Mercerreyas

Ashoka y Sanchi, mitigando la derrota

Sabado 21 de Septiembre de 2019

Ashoka y Sanchi, mitigando la derrota

En ciertas ocasiones me asalta la duda de qué habría sido de mí en caso de nacer tan próximo al Ganges, lejos de la capa protectora de una sociedad tan avanzada e integradora en lo social como la vasca. Angustiado, presa del delirio, con la incertidumbre me inunda la desazón. Sucede siempre que observo a un tullido en una estación o esquina lóbrega de una ciudad (junto a despojos de basura, hecho un ovillo en cartones, agonizante y sin más luz que la de los rickshaws que cruzan bajo ese puente,…), y es una opresión inenarrable en el pecho. No suelo apiadarme de ellos. Lo reconozco como inculpación pura. No tengo reparo en dar unas monedas o algo de comida a quien me la pide pero, desolado por su certeza a quemarropa, con ellos no puedo. Hoy, en la estación de tren de Bhopal, ha vuelto a suceder. Son espectros que deambulan buscando una aceptación y sentimiento de igualdad que la vida les robó, henchidos de un coraje que parte el alma. Les observo en la distancia, con pulso acelerado, paralizado por un agobio para el que no hay consuelo. No puedo dejar de mirarles. Y el resto del día, estupas cautivadoras o insípidas cuevas de ascetas aparte, me ha sobrevolado un giro permanente a esa visión de tullidos agonizantes, famélicos al límite, que jamás se muda al lado opaco de la conciencia. 


Era un tren de tercera el que me ha llevado a Sanchi. Este pueblito, cuando el tercer emperador Maurya, de nombre Ashoka, abrazó el budismo como fe principal, no pasaba de un apagado núcleo poblacional, apenas una tachuela dentro de los terrenos administrados por un personaje que acababa de conquistar casi la totalidad del territorio que conforman Pakistán e India. Con la victoria ante los indestructibles Kalinga, en el actual Orissa, Ashoka cerró el círculo forjando un imperio descomunal. En aquella época, siglo tercero antes de nuestra era, las batallas eran la única forma de solucionar conflictos fronterizos, y Ashoka, abrumado por la sangre de enemigos derramada, decidió convertirse él, también a su pueblo, a esa nueva y poderosa religión llamada budismo. Con él llegaron las primeras estupas a suelo indio y, asimismo, la más emblemática que existe en el universo budista tras la Schwedagon de Yangon: la de Sanchi. ¿Por qué hacerlo en un lugar tan insignificante? Por amor, sencillamente. La erigió allí en honor a su esposa, originaria de esta localidad. 


Al estilo de los gobernantes birmanos, quienes crearon templos en la llanura de Bagan a lo largo de centenas de años para expiar la sangre de sus enemigos derramada en batalla, Ashoka ordenó erigir lugares de devoción con la clásica forma de cosmovisión budista: la estupa. La mayoría de éstas cayeron por el tiempo e invasiones extranjeras, pero la de Sanchi, por algún motivo no claro del todo, pervivió. Hoy se puede observar un fabuloso y decrépito solar donde los basamentos de antiguos templos y monasterios parecen emanar y orbitar, en extraño conjunto encaramado sobre una suave loma, alrededor del icono central y sus soberbias cuatro puertas ornamentales o toranas. Caminando alrededor de la magnética campana, en sentido de las agujas del reloj, se percibe una paz monumental. Cuentan que las estupas se construyen sobre una reliquia del Buda Gautama, un pedazo de hueso, un pelo, cualquier cosa… pero, por antigüedad e importancia, es probable que el único resto cierto del iluminado, amén de su diente en Kandy, Sri Lanka, repose aquí abajo. Y en ello pienso mientras esa instantánea de tullidos me quiere agitar con insistencia. Quizás no debería derrumbarme sobre las teclas ahora, como esta mañana circunvalando en silencio la estupa una y otra vez, pero es mi naturaleza y, acaso, la única dignidad que me mueve: verlo y contarlo. ¿Cómo podría echarme a un lado y traicionar a mi corazón?

 
En Udayagiri, no obstante, cambia del todo la percepción. Aquello no pasa de solar granítico donde se adivinan nichos hinduistas (los quieren llamar cuevas), un par de tallas pulidas por el tiempo, una puerta esculpida en piedra y un precioso relieve de Vishnú transformado en Varaha. Y para de contar. Mi opinión honesta: mejor ahorrarse el desplazamiento y el nuevo fraude de trescientas rupias que calzan por entrar. A cuenta de esto, lo dije ayer, es tan evidente la codicia del gobierno con todo lo que resuene a turista extranjero que, por desgracia, se empieza a hacer preciso seleccionar qué lugares ver y cuáles no hasta que limiten este sinsentido de cobrar burradas sin baremar cuánto lo merece. 


La estación de Sanchi, de regreso e idéntica a aquella de Khajuraho, es una brisa de viento sur por su relax a primera hora de la tarde; la de Bhopal, al cabo de hora y media, desata los horrores nuevamente. Recojo la maleta de un hotel cercano, me refugio en un restaurante y apuro hasta el último minuto antes de subir casi a la carrera a mi tren a Indore. Ya no deseo esas visiones de zozobra. En serio que hoy me ha sacudido fuerte India y esas estampas que, pese a todo, hay que contar, y volver a contar, y volver a contar,…

Perro viejo, taimado tras tanto planeta, sé que mi fatiga acumulada tiende a acentuar emociones febriles y, para mañana, me obligo a prometerme descanso en Indore. Recuerdo, antes de volver a caer dormido con el traqueteo, que compartí unas galletas con un tipo en el tren de regreso de Sanchi. Llevaba colgado al cuello, con una cuerda de esparto deshilachado, un teléfono de esos viejos que únicamente tienen la virtud de ser teléfonos para llamar y contestar, mensajes y punto. Ambos íbamos sentados en el suelo del vagón, con el hocico echado hacia la brisa filtrada desde la ventanilla. Me lo acercó y me tocó el hombro. Quería ayuda porque no entendía el mensaje que le salía. “Memoria de mensajes recibidos llena”. Se los borro y le ofrezco unas galletas. La felicidad absoluta en su sonrisa de agradecimiento, y mi media mueca de desesperanza porque sé quiénes me esperan en la estación de Bhopal. Será que, por mucho que se pelee, por muchos viajes que se hagan a esta tierra mísera, siempre llega un día en que gana el que juega de local. Y su victoria, aplastante, nuestra más lamentable derrota en conciencia como especie. Indore, aún muy al fondo según el GPS, subvenciona otro tiempo de duermevela. No olvidaré, en la vida, el namaste de despedida que me dedicó al bajar, juntando las palmas en el pecho y humillando la barbilla.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias