Mercerreyas

Capítulo veintinueve. Un país que te necesita (Egipto)

Domingo 9 de Junio de 2019

Capítulo veintinueve. Un país que te necesita (Egipto)

Primera bofetada. El aire es denso y dulzón, típico de sobrepobladas urbes congestionadas de tráfico. A ratos somete tus sentidos y consigue desorientarte, siempre abrasa y rasga tus pulmones. Segunda bofetada. Buscavidas ávidos de ti, ofertando su medio de transporte. Dos. Quince. Hasta varias decenas. Insisten una y otra vez, inmunes a tu negativa rotunda. El Cairo abruma tan a fondo de primeras que recuerda a cualquier ciudad india. Entonces, de la nada, surge el recuerdo del padre que se fue, el que siempre soñó con ver esta tierra de pirámides, momias y templos milenarios de un modo tan intenso que sus últimas lecturas trataban sobre arte y civilización egipcia. Es en ese recuerdo donde se mezcla un deje de satisfacción porque le hubieran bastado unos segundos de acoso para mandar a estos tipos al carajo y volver a montarse al avión, de regreso a ese hogar burgalés que tanto apreciaba. Mejor así. El contrapunto paradójico, sin embargo, radicaba en su esposa, mi madre, que aquí se zafaba de esa maldición llamada “rutina monótona” y se aprestaba a batallar contra todo y todos. Siempre sonrisa permanente porque en esta frenética locura, plena de trazas de desesperación, ella empezaba a vivir. Y a mí, ente resurgido de las cenizas de esos dos fantasmas que me parieron, me toca rápido olvidar penas y funerales para empezar a funcionar en este mundo ajeno e infinito que tanto me ha dado y quitado. En este punto, mental cortocircuito fugaz, que desee lo del primero y, no obstante, me hierva la sangre de alegría por ser pura casta de la segunda, ya no importa. Bienvenido a El Cairo.

 
Cuando el taxi empieza a sortear baches surge la calmada conversación con el conductor de turno. “¿Y vas mañana a Luxor?”. “Sí, El Cairo es un horror de tráfico y multitudes. Apenas vine a ver las pirámides”, remato. Asiente convencido. “Yo nunca he ido a Luxor”, aduce en un susurro antes de proseguir. “Un mes pienso que para el próximo, luego que para finales de año, pero el año pasa y vuelvo a empezar”. “El próximo mes, el próximo año”, repite lacónico. Le miro enternecido, consciente de lo afortunado que debo sentirme pese a que llorar el cadáver de un padre recién partido jamás encuentre consuelo. Se pierden detrás kilómetros. Diez. Quince. El Cairo a oscuras es tétrico cuando los haces de luz de las farolas tornan del naranja fugaz al ocre parduzco. Es inevitable dada la cortina de polvo y gases que aquí viven en permanente suspensión. No sé. Tubos de escape, chimeneas que vomitan, fogatas donde los sin miedo arrojan despojos. Basura quemada, plástico incandescente. Humo eterno que devuelve a India. Se pega e incinera los alvéolos con el roce. A veces hay luz. A veces solo intermitentes. Parpadeos de coches descacharrados cuyos conductores nunca se preocuparon de normas viales. Juraría que son los mismos de hace once años, si acaso más abollados y desteñidos. ¿Se destaponan los oídos? Poco a poco, se adaptan a la nueva realidad. ¿Y por qué demonios costaba tanto respirar? Pulmones que, poco a poco, se adaptan a la nueva realidad. ¿Es distinto El Cairo? Tanto que huele a lo mismo. Tanto que acoge análoga podredumbre y hogueras fatimíes de ilusión incinerada. Basta haber viajado hasta el hastío para saber que, en coraza distinta, se esconden idénticos sueños frustrados, idénticos espíritus que sobreviven al albur de una escudilla de arroz subvencionada por una sonrisa o un favor mísero.

 
Al fondo de una avenida podrida de basura, tras un ridículo control policial donde la supuesta ley y orden sestea apoyada en una valla metálica, eso de escombros, contaminación y pitidos estalla en mil pedazos que se pierden por cualquier lado. Tiro la maleta y subo de dos en dos las escaleras que dan a la azotea. Ni por asomo habría pagado cuarenta pavos por esa habitación lúgubre y mal ventilada. Pero por tener a un palmo a las pirámides sí que lo he hecho. Las llaman de Guiza, y es lo de menos. Sobra de Guiza o hasta de Egipto. Son las pirámides a secas. Las únicas. Desnudas y mayúsculas, forradas de un hollín que, de súbito, se ha hecho milagro. Tan mágicas en la penumbra como en aquel lejano dos mil cinco. Las miro y remiro mientras tecleo sin convicción. Absorto, rendido de sueño. Esta tierra tiene tanto con qué enamorarse que no le importa escupírtelo a bocajarro, aunque a sus maravillas las escolte la miseria. Piedra a piedra, tumba a tumba, templo a templo, momia a momia. Aquí aprendí cuánto tiene por descubrir esta pelota deforme llamada Tierra, aquí podré soñar con un nuevo porvenir tras dejar en Barajas un corazón oprimido por el dolor. Al menos de eso intento convencerme cuando cierro los ojos tras una mueca que esconde un mínimo de felicidad, la primera en las últimas horas.

 
Ha salido radiante el día siguiente, pero al pisar la calle se vislumbra el devastado estado en que se encuentra el negocio turístico en Egipto, el país por extensión. Simulando ser momias rescatadas del Imperio Nuevo, los buscavidas se afanan en buscar su negocio atosigándote sin parar. Cadáveres desesperados de los que cuelgan trapos con corte de camisa. Pienso, circunspecto, que amortajados tendrían más vitalidad aparente. Por el contrario, es tónica habitual la pesadez de estos tipos, lo novedoso es que esta vez no sirven cinco noes porque siguen ahí dando la matraca. Suspiro junto a un cajero y mido cuánto de largo se me haría otro día entre esta jauría. Es comparable a China, la misma sensación. Allí no puedes hablar con nadie, te escuchan y no te entienden. Éstos ni siquiera te escuchan. Así que aquí es aún peor. Sopeso al que menos aspecto de bribón pueda tener y, tras breve regateo, nos piramos a Saqqara. 


Entonces el tiempo empieza a volar. Sobre el fondo de las lejanas pirámides de Dahshur, la arena se multiplica como gasa desprendida de leproso que va mostrando nuevos montículos deformes a cada paso. En sus entrañas, olvidadizos del paso del tiempo, relieves en arenisca, policromados los menos, muestran escenas de ofrendas y vida cotidiana de hace tres o cuatro mil años. Tumbas y mastabas que la naturaleza preservó cubriéndolas de polvo. El Imperio Antiguo, cuatro mil quinientos años atrás, se halla en la pirámide de Zoser y las vecinas de Dashur; el Imperio Nuevo en tumbas de detalle perfecto. En Occidente el tiempo se mide en micras de segundo, aquí un milenio es lo mínimo. Ahí radica su auténtico poder. 


Lo que acongoja, admirando el recinto desde un pasillo que oferta sombra, es el hecho de que la pirámide escalonada de Zoser, la primera y por eso más importante de todas, apunta a ruina inminente. Dan fe de ello los rústicos andamiajes de madera (¿?) que se apoyan en sus laterales y que, si pretenden hacer de sostén, asemejan a broma macabra ante tamaña mole. Bastaría que se desprendiera un solo bloque de arenisca para destruir todo el tinglado. Egipto, que nadie lo dude, se derrumba a velocidad crucero, y ojalá valgan estas palabras para hacer notar lo vital que es el turismo para la economía de este país. O se visita Egipto ahora o tendremos que conformarnos con llorarlo, rescatando de la videoteca documentales del siglo veinte. Que a nadie le quepa una mínima duda. Éste es el momento de visitar esta tierra y echar un cable a sus gentes. 


Cariacontecido, se me ha antojado visitar el Serapeum a ver si levanto el ánimo, y me hundo en un hueco excavado en la arena para admirar los graníticos sarcófagos que escondían un puñado de toros momificados. Apis, el dios-toro, era venerado como la reencarnación terrenal del poderoso dios Ptah, creador del mundo. A consecuencia de ello, los toros, sagrados, eran momificados y enterrados en inmensos sarcófagos una vez fallecidos. Éstos asoman en una galería de más de un centenar de metros, inmensos, pulidos con esmero y rematados de extraños jeroglíficos. Una visión celestial que comporta cuatro milenios de recorrido. Los admiro en soledad, tanta que un guardia ha tenido que abrirme el lugar y darme la luz porque este Egipto está absolutamente huérfano de visitantes. Provoca una extraña sensación de vacío admirar lugares tan soberbios y, sin embargo, tener que hacerlo en la exclusiva compañía de una sombra que se pierde trepando entre oquedades abovedadas. Tras quejidos de madera crujida por mis pisadas, se apaga la luz, redobla una hoja del portón y vuelve el guarda a echar un candado de tres euros mientras me alarga la mano (tip, sir). Esboza una sonrisa lamerona bajo un fino bigotillo cano. Tres euros que guardan uno de los preciados tesoros de la historia de la humanidad. Ver para creer. 


Es última hora de la tarde cuando regreso al cobijo de las pirámides que emergen en la meseta de Gizah, imponentes ayer, ni una décima menos mañana. “El hombre teme al tiempo y el tiempo a las pirámides”, reza el proverbio árabe. Se funden el sol y el horizonte. Llega la hora de partir. Se me ha ido el día en un momento de ese modo efímero en que la arena seca se pierde resbalando por entre los dedos. Sobre un montículo, con los tres túmulos alineados ante mí, exhalo un último suspiro. La panorámica es hermosa a rabiar. Vuelvo a pensar con querencia en los que se me fueron, en los ojos de un padre que quién sabe si no observan a través de los míos este espectáculo del que tantas veces hablamos. Inshallah, viejo, inshallah.

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias