Mercerreyas

De Khajuraho a Bhopal

Viernes 20 de Septiembre de 2019

De Khajuraho a Bhopal

En el preciso momento en que uno se ha acostumbrado a ver cómo la gente viaja amotinada en las clases más baratas de los trenes indios, Khajuraho, en su diminuta estación, maquilla esa realidad porque no hay trenes que descarguen o carguen capital humano más allá de cuatro autóctonos que me acompañarán a Bhopal. Y no voy a negar que, lejos de destruir la gracia, generan un respiro de alivio. Lo que marchitan las grandes urbes indias, brota naturalmente en los rincones más rurales donde dichas estaciones se convierten, por arte de magia, en pintorescas estampas casi desérticas y gestos amables. 


El tren, a tenor de lo visto, parte con solo cuatro personas en mi vagón. Desangelado, va recorriendo campos donde pastorean los rebaños y sestean los escasos humanos en una brecha con tintes de bucle infinito. Hasta que llega Chhatarpur. Entonces el guirigay se descontrola cuando vuelven a flotar los saris coloridos, los fardos de sisal, maletas polvorientas e indios de toda clase y condición que, voz en grito, van ocupando su lugar mientras se despiden de los familiares que vuelven a bajar al andén. Hoy ellos no vienen. Junto a mí, un crío saca un táper y se pone a comer despreocupado. Arranca el tren, me pesan los párpados y en nada volveré a caer dormido. 


En la retina perviven, con brillo propio, unas cascadas de capricho no por los saltos de agua, sino por lo sublime del paisaje. Si India, lo repito a menudo, no destaca por su patrimonio natural estático (a nivel de fauna es una maravilla sin parangón), en Raneh se despelleja una belleza inédita, escoltada por bloques de arenisca jaspeados de cuarzo, granito y lava volcánica que la madre naturaleza quiso pintar a su libre albedrío.

Con la potencia desatada del monzón aquello ruge que provoca escalofríos, y la única lástima es que el caudal impide ver la profundidad del pequeño cañón horadado. Otra vez, y ya me voy acostumbrando, una estafa consentida el precio de la entrada a seis euros al cambio. Es tal la diferencia entre lo cotidiano y lo turístico para los extranjeros que uno asume, apesadumbrado, que la codicia de esta gente va a matar la gallina de los huevos de oro. Aunque, en verdad, los turistas occidentales cada vez somos menos de oro. Imagino, al albur de esta reflexión, que, al igual que sucede en China, es tal el potencial y la cada vez más palpable pujanza del turismo local (mil trescientos millones de indios) que, a las autoridades y a estas alturas, hace tiempo ya que dejó de importarles tres cojones nuestra presencia aquí. Al menos se incluye un guía con la entrada.

Se trata de un tipo con aspecto de picoleto sin tricornio pero con idéntica pose autoritaria y bigote siniestro al que aquellos lucían en los ochenta o noventa. Como es puro indio, tampoco se desvive en hacer su trabajo, más bien me sigue en mi paseo como si de un escolta privado se tratara, pero, en ocasiones, se empeña en mostrarme distintas especies de árboles o el tinte sangriento que se saca de las hojas tiernas del árbol de teca. De estos, alucino, tienen aquí millares, y además con un grosor generoso. Una verdadera millonada en madera. 


Bhopal, de noche cerrada, me recibe de secano entre traviesas y traqueteo. Es otro caos de calles pobladas al límite y un recuerdo inevitable: el desastre de Union Carbide. La reciente historia que nos gobierna con forma capitalista, salvaje por cruenta en tierras miserables como éstas, reventó en otro esqueje silenciado cuando, el tres de diciembre de mil novecientos ochenta y cuatro, una vaporosa niebla letal de isocianato de metilo, un pesticida mortal, inundó la otrora orgullosa ciudad industrial de Bhopal.

La nube, trenzada con el sigilo de un asesino eficaz, se posó suavemente, reptando hasta el último centímetro de la ciudad. Fue cercando cada casa, violándola en una noche que iba a ser la última para unas siete mil personas. De los que despertaron, mortalmente intoxicados, cerca de doce mil cayeron en los días posteriores. Perros, vacas, cabras… y hasta ciento cincuenta mil cadáveres humanos o damnificados. Hoy, generaciones después, sigue asomando el horror en el bien más necesario y preciado: el agua.

Se estima que la mayor parte de los acuíferos siguen contaminados, y, como es sabido, el recurso de poder adquirir agua potable embotellada no es una verdad absoluta para los más necesitados que, sin solución, se siguen aprovisionando del agua que brota de la tierra. Bhopal, en lo más oscuro de la noche, solo atina a darme una cama confortable en hotel decente y un recuerdo tenebroso que repta por el subsuelo, intoxicando lo que toca, borrando de un plumazo nuestra coartada de indiferencia ante tamaña desgracia. Otra más, mi más ni menos detestable, en este país golpeado con saña.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog Matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias

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