Mercerreyas

Capítulo quince. En la vega del Mekong (Camboya)

Jueves 6 de Junio de 2019

Capítulo quince. En la vega del Mekong (Camboya)

Kompong Cham podría parecer Nong Khai con ese aspecto soñoliento y acurrucado junto a la madre Mekong, turbulento río que aquí también se apacigua y ensancha hasta límites inabarcables. El paseo fluvial recuerda a ello, incluso más cuando cae la noche en este día festivo jemer en que familias enteras pasean por él. Es francés en su entramado de callejuelas, con fachadas rectilíneas y balcones corridos, desconchados en mampuestos y balaustradas. También asemeja a Kampot, si es por eso. Y próspero ya que aquí a todos les alcanza para una moto y a sus vástagos para unas chancletas. Sin saber bien si el Mekong fluye o se retrae, el espejo de su lecho, libre de ondas, refleja con claridad un mundo concreto de polvo y fachadas ocres que se asoman fruto de su hipnosis. No debo ser el único rehén del caudal. 


Después, sin lugar a la pausa, cruzas el río madre y vuelve el vergel de ayer. Selva omitida esta vez, solo vega de fértil limo, cenagosa, en la que parterres geométricos puntean de verde. Son viveros de arroz, plantones diminutos que luego serán trasplantados. Los búfalos de agua y arados mecánicos se multiplican hasta rodear a pagodas etéreas que desprenden salmos atronadores. Permanentemente vitales los templos asiáticos. La caterva de novicios tiene una sonrisa y un “hello” para el forastero incluso en el espectacular Wat Maha Leap, donde he de solicitar a uno de ellos que me abra el santuario central, cerrado a cal y canto porque allí nunca esperan visitas. Lo tenebroso vigila entre oscuridad y el polvo en suspensión hasta que el joven monje va abriendo ventanas laterales. Primero ésta, luego ésa, y aquélla. Con suspense, la luz provoca decepción porque dentro es austero, desnudo, hasta que te fijas en el artesonado y no sales del asombro. Los pilares, cada uno tallado en un tronco, están lacados y revestidos de clásicos motivos budistas. Desde la base hasta el techo. Y allí arriba un colorido soberbio da forma a seres mitológicos, adornos geométricos y figuras celestiales que rezan sin necesidad de unir las palmas bajo la barbilla. Una Capilla Sixtina en modesta versión jemer. Poco a poco voy ayudando al monje con las ventanas de madera que chirrían al comienzo y crujen al ajustarse, el universo de Wat Maha Leap vuelve al silencio, a las sombras y al olvido. Cuesta creer que perviva un lugar así en un país tan demacrado como el jemer.

 
Ya en pleno casco urbano, Wat Nokor es diametralmente distinto pero no menos cautivador. Templo histórico del imperio jemer en origen, hoy es un híbrido entre pagoda budista, relativamente reciente, y huella histórica que se percibe bajo apsaras, dinteles calizos y roídos muros de laterita. Lo que se ve, en forma de tejados múltiples con tejas de escama y pilares coloreados, es una cicatriz resaltada sobre el monocromo gris que crea la piel de la piedra, sobada por lluvia y manos. Una mezcla sorprendente que se ofrece a níveos budas enclaustrados en hornacinas centenarias.

 
El silencio, la piedra tallada, los esporádicos rezos de una monja… Vuelven los monjes a tiznar de ámbar los santuarios. Cae el sol y éstos se afanan en recoger los enseres, la caja de donación, las escobas de pelos hirsutos. Se recuestan y suspiran los perros al tiempo que los gatos hacen equilibrios sobre las piedras en busca de un poco de acción. Nadie necesita volver a Wat Maha Leap para comprender que allí la escena es idéntica. Cae el sol y los templos en la vega del Mekong proponen un sello que dure en la memoria de cualquier viajero, si solo porque un joven novicio se devanó, ventana tras ventana, para dar luz a un santuario inolvidable. Solo para tus ojos. Solo para tu alma. 


No obstante, en Phnom Penh, a la mañana siguiente, la gente corre acelerada. Es volátil pasear cerca del antaño relajado Sisowat Quay. Conductores de moto y tuk-tuk aprietan a la presa y solo queda huir corriendo. ¿A dónde? Tres dólares. Uno. Alguien que te agarra del brazo y se apresta a regatear. Añorados y terribles encantos del hogar. “Al menos han echado de una vez a los timadores filipinos”, se piensa buscando el acento optimista, convencido de que, a este paso, van a hacer de aquel Phnom Penh de dos mil seis y tiros nocturnos un lugar de leyenda. Pero es que diez años apuntalan mi losa, piedra fundacional de decenas de rascacielos en ésta que, ahora, aspira a Bangkok en potencia.

 
Lo que subyace, justo reconocerlo por su valor intrínseco, es que la capital jemer, a este lado del río Mekong, está saturada de viejos occidentales expatriados, chamuscados como no se imagina el núcleo de Fukushima, en busca de chicas obligadas al ligero parné. Ellos llevan años dando vueltas por este rincón del mundo y, degenerados pero no bobos, han tenido tiempo de catar todos los restaurantes del lugar. Así que mandas a paseo al enésimo tipo que te ofrece transporte de modo agresivo y acabas en un lugar petado de octogenarios rubios y morados, presa de edemas en los tobillos, muñecas y, aunque no sean visibles, también en su cerebro marchito de emociones que no sean de pago en dólar. Se come tan bien que la compañía pronto se hace pelillos a la mar.

 
Avanza la tarde y también han podrido los mercados de Phnom Penh. Igual es que los veteranos pagamos penitencia y, en el epitafio, nos rendimos al aliño de chucherías para turistas que antes se ocultaban y ahora despuntan hasta inundar. Los tiempos venideros han sido un brusco porrazo de escarcha y realidad. Las ropas del mercado central son, igual a aquéllas que decía de Vietnam, productos de peso pluma que solo en el mercado ruso, tras mucho rebuscar y a cambio de ocho pavos, consiguen un mínimo de interés. No son jemeres, son tailandesas. Son las únicas que merecen la pena. Las multinacionales encontraron un abrevadero más asequible en Bangladesh y en Camboya ya nadie puede robar de donde no existe. Pero al menos cuestan lo mismo que en el país vecino y me libran de otro viaje a la lavandería, cosas del licuado polvo jemer que amaga con angustiar si pospones el lavado de tus tres camisetas para pasado mañana. 


Se peta aquello de turistas en un instante. Vienen y van en oleadas. Obliga la escena a abandonarse en el primer abarrotes de la lateral para enjuagar el sudor con una botella de agua gélida y pensar, fugaz estrella de conciencia, si en un día como hoy no habría sido feliz quedándome donde aquel joven monje de Kompong Cham. Valorando en la distancia que, a estas alturas, ya me sobran los motivos para prescindir de Phnom Penh, abandonándome a los encantos de un Mekong del que jamás escribí y cuya hoguera irradiaba el corazón. 


Ha caído el sol y los pitidos se espaciaron hasta casi desaparecer. Ya nadie te quiere llevar ni mucho menos agarrar del brazo para que escuches su última oferta. Ahí debía quedar Phnom Penh. Pero la puta vida es tozuda y, devuelto al corazón del boulevard fluvial llamado Sisowat Quay, la ciudad ha decidido absolverme de juramentos, recordarme cuánto la he soñado y, con rabia, cuánto me ha enseñado. Cuánto he perdido y ganado entre sus calles, al calor de pacharán, decepción y clubes de lucha. A su vera asiento condescendiente, sin lugar a la duda. Anatema de derrotados a priori, soy tan necio que al mismo tiempo asumo que seguramente no habría podido imaginar mejor escenario para un cumpleaños que éste. Y con mi sumisión, trepando sobre su espina dorsal, Phnom Penh es tan zorra que me recuerda a García Márquez para rogarme en un susurro que no me permita olvidarla. Lo hace una y otra vez, insiste al borde de la esquizofrenia en su letanía… ¿Cuándo aprenderás a sumar cadáveres?

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias