Mercerreyas

Silencio sobre silencio

Lunes 27 de Mayo de 2019

Silencio sobre silencio

No han sido las seis y media pero sí daban las ocho de la mañana cuando he asomado el hocico entre las calles del casco histórico de Hoi An. Un poco acojonado, legañoso y, coño, también enfadado conmigo mismo por no haber madrugado más, me he encontrado con el decorado inmaculado de ayer. Calles desiertas, ni un alma a mi lado. No doy crédito tras el circo de víspera, cuando me arrastraba la marea. A primera hora, como había detallado, sí que es inolvidable este reducto histórico tan bien conservado que, si te lo propones levemente, alcanzas a oler el sudor y comercio marinero bruñido del salitre de antaño. Tiro cuatro fotitos allí, otras más allá, contento por alma renovada. “¿Y los turistas orientales?”, pregunto con algarabía en la oficina donde venden el ticket combinado para la ciudad. Que no llegan hasta eso de las tres, me responde la chica al cargo. Me larga un mapa al tiempo que suspiro aliviado. “Elige cinco lugares, si quieres ver más deberás comprar otro ticket”. “Yo ya he estado aquí antes”, aduzco con una sonrisa. Le giro el mapa. Que los elija ella, le pido por favor. “Empieza por aquí”, dice mientras marca un punto colorado hacia el este, más allá del mercado central, “cierra a las once”.

 
El de Trieu Chau (Chaozhou) es un templo comunitario asociado con la diáspora de esa ciudad localizada en la provincia china de Guangdong. Hoi An, por si aún no estaba claro tras textos anteriores, ha sido siempre una ciudad portuaria y comercial donde se intercambiaban toda clase de bienes. Llegaban, entre otras nacionalidades, los mercantes chinos arrastrados por los vientos monzónicos del nordeste, vendían lo suyo, compraban lo de los otros, y cuando el monzón cambiaba a sudoeste, arreciaban las velas tanto como el empuje de Eolo para volver a su país surcando el Mar de China Meridional. En el entretanto, durante los cuatro o cinco meses de espera, imprimían su cultura y religión en una Hoi An que se nutría de éstos, de indios, de malayos e incluso de europeos. Un cosmos multirracial. Reducida ahora a un enclave turístico que, como todos, suspira por su ayer, Hoi An fue uno de los puertos más importantes del sudeste asiático y su legado la más clara muestra del eclecticismo cultural que hoy sigue apasionando.

¿Por qué continúa haciéndolo o por qué sigue vivo a diferencia de nuestras catedrales, mezquitas o sinagogas? Porque los turistas chinos vienen a visitar su patrimonio, por supuesto, pero también a rezar en los templos levantados por sus antepasados. Y los vietnamitas, budistas en esencia, lo toleran. Faltaría más. Yo podría rezar en la iglesia cristiana que pega a mi pensión y sería respetado. Allí, los chinos, lo hacen con fervor, mezclados con descendientes ya vietnamitas por pasaporte. A su vera, mudo, se observa el espectáculo. Sí, soy crítico con sus números exagerados pero, en el envés de la moneda, estoy francamente agradecido porque ellos hacen que estos lugares sigan mostrando una vitalidad, opulencia y prosperidad envidiable. Matan la soledad y el casco histórico suma hoy más banderas e inciensos que nunca.

 
De aquellos chinos, de su religión budista mahayana, hoy se cuentan varios templos comunitarios como el de Chaozhou. Todos impactan con sus ornamentadas puertas y sus espirales de incienso que nunca dejan de atufar. Pero también sobresalen casas de cuidada factura y soberbios muebles tan negros como el ébano, taraceados con primor. Esplendor de mercaderes prósperos. Y luego el puente japonés. Y al fondo del todo, sobrevolando un decorado de yema desparramada, un turista bobalicón que nunca supo qué le esperaba tras una nueva alborada en Hoi An pero que, tras una lata de cerveza, cuando a eso del mediodía el asunto se carga, emprende una huida bien conocida, guiñando al azar el mismo ojo de no hace tanto… 


A refugio del calor más febril, tecleando párrafos estériles, una madre y su recuerdo prometen que el tesón nunca sucumbirá en un alma tan curtida como ésta. Que el tiempo de resumir no ha tocado con furia a este Hoi An centenario, que con su espíritu se recupera el ánimo trastocado pese a mil vueltas dadas en vano. Todo porque ya no soy capaz de encontrar la tienda de aquel pintor descalzo que hizo de este lugar un lugar tan memorable. Y desolado por perdido me hundo en la desidia abismal del tiempo arañado aunque ella me jure que tres años de seguir a mi corazón, más todos los que hubieran seguido, son un homenaje infinito tanto para ella como para aquel tipo descalzo y humilde cuya sombra ya jamás recordaré bajo ningún otro torrente, por mucho que llueva en Hoi An.

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias