielo y hielo perpetuo, los ademanes son hoscos y recios. Su piel agitanada, cierto, un breve delirio de una libertad que ni se imagina. Recuerdo Atenas y sus borbotones impresos en grafitis tan horrorosos artísticamente como gritos libertarios, y aquí resulta inconcebible levantar la voz en un arpegio disonante con lo programado por su cerebro. Se mueven temerosos, mas, cuando el revisor asoma, todos esgrimen la neurona burócrata y le rinden genuflexiones. Conmigo lo lleva más claro. A cambio del billete me empieza a dar voces de que ese no es mi sitio. Y yo le levanto más la voz diciendo que, en la basura de litera que me han vendido. no entro. Sorprendentemente aplaca el tono y musita algo. Yo también le mando a tomar por culo a mi manera, por si acaso, y se gira para alejarse con el mismo rostro monolítico, malhumorado, inasequible a otra emoción. Más tarde me pillará fumando entre vagón y vagón, pero para entonces ya ha debido tirar la toalla y ni una mirada me lanza. 

 
Cae la noche como un púrpura que tiñe la gris sábana franela que han uniformizado las nubes. Sobre la parda extensión de tierra que nos rodea, tedio mortal. Ni una montaña, nada que rompa la monotonía dentro o fuera del vagón, poco más que parcelas de cereal tierno que puntean de esmeralda, haciendas de podredumbre y rebaños de ovejas que compiten por mordisquear unas escasas briznas agostadas por socarradas. Luego unos almendros ya nevados, de flor brotada, y por fin un desierto atronador de dunas y estepa. Miro extrañado al mapa y su respuesta no puede ser más contundente: ni un núcleo poblacional hasta Bujará, solo arena y más arena.

Meriendan los uzbecos, charlan unos con otros como si todos fueran familia y se dejan los neonatos al cuidado del vecino sin ninguna clase de pudor. Devoran pan, unas tortas planas y gigantes como las de Irán pero aquí desprendidas de semillas de comino. Kilómetros de desidia hasta que una familia me rodea y se pega a la pantalla. “¿Qué escribes?”, me chapurrea en inglés un joven veinteañero ante la insistencias de los otros. “Solo tecleo. Hablo de Khiva, de lo bonito que es”. Luego lo típico, que de dónde soy, a dónde voy, de qué trabajo,… Es un chute de felicidad poder charlar, aunque sea algo mínimo, con esta gente. Me ofrecen carne de ternera cocida (deliciosa) y yo les extiendo mi chocolate. “¿Por qué lo del brazo?”, inquiere una sexagenaria curiosa. Le explico a duras penas. “¿Y tu madre?”. ¡Si yo te pudiera contar! Es historia. ¿Para qué imaginar lo feliz que sería aquí, a mi lado, en este otro de tantos trenes que nunca sabía en qué lugar arribarían mientras lo supiera yo? Si todavía me nutro de su confianza ciega para movernos por el planeta, el resto, nuestra historia, es lo de menos. 

Con el tiempo me acaban echando del asiento, necesidad de dormir, pero, dos cervezas mediante, tampoco me importa demasiado. La luz se apagó del todo hace rato, gobierna la oscuridad. Un palmo hasta Bujará. Tecleo este texto con más pasión que nunca porque a tientas, a la luz de la pantalla, la penumbra y el silencio son mi némesis. Verborrea hueca, barata y engreída. 

Luces a lo lejos. Bujará que despierta instintos y cruda realidad del viajero impenitente. Cruje el cerebro: cómo llegar al hotel, cena, taxi, bus, qué ver mañana, el tren de más tarde a Samarcanda, el partido del Athletic Club que pillaré en su segunda parte si hay internet fiable,… Camino por el vagón, guiado por la linterna del móvil. Hay un destello extraño a la altura de la litera baja número treinta. Una joven que se ayuda de la misma luz de su móvil para leer una revista a su madre, analfabeta, con un cariño que desarma la fe para nunca dejar de amar al tren. La señora ya debe estar dormida, pero ella no ceja en su empeño. Igual que las nanas de primeriza a un bebé sietemesino. ¿Te he contado que Uzbekistán, en lo más íntimo, ya mereció la pena? Entre desierto y la nada, bocanadas ocasionales a un último cigarrillo Kent, el suave rumor de un tipo que reza orientado a La Meca (la luz está en su plegaria) y un destino que se aproxima. Aquella luz tenue de la número treinta, cuando miré por última vez, seguía titilando.


La noche cerrada arrastra los fantasmas sin compasión, los resucita una y otra vez, una y otra vez. Juro por el Alá más sagrado que la intentaría engañar con cualquiera, que procuraría, si pudiera, calarme del jugo de otro sexo femenino aunque desconociera hasta su nombre o me catapultara al infierno. Y Bujará, más allá del cristal ahumado, es minaretes como faros y luces de gloria para un alma destartalada. Ni hubo despedida ni la habrá. “Tampoco necesitas cuándo ni cómo para superar el vendaval de la añoranza que pretenda acabar contigo insistentemente. Nunca olvidaste que el mundo lo hará”, vuelve a susurrar una madre que hace tiempo dejó de revolverse en su tumba. ¿Cuántas veces me lo advirtieron? “¡Venga, ponte de pie!”. Y recuerdo, como un chispazo al saltar desde la escalerilla del caballo de hierro, que nadie duda si en tu poesía de servilleta hallaré la savia que me mueve. Sucede en el preciso instante en que el tren parte de Bujará hacia la capital y ambos nos arrepentimos hasta desgañitarnos, desde el marchito andén, del importe emocional de una factura que todavía se paga, perdidos en la crepuscular noche uzbeca. Mucho más al fondo, sin remisión, una mano tenderá una llave de habitación en otro hotel impersonal al tiempo que la voz de un recepcionista volverá a solicitar mi pasaporte con ese lastimero tono insensible post-soviético, calcado a la voz desprendida de una cinta machacada de contestador automático.  

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias