Mercerreyas

Arroz y teca

Martes 14 de Mayo de 2019

Malang,Indonesia.

Arroz y teca

«Está desangelado el tren, apenas habitado por un puñado de indonesios taciturnos de viene y va. Y el paisaje, una vez fuera de la ciudad, se desangra en mil parcelas donde predomina el arroz y la caña de azúcar. Son espejos donde se refleja un cielo turbulento que amenaza agua y todos, absolutamente todos, van a morir en las faldas de volcanes chatos o altivos como el Merapi, mucho menos ronco que dos lustros atrás, cuando tosía violentamente y vomitaba cenizas de fuego. Los campos están entrelazados y zurcidos por brotes verdes, los más altos y jóvenes, o amarillos, los más bajos y hundidos hacia el suelo por el peso del grano. Sobrevuela un humo de rastrojos que se queman por doquier porque la parda tierra también necesita de la purificación de la llama. Y luego otros muchos, de geometría variable, conforman un nuevo paspartú ocre que desciende hacia el cauce de los pequeños regueros que dividen Java en mil añicos de cristal.

En éstos, casi verde fosforescentes, pequeños semilleros que esperan a ser trasplantados a mano, como se ha hecho en estas tierras desde tiempos inmemoriales. Papayas dispersas, tapioca y muchas tecas jóvenes, esbeltas, de fino tronco que salpican un paisaje siempre esmeralda. Las últimas fueron prácticamente aniquiladas no hace tantos años debido al uso indiscriminado que se hizo de ellas, preciadas por su robusta y duradera madera, y ahora, aquí como en Tailandia, se esfuerzan en repoblar los campos con su perfilada silueta en la conciencia de que suponen un tesoro para el día de mañana. Quinientos dólares el metro cúbico de esta madera, que me decía aquel tipo en El Salvador no hace tanto. 

Suben cuatro y bajan otros tantos en las esporádicas paradas del Malioboro Express, portan fardos que se cruzan en los peldaños metálicos de la máquina. Militares despreocupados y sombríos, revisores de postín. Se puebla y se despuebla el caballo metálico. Nadie cruza una palabra con nadie, y una vez vuelve a arrancar el tren, el crujir de las bielas metálicas y anclajes por banda sonora. Flanquean estos tramos urbanos un millón de motos que aguardan en los pasos a nivel, y los tocados sedosos que cubren el pelo de las hurañas féminas contrastan con el brillo inocente y nacarado de los dientes de los críos en las bicicletas. 

De tez oscura y quemada, proto-malayos, es una contante de ubicuo batik que se hace camisa el único punto de alegría en la vestimenta. Pasan como en una cinta velada a través de los cristales ahumados, y cuando se deshace el núcleo urbano, los que quedan, más los recién llegados, se acurrucan para dormitar en cualquier posición inverosímil, buscando una comodidad que parece vetada en estos asientos de escay ajado. Justo cuando yo lo logro, nada más cerrar los ojos tras apagar el portátil, una voz suave me devuelve a la cotidianidad anunciando Blitar. Me atuso y sacudo las legañas, bostezo y siento que vuelve a bufar el ventilador de la otra máquina, la de mi regazo. 

Se van perdiendo más y más campos, más y más lugareños de torso desnudo condenados a la miseria tras costillas protuberantes, más y más arados que son arrastrados con dificultad, que trituran terrones de un barro que se agarra con saña a las pantorrillas, exhalando dudas de hambre. Donde no llega el arado, solo una hoz que se afila sobre una piedra grisácea, ajeno rechinar al traqueteo de los vagones que bufan a apenas un metro de distancia. Pura maldad, verso invertido, es un delirio de belleza lo de afuera, el sudor y la lucha humana por la supervivencia al estilo del siglo dieciocho contrastando a una naturaleza de hadas que es un dogal para estos moribundos. Nadie aspira a más que eso, a nada más allá de granos de arroz, porque es una verdad que arrastran desde el cordón umbilical, que llevan grabada en el torso si prestas atención y sabes leer en su relieve de hueso y cuero. 

Pendientes de un caprichoso cielo, de una naturaleza que, balanza juguetona, mañana temblará o escupirá llamas desde las cumbres. Son tipos corajudos los javaneses. Larga espera en prisión que cada vez es más corta a tenor de los desastres que vamos forjando en el envés de la baraja, donde lucen los diamantes occidentales. Se agitan con la quijada a un palmo del agua y la simiente, con los riñones hechos un pliego. Lo hacen con la calma eterna que da la sonrisa que hallará cabida en su rostro cuando el último aliento se haga un hueco en sus entrañas. Luego, sin astro que guíe lo único que saben hacer, noche tras noche los imagino desatando el nudo pactado con el dolor, aullando a la luna javanesa entre risas de teatro Wayang, bebiendo arak rústico, de fermentación poderosa. Y ríen, ríen porque nunca llorarán sus desdichas mientras aguarde una hectárea por trabajar en la próxima aurora, una última esperanza pese a las muchas interrogantes de prosperidad arrocera que ésta pueda arrastrar.

Desde ese punto evocado, apenas un paso a correr raudos al lecho femenino donde restañar como animales salvajes placeres humanos que, esos sí, nunca les serán prohibidos. Mañana volverá el cincel de sus manos a horadar nuevos surcos, a plantar nuevas briznas de ilusión, a acariciar un fango al que nunca dejarán de susurrar con cariño en espera de su hijo, de su gracia como fruto maduro que mate el hambre. Siempre ungidos de brío en sus arrozales, campos de batalla, los veo por última vez antes de que una sucesión cada vez más constante de fachadas clareadas por el lucero y tejas ocres den paso a la urbe.

Ocho horas de ruta que han sido un suspiro, ocho horas de relajado tecleo entre duermevelas, envenenado en unos arrozales de Java que, ahora que ya no los poseo y solo puedo echar en falta, se me han antojado deslumbrantes, inmortales. Perfectos. Envenenado de hombres de Java. Hombres hacendosos de muerte serena y destino cruel. Hombres tan inmortales como sus vástagos, fruto granulado u óvulo fecundado de esperma que se hará carne y hueso, rabia y desolación. Perfectos. Cuánto de valores atávicos nos queda por aprender en la vieja Asia, ¿verdad que sí, madre?»

A Malang se vuelve a llegar entre arrozales y tecas. Los requiebros del tren en el camino son solo una pausa para sumar cómo, tres años después, no falta ni un labriego. Los resumí en aquel texto, los veo reencarnarse hoy hasta que el colorido barrio de Jodipan y el muecín afanado por el Ramadán nos abrazan en Malang. Luego caminar y chequear de qué manera organizamos el Bromo y algo más. Pero hoy no, mañana. Y acabo con Roberto tomando cervezas en la azotea del hotel Helios, con un ojo puesto en el cercano hotel Same y en aquella habitación… El resto, por supuesto, una venganza y traición camuflada de cariño o presunto amor. 

Le cuchicheo a mi hermano. En aquella misma habitación. ¿Acaso no lo decía Chavela?, ¿quién demonios querría vivir con una persona tan libre como para regresar al mismo lugar solo por enseñárselo a su sangre? La soledad, coño, la soledad… El puto problema es que yo, por amor y confianza ciega, no lo supe hasta que me arrancó la piel a jirones con una sonrisa franca y perdurable. Hasta el día de hoy como mínimo. Aún no, pero algún día volveré para brindar con el hombre de futuro que vive alebrado a un arrozal.

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias