Mercerreyas

Capítulo trece. Bóvedas cerúleas (Polonia)

Miercoles 5 de Junio de 2019

Polonia

Capítulo trece. Bóvedas cerúleas (Polonia)

“Igual me faltaba hablar de Budapest, de su atmósfera tóxica. Y no necesito describir a fondo lo diurno, aunque podría. Es entonces una ciudad sucia y melancólica, especialmente por el área de Keleti, junto a la estación central de tren. Abarrotada de turistas y carcomida tras una fama que no luce por ningún rincón. Otro esqueje del sinsentido de rutas turísticas. La “Ruta del Biberón” me atrevería a titularla en contraposición a esa celebérrima del pancake asiático: todo a reventar de jóvenes yanquis, europeos, japoneses, chinos… imberbes deseosos de alcohol, de tomar tragos hasta perder el control. En todo caso esta Budapest nunca llegará al nivel de Bucarest. Aquélla es adorable en su decrepitud, en su nostalgia, hasta en la herrumbre de lo que fue y nunca jamás será, en sus fachadas crujidas que alumbran bajo cascotes una intensidad que desarbola la imaginación. Budapest, bajo un manto plomizo agitando lluvia esporádica a finales de junio, se forra de transeúntes deseosos de algo que aquí se cuenta por cuentagotas, hitos históricos pobres y encalados con levedad por esa madre llamada Danubio. Si borras eso, un simple plumazo, te queda un juguete roto que sirve de, como decía, biberón para infantes de teta desterrados por capricho o necedad. 


Pero yo en la primera frase me refería a la noche, atmósfera tenebrosa plagada de putas… podría ser deliciosa aunque apesta a barrio bajo. No putas, mejor chulos que asoman por doquier. Aquí mismo, en esta barra tabernaria sin necesidad de menearme un palmo. Llegué hace cinco minutos de comprar tabaco y una chica me ofreció sexo. Ni para Dios, me hice el guiri y seguí mi camino ante su indiferencia. El chulo de dicha meretriz asoma aquí, en realidad lleva aquí una hora con un colega, justo enfrente de donde yo tecleo y sorbo tragos. Tantea el teléfono para ver si hay pesca y a ratos abandona su solitario de cartas marcadas, menea el trasero hasta la puerta y con un ademán indisimulado marca a la chica por dónde moverse. 


Suma y sigue. Dos pitillos suman dos novedosas ofertas a la puerta misma de la pensión. ¿Qué sucede, qué bulle en Budapest al caerse el sol? Hastiado y cariacontecido, quiero creer que algo amable y cautivador se amontona al breve trecho de dos manzanas. Lástima que entre las venas de la zona Keleti se me haya podrido la querencia a descubrir un pedazo de ese horizonte.” 


Escrito en la noche de Budapest. Junio de 2013 


Se suele dar, aunque no se perciba de primeras, un fino nexo que une Budapest con Cracovia. Lo intuí desde el camino a esta última en esporádicos chispazos. Acalambraban, los jodidos, zurcidos al hilo de memorables ratos de lluvia, viento o nieve que viví en el tren abordado en Olomouc. En su lecho me resguardaba de una ventanilla tórrida por la calefacción al límite. O bien próximo a ella para distinguir algo detrás de torrenteras de agua, huidizo al extremo tras copos de algodón que súbitas ventiscas alzaban en remolinos. Idénticos los ladridos de perros al paso del caballo de hierro, dispersos y olvidables, de lenta cadencia que denota en ello más monotonía que fiereza. Acaso tanto como tratar de enumerar los campos de colza que se suceden y tiñen Prusia hasta donde arrancan suaves ondulaciones tachonadas por abetos o torreones de algún castillo, seguramente decadente refugio de hiedras y alimañas. Son chispazos casuales, presunciones de paramnesia propias de un tiempo y lugar que, hasta entonces, solo había vivido en la vieja capital húngara mientras viajaba por Europa oriental. Y son descargas eléctricas instantáneas que arrancan, por ejemplo, cuando aún no llevo ni un minuto en Cracovia, sumado a la multitud de jóvenes turistas occidentales, mochilas inmensas a la espalda, mapa en la diestra, que se apiñan en la estación Glowny.

Siguen las semejanzas al abrigo de un río Vístula que aquí corre travestido de Danubio y finalizan, aunque para ello hayan de multiplicarse, en el momento en que se alcanza la vieja plaza, epicentro, donde la Lonja de los Paños se ve flanqueada por decenas de reclamos para turistas. Tiendas de cambio, agencias con escapadas a minas de sal o recuerdos funestos de campos de concentración, cafeterías y puestos de comida rápida con acento de multinacional, calesas, trenecitos y un largo etcétera de productos estériles. Faltan tirolinas, vuelos en globo, machacarse el rabo entre dos piedras como los indios equis o degustaciones de vísceras de murciélago, al estilo de la etnia amazónica zeta, pero llegarán más temprano que tarde porque al turista del veintiuno no le sirve la belleza estática, solo experimentar algo que le haga sentir importante y distinto. Y además él puede justificarlo sosteniendo que no tiene tiempo ni ganas en viajar a donde aquellos sucios indios equis, y aún menos de perderse entre marañas de lianas y calor sofocante, allá donde la tribu del Brasil inédito. Tiempo al tiempo. 


¡Qué depresivo! Le doy vueltas al tema camino de regreso al apartamento, para acabar hundido en un sótano del número quince de la calle Arianska. Preparo una infusión y sigo rumiando mis ideas. Hay una corriente que afirma que se muere la literatura de viajes. Y es cierto. Se muere en la misma medida en que muere el viajero debido a que esto de viajar ha pasado a ser un producto precocinado listo para el consumo. Una mera suma de experiencias a cada cual más pintoresca. En todo esto, por triste que parezca, darse una vuelta por el centro de Budapest o Cracovia y enumerar semejanzas es una suma de cociente depresivo. 


Y hasta ahí. A la mañana siguiente hace un frío tan glacial que no puedes dudar que el grajo levanta un dedo del suelo. Entonces a uno le da por entrar a iglesias, animado por su calor, acaso escocido de tanta pose artificial. Cracovia, de pronto, gira bruscamente para empezar a brillar de un modo especial, en oro y azul. Todas las bóvedas de sus principales santuarios se hallan engalanadas de un color que oscila del cobalto al celeste, y en las mismas aparecen graciosas estrellas que perlan de dorado el firmamento. La sucesión de esculturas, oratorios, púlpitos, retablos, y qué sé yo… el abrumador peso del barroco de los interiores, casi rococó, que contrasta con lo escueto de los exteriores, siempre ladrillo ocre tras ladrillo ocre, crea una atmósfera pura, alimentada por ecos de miserere. Aguzo el oído para no entender nada, aunque no es difícil interpretar los salmos de los curas ya que en casi todas ellas se oficia misa, da lo mismo qué hora es.

 
Hilvanadas por fachadas perfectas, las iglesias de bóvedas cerúleas de Cracovia van sumando placer visual y calor en las entrañas del camino que me lleva a Wawel, la colina donde asoma un viejo castillo y la catedral que servía a los reyes de Polonia. Allí, sin embargo, todo es una decepción porque el chispazo de Budapest se ha hecho cortocircuito. Hordas de turistas han tomado el lugar, incluso es imposible moverse dentro de la catedral si no es empujando a alguien. Sorry, sorry. El viejo castillo de Wawel, baqueteado y bendecido por la historia, es una viva metáfora del transcurrir de los años en Polonia. Y, vista la multitud que se agolpa en sus recovecos, parece que no tendrá que volver a lamentar su infortunio fruto del maná en forma de turismo que le augura un espléndido porvenir. Azota el frío una vez fuera de la catedral, tengo hambre y medito si el barrio judío puede esperar o no.

 
Camino sin rumbo ni dirección por la zona de Kazimierz, la otrora barriada judía. Trinan los pájaros cuando la muerte no anda en caza despiadada como en época nazi. Recitan salmos de la Torá junto a un cementerio cuyas estelas escupen pecados de la humanidad. Es la sinagoga de Remuh, un santón a quien atribuyen milagros y cuyo cenotafio atrae a multitud de judíos. Junto a ella me siento sobre el césped, observando la legión de historia muda que se esparce a mis pies. Chirrían en la memoria reciente las placas conmemorativas que brillan junto a la puerta de acceso: una pareja de hermanos que perdió a ochenta y ocho miembros de su familia, un hijo a sus padres y tres hermanos, y un largo etcétera de lágrimas con sello de Holocausto y ahorro de billete en ida y vuelta a Auschwitz. ¿Para qué buscar más tristeza si se basta la imagen de mis padres, casaca ritual, para que suden ojos que van a ser tañidos por la ausencia? 


En un par de horas he llenado la tripa de “pierogi”, esas riquísimas empanadas que conocí en mi primer viaje a Polonia, he finiquitado la colada de calcetines y calzoncillos en la fregadera de la cocina del apartamento, siempre más manejable que el lavabo, y hasta me ha dado tiempo a escribir estas notas. Con un poco de suerte, con las nubes abriéndose y el calor apretando, podré ver correrse tras el sofá a ese virus de sombras que es el ocaso. Entre tanto lo imagino correteando por las esquinas de este sótano alimentado de luz por dos minúsculas ventanas, a ras del suelo de la calle, para las que he decidido nunca bajar los estores. 


Llevabas razón, madre, de nuevo diste en el clavo susurrándome sobre la magnificencia de Cracovia. Es solo que tu recuerdo me ha rondado toda la jornada y, aunque no lo deseara, he perdido la mirada en una sacudida cada vez que brillos ambarinos pretendían atrapar mi atención desde cualquier escaparate. Ahora, sin ti, ya no tienen razón de ser las perlas amarillas del Báltico. De súbito los primeros rayos empiezan a resbalar por la pared, a acariciarme el rostro cegando mi mirada, y el ámbar de tu recuerdo, abracadabra, se hace luz que mañana volverá a brillar en nueva alborada, desafiando por igual a viento gélido y tristeza.

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias