Mercerreyas

Labrang, un monasterio hecho ciudad

Martes 29 de Octubre de 2019

Labrang, un monasterio hecho ciudad

Si pensamos en ciudades convertidas en templo, es muy posible que Chiang Mai, Luang Prabang o Kioto se perfilen pronto como ejemplos básicos. Pero si invertimos el orden, si pensamos en templos o monasterios hechos ciudad, se complica el tema. Los primeros lugares a recordar, supongo, serían el monasterio de Santa Catalina, en la Arequipa peruana, o el templo Meenakshi, en el sur de India; pero no me cabe duda de que, acto seguido, recurriría al monasterio de Labrang, en Xiahe. Siendo uno de los seis mayores monasterios de la corriente Gelug, éste es el mayor fuera de la Región Autónoma de Tíbet y, por ende, el que aglutina un mayor número de novicios. Una auténtica ciudadela enclaustrada, moteada por decenas de santuarios, escuelas y bibliotecas que pronto se multiplicarán, fe de ello da el puñado de grúas que estropean la imagen idílica que traía.

 
Lo obvio queda en el párrafo inicial, lo tangible, mucho menos impactante, es que Labrang ha perdido mucho de su encanto en los ocho años transcurridos desde mi primera visita. Se mueve dinero a espuertas, se ven cochazos de alta gama conducidos por orondos monjes, se ha reformado por completo, desde las calles (ahora pavimentadas) hasta las barracas de los novicios y los templos, recién pintados. Incluso la famosa kora de tres kilómetros que cubre el perímetro de la lamasería está en reparación, pese a que, incluso así, se cuenten por cientos las ruedas de oración que mil manos no cesan de girar.

 
Y ahí radica, atemporal, la verdadera virtud de Labrang. Fuera de su patrimonio (no alcanza el nivel de Kumbum) o sus dimensiones, de su actual estado inmaculado o decrépito ayer, de sus amistosos monjes de antaño, acaso huraños en mi regreso, lo verdaderamente invaluable son los fieles. Caminar junto a ellos, haciendo girar las ruedas de oración al tiempo que la vista se pierde en sus canas o surcos faciales, es un espectáculo endémico que evita la ridícula laceración de pasar por una agencia de viajes (condición necesaria) para llegar a Tíbet. De hecho, en Labrang y antes en Ladakh, éste se transfigura ante ti. Se cuentan por miles los tibetanos, devotos budistas, que acuden a orar a este simbólico lugar. No importa la edad, el sexo o el estado físico porque todos acuden en masa a la llamada de sus deidades. Sus trenzas o sombrero, su ropaje holgado de cuero (con inconfundible olor al sebo que lo nutre), de un grueso que desafía a montañas de nieve, y sus marcados pómulos, siempre redondeados con mofletes entre rosados y rojo ardiente, les identifican frente a cuatro chinos Han que aquí son minoría. Todos rezan, todos murmuran el inconfundible Om Mani Hum, olvidando el Padme, ensimismados. Y otros pocos, sin embargo, se funden en el suelo, tumbados, para estirarse todo lo largo.

Luego se levantan, vuelven a juntar las palmas sobre su cabeza, bajo la barbilla, en el vientre, y vuelven a tumbarse, estirándose al máximo. Observarles es un ejercicio maquiavélico de masoquismo, llego a pensar. Centenas y miles de veces lo repiten, sin lugar a la fatiga. Desde jóvenes a ancianos octogenarios. Tienen ese inconfundible rictus de ir al límite de sus fuerzas, lógico, si cabe, a tres mil metros de altura, pero no cejan ni por un instante. Dispersos entre ellos, los monjes se multiplican por los rincones con sus túnicas rojas y sus inconfundibles botines de media caña. Charlan despreocupadamente, como si la mera existencia fuera un clavo ardiente ya arrancado de su condición humana. O quizá se deba a algo menos prosaico relacionado con que, aquí arriba, los rayos del sol calientan el doble. El asunto es que todos, unos y otros, se mezclan en este maremágnum humano tan delicioso. Si no fuera por ellos, puedes creerlo, Labrang sería un olvidado pueblo anónimo, gélido gran parte del año y flanqueado por inabarcables pastos de yaks donde la huella del hombre ni se concibe.

 
Tres kilómetros de paseo que han sido un instante, centenas de breves paradas en cada rueda para hacerla girar, para que el viento lleve su mensaje. Asemeja a vivir: transcurre tan deprisa que no eres consciente de cuántas veces has hecho un breve alto, para reír o llorar. Para celebrar la salud, la familia, la amistad o tantas veladas de placer horizontal; para lamentar los adioses, las tristezas y las insondables decepciones que te han provocado personas que llegaste a creer, en lo más profundo, ya no que te amaban, sino que te respetaban y apreciaban mínimamente. Lo que has padecido por ciclo natural o imposición, lo que tú en la vida harías sufrir. En Labrang, alto en el camino rumbo a Jiuzhaigou, se cruzan tantas miradas con ojos puros, humildes, pacíficos, que cualquier retorno siempre será una bendición y una lección de compasión. Un recordatorio perenne de que la felicidad personal, la que empieza y acaba en uno mismo, siempre holló cima segura entre estos dioses y rostros cuarteados tibetanos que, por su fe, apaciguan mis entrañas. Sin necesidad de hablar, basta una mirada mutua para poseer la absoluta convicción de que jamás nos regalaremos sufrimiento. Y ahí, justo en ese punto tan ajeno a matices como insobornable, pupilas iridiscentes me prometen que arranca el único camino a la iluminación.

David Botas Romero

Viajero imparable

Blog matriz

No os olvideis,porfa,de compartir las aventuras de David.Gracias