Mercerreyas

Capítulo veintiuno o la incuestionable verdad de Sakon Nakhon

Viernes 7 de Junio de 2019

Capítulo veintiuno o la incuestionable verdad de Sakon Nakhon

P.S. “Domina tu ego y soberbia, el bochorno, la angustia y las arcadas de vómito ante acusaciones de lo que nunca has sido ni serás. No reprendas las amenazas e insultos porque ella, lo sabes bien, lo lamenta más que tú dado que no puede desprenderse de ello. Hacer apología del silencio con una pierna en tu cuello y una navaja en tu tripa es un espinoso camino. Si ella aún no puede enfrentarlo, vano lucir de un escaparate ajeno al corazón, tú sí debes comprenderlo y amarlo. En ese dolor mudo y desgarrador hallarás la única enseñanza: la compasión. La que te ha permitido volver una y otra vez. Somos lo que quieren que seamos y la ausencia de un aliento infinito de cada despertar, en cada anochecer, el don más preciado. El llanto en soledad es tu camino”. 


Templos de Isan que me han visto crecer, que me guían en el pasado pero, sobre todo, en el futuro…


A mi tía Rosa Mari


«Arrecia la lluvia. La tormenta se desata y engulle un bus desde cuyo parabrisas divisamos Poprad. Flanqueada por los soberbios Tatra, enroscadas las nubes con decenas de cortinas de lluvia que se adivinan a sus pies. Las gotas estallan sobre la tierra quemada, se funden en un calambrazo y forman finas gasas de vaho que se disipan en llamativas espirales al paso del vehículo. El olor a geosmina inunda los alvéolos y llega casi a provocar náuseas. Es adorable, tiene ecos de tormentas de verano en Mecerreyes hace tantos años, llama a volver a la niñez, a sentirse vivo, y sirve para barrer la congestionada bruma cocida en este bus a reventar de personas. El citado olor a geosmina, el olor a hierba recién cortada, el olor de los tilos en la plaza central de Kosice, el olor a madera reseca en retablos impecables, los campos plagados de árnica y amapola, los helechos arrebujados a la vera de cualquier reguero… son sensaciones, estampas que ya pertenecen a la memoria de nuestro viaje por Eslovaquia. El día que vuelvan a surgir, por cualquier latitud, siempre habrá un reclinarse en el asiento y una mueca de sonrisa porque Eslovaquia de nuevo será vívida por unos fugaces instantes de ojos cerrados y paladeo armonioso. 

Una vez en Poprad hay fragantes pensamientos morados, turquesas, gualdas… Adornan las macetas encaramadas sobre las farolas a un par de metros sobre el suelo. También muchos pares de ojos, destellos fugaces, de colores imposibles en iris radiantes por claros, propios de espectros. Por la noche, en la cama, cuando caen los párpados, esos ojos vuelven a desfilar y son fogonazos de un soldador quemando varillas. Se amplifican o atenúan, saltan entre rostros de eslavos nacarados o gitanos, tez de hollín. Y siempre pasa un buen rato antes de que se pierdan en la oscuridad, hasta la siguiente noche en que regresan renovados por los nuevos cruces de miradas centelleantes de hace apenas unas horas. Ojos que no son de este mundo. Día tras día, noche tras noche en tierras eslovacas.

 Además cohabita el negro de los cuervos que campan a sus anchas en Poprad. De noche se acercan en bandadas gigantes al parque colindante de la pensión, duermen posados sobre las ramas de exuberantes tilos no después de graznar incesantemente. Son seres tenebrosos, forrados de un mal augurio, preñados de leyendas macabras. Luces y sombras en Poprad… 

Sombras y luces también en el caminar turístico. Ayer la bruja a cargo de la iglesia de madera de Kezmarok pretendía robarnos cuarenta euros por sacar unas imágenes del interior. Amablemente le tendí las entradas recién adquiridas y le pedí que nos devolviera los seis euros de los tickets. Las extorsiones no tienen cabida en mi concepto de viaje. Allí se quedó farfullando al tiempo que yo me acordaba de la puta que parió a los gestores de dicho templo, ella incluida por su soberbia e intolerancia, encaminándome a la oficina de información a poner una queja. 

La luz, el envés de la moneda, la anciana del soberbio santuario de Svaty Kriz, sin problemas para grabar y encima nos ha regalado un par de postales a cambio del euro por barba que cuesta la entrada. Fotito entrañable con ella de recuerdo. 

Se calman los carroñeros enlutados, duermen con seguridad, se apagan con ellos las resonancias a Poe o Lovecraft y a nosotros nos llega la hora de acompañarlos en la calma y el silencio. Mañana Poprad habrá quedado en el recuerdo. Las montañas, las iglesias y, seguramente, las miradas de ojos turbadores tendrán su análogo a ochenta kilómetros. En Polonia, en Zakopane, ecuador de la ruta. Seguramente.» 

Escrito en Poprad, el 19 de junio de 2013 

«La tromba no ha cejado en Zakopane, detrás de la montes Tatra. El agua rumia sin cesar por tejados de chapa, canalones y un riachuelo que amenaza con desbordarse, sobrepasado por los litros que golpean o se suman al cauce. Suerte que decidimos parar a comer y echar un trago. A buen recaudo, viendo las hojas de los árboles titilar bajo el golpeteo constante de las gotas, la lluvia hace de bello telón en un Zakopane que luce plagado de tiendas de recuerdos para turistas, hostales y restaurantes. No es mi taza de té que digamos, ni tan siquiera cuando la tormenta se disipa para alumbrar, de nuevo, a un sol que castiga sin piedad. 

Pero la vieja baila feliz de puesto en puesto, y yo sumo tragos de cerveza de trigo mientras tecleo chequeando el horizonte, allá por enero, allá por India… Levanto la vista a ratos y pierdo la mirada en las riadas de personas que transitan por la calle Kupowki, plena de garitos, mimos, buscavidas y tiendas que dan un sentido extremadamente comercial a la horrorosa avenida. El típico sitio que los viajeros y turistas aman odiándolo u odian amándolo. Todo tipo de sensaciones caben en estos lugares infectos. 

Visitamos luego las montañas, mantos de césped impolutos envueltos en frondosos bosques de abetos, alerces y pinos; al fondo surgen infranqueables murallas de granito, teñidas del blanco hielo de nieves todavía no fundidas, en un desnivel brutal hasta confundirse con pequeños grupos de nubes que parecen querer juguetear con los picos. Todos los parajes rezuman alpino, mires donde mires, almuerces donde almuerces o duermas donde duermas. Los tipos en ellos son igual de afables que en Eslovaquia. Adoran las montañas, pasear y perderse por cualquier vereda. De regreso de una larga jornada de travesía todos lucen una frente sudorosa, una sonrisa radiante, el brillo en sus ojos y unos bastones de mango desgastado. De madera, por supuesto. 

Y más allá está el cementerio, exactamente catorce años de ausencia nos observan, uno coqueto abrigado por decenas de árboles y cobijado junto a una notable iglesia. De madera, claro. Las cruces en el camposanto, en su gran mayoría, lucen unos cristos sedentes, con la barbilla apoyada sobre la palma de la mano, con aspecto entre melancólico y meditabundo. Son preciosas. Hay detalles infinitos en cada redentor y, al ser de madera, los ángulos en que se observa hacen que cambie diametralmente la percepción: una vez parece ensoñador, otra circunspecto, arranca la hilaridad, navega entre algo tosco y burlón… Es cálida y moldeable la madera, femenina, se deja acariciar mejor que los vastos, gélidos y grises metales o granitos. Todos los cementerios son tenebrosos, provocan angustia desmedida y uno generalmente suele hacer rápido el pasavolante para cambiar de tercio. A mí, al menos, me suele dar por ahí. 

El de Zakopane es distinto en un día especial, catorce años después. Plagado de crisantemos coloridos y con todos esos detalles de calidez que envuelven, reconfortando al viajero. Hoy precisamente, ¿cómo sentir prisa por dejarlo a la espalda? Es lúgubre y acogedor a la vez, quizás abrumador haría de mejor definición. La iconografía no produce desazón ante lo inevitable; al contrario, llama a pasear y prestar atención al mínimo milímetro, porque allí algo turbador, sin ser peyorativo, se esconde. Tampoco aquí se suman esas clásicas fotos de difuntos que te observan desde las lápidas, invitándote al ultramundo, tétricas. Apenas existen y, si lo hacen, son solo rostros con ojos inertes, aforismos desnudos de un poeta, un músico, un poeta… Todos encajan como los acordes de un violonchelo o las estrofas de un soneto para hacer de este lugar algo memorable… ¿Será posible que haya merecido la pena acercarse a Zakopane por un cementerio, en un aniversario?

 La montaña Kasprowy Wierch se nos hace añicos de modo inesperado. El teleférico está de mantenimiento y quizá mañana vuelva a operar. Nos íbamos mañana, ¿no? ¿Y si Zakopane se alarga? ¿Qué día es? ¿Jueves, viernes? Aún veintiuno, hay tiempo. ¿Por qué no? Vayamos a brindar a la salud de los sacrosantos, inquilinos a los que nos hemos de sumar, y a la de las horas que quedan por compartir con los humildes polacos. En el recuerdo aquéllos seguirán vivos con nosotros, igual que éstos. En un garito cualquiera, al sombrío, solo la brisa cálida y el constante rumor de un riachuelo nos hacen compañía. Petunias multicolor, malvas lilas y anaranjados claveles chinos lucen endulzando la vista.

» Escrito en Zakopane, el 21 de junio de 2013


A veces parece que no ha dejado de llover en Zakopane durante los casi cuatro años transcurridos. Su localización, asentada a los pies de esos Tatra que revientan nubes en mil aguaceros, da lugar a ello. Y lo crecido de los riachuelos junto con la inclinación vertiginosa de los tejados, a dos aguas, suscribe que la nieve es constante. Pero Zakopane, paradójicamente, resulta cálido hasta el extremo con sus casas de madera que se multiplican entre moles de hormigón, de factura reciente, construidas para dar cobijo a la multitud de polacos que han encontrado aquí su parada y fonda definitiva en contacto con la naturaleza. 


No hay aniversarios de regreso al viejo cementerio de Zakopane. Incólumes, con años de verdín, las esculturas de madera siguen rumiando su desdicha. En el cementerio menos triste del mundo los fantasmas se vanaglorian de su pasado y profesión carnal, brindan con Slivovice (ubicuo aguardiente de ciruela en países eslavos) y triunfan las historias que se sueñan a su rebufo. De poetas y músicos, lo palpitante ayer; de carpinteros de lápiz, regla, cepillo y pino maleable, de jóvenes con cuerdas y mosquetones, lo reciente porque conocerás pocos alpinistas tan osados como los polacos. Algunos de los últimos recuerdan, con su cruz y corta edad tallada en ella, el precio pagado. 


Sin embargo, los dos mil metros de la cima Kasprowy Wierch siguen vetados, ocultos tras un telón gris de nubes que apenas deja ver los regueros de nieve sobre la parte inferior de la falda de la montaña. Todo el mundo parece suspirar decepción esta mañana, y en ésas solo resta subir la cremallera hasta el hocico y caminar bajo la llovizna porque Zakopane debe poseer otro espíritu inédito. La distribución en núcleos dispersos es típica de pueblos de montaña, así que son cuatro kilómetros caminados hasta Harenda, una barriada en la que luce una soberbia iglesia de madera junto a la vieja casa del poeta Jan Kasprowicz. Reconocido asimismo por su trabajo de traducción de grandes clásicos de la literatura al idioma polaco, Kasprowicz, pese a no ser originario de Zakopane, sentía tal pasión por los Tatra que aquí acabó viviendo enrocado a ellos hasta su hálito final. Junto al museo se halla el mausoleo que guarda sus restos y los de su esposa, obra extraña de hormigón que contrasta con la belleza humilde que otorga la madera a su casa, ejemplo irrefutable del estilo Zakopane.

 
De Harenda a la capilla del Sagrado Corazón de Jesús, en Cyrhla, hay unos cuatro kilómetros cuesta arriba, pero pueden llegar a ser ocho si coges el camino equivocado. Por experiencia lo cuento. El viento dobla el paraguas y casi me hace un favor porque lleva ecos de bendición notar cómo el agua fresca se mezcla y templa un sudor que me trae hiperventilando. La cuesta se empina, las viviendas se espacian paulatinamente y a los jodidos perros no les debe gusta aquello que no recuerda a polaco. 


En la parte alta de la zona de Cyrhla solo hay un hotel de aspecto apagado y unas fabulosas vistas al valle donde Zakopane se halla hundido. Violentos chubascos descargan sobre sus esquinas y las nubes cobran una velocidad endiablada allí arriba, en derredor. Lo mejor es que no tengo ni idea de dónde me hallo y si paro me congelo por el sudor que me cubre hasta la rabadilla. La única opción lógica, tras tantear nubes agitadas a diestra y siniestra, es pillar calor en el hotel de enfrente, ubicarme y echar una cerveza, que además va a dar la una y, dicen los mexicanos, a partir de las doce ya se puede tomar. Cosas del azar que siempre me sonrió, aparece de improviso, tras la puerta de la cocina, un tipo que me tantea con la mirada. Desconozco si el atuendo habitual de cocineros en Zakopane y hasta Polonia es un pijama negro de corazoncitos bermellones y zuecos que cloquean a cada paso porque, de lo contrario, me enfrento al tipo más extraño que hubiera podido imaginar. Sornaban por allí un puñado de vecinos con miradas fijas en la nada, pura melancolía, y vaso de cerveza a un palmo. Es ese gesto característico de los polacos que se repite tan a menudo porque lo llevan impreso en su rostro cuando visitan la iglesia, el cincuenta por ciento de su vida, y al visitar el bar, el resto del tiempo. En un momento dado del día sustituyen el crucifijo por una jarra de líquido rubio y espumoso, mas te aseguro que su gesto, entonces, no varía ni un ápice. Ensimismados en lo suyo, igual que maniquís de saldo, ninguno ha reparado en el recién llegado cuyo paraguas va creando un reguero camino de la barra. Al del pijama le encargo una cerveza, le pregunto si habla inglés (asiente dubitativo) y le explico a dónde voy. Ríe tan abiertamente que hasta la concurrencia vuelve de sus ensoñaciones para prestarme atención. Me mira con cara de lástima por lo descarriado de mi camino y remata señalando un Opel Corsa. Repite que espere un segundo. Parece que me convida a llevarme en coche. Él no, algo le dice a un tipo que se desentumece junto a la barra. Éste apura de un trago el vaso, parece pedir la espuela para luego, me regala una mueca que creo de sonrisa y me dice que le siga. Trago largo el mío (suerte que pedí la caña pequeña) e importe en la barra. 


De veras que los polacos suelen asemejar hoscos y hasta antipáticos en primera impresión, pero muchos de ellos son gente amable y honesta (a menos que empiecen a trabajar en oficinas de información turística, ya que allí se les olvidan las virtudes). 


En una hora la capilla es historia. Vuelvo a echarme a la llovizna bien abrigado, desando cuesta abajo el puñado de kilómetros hasta Zakopane y regreso al cementerio bajando por una calle Kupowki que se anima en avalanchas de paraguas. Recorro la vereda central y sigo adivinando qué historia se esconde detrás de nuevas cruces, una nueva motivación para el día siguiente. Busco y rebusco. ¿Qué queda para mañana cuando la cima más alta me niega su secreto? Justo antes de entrar al cementerio paré en la iglesia de San Clemente y alguien me robó el paraguas. Lo dejé en la puerta por no formar otro charco y alguien se lo llevó. ¿Acaso escribir de ladrones? No se llevó uno cualquiera por equivocado porque solo estaba el mío. Será que en Zakopane, con todo lo turístico que es, cabe de todo, como en casa. 


Se va a echar la noche, sombras, y aún queda una historia en Zakopane. La huella de ayer sigue latiendo con fuerza y, anatema de viajero en regreso permanente, no es de cristal la memoria de cuatro años atrás que es mi saber. Se desata un temporal en lo emocional y en un segundo vuelvo a aquel garito junto al río, mi casa, con pasos que las aceras devuelven en chapoteos. Idéntica silla sobre mesa nacarada, idéntico murmullo de caudal que no cesa, idénticas macetas con coloridas petunias, lilas y claveles chinos en que comencé aquel texto. ¿Cómo era? Coincidía el decimocuarto aniversario del fallecimiento de mi tía Rosa Mari y mi madre no tardó en recordarlo. Sí, aquel Zakopane. 

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias