Mercerreyas

Faifo, volverás para creer

Domingo26 de Mayo de 2019

Faifo, volverás para creer

Que no, gente, que no. La Larga Marcha no terminó con la victoria de Mao. Ni para Dios. Aquello era solo un sencillo simulacro ante esta apabullante Larga Marcha turística china que tiene secuestrado a Hoi An. Hordas de turistas obligan a caminar encogido y, en ocasiones, llevado en volandas. Con todo, mira que es mágico este lugar, nada consigue arrebatar un ápice de su belleza desparramada en fachadas color gualda a la vieja Faifo. En pocos sitios de este rincón del planeta llamado Sudeste de Asia he conseguido sentirme tan a gusto como aquí. Y ahora, cuando debía torcer el morro por el cambio de guión, sigo sonriendo feliz como un idiota mientras fotografío esas fachadas de doble altura tan características, importándome un rábano que mil chinos (y tailandeses, y filipinos, y…) me estropeen el recuerdo y otro tanto que las tiendas se hayan multiplicado o que sus artesanías sean cada vez menos de autor y más de batalla. 


Idénticos taxistas buscando sablearme quedaron detrás junto al mejor Pho Bo (típica sopa de fideos vietnamita con lonchas de ternera) que he probado nunca cerca del aeropuerto de Danang. Estando solo, nuevamente solo, se acabaron los lujos de taxi compartido y las suelas de mis zapatos volverán a ser testaferro de cuánto sudé, bajo otro sol de justicia, hasta alcanzar la estación del bus local a Hoi An. Mañana tocará madrugar de nuevo. Ahora, como entonces, por recuperar esas sensaciones al filo del alba lejos de la multitud, pero siempre con el recuerdo de un pintor descalzo, una madre risueña en tamaño escenario o un joven viajero ilusionado por desgranar culturas asiáticas. Si en esa hora mágica soy capaz de reconocerme ayer, mañana seré capaz de recuperarme… 


Primeros de Agosto de 2007

 “Llovía a mares en Hoi An. La película húmeda transformaba en una borrosa visión de tonos apagados todo lo que ocultaba por detrás y caía con violencia y estruendo sobre el estrecho canal frente al cual se localizaba el restaurante que nos hacía de refugio. Los vietnamitas hacían uso del Non, su sombrero tradicional, y los turistas improvisaban capuchas volteando bolsas de plástico para echar a correr buscando un alero salvador. Visto lo visto, el monzón trajo un poco de frescura ante tanto bochorno. Saboreo un plato de “rosa blanca”, es la primera vez que la pruebo, delicioso, y remato con un cigarrillo mientras suspiro y rebusco en mi memoria esa secuencia de días pasados, conversaciones esclarecedoras y pálpitos con indisimulada emoción que eran el día a día en Myanmar. Allí en Vietnam todo era distinto, convivían también panorámicas de postal, de belleza cautivadora, y seres de amabilidad girada, en otro plano, distinta a la de la gente Bamar. Fijo la vista en un cuadro del puente japonés con trazos de brocha media y tonos pastel que recuerda la historia de otro momento evocando imágenes ficticias traspasadas de otra época … igual que uno que no me habían querido vender hacía media hora. Entonces regreso de las fabulaciones, me sonrío, rebusco en mi mochila y cuando alzo la vista solo hallo la presencia de un hombre diminuto, desaliñado, descalzo, con pantalones y camisa a juego con su pelo enmarañado, o sea, empapado. Me arrastra un tubo de color crema y me pide el dinero, le invito a sentarse y tomar algo, niega con la cabeza y alarga su mano. Los dong han cambiado de mano y el puente japonés ocupa el más preciado rincón de la mochila. “Cam On” (gracias). Sonríe esa misma timidez que media hora antes me negaba mi precio y, con una humildad innata, fija la vista en sus pies desnudos y regresa a la tormenta…” 

Otoño de 2011 (si no recuerdo mal) 

Cuando llego no ha variado en demasiado el panorama, me veo otra vez envuelto en frío y copioso sirimiri. Casi que echaba de menos volver a sentir la piel de gallina por un frío que no era tal pero que, tras muchas semanas en el calor húmedo del sudeste asiático, irritaba y llegaba a hacer castañetear los dientes. Arropado por un abrigo que durante tiempo había sido más un incordio que una necesidad en la maleta, me vi esa tarde de nuevo caminando por entre las fachadas de amarillo lívido, casi mortecino, que lucen encaladas la mayor parte de casas del viejo Faifo. 

Tan rotundo que no suena a nada, a nada conocido o apetecible al menos. Hablo de Faifo. Pero su olvidado viejo nombre no debería tapar nada de lo que la historia, con su lento caminar, le ha regalado a este reducto olvidado, medio escondido en el litoral vietnamita. Hoy en día se conoce como Hoi An porque el nombre Faifo, afortunadamente, se lo comió el destino. Rememorando su vieja gloria comercial, rastreando por aquí y por allá, ésta ha devenido en una especie de barrio marginal, panorama sumergido en tiendas por doquier que, pese a todo, si consigues cerrar los ojos ante lo obvio, ante ese actual blanco que representáis tú y tu cartera en contraposición a la loable carga que representaban antaño las cargas de galeotes de bandera japonesa o de cualquier región austral, se traviste para sacarle con sencillez una sacudida al alma como la que me lleva a escribir estas líneas. Uno sueña, procura reproducir mentalmente mientras pasea engullido por calles engalanadas de rojizas linternas (en esos días se celebraba el conocido como festival de la luna llena), los típicos día a día sumergidos en la ceniza de la historia en los que mercaderes de diversas nacionalidades surgían, surcaban y se desvanecían por las mismas calles que atravesaba yo. Me veo cercado de comerciantes holandeses, omnipresentes nipones, escurridizos tamiles que ofertan su carga de especias como clavo, cardamomo, pimienta de varios tonos o esa misma canela, deliciosa y fragante canela que ya había olfateado junto a mi madre en un diminuto recodo del mercado años atrás.

 
Todo sea porque los mercados son lo último que muere de la realidad de un sitio, son el último lugar donde buscar la pretérita identidad de cualquier destino. Siempre queda algo allí que ni la enciclopedia más concisa pueda descubrir. Callejeando por el de Hoi An volvía una y otra vez a aquel universo de seres desaliñados que hacían del trueque su modus vivendi. Olvidados seres de barbas milenarias, de corazones ajados, apátridas en pureza, dedicados al santo oficio de los bergantes. Y Faifo se transforma en mi memoria en un imperio oloroso, me transporta a una escena cotidiana a través de ese crisol histórico ya apagado y que, paradójicamente, se resume hoy en día en la presencia de centenares de turistas que, más que vender, buscan adquirir cuadros, trapos de corte y confección.

 
Pese a ellos, si madrugas mucho y aspiras profundo, perdido en la calleja más insospechada, atrapado por el silencio, das con el reflejo. A esa hora en que el sol es una quimera, con la vista clavada en ese esbozo de dragón que parece querer partir de ese tejado de borde girado para repeler a los malos espíritus, clara herencia china; o en ese estuario grisáceo que nutre la leyenda del lugar y hace, en su reflejo, resaltar aún más el ámbar de los pórticos del pueblo, todavía serás capaz de percibir el aroma de la albahaca, el cilantro o el azafrán más puro robado de la zona de Kashmir, porque eso jamás va a desaparecer de Hoi An. Se lo ha ganado a sangre y fuego. 

Desperté el día después, revelado de la delicia en brazos de Morfeo, por algo semejante a la sorda brisa del batir de alas de una colorida mariposa sobre la ilusión de hacer imborrable mi nueva estancia en Hoi An. Me hundo en un torrente de agua fría y me arranco por cualquier callejuela. 06:33 de la mañana, con la gorra deshilachada de un par de dólares ajustada en la cabeza, la misma que entonces, años atrás y hasta ayer, sirvió para un descosido de lluvia pero ahora deberá servir para un roto de débil sol filtrado por una masa de nubes que sigue amenazando. Y una vez más entiende el viajero que es dueño de su tiempo y su destino, que él decide cuándo y cómo. Que muchos días no podrá compartir una escudilla de arroz con unos semejantes. Ni odiado ni amado, solo invisible para los que le rodean. Que el silencio y la lectura muchas veces forman parte de su caminar, de sus ratos de alimentación, de sus ratos de penumbra previos al sueño. Muchas demasiadas veces. Que solo lo que enrede el azar, llámese Pa, Nhiaw, Thong o cualquier otro dará calor y color a su porvenir. Que su hallazgo de libertad partirá de la soledad, solo porque él lo ha querido así. Que Hoi An se convierte en el día, la noche, las risas, las dudas, la familia, todas las amistades… todo lo que quepa en su entallado corazón. Y su magia pertenece a quien sepa amar sus circunstancias en esa hora bruja. Ese quién que has decidido ser tú. Todo lo duro del camino adquiere su sentido en momentos únicos como ese de las 6:33 de la mañana en la heredera de Faifo. Ya no hace falta emborronar más papeles o sueños difusos. Sucedió a las 06:33 de la madrugada, callejeando enigmático, en una calle de nombre olvidado. 

Era una deuda pendiente. Salí de la pensión para cruzarme con un funeral donde llevaban al difunto en una furgoneta de costados abiertos con dos tipos disfrazados con coloridos trajes magentas, ridículas barbas postizas y un tocado ribeteado de cascabeles que, a ratos micro en mano y a ratos juego de palos de batería el uno y platillos el otro, no dejaban de lanzar salmos o bienaventuranzas por el difunto. Detrás seguía, con rostro como corresponde, una procesión de, imagino, familiares acompañados de una charanga que, ciertamente, no tocaba compases fúnebres sino más bien festivos y alegres. Aún alucinado por cómo esta sociedad parece pretender hacer de un drama un festival, caminé calle abajo buscando saldar esa deuda, esa pregunta que me carcomía: ¿qué habría sido del vendedor descalzo de cuadros? 

Hoi An, lo que es su zona histórica, supone un agradable paseo de sur a norte, de este a oeste. Es ridículamente pequeño pero, acaso por ello, más concentrado y hermoso. No tardé en aparecer por el umbral del negocio. Allí seguía, ésta vez con chanclas aterciopeladas. Le miraba y era como ver a mi padre, encorvado, ya con la frente más hacia el futuro inhumado que hacia el porvenir en lejano horizonte, achacoso y con otra buena siembra de canas que le hacían parecer, si cabe, aún más anciano. Ni me reconoció ni, por supuesto, lo esperaba. Traté de explicarle que hacía cuatro años le había comprado un cuadro mientras él me miraba, con ojillos inquisidores, tratando de descifrar de qué demonios hablaba ese tipo raro. Le recordé lo de la lluvia, sus pies descalzos abriendo brechas en los charcos de la calle Bach Dang… todo en balde. Su inglés, si es que alguna vez habló un poco, se había perdido como mi sombra en su recuerdo. Pero me hizo ilusión verle, contemplar sus excepcionales obras en ese mismo garito anclado entre tejas reviradas y portalones de madera canida. Cuando supe que jamás me recordaría, di media vuelta con la misma expresión feliz con que entré, me despedí y pude ver, ya en la distancia, como su rostro se asomaba, deformado en un estallido de arrugas, junto a una pilastra mate para ver cómo me perdía en el siguiente cruce de calles mientras seguro rumiaba su mal fario por no entenderme y, quizás, haber perdido por ello la opción de vender alguna de sus obras. 

Llegó el famoso festival de la luna llena. “La típica pachanga para turistas”, piensa uno cuando el crepúsculo vence. El destello obliga a sacudir la corriente eléctrica que enciende unos titilantes fulgores bañados en rojo carmesí, arrastrados de las centenares linternas colgadas de aleros de tropical madera. Alumbran y descubren casi tanto como esconden y encubren en historias que crezcan en esquinas inmunizadas del candor, en penumbra, al albur de tu pasajera imaginación. Craso error. Todo sea porque el factor turístico en estas horas brujas pareciera diluirse (al menos un poco más que en horas diurnas) o, cuando menos, mezclarse con la ingente cantidad de ciudadanía local deseosa de celebrar este mágico momento. En ese momento Faifo recupera la imagen tejida en mi memoria un poco más claramente. Sorprenderse a cada esquina, quemar un pitillo con un lugareño sentado a la puerta de su local, apurar alguna cerveza ante ese sangrante panorama teñido de claro-oscuros en rojo, hacían que fuera de un perezoso sobrado cuando pensaba en refugiarme en la habitación que había alquilado en una buhardilla. A altas horas de la madrugada conseguí caer dormido, con una perenne sonrisa, alumbrado por el torrente de claridad propia de luna llena, entonces sin nubes turbias, que se filtraba como un torrente salvaje en la minúscula habitación a través de un rústico velux. Seguía viviendo mi sueño, sintiéndome perro callejero, sin dueño. Hoi An me había devuelto el aliento.

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias